La profecía
Frontera entre el reino de Egipto y el Imperio seléucida junto al río Jordán, verano de 200 a. C.
Vanguardia del ejército egipcio
Treinta mil soldados al servicio del reino de Egipto se apiñaban en su frontera norte, próximos al nacimiento del río Jordán. Era un ejército con nativos egipcios. Era la primera vez que la dinastía Ptolemaica alistaba a nativos egipcios en las filas del ejército, una decisión complicada que ya había dado problemas en el pasado y de consecuencias imprevisibles en el futuro próximo, pero que en aquel momento parecía secundaria, pues lo principal era, antes que nada, detener a Antíoco y preservar el Estado del ataque extranjero; se trataba de una lucha por la supervivencia, diferente a las campañas antiguas en las que se combatía por ampliar los dominios del faraón. Además, Agatocles, el consejero del faraón niño, había reforzado las tropas con miles de experimentados mercenarios etolios hechos venir desde Grecia para proteger los intereses de Egipto. Entre egipcios y etolios se había constituido una descomunal fuerza defensiva que parecía insuperable, capaz de resistir, como hicieran ya en el pasado, cualquier embate de sus enemigos seléucidas del norte, por muy brutal que éste pudiera llegar a ser. Pese a todo, Escopas, el general etolio al mando de todo el ejército egipcio, se sentía inquieto. Entre los soldados de Egipto había algunos judíos también y éstos habían extendido por todo el ejército el rumor de que había una profecía que predecía el nuevo ataque del rey Antíoco de Siria, el rey del norte, contra sus enemigos del sur y, según contaban, la profecía aseguraba que nada podría oponerse en esta ocasión a un ejército invencible que descendería sobre ellos implacable, inclemente. Estos rumores incomodaban a Escopas. Él sabía combatir contra enemigos tangibles, de carne y hueso, pero no sabía bien cómo derrotar una profecía.
Una interminable formación de miles de guerreros etolios armados hasta los dientes se extendía a ambos lados de su general. Escopas era un militar curtido, maduro y decidido. En el campo de batalla sabía lo que debía hacerse, cómo debía hacerlo y en qué momento. Por eso sus soldados le seguían con fidelidad allí donde les empujaba su condición de mercenarios a sueldo de reyes débiles rodeados de pueblos aún más débiles y confundidos.
Ésa era la situación de Egipto tras la muerte del último rey-faraón, Ptolomeo IV Filopátor. El heredero era un niño de apenas cinco años. Las intrigas de palacio se desataron y las muertes en la corte convulsionaron el reino hasta el punto de que Agatocles, el hombre fuerte de Egipto a falta de un faraón adulto, quizá el instigador de la muerte de otros pretendientes al trono y de otros consejeros, había decidido fortalecer la frontera norte mientras se las entendía con la rebelión interna de los nativos egipcios. Agatocles sabía de los buenos servicios prestados por Escopas en diferentes lugares de Grecia y el Egeo. Era el hombre indicado para proteger la frontera del ataque de Antíoco III de Siria, el todopoderoso monarca del Imperio seléucida para quien controlar el vasto territorio comprendido entre la lejana India y la Bactria hasta las fronteras con Asia Menor y Egipto era insuficiente. Antíoco quería más. Quería los puertos fenicios bajo control de Egipto. Por eso Agatocles llamó y pagó con generosidad al experimentado general etolio. Si había algo que aún no preocupaba a Agatocles era el dinero. Egipto era un reino inmensamente rico y más aún en aquellos momentos, pues la recién concluida contienda de casi veinte años entre Roma y Cartago había dejado esquilmados los campos de occidente que, sólo muy poco a poco, volvían a recuperarse. Egipto nadaba en oro romano que compraba el trigo egipcio para alimentar a sus ciudadanos, las nuevas colonias y su creciente número de legiones.
Escopas arrugó el ceño mientras escrutaba el horizonte. Nada. Sólo la inmensa pradera ante ellos, a medio camino entre el vergel del nacimiento del Jordán a su derecha y el desierto a su izquierda. Estaban a pocas millas[*] de Sidón. Más al norte, Biblos ya había caído en manos del ejercito seléucida de Siria, bajo el mando del propio Antíoco III. Escopas relajó los ojos y escupió al suelo. Los seléucidas del norte eran temidos por todos los egipcios, los nativos y los helenos de origen griego. Egipto era un reino gobernado por los reyes Ptolomeos descendientes de uno de los generales de Alejandro Magno desde hacía más de cien años, pero la relación entre los gobernantes de origen griego y los subordinados nativos de Egipto se había deteriorado progresivamente por los elevados impuestos de los monarcas helénicos y por el continuo desgaste de las últimas guerras. No hacía ni veinte años que Antíoco III de Siria lanzó un ataque contra ellos. Ptolomeo IV comprendió que no tenía bastante con sus soldados griegos y buscó mercenarios, pero no era suficiente, así que armó a los nativos egipcios. La idea resultó bien a corto plazo: Antíoco III fue obligado a retirarse y Egipto mantuvo el control de Fenicia, con sus ricos puertos y comercio, pero los nativos, al poco tiempo, se rebelaron reclamando una mejor distribución del oro que llegaba a Egipto por su trigo; luego, con la muerte del faraón, todo había empeorado. Antíoco había regresado desde el norte, decían que con nuevas unidades militares, mejor armadas, mejor adiestradas y ya había arrasado parte de la Celesiria tomando la ciudad de Biblos. La misión de Escopas era detener el avance de Antíoco una vez más.
Escopas miraba a su alrededor y se sintió bastante seguro. No es que tuviera el mejor ejército del mundo, pero había reunido a varios miles de sus mejores guerreros en una densa falange que podría detener el avance de cualquier enemigo, no importaba las nuevas unidades o estrategias que fueran a usar. Además contaba con el apoyo de varios regimientos de egipcios armados que, condicionados por el temor a Antíoco III, lucharían hombro con hombro con ellos para salvaguardar entre todos el bien común de las tierras de Fenicia. También disponía Escopas de una poderosa y bien dotada caballería egipcia y griega que protegía las alas de su falange. Estaban preparados, eran muchos, más de treinta mil, y compartían el mismo objetivo de defender aquel territorio.
Escopas avanzó al frente; seguía intrigado por el horizonte despejado. No se veía nada más que pradera desierta y sólo se escuchaba el viento. De pronto comprendió lo que le inquietaba. No se oía a ninguna cigarra. Y el sol comenzaba a ascender. En el calor, aquel silencio resultaba aún más misterioso.
Retaguardia del ejército seléucida
El rey Antíoco III, Basileus Megas[*], como le gustaba autoproclamarse después de su reciente reconquista de todo el Oriente, desde Mesopotamia hasta la Bactria del noreste o los territorios fronterizos con la India, estaba subido en un carro escita adornado con oro, cuyas ruedas resplandecían al estar reforzadas con remaches de bronce y unas afiladas y largas puntas de plata que al ponerse en marcha cortaban el aire con sus afiladas aspas por ambos flancos. El vehículo estaba tirado por cuatro hermosos corceles negros, lustrosos, limpios, fuertes, recubiertos con cotas de malla para protegerlos de las flechas y lanzas enemigas. Antíoco hacía que su carro avanzara despacio, al paso, siguiendo la estela del grueso de su ejército infinito. El rey repasaba en su mente a todos los que se habían interpuesto en su camino hacia el control absoluto de la tierra que le correspondía por derecho de herencia, como heredero único y legítimo de Seleuco III: primero tuvo que vérselas con Diodoto de Bactria y con Arsaces de Partia y luego con las revueltas de Media y Persia dirigidas por los traidores Molón y Alejandro; también tuvo que sufrir y solucionar la defección de toda Asia Menor, de la que aún quedaba pendiente el problema de Pérgamo. Antíoco, en consecuencia, estaba orgulloso de sí mismo: había recibido un imperio en descomposición y había conseguido, tras muchos años de guerras sin cuartel, recomponer casi todos los antiguos dominios. Se deshizo de los consejeros inútiles, como Hermeias, y ahora con las ideas de Toante y Epífanes las cosas habían ido mejor, quizá porque eran más sabios o quizá porque ambos sabían que Hermeias había sido asesinado a instancia del rey por su incompetencia y eso servía de acicate para que los dos se esmeraran en sus consejos. Toante, con sus treinta y cinco años, el más joven de los dos, era el estratega militar y Epífanes, más veterano, a sus bien entrados cincuenta años, era el consejero político. De Epífanes fue la idea de pactar con Filipo de Macedonia un ataque conjunto sobre las posesiones de Egipto en la Celesiria y el Egeo: las del Egeo serían para el macedonio y las de Celesiria para Antíoco. El pacto estaba funcionando. Egipto no podía defenderse contra los seléucidas y los macedonios a un tiempo y menos con un rey-faraón niño en manos de consejeros poco fiables, como Agatocles. Lo que no había esperado Antíoco, ni habían predicho Epífanes o Toante, es que los egipcios decidieran concentrar su defensa en Celesiria y abandonar a su suerte las posesiones del Egeo, pero Antíoco estaba dispuesto a no cejar en su empeño de recuperar unos territorios, los de la Celesiria, o Fenicia, como la llamaban otros, y hacerse así con las salidas al mar Mediterráneo y el control de todos los puertos comerciales de la región. Era cierto que los egipcios, además, habían recurrido a Escopas, un hábil y reconocido general etolio, y que habían contratado un poderoso ejército mercenario griego que, junto con sus propias tropas, constituía una imponente fuerza de choque defensiva que debería de haber hecho desistir del ataque a cualquiera. Sí, a cualquiera, sonrió Antíoco, a cualquiera menos a él. De hecho, estaba contento de encontrar resistencia y de encontrarla en manos de un general competente. Sólo así podría descubrir hasta qué punto las nuevas unidades militares fortalecidas con el nuevo armamento gracias al dinero de su reconquista de Oriente y entrenadas en el mayor centro de adiestramiento militar de todo el oriente, Apamea, cerca de Antioquía, la capital de su imperio, eran realmente operativas y, como no dejaba de decir una y otra vez Toante, completamente invencibles. Sí, Epífanes había marcado los pactos políticos, pero en Toante, Antíoco había depositado su confianza en todo lo referente a la creación de las nuevas unidades militares, base de su nuevo poderoso ejército de ataque y conquista. Toante había ascendido en estima ante el rey por sus servicios prestados en la recuperación de los reinos de Oriente y, en particular, por sus gestiones en la obtención de una gran cantidad de elefantes, ciento cincuenta, del rey de la India, como muestra de buena voluntad y forma de sellar un pacto mutuo de no agresión. El rey tenía grandes planes para esos elefantes. De hecho sólo había traído la mitad. El resto lo había dejado en Apamea, en la gigantesca cuadra que había hecho construir para ellos: quería más, quería que procrearan y así tener una fuente continua de nuevos elefantes sin tener que recurrir a negociar con los siempre caprichosos reyes indios. Toante había hecho posible parte de esos sueños, por eso confiaba en él. Toante comandaba aquella mañana una de las alas de caballería de reserva en su ejército expedicionario de reconquista de la Celesiria. La otra ala la reservó para su propio hijo Seleuco, aún demasiado joven e impulsivo, pero al que quería ir probando en combate para asegurarse de que sería un digno sucesor suyo, pues era el destinado a heredar el mayor imperio desde Alejandro Magno. Antíoco quería ver con sus ojos que Seleuco estaría a la altura. Sabía que Seleuco sentía celos de Toante, pero esperaba que ese sentimiento sirviera de acicate para que su joven vástago se mostrara valiente en la batalla y merecedor de ser algún día rey de Siria y emperador de todos los territorios seléucidas desde el Egeo hasta la India. Por fin, en el centro, al mando de la falange de argiráspides[*], el rey había puesto a Antípatro, su sobrino a la par que un veterano general, eficaz y leal, ni demasiado ambicioso ni demasiado sumiso, alguien prudente, el comandante ideal para su recién recuperada falange de élite.
Antíoco miró al cielo: un día despejado, aunque al descender en dirección al río Jordán y divisar la línea del ejército egipcio, el rey se percató de que el sol, en su lento ascenso hacia lo alto del cielo, les cegaría. Escopas se había situado con el sol naciente a sus espaldas. Era hábil el etolio: o esperaban al mediodía o cargaban contra la cegadora luz del dios celeste. A Antíoco no le gustaban los retrasos. Antípatro acababa de llegar desde la vanguardia del ejército para recibir órdenes y el rey se dirigió a él con instrucciones precisas.
—Haz avanzar la falange de inmediato.
—¿Contra el sol? —preguntó Antípatro, no con duda, sino sólo buscando una confirmación de la orden.
—Contra el sol —se reafirmó el rey—. Usa los nuevos escudos. —Antípatro sonrió.
—Así se hará, mi rey. —Y montando en un caballo que un soldado le dispuso, partió al galope hacia las unidades de vanguardia.
Vanguardia del ejército egipcio. Centro de la falange etolia[M]
Escopas vio emerger en el horizonte la temida falange seléucida. Eran miles, veinte mil, treinta mil, quizá algo más. Y en las alas se veía a dos cuerpos de caballería. Jinetes a caballo y jinetes montados en otros animales, ¿dromedarios? No era frecuente ver cuerpos armados de jinetes sobre dromedarios, pero aquello no importunó demasiado al general etolio. Ya estaban ahí. Eso era lo importante. La espera había terminado. Al menos, en lo referente a visualizar al enemigo. Escopas miró al cielo. El sol se elevaba lentamente y aún seguía a sus espaldas. No atacarían hasta pasadas unas horas. No tenía sentido hacerlo con el sol de cara. Los seléucidas esperarían. Él también. Sus hombres habían desayunado temprano. Aprovecharía la espera que debía de seguir para distribuir más comida y agua entre los suyos. De esa forma tendrían toda la energía necesaria para repeler al enemigo.
Escopas caminaba relajado frente a sus tropas. Las examinaba con minuciosidad. Los escudos estaban limpios y las sarissas[*] de 20 a 24 codos[*][5] preparadas, empuñadas por manos firmes. Resistirían. Escopas se volvió hacia el enemigo. Seguía avanzando. Los seléucidas se encontraban a unos tres mil pasos. Era una distancia prudente para detenerse, pero seguían avanzando. Escopas se detuvo y apretó los labios. El enemigo proseguía con su avance, impertérrito. ¿No les molestaba el sol? No era lógico atacar así. Dos mil quinientos pasos. Las puntas de las sarissas seléucidas brillaban bajo la intensa luz del día. Escopas carraspeó y escupió en el suelo una vez más. Al volver a alzar la mirada observó que el avance del ejército de Siria no se detenía. A dos mil pasos y seguían. Escopas se pasó el dorso de la mano por debajo de la nariz. Se dio la vuelta entonces hacia uno de sus oficiales.
—¡Mi casco! —gritó, y el poderoso tono de su voz transmitió a sus hombres el mensaje implícito. Todos tensaron los músculos. Escopas se ajustaba el casco con la mano derecha mientras dejaba que otro oficial le acercara el escudo a su brazo izquierdo. Estaban a mil quinientos pasos y seguían hacia delante—. ¡Preparad las sarissas! —vociferó el general, y su orden se repitió a lo largo de la interminable línea defensiva del ejército egipcio.
Mil cuatrocientos, mil trescientos, mil doscientos pasos y no se detenían. Escopas observaba las sarissas del enemigo y había algo que no le gustaba pero no sabía bien qué era. Mil cien pasos. Mil pasos.
—¡Que se preparen los arqueros! —ordenó Escopas—. ¡Una lluvia de flechas apaciguará su ímpetu!
Varios miles de arqueros ajustaron sus arcos tras la larga línea de la falange. Era probable que el enemigo hiciera lo propio.
—¡Preparad vuestros escudos! —aulló el general etolio. Los griegos de su falange levantaron sus escudos para protegerse de una posible lluvia de flechas siria, mientras en el fondo de sus corazones esperaban que las flechas que los egipcios habían cargado en sus arcos contribuyeran a detener el empuje con el que aquellos sirios parecían estar dispuestos a embestirles.
Ochocientos pasos, setecientos, seiscientos. Aún no estaban a tiro de los arqueros. Debía esperar más. Escopas no llegaba a ver las alas. Sus oficiales de caballería deberían de decidir qué hacer, al menos en el principio del combate. Tras la embestida inicial, una vez asegurada la posición, iría a una de las alas para comprobar que las caballerías egipcia y griega cumplían su función frente a la caballería siria. Mantener la falange era clave, pero las alas debían resistir también o todo podría venirse abajo.
Quinientos, cuatrocientos, trescientos pasos. Escopas iba a ordenar que los arqueros dispararan cuando la falange siria se detuvo en seco. El contraste entre el ruido de los miles de sandalias avanzando con el silencio que sobrevino al detenerse de golpe era sobrecogedor. Escopas admiraba la disciplina incluso en el enemigo. Era una bonita exhibición, pero todo eso daba igual. No estaban de maniobras ni de desfile. Alzó su brazo para dar la orden a los arqueros cuando de pronto la falange enemiga, treinta mil soldados sirios, alzaron sus escudos. El sol reflejó sobre la superficie de los mismos con tal fuerza que cegó a todos los etolios y egipcios.
—¡Ahora, disparad ahora! —gritó Escopas, pero ya era tarde, sabía que era tarde. Los arqueros egipcios disparaban sin ver, cegados por treinta mil escudos que actuaban como espejos.
—Escudos de plata —comentó en voz baja uno de los oficiales de Escopas—. Por todos los dioses: son argiráspides.
El general etolio hizo callar al oficial con una mirada fulminante y volvió a dar órdenes.
—¡Sarissas clavadas en tierra! ¡Hay que resistir su carga y protegerse de las flechas enemigas! ¡Sarissas a tierra! ¡Ni un paso atrás!
Escopas daba las órdenes que debían darse, pero era cierto lo que había dicho aquel oficial. Sólo los argiráspides, las unidades de élite fundadas por Alejandro Magno, llevaban escudos de plata como aquéllos, en donde se reflejaba el sol hasta cegar al enemigo. Lo sorprendente es que nunca antes había visto tantos argiráspides juntos, tantos miles. No se podía ver bien contra el reflejo del sol en aquellos malditos escudos. Hacía falta mucho dinero para poder hacer tantos escudos de plata. Una fortuna inimaginable. ¿Tanta plata y oro había reunido Antíoco III en su reconquista de los reinos de Oriente? Escopas creyó ver al enemigo a unos doscientos pasos, luego la luz del sol le cegó, se situó entonces justo detrás de la línea de la falange. Miró otra vez. Parecían estar muy cerca. Se escuchaba al enemigo gritando. De pronto llegó el impacto brutal. Muchos de los etolios y egipcios de primera línea fueron atravesados por las picas enemigas. Más de lo que era esperable. Etolios y egipcios de la segunda y tercera fila reemplazaron con rapidez a los caídos y al fin pareció contenerse la avalancha enemiga, pero habían caído muchos guerreros del ejército bajo su mando. No era lógico. Escopas se acercó a la línea de la falange. Los sirios empujaban y sus hombres hacían todo lo posible por mantener la línea, pero de cuando en cuando una sarissa enemiga asomaba entre sus hombres y atravesaba a un soldado en el hombro, en la garganta o el pecho. Escopas comprendió lo que no le había gustado de aquellas sarissas sirias: eran más largas, de casi 28 codos, cuando las de sus hombres oscilaban entre los 20 y 24 codos. Esos codos de más les daban ventaja a los sirios y los malditos parecían estar bien entrenados para sacar partido de aquella circunstancia. Sus hombres, pese a todo, parecían contraponer a la insuficiencia de sus armas un mayor coraje y entrega. La línea se mantenía. Habían perdido muchos más hombres que los seléucidas, pero la falange se mantenía. La cuestión era por cuánto tiempo más. El enemigo ni siquiera había utilizado arqueros. ¿Tanta confianza tenían en sí mismos? Escopas miró hacia los extremos de su formación. ¿Y las alas?
—¡Mi caballo! —pidió el general etolio, y una hermosa yegua negra apareció de entre los arqueros—. ¡Mantened la posición a toda costa! ¡Por los dioses, ni un paso atrás! —Fue lo último que ordenó a sus oficiales, y partió hacia el extremo izquierdo de su ejército. Tenía que saber qué ocurría con la caballería.
Retaguardia del ejército seléucida
—Parece que resisten —comentó el rey Antíoco a sus consejeros y a su joven hijo Seleuco reunidos a su alrededor para contemplar el transcurso del combate. Epífanes guardaba silencio.
—Deberíamos haber mandado a los elefantes por delante —dijo Seleuco nervioso. Su padre le miró con severidad.
—Tienes la impaciencia propia de tu juventud pero impropia de un futuro rey —le respondió Antíoco sin inmutarse—; la prudencia es siempre mejor consejera. Siempre estamos a tiempo de usar los elefantes y, de momento, los quiero a todos vivos. —Su hijo sabía del plan de su padre de intentar tener más y más elefantes hasta conseguir una fuerza colosal invencible en todo Oriente y Occidente, así que bajó la mirada y calló.
—Hay que ver qué ocurre con las unidades de dromedarios —añadió un Toante algo más cauto.
El rey asintió un par de veces mientras respondía a Toante.
—Estoy de acuerdo. Hay que ver lo que ocurre con las nuevas unidades de dromedarios.
Seleuco miró de reojo con rencor y furia contenida a Toante, pero no dijo nada. Epífanes, el veterano consejero de Antíoco, veía con prevención el rencor latente de Seleuco hacia Toante. No era inteligente por parte de Antíoco promover ese enfrentamiento. Un ejército con generales que desconfiaban entre sí o que competían de forma desmesurada por satisfacer las ansias de victoria del rey podía conducir a todo el imperio a un desastre, pero se guardó sus pensamientos. El rey no estaba para disensos esa mañana.
Ejército egipcio. Ala izquierda
Escopas llegó junto a la caballería en el extremo izquierdo de su ejército. La lucha era ya encarnizada. Los jinetes egipcios y griegos combatían en una confusa maraña contra dahas[*] y otros jinetes enemigos montados en dromedarios. Los dahas en concreto eran una nueva unidad del ejército de Siria en donde dos guerreros montaban en un solo caballo, que al entrar en combate, uno de los dos desmontaba y desde tierra hería a las monturas enemigas. Por su parte, los jinetes de los dromedarios se beneficiaban de la mayor envergadura de esos animales, de modo que podían atacar a egipcios y griegos desde más arriba, haciendo que sus golpes de espada hacia abajo fueran más potentes, para lo cual se ayudaban de unas armas de mayor longitud que empuñaban con la destreza que da el entrenamiento duro y metódico. Escopas había oído hablar del centro de adiestramiento militar que el rey Antíoco había levantado en la ciudad de Apamea de Orontes, pero sólo ahora veía de forma tangible los resultados de aquel gigantesco cuartel militar de los seléucidas. Escopas azuzó a su yegua y se introdujo en medio de la contienda. Consiguió zafarse de uno de los guerreros sirios que había desmontado y le clavó su espada entre los ojos. Luego se adentró hasta embestir con su caballo a uno de los dromedarios. Una espada le rozó la sien. Escopas se revolvió y sesgó de un tajo poderoso la mano que blandía el guerrero sirio. Él no era uno más. Era Escopas. Guerrero desde niño, desde siempre. No se iba a dejar amedrentar por dromedarios y un puñado de jinetes más o menos bien adiestrados. Los malditos seléucidas necesitarían algo más si querían hacerles retroceder.
—¡Masacrad a estos imbéciles, por todos los dioses! ¡Mantened las posiciones!
La voz del general etolio reverberó por encima del fragor de la batalla inyectando ánimos a los guerreros de su ejército.
Retaguardia del ejército seléucida
Antípatro había sido llamado por el rey. Antíoco quería saber de primera mano cómo iban las cosas en el frente de la falange.
—Resisten, mi rey —respondió Antípatro sin añadir más. Respiraba entrecortadamente y tenía sangre enemiga salpicada por brazos y piernas. El rey miró el líquido rojo con aprecio. Antípatro no era un genio, pero era un servidor leal y eso ya era mucho en los tiempos que le había tocado vivir.
—¿Y en las alas? —inquirió el rey.
—Por lo que me han dicho mis oficiales, ni los dahas ni los dromedarios han conseguido abrir brecha alguna en ninguno de los dos extremos. No perdemos ni mucho menos, pero estamos estancados —concluyó Antípatro, sacudiéndose polvo y sangre entremezclados. Esperaba órdenes.
Seleuco volvió a mirar a su padre, pero sin decir nada. El rey cruzó sus ojos con los de su hijo y tras un segundo de silencio asintió una vez mientras daba las nuevas instrucciones.
—¡Por Apolo[*], la resistencia de ese etolio empieza a resultarme impertinente! ¡Que las unidades de catafractos reemplacen a las fuerzas de caballería de las alas! ¡Seleuco, tú dirigirás el ataque por nuestra ala derecha y Toante, tú por la izquierda! —Y luego, bajando la voz, pero de modo aún claramente nítido para todos—: Quiero acabar con esto antes del mediodía. Tengo hambre.
Ejército egipcio. Ala izquierda[M]
Escopas había recibido un corte en uno de sus hombros. No era profundo y su sangre se confundía con la de una decena de enemigos que había abatido con los mandobles de su espada. Estaba cansado, pero no derrotado. Sus jinetes habían mantenido la pugna y el ala izquierda no había cedido. Y de pronto las buenas noticias llegaban de todas partes: los seléucidas hacían retroceder a sus caballos y dromedarios y se retiraban, y del ala derecha llegaba un oficial etolio que confirmaba lo mismo. Los sirios replegaban su caballería. Si la falange no estuviera tan estancada en el centro podría ordenar un avance, pero quizá fuera su oportunidad para intentar deshacer las alas enemigas y atacar la falange siria por los extremos.
—¡Reagrupaos! ¡Rehaced la formación! —Escopas gritaba mientras sus pensamientos se atropellaban. Estaba considerando lanzar una carga de persecución contra el enemigo que se batía en retirada, cuando observó algo que le hizo dudar. Los jinetes sirios se dividían en dos mientras galopaban hacia sus posiciones de retaguardia dejando un amplio pasillo central por el que emergían nuevas unidades montadas. Los nuevos jinetes parecían cabalgar sobre caballos más robustos, pero no galopaban sino que más bien avanzaban al trote. A medida que se acercaban el general etolio pudo comprobar que los jinetes que montaban aquellos pesados animales estaban recubiertos de cotas de malla de metal por todo el cuerpo, con brazos, piernas, pecho, todo perfectamente protegido y, lo más sorprendente aún: las propias bestias estaban completamente recubiertas de mallas densas que debían pesar una enormidad, pero que los caballos acertaban a trasladar con un trote decidido y, aparentemente, irrefrenable. Escopas sabía lo que se les venía encima. Había oído hablar, como todos los generales de su época, de las temibles unidades de catafractos de los ejércitos orientales, pero nunca había combatido contra ellas. Decían que eran lentas en sus maniobras, pero que esa lentitud la compensaban con su robustez absoluta. Se trataba de caballos y jinetes completamente acorazados, prácticamente indestructibles. Escopas, como otros muchos, pensaba que aquéllas eran historias del pasado, pero todo aquel día era como si el rey Antíoco hubiera hecho resucitar los antiguos ejércitos de Persia. ¿Cómo pudo Alejandro Magno derrotar semejantes fuerzas?
El general etolio vio desaparecer a los dahas y dromedarios tras las pesadas unidades catafractas. El suelo empezó a temblar bajo las pezuñas de su propia montura y el estruendo monocorde del avance de los caballos blindados del rey de Siria penetró en los oídos de los jinetes del ejército egipcio. Escopas se pasó la sudorosa y ensangrentada mano derecha por la boca. Tenía sed, pero ahora no había tiempo.
—¡Manteneos firmes! ¡Los caballos en línea! —Dudaba. No sabía si ordenar una carga o recibir a los catafractos allí mismo, todos juntos, detenidos sobre la pradera de Panion. Sabía que la duda era el principio de la derrota—. ¡A la carga, por todos los dioses, a la cargaaaaaa!
Y él mismo fue el primero en impulsar su yegua contra las unidades de catafractos que se lanzaban contra ellos. En pocos metros, los jinetes etolios y egipcios consiguieron una velocidad de carga muy superior a la de los caballos acorazados de los jinetes sirios. Aquello insufló un soplo de esperanza en el compungido corazón de Escopas.
El choque fue bestial. Los caballos de los unos y los otros se estrellaron de forma brutal, pero en lugar de crearse la típica maraña de caballerías enemigas, tras el primer impacto y la consecuente caída de los animales de primera línea, una vez que los etolios y egipcios había perdido la fuerza de su carga, los caballeros catafractos del rey Antíoco retomaron su avance empujando al enemigo hacia atrás. Escopas lanzó una lanza contra uno de los jinetes enemigos, pero éste se cubrió con un escudo y la lanza desviada, aún mortal, cayó sobre el lomo forrado de hierro de un caballo que, gracias a sus protecciones, salió indemne del ataque. Escopas veía a sus hombres intentando herir a guerreros y bestias enemigas con las espadas o las lanzas, pero la mayoría de los golpes se estrellaba una y otra vez contra las poderosas protecciones de metal de los catafractos. Al tiempo, los sirios, lentos pero tenaces, respondían con sus propias lanzas y con certeros golpes de espada a los mandobles etolios y egipcios. Pronto Escopas vio como decenas de sus jinetes caían heridos entre horribles gritos de dolor para terminar siendo pisoteados por los caballos sirios que, con el peso adicional del metal protector que transportaban sobre sí, parecían elefantes que lo arrasaban todo a su paso. Escopas intentó reagrupar a sus jinetes para establecer una línea defensiva del ala izquierda de su ejército, pero los catafractos, ajenos a las inútiles maniobras del ejército egipcio para herirles, continuaban su avance como fantasmas venidos de otro mundo, como seres casi inmortales, fríos, sólo concentrados en su destino de destruir por completo al enemigo que, obstinado, intentaba sobrevivir a su imperturbable carga de hierro y sangre.
Escopas era un militar curtido, maduro y decidido. En el campo de batalla, sabía lo que debía hacerse, cómo debía hacerlo y en qué momento. Ordenó la retirada.
Ala derecha del ejército sirio
Seleuco sonrió con alegría al tiempo que asentía con la cabeza. Los etolios y los egipcios se retiraban. No podían hacer nada contra los catafractos. Habían resistido a los dahas en las alas y a los argiráspides en el centro, pero nada podían hacer contra la caballería acorazada de Siria.
—¡Matadlos a todos! —aulló con fuerza haciéndose oír por encima del fragor del combate—. ¡Por Apolo, no dejéis ni uno con vida! —Era su momento de gloria y la mejor forma de demostrar a su padre y al resto de oficiales de la corte que estaba preparado para ser rey en el futuro próximo.
La caballería blindada avanzaba sin que los jinetes enemigos pudieran detenerlos. La sangre egipcia y etolia regaba las fronteras de un moribundo Egipto Ptolemaico.
Centro de la batalla. Vanguardia de la falange siria
Antípatro observó cómo los catafractos desbordaban al enemigo por ambos extremos de la formación. Era el principio del fin de aquella batalla. De pronto escuchó un bramido brutal a sus espaldas. Se dio la vuelta veloz. Más de sesenta elefantes habían iniciado una carga contra el enemigo.
—¡Lanzad las sarissas y apartaos! ¡Apartaos! —ordenó a los argiráspides de la falange que lideraba—. ¡Lanzad las sarissas, abrid pasillos y dejad que los elefantes pasen por ellos! ¡Apartaos!
La falange se dividió en pequeñas secciones a la vez que los argiráspides desencajaban las dos piezas de sus largas sarissas y así, convertidas en lanzas, las arrojaban contra el enemigo evitando de ese modo que los egipcios intentaran nada porque a aquella inesperada lluvia de hierro se unía el hecho de que estaban abrumados por el retroceso de su propia caballería en los flancos, y sólo se esforzaban por mantener las posiciones y no por intentar aprovechar las brechas abiertas en la falange enemiga para contraatacar. Eso dio el tiempo suficiente a la falange siria para que se replegara ordenadamente y dejara su lugar a una brutal carga de elefantes que se arrojaban bramando salvajemente contra las debilitadas y acobardadas filas egipcias. Los paquidermos reventaron en cuestión de segundos la línea egipcia y, al instante, avanzaban pisoteando un extenso manto de cadáveres de ilusos que habían albergado alguna esperanza de detener el descomunal ataque del rey del norte, de Antíoco III de Siria.
Ala izquierda del ejército sirio
Toante vio cómo Seleuco aplastaba al enemigo en el flanco derecho, así que no dudó en arengar a sus propios catafractos para no quedar por debajo del hijo del rey.
—¡A por ellos, malditos, a por ellos! ¡Por Apolo, por el rey Antíoco! ¡Por Siria! ¡Hoy es el fin de Egipto!
Los jinetes sirios, completamente recubiertos por sus armaduras resplandecientes, tintaron de rojo su piel de hierro y bronce. Al poco tiempo, la caballería enemiga se batía en franca retirada sin tener tiempo de ayudar a sus heridos, que eran pisoteados sin piedad por unos caballos que, contrarios a su intención, no encontraban un lugar donde pisar donde no hubiera un jinete egipcio malherido.
Ala izquierda del ejército egipcio y etolio
Escopas contemplaba la hecatombe que le rodeaba: la infantería egipcia huía despavorida mientras decenas de elefantes se lanzaban sobre los incautos guerreros del faraón y los aplastaban con sus gigantescas pezuñas y, justo tras las descomunales bestias de Oriente, que no dejaban de bramar ensordeciendo a todos los que se encontraban a su alrededor, venían decenas y decenas de carros escitas que atropellaban a los que aún quedaban con vida. Mientras, en el flanco derecho, los catafractos desarbolaban la caballería, al igual que lo hacían en su propio flanco izquierdo. Escopas sabía que la mayor parte de su caballería etolia estaba en su flanco. Era ya demasiado tarde para salvar a Egipto y su ejército. Agatocles tendría que haber sacado más oro de las arcas de Alejandría y haber contratado bastantes más mercenarios.
—¡Replegaos junto a mí! ¡Por Zeus, seguidme todos los que podáis! —vociferó Escopas a sus jinetes etolios a la vez que se aproximaba hacia el centro de la batalla y llamaba a sus soldados de infantería, al menos a aquellos etolios que estaban más próximos al flanco izquierdo. Los mercenarios oyeron la voz de su general y acudieron a su llamada como huérfanos en busca de cobijo. Unos huían de los elefantes, otros de los catafractos y todos buscaban una huida, tan sólo salvar la vida, no pedían más.
Escopas consiguió reagrupar en el flanco izquierdo a centenares de sus soldados y de sus jinetes, siempre retrocediendo. La caballería etolia, sin armaduras, tenía, al menos, la ventaja de la velocidad, lo que les permitió alejarse del avance de los catafractos varios centenares de pasos a la espera de que se les unieran los restos de la infantería. Los egipcios, tanto jinetes como soldados, no obedecían a nadie y simplemente huían, corrían como locos, encomendándose a Isis, Serapis[*] y, sobre todo, a Osiris, el dios rey del reino de los muertos, al que todos sabían que iban a conocer muy pronto.
El general etolio miró hacia el enemigo: catafractos, elefantes y carros escitas avanzaban sin detenerse un momento. No había tiempo para plantear ninguna defensa ordenada. Miró hacia el oeste.
—¡Sidón! —exclamó, y miró a los pocos oficiales que le habían seguido hasta la posición de reagrupamiento de las tropas—. ¡Es la ciudad más próxima! ¡Allí nos podremos refugiar, luego ya se verá!
Todos asintieron. Seguramente Sidón caería, como había ocurrido con Biblos más al norte, pero en aquel momento una ciudad amurallada era la mejor opción, la única opción, incluso si eso sólo suponía retrasar la muerte. Los jinetes etolios, siguiendo las órdenes de Escopas, volvieron a formar para frenar, en la medida de sus posibilidades, el avance de los catafractos. Escopas no lo dudó y se situó al frente de todos ellos una vez más.
—¡Tenemos que ganar tiempo para que la infantería corra y gane distancia en dirección a Sidón! ¡Cuando lo ordene daremos media vuelta y al galope les seguiremos y no nos detendremos hasta alcanzar la ciudad!
Muchos de los jinetes pensaron que su general era noble al preocuparse por la infantería en lugar de huir a la carrera y, sin lugar a dudas, había nobleza en su empeño de volver a enfrentarse a lo incontestable, a los pesados e indestructibles catafractos del rey Antíoco, pero había más de estrategia que de fatuo heroísmo en aquella acción. Escopas vio que algunos de los oficiales de la caballería, sin embargo, quizá no tan valerosos, no tan bravos, a fin de cuentas estaban allí por dinero, no compartían la idea de volver a enfrentarse a aquellos caballos y jinetes blindados que, una vez más, sacudían la tierra bajo las pezuñas de sus bestias.
—¡En Sidón necesitaremos soldados, cuantos más mejor, para defender las murallas y alargar nuestra rendición! ¡Sólo con la infantería dentro de la ciudad, apostada en los muros, tendremos la posibilidad de forzar una negociación! ¡Sin ellos seremos insuficientes y la ciudad caerá en pocos días!
Los oficiales asintieron y, aun a disgusto pero entendiendo que lo que decía su general tenía sentido, apretaron los dientes y se dispusieron de nuevo a cargar contra los catafractos.
De pronto, Escopas tuvo una idea.
—Los ojos —dijo en voz baja—; los ojos —repitió, y a continuación transformó su intuición en una orden—. ¡Atacad a los ojos de los caballos! ¡Clavad vuestras espadas en sus ojos! ¡Hundid las lanzas en los ojos de sus monturas!
Aquél era el espacio sin protección más grande en toda la armadura de los catafractos. Merecía la pena que se intentara. Era lo único que podía hacerse. La caballería enemiga estaba allí mismo.
—¡Ahora, ahora, por Zeus! —Y Escopas y todos sus jinetes se lanzaron en una breve pero intensa carga contra los catafractos que comandaba Seleuco, el hijo del rey sirio. Escopas apuntó con su espada a los ojos del primer catafracto con el que se encontró, pero la bestia movía la cabeza, nerviosa, y no pudo acertar a clavar la punta de su arma en la pequeña obertura por la que el animal tenía visión de lo que ocurría a su alrededor. Además, el jinete sirio se percató de lo que intentaba hacer y detuvo al animal al tiempo que con su propia espada lanzaba un mandoble que, al chocar con el arma de Escopas, hizo que todo su brazo temblara y que a punto estuviera de quedar desarmado, pero lo peor fue el segundo jinete enemigo que se acercó por el costado derecho y que, aprovechando un descuido del strategos griego, le hirió en el hombro. Escopas aulló de dolor y rabia. Ordenó a su yegua que retrocediera, para ganar tiempo y ver lo que ocurría con el resto de jinetes, mientras se tragaba su propio sufrimiento sin lamentos. Algunos habían tenido más fortuna o más habilidad y algún jinete acorazado había caído al suelo entre los relinchos bestiales de dolor de algún caballo sirio cegado por la punta de una espada etolia, pero éstos eran los menos y la estratagema era del todo inoperante con la mayoría de los catafractos cuyas monturas esquivaban el ataque enemigo y, al segundo, sus jinetes sirios contraatacaban con golpes certeros que herían mortalmente a decenas de etolios.
Escopas alargó la agonía de su caballería lo máximo que pudo y siguió combatiendo con el hombro herido y ensangrentado, lanzando golpes poco certeros ya, pero mostrándose al frente de su caballería para que sus hombres supieran que su general estaba allí, con ellos, combatiendo, pero, al fin, antes de que aquella resistencia se transformara en una masacre completa, una vez convencido de que era imposible retrasar más el avance de la caballería acorazada siria sin arriesgarse a perder a todos sus jinetes, lanzó su última orden de la batalla de Panion.
—¡Retirada, retirada total! ¡Al galope! ¡Al galope hacia Sidón!
Habían caído casi un tercio de los jinetes que habían sobrevivido a la primera carga de los catafractos. Eso quería decir que Escopas había perdido a casi toda la caballería etolia del flanco derecho y a la mitad del flanco izquierdo, pero aún tenía unos cuatrocientos jinetes con los que se alejó galopando envuelto del polvo de aquella llanura infame. Tras ellos el enemigo avanzaba, pero lento y pesado, y la distancia cada vez se hacía más larga.
Pronto, los jinetes de Escopas alcanzaron la infantería etolia que, a marchas forzadas, seguía huyendo en dirección a Sidón. El strategos etolio distribuyó a la caballería superviviente rodeando a la infantería y ordenó que marcharan a un trote suave para ir acompasados con los guerreros de a pie. Miró entonces hacia atrás. Aún se discernía el tumulto de la batalla y se escuchaba el bramido infernal de algún elefante. Se veían también pequeños grupos de guerreros egipcios desperdigados por la llanura, corriendo sin rumbo, sin orden, en direcciones opuestas. Egipto ya no dependía de sí mismo, pero eso no era asunto suyo. Tampoco cobraría el segundo pago por combatir en Panion que le debía Agatocles.
Hizo bien en imponer la condición de cobrar la mitad por adelantado. En Sidón tenía dinero, un regimiento de reserva y fuertes murallas. En Sidón se atrincheraría y esperaría a Antíoco III de Siria. La herida del hombro dolía mortalmente. Maldijo su suerte y maldijo al rey de Siria y a Agatocles por llamarle a aquella campaña suicida.
Centro de la llanura de Panion. Tienda del rey de Siria
Antíoco había abandonado su carro y había ordenado que levantaran su gran tienda real en medio de la llanura de Panion. Olía a muerto, pero eran muertos del enemigo. Aquel olor no le desagradaba. Además, la comida que sus esclavos le estaban trayendo, cocinada en espesas y humeantes salsas, amortiguaba el olor de los cadáveres. El rey de Siria tenía hambre y empezó a comer mientras su hijo Seleuco y el resto de generales se presentaban para saber qué debían hacer. El viejo Epífanes permanecía en pie, a la espalda del rey.
—¿Qué hacemos, padre? —Fue Seleuco el único que se atrevió a interrumpir en su almuerzo de campaña al victorioso rey, señor ahora de todos los territorios desde la India en Oriente hasta, ahora sí, las costas del Mediterráneo, toda vez que el ejército egipcio había sido barrido de la Celesiria—. Los egipcios han sido aniquilados o dispersos, padre, pero los etolios se han reagrupado y se dirigen a Sidón.
Antíoco no respondió. Sin dejar de masticar el trozo de cordero que tenía en la boca, se volvió y miró a Epífanes. El consejero comprendió que el rey quería su opinión.
—Escopas es un strategos experimentado —empezó Epífanes con seguridad—. Se hará fuerte en Sidón. Para rendir la ciudad tendremos que recurrir a un largo asedio.
Antíoco III de Siria dejó de comer. Epífanes siempre le fastidiaba con su manía de ponerse siempre en lo peor. Un asedio era algo terriblemente tedioso.
—Podemos retarle a una batalla en campo abierto frente a los muros de la ciudad —dijo Toante, siempre intentando satisfacer a su rey. Antíoco sonrió. Seleuco apretó los dientes. Epífanes negaba con la cabeza.
—Escopas nunca saldrá de las murallas de la ciudad sin un pacto. Será un asedio largo —sentenció el consejero del rey.
Todos guardaron silencio. Antíoco III de Siria escupió en el suelo de la tienda. Un esclavo se arrodilló y limpió el escupitajo del monarca con rapidez y se retiró como una centella.
—Iremos a Sidón —anunció el rey con aplomo—. Quiero ese último puerto del Mediterráneo y lo quiero pronto.
Era un aviso para todos. El monarca quería concluir la campaña de recuperación de las costas fenicias con rapidez. Tenía otros trabajos en mente. Quería restablecer el control absoluto sobre toda Asia Menor y eso incluía arrojar a los rodios de las costas de Asia y reducir a cenizas la ciudad de Pérgamo. Para eso necesitaba todas sus tropas. Un asedio sólo conseguiría dar tiempo a Rodas y Pérgamo a organizarse, pues pronto correría por toda Asia y el Egeo la gran victoria de su ejército.
—Sidón caerá, Basileus Megas —prometió Toante anticipándose a Seleuco. Epífanes miró al suelo. Toante buscaba desbancar a todos ante los ojos del rey: a su propio hijo, al resto de generales y a él mismo como consejero del rey. Era demasiado ambicioso. Había que pararle los pies.