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La pequeña Cornelia

Roma, julio de 201 a. C.

Una vez en su gran domus próxima al foro, Publio Cornelio Escipión fue recibido por su esposa y sus familiares y amigos, pero el general, tras un rápido saludo a todos, acompañado por Emilia, se adentró en el interior de la casa, en una de las habitaciones contiguas al atrium, para poder bañarse y quitarse toda la pintura roja con la que había exhibido su piel teñida de carmesí sangre para deleite de todos los ciudadanos de Roma. En la paz de su baño, hundido su cuerpo en una pequeña piscina de agua caliente, atendido por dos esclavas, y escoltado siempre por el pequeño cuerpo de su joven y bella esposa, el general se sumergió por completo, haciendo que el agua transparente se tornara rosa primero y luego roja, como si absorbiera la sangre de tantas batallas como las que había presenciado aquel general que buscaba en lo profundo de aquel baño liberarse del recuerdo de los amigos perdidos en combate. Al emerger de nuevo a la superficie, Publio, con los ojos aún cerrados, escuchó dos fuertes y secas palmadas y supo que su mujer estaba indicando a las esclavas que les dejaran solos. El general de Roma se puso en pie en el agua y, con cierta sorpresa, que no desagrado, vio como su esposa, sin dudarlo, se introducía vestida en el agua y con paños tibios fue secando su piel tostada por el sol de África. Él se dejó hacer. Estaba desnudo. Emilia pasaba las toallas sobre su cuerpo y a veces sentía el paño caliente y en ocasiones el dorso o la punta de los dedos de las manos de su esposa. El general la abrazó con fuerza.

—Aquí no, ahora no —musitó ella; pero su marido no aflojaba y buscaba con sus labios la piel de su mejilla, de su boca, de su cuello. Era imposible zafarse de aquel poderoso abrazo, pero Emilia, cuando su boca quedaba libre del asedio, se defendía con las palabras—. Tenemos la casa llena… los amigos… tu hermano… los niños…

—Nadie nos echará de menos por unos minutos —respondió Publio tomando a su esposa en brazos emergiendo de la piscina y tumbándola en el suelo. Estaba frío, pero era una sensación agradable en medio del verano. Sin soltar a Emilia, echó las toallas teñidas de rojo sobre el suelo y trasladó el cuerpo de su mujer sobre las mismas—. Están mojadas, pero es más blando —añadió. Emilia negaba con la cabeza.

—No, ahora no… —Él se detuvo. La soltó y esperó a que su mujer se decidiera.

—¿Por todos los dioses, Emilia, realmente no quieres? Si no quieres, sólo tienes que irte —concluyó el general, pero su esposa se quedó quieta, bajo su cuerpo; liberada de la presión de los brazos de su marido podría deslizarse de debajo de su cuerpo y regresar al atrium.

—Me has manchado toda —respondió ella—. ¿Cómo voy a regresar al atrium así?

—Es cierto. Deberías bañarte, ¿no crees?

Emilia sonrió al fin.

—Supongo que sí.

El general de Roma no necesitó más. Liberó a su mujer de sus ropas, extrayéndola con suavidad de su túnica manchada en rojo y luego de su túnica íntima[*] y, feliz, la llevó en brazos, desnudo él, desnuda ella, de regreso a una piscina de aguas rojas que ambos consideraban en aquel momento tan hermosa como el lejano Manantial de Aretusa[*], un recuerdo que les había mantenido tan unidos, pese a la distancia y la guerra y el tiempo, durante todos aquellos días, semanas, meses.

Hacía tres años que no hacían el amor.

De regreso al atrium, bañados los dos, marido y mujer, vestidos con una toga viril él, impoluta, y con una túnica azul suave ella, y una stola[*] del mismo color, con una faz relajada Publio y con unas mejillas sonrojadas ella, saludaron ahora con más sosiego a todos los presentes: a Cayo Lelio primero, el veterano y más fiel general de Escipión; a Silano, uno de los pocos tribunos supervivientes a la brutal batalla de Zama; Lucio, el hermano del general; a Lucio Emilio, el hermano de Emilia, y a una veintena más de familiares y amigos próximos a los que, por orden expresa de Publio, se había permitido acceder al atrium de la domus. En el exterior, se agolpaban centenares de clientes, otros amigos, oportunistas, curiosos y, por qué no, algún enemigo atento a todo lo que ocurría aquel día en aquella casa.

Publio iba de uno a otro, acompañado por su esposa, ahora ya sin tocarla o abrazarla, cumpliendo con la costumbre tradicional romana de no mostrar en público el afecto íntimo de los esposos. Entre las personas que saludaba, de pronto, el general se vio frente a frente con Tito Quincio Flaminino, el curator del grandioso desfile triunfal que acababa de tener lugar. Junto a él se encontraba Lelio, a quien Publio había encomendado al final de los sacrificios en el Templo de Júpiter que buscara al curator y que le invitara a la domus. Publio se dirigió a Flaminino de forma efusiva. Realmente se sentía agradecido.

—El desfile triunfal ha sido perfecto —dijo el general con vehemencia—. Una organización perfecta, Tito Quincio Flaminino. Una organización perfecta.

El aludido se inclinó levemente ante el procónsul de Roma.

—He cumplido con la obligación que me fue asignada —respondió Flaminino con discreción.

—Has cumplido, ciertamente, y con creces dicha obligación —continuó Publio Cornelio Escipión sin moverse, pese a que una gran cantidad de personas esperaba su turno para saludarle—. Tito Quincio, me gustaría que fueses el encargado del reparto de tierras entre mis veteranos. Es algo que se han ganado los hombres de la V y la VI, un derecho merecido que me gustaría que se administrara con el rigor adecuado. Estoy seguro de que un hombre como tú haría de esa tarea un reparto equilibrado y que satisfaga a todos.

—El procónsul me honra con su confianza —respondió Flaminino—. Si el Senado me asigna esa tarea la cumpliré con… —Aquí Publio le interrumpió.

—El Senado poco puede negarme ahora. —Y mirando con una amplia sonrisa a Lelio añadió—: Poco puede negarnos ya el Senado, ¿no, Lelio?

—Poco —confirmó Lelio con alegría. Ya llevaba varias copas de buen vino, y, como era su costumbre, sin rebajar con agua tibia.

—Exactamente, Tito Quincio —insistió Escipión—. El Senado te asignará esa tarea de administrar el reparto de tierras entre mis veteranos. Cuenta con ello, Tito Quincio.

Flaminino iba a responder algo, agradeciendo una vez más la confianza del procónsul, pero Publio Cornelio Escipión se alejaba ya saludando a más clientes y amigos. El general siguió así, yendo de un lado a otro del atrium, junto a su esposa, hasta que, nuevamente, se detuvo junto a un hombre enjuto con barba y pelos canos incipientes, de mirada tranquila, que permanecía solo en una de las esquinas del atrium, sin moverse, sin hacer preguntas, sin mirar con admiración pero sin mostrar desprecio o indiferencia en sus ojos. Era un hombre griego, por sus ropas de origen heleno, que lo observaba todo como quien analiza cada gesto, como quien digiere cada palabra, pero con la ecuanimidad de quien no prejuzga. A él dirigió Publio sus palabras.

—¿Te han tratado bien en mi casa, Icetas, estos años?

Icetas se inclinó levemente ante el general.

—Se me ha tratado con mucha corrección, procónsul —respondió el interpelado.

—Procónsul ya por poco tiempo.

—Estoy seguro de que Roma sabrá encontrar otro puesto civil o militar a la altura de los servicios que el procónsul ha realizado para este Estado —precisó el pedagogo griego.

Publio asintió un par de veces mientras ponderaba las palabras de aquel hombre, el tutor que él mismo eligió en Siracusa para que educara a sus hijos, a Cornelia, la primogénita, y al pequeño Publio, el que debería sucederle al frente de la familia. De hecho, ¿dónde estaban sus hijos? Quería hablar con ellos, pero ahora tenía ante sí al pedagogo y una conversación abierta. «Por tus servicios realizados a este Estado», remarcando la palabra «este», subrayando el hecho de que Roma no era el único Estado del mundo. Icetas siempre tan exacto, tan puntilloso, y tan osado pero al tiempo mesurado. Por todo ello le había elegido tutor de sus hijos, por todo ello y por ser discípulo del genial Arquímedes.

—Sí, seguramente, Roma requerirá de mis servicios pronto, pero ¿y mis hijos? ¿Han escuchado al sabio que les traje para que les educara?

—Han escuchado y, a mi entender, han aprendido. Son bastante disciplinados, los tres.

Dos palabras quedaron grabadas en la mente de Publio, «bastante», luego era mejorable aún su actitud y, más aún, el número «tres». Era cierto, tenía una nueva hija, la pequeña Cornelia, nacida cuando él estaba ya en África, fruto de sus últimas noches con Emilia en Siracusa. Una nueva hija a la que ni tan siquiera había conocido.

Publio asintió levemente a modo de despedida de Icetas y, dando la espalda al tutor griego, se dirigió a su mujer.

—Quiero ver a los niños.

—Están en el tablinium[*] —respondió su esposa—. He pensado que era mejor que estuvieran allí hasta que los hicieras llamar.

—Bien, eso está bien, que vengan ahora.

Emilia dio una orden a uno de los esclavos y éste, raudo, desapareció tras las espesas cortinas del tablinium. Al cabo de unos segundos el esclavo apareció de nuevo en el atrium acompañado por tres niños: una niña de unos once años, Cornelia mayor, un niño de ocho, Publio hijo, el heredero de la familia de los Escipiones, y una pequeña niña que rondaba los tres años que caminaba detrás de su hermana mayor ocultándose del mar de miradas que se vertía sobre ellos, ya que todos callaron por un instante, interrumpiendo sus conversaciones sobre la guerra y las épicas victorias del dueño de aquella casa para detenerse un instante y ver de cerca a los jóvenes vástagos de la que entonces era ya sin duda alguna la familia más poderosa de Roma.

Publio Cornelio Escipión se aproximó a sus hijos. Los niños avanzaban entre un amplio pasillo que de forma natural habían abierto todos los presentes para favorecer el encuentro. Hacía casi tres años que Publio no veía a sus hijos mayores y a su pequeña Cornelia ni siquiera la había conocido. Publio hijo, en lo que debía de ser una escena ensayada bajo la dirección de Emilia, se situó al frente de sus dos hermanas, para, en calidad de heredero de la familia, recibir y saludar a su padre. El niño se adelantó entonces un par de pasos y con una voz aguda y algo entrecortada se dirigió al hombre al que todos los presentes admiraban.

—Te saludo, padre, Publio Cornelio Escipión, y te feli… te felicito por… por tu victoria contra Cartago… mis hermanas nos alegramos… mis hermanas y yo nos alegramos mucho de verte de regreso… de regreso, sí. Toda Roma se alegra, padre… aquí… aquí estamos tus hijos… para servirte… padre.

Su padre le escuchó con orgullo. Para ser el primer discurso público del niño no estaba mal del todo. Estaba la casa repleta de gente y debía de sentirse intimidado, eso era natural, pero un Escipión, no importaba lo tierno de la edad de su hijo, tendría que aprender a sobreponerse a estas situaciones pronto. En cierta forma, los titubeos de su hijo le habían decepcionado algo, pero, rodeado de familiares y amigos decidió no incidir sobre el asunto.

—Y yo te saludo a ti, hijo, y a tus hermanas, y me alegro mucho de veros de nuevo a todos… —Y se detuvo y miró a su hija mayor, que asintió sin decir nada y bajó la mirada, mientras que Publio padre buscaba con sus ojos el pequeño cuerpecito de su hija pequeña que se apretujaba tras las piernas de su hermana mayor—. ¿Y dónde está mi pequeña Cornelia? ¿Por qué se esconde de su padre?

Pero no hubo respuesta, sino un piececito pequeño con diminutos dedos que asomaban por una sandalia infantil que se replegó para ocultarse también tras su hermana mayor. Emilia suspiró. Eso no era lo que la pequeña había hecho en los ensayos, pero la pequeña Cornelia era siempre tan imprevisible que su madre no se sintió sorprendida, tampoco humillada, pero sí algo incómoda. Ya había leído en los ojos de su marido una cierta desilusión por los nervios de su hijo; no era buena idea que la pequeña Cornelia intentara tensar, como solía hacer, la situación, y menos con un padre que nunca la había visto. La voz de Publio padre fustigó los oídos de Emilia al avivar aún más su preocupación.

—Cornelia menor, sal ahora mismo de detrás de tu hermana. Quiero verte, quiero ver el rostro de mi hija pequeña. —Se hizo el silencio completo.

—Sal, pequeña —intercedió Emilia intentando endulzar con su intervención el primer encuentro entre padre e hija.

—No —se escuchó desde casi el suelo, desde una garganta infantil, desde un cuerpecito escondido apretujado si cabe aún más contra las piernas de su hermana mayor.

Emilia se llevó la mano a la frente. Publio padre dio un paso adelante. Su hijo, algo asustado, se hizo a un lado y su hermana mayor hizo lo propio, pero no pudo zafarse de su hermana pequeña que, como una lapa, se movió también para seguir oculta a sus espaldas. Publio Cornelio Escipión, procónsul de Roma, se puso muy recto, muy serio, estiró su musculoso cuerpo y levantó la barbilla. Habló con la seguridad de quien está acostumbrado a que cuando impartía una orden decenas de miles de hombres le obedecieran a ciegas, con el aplomo de quien había conquistado ciudades inexpugnables, con la determinación de quien ha resistido a la embestida de una carga de elefantes en la más cruel de las batallas o de quien ha sobrevivido al asedio por un enemigo que le triplicaba en número.

—Cornelia, sal de detrás de tu hermana y deja que te vea.

No levantó la voz, ni puso un ápice ni de rencor ni de decepción ni de duda en el tono. Fue una orden clara, precisa, limpia.

—No —se escuchó una vez más desde detrás de la hermana mayor; un no diminuto en su voz, inmenso en su osadía, imperturbable en su decisión. Publio se quedó inmóvil durante unos segundos que a su esposa le parecieron eternos. El general estaba intentando recordar cuánta gente le había dicho que no con esa determinación y sólo recordaba un nombre: Quinto Fabio Máximo, pero aquél fue durante varios decenios el senador más poderoso y temido de Roma, hasta cinco veces cónsul de Roma; este nuevo sorprendente, inesperado y obstinado no, provenía de una niña que no llegaba a los tres años de edad. Sin embargo, para sorpresa de todos, el procónsul se echó a reír y con él todos, sin saber muy bien por qué, rieron y en la risa encontraron cierto sosiego. Emilia se limitó a esbozar una contenida sonrisa, pero también relajó las tensas facciones de su rostro. Por un momento temió lo peor, y es que, aunque la pequeña Cornelia ya había sido aceptada como hija de los Escipiones por Lucio Emilio Paulo, su tío político, ante la ausencia de su padre, quien en el momento de su nacimiento se encontraba en África combatiendo contra Aníbal, la niña aún no había sido reconocida oficialmente por Publio y, en cierta forma, la ley le amparaba y, si así lo decidía Publio padre, aún podía repudiar a la pequeña y obstinada Cornelia. Emilia no pensaba, no quería pensar que eso pudiera ocurrir, pues pese a su testarudez la pequeña Cornelia era una preciosa criatura que encandilaba a todos con sus ocurrencias y con su sonrisa de niña dulce, con sus hermosos rizos morenos chisporroteando por su frente y su cuello pequeños, y, sin embargo, sobre la pequeña pesaba aún la mala fortuna presagiada por la matrona que ayudó en el parto, pues la niña nació al revés, con los pies por delante, y eso era siempre señal de mala suerte. Quedaba por dilucidar si mala suerte para ella misma o para toda su familia. Como luego llegaron las noticias de la victoria de Zama, Emilia había desterrado de su mente aquellos malos pensamientos, pero la estridencia de aquel encuentro entre padre e hija le había traído a la memoria las palabras de la vieja matrona durante el problemático nacimiento de la pequeña: «es un mal augurio, es un mal augurio…», palabras que creía olvidadas y que ahora se daba cuenta de que sólo estaban dormidas.

Ajeno a los oscuros pensamientos de su esposa, Publio, aún con la sonrisa en los labios, se arrodilló ante sus hijas.

—Cornelia menor, soy tu padre, sal de detrás de tu hermana: sólo quiero verte. No te haré daño. —La voz era dulce y Emilia enseguida recordó la primera vez en que habló con aquel hombre que la enamoró desde el primer momento, pero sus recuerdos se frenaron, pues en el presente, su hija pequeña, por fin, asomaba la cabecita por un lado, y sus grandes ojos negros en medio de un pequeño rostro de contornos suaves y casi perfectos barrieron con su mirada el entorno del atrium hasta posarse, intensos, infantiles, enigmáticos sobre aquel hombre que una y otra vez la llamaba y que decía ser su padre, el papá del que tanto tiempo le había hablado su madre; un papá que ella nunca había visto. Publio, al arrodillarse, se había remangado la toga viril, pues últimamente no se manejaba con soltura con la compleja toga romana, acostumbrado como estaba durante los últimos años a vestir ropa militar y arroparse con el paludamentum[*] púrpura propio de los generales romanos. Y al remangarse, de entre los pliegues de su toga blanca, emergió su recio muslo izquierdo, fuerte y vigoroso, pero cercenado en mitad por un profundo corte cuya cicatriz aún reciente dejaba ver a todos los presentes lo profunda y dolorosa que había sido aquella herida: un corte destinado a ser letal y que sólo la agilidad del procónsul había conseguido, al saltar hacia atrás, transformarlo en herida profunda, en agrio recuerdo de un todavía cercano pasado de guerra y sufrimiento. Un murmullo de comentarios se apoderó de todo el atrium: muchos sabían que aquella herida había sido provocada ni más ni menos que por el mismísimo Aníbal, y los que lo sabían compartían su conocimiento con los que desconocían aquel hecho quedando todos asombrados y admirados por igual, pues nadie en Roma, más aún, nadie en el mundo podía exhibir una herida de aquella magnitud épica; sólo el procónsul que había sobrevivido a un ataque tan mortal de un enemigo tan feroz podía pasearse por mares y países sin fin con el recuerdo de la espada de Aníbal hendido en las entrañas de su cuerpo. La mirada de la pequeña Cornelia, como la de todos los demás, también se clavó sobre aquella cicatriz de guerra. Ella nunca había visto algo así. Intrigada, salió de detrás de su hermana mayor, que suspiró al fin aliviada. Esto permitió que Publio la pudiera observar mientras daba pequeños pasitos hacia su persona: la pequeña Cornelia era preciosa, tal y como su madre la había descrito en sus últimas cartas. Su hermana mayor era una adolescente en ciernes, pronto una mujer, de complexión delgada, pero había heredado las facciones más hoscas de su padre y, sin dejar de tener cierto atractivo, no era llamativa, algo que compensaba con un carácter dócil y amable que su madre siempre subrayaba en sus comentarios. La pequeña Cornelia, por el contrario, era un mar de belleza en miniatura: a sus ojos grandes y negros y brillantes que todo lo miraban, se le unía la pequeña frente recubierta de rizos negros que se enrollaban en tirabuzones desordenados pero cada cual más gracioso; sus labios sonrosados y carnosos trazaban una sonrisa curiosa mientras seguía su lento pero decidido acercamiento hacia su padre. Andaba muy rectita, con una soltura y agilidad sorprendentes para su edad. Publio la observaba sin moverse. La niña caminó hasta ponerse a su lado sin dejar de mirar la cicatriz.

—¿Papá vulnusti, papá sangre? —preguntó.

Su padre asintió despacio.

—Sí, es una herida de guerra. A veces duele.

La pequeña Cornelia posó su pequeña manita sobre la cicatriz. Le intrigaba el tacto de aquella piel rasgada. Su hermano a veces tenía heridas parecidas, pero nunca tan grandes. Emilia fue a decir algo, pero su esposo levantó su mano derecha y se calló. La niña acarició la cicatriz desde el principio hasta el final. Una vez satisfecha con la exploración, en un movimiento inesperado, posó sus tiernos labios sobre la herida y dio un pequeño beso dulce que resonó en el atrium. Su mamá, cuando tenía una herida o un golpe, le daba un beso a ella o a su hermano —su hermana mayor nunca se hacía heridas—, y ella se sentía mejor después. Desde entonces había adquirido la costumbre de darse a sí misma o a su hermano pequeños besos en las heridas cuando alguno se había golpeado. El procónsul se vio sorprendido por la afectuosa forma con la que su pequeña hija mostraba preocupación por su cicatriz de Zama. Publio posó entonces el dorso de sus dedos sobre la mejilla de su hija. La piel era inmensamente suave.

—Gracias —dijo el general—. Me siento mucho mejor. Hoy no dolerá. Casi me alegro de que Aníbal me hiriera en el campo de batalla. Así al menos he podido verte de cerca. No sabía el cartaginés qué servicio me estaba prestando cuando me atacó.

La pequeña sonrió, no entendía bien el complejo significado de las palabras de su padre y regresó corriendo a esconderse detrás de su hermana. Publio Cornelio Escipión se incorporó, dejó que su toga cubriera de nuevo la herida de guerra y se dirigió a todos sus familiares y amigos.

—¡Por todos los dioses, saludados mis hijos y mi esposa, creo que lo que procede es que aquí celebremos un gran banquete desde ahora mismo hasta bien entrada la noche, hasta la cuarta vigilia!

Todos recibieron el anuncio del festín con gran algarabía y voces de agradecimiento para su generoso anfitrión, mientras que Publio buscaba la aprobación de su esposa y la recibía, al cruzar su mirada con la de ella: una casi imperceptible señal de asentimiento, justo antes de que Emilia desapareciera para poner en marcha en la cocina al regimiento de esclavos que servía en la gran domus de los Escipiones junto al foro de Roma.