El círculo de Catón
Roma, finales de julio de 201 a. C.
Catón era quien había convocado aquel cónclave de senadores en la apartada villa del fallecido Quinto Fabio Máximo. Los Fabios habían cedido el lugar para aquella reunión con una mezcla de agrado y sentido del deber. La familia del viejo Máximo había entendido lo simbólico de aquella villa para todos aquellos que debían reunirse allí aquella tarde y debatir sobre el futuro de Roma, esto es, de una Roma libre, sin dictadores perpetuos, sin un Escipión que los gobernase a todos como un rey todopoderoso. Ése era el temor compartido por todos ellos. Eran más de veinte, pero Catón sabía que había aún más que no se habían atrevido a venir un poco por miedo a las posibles represalias que los Escipiones pudieran tomar, un poco porque no estaban aún persuadidos de que todo aquello fuera a ser necesario. Para Catón, estos últimos eran los peores, pues en su ingenuidad pensaban que el Escipión que se paseaba triunfal por todas las calles de Roma no anhelaba más reconocimiento que el habitual. Incautos. Menos mal que quedaban algunos pocos con sentido común en Roma.
Catón los recibió a la entrada de la villa y los acompañó por el camino que ascendía desde las murallas de la gran residencia hasta la entrada de la enorme mansión. A un lado dejaron un pequeño sendero que serpeaba hacia lo alto de una colina. Era el camino que el viejo Máximo tomaba antaño para ascender a su auguraculum[*] particular donde, con su capacidad de augur[*], desentrañaba los misterios del futuro. Hubo un tiempo en que Catón, joven e impulsivo, desdeñaba aquellas dotes de su antiguo mentor. Ahora las echaba de menos más que nunca. Igual que poseer una villa como aquélla, no por deseo de poseer cosas terrenales, sino porque sabía que muchos se dejaban impresionar por esas fatuas exhibiciones de poder y en esos momentos le habría venido bien poder mostrarse también como alguien poderoso, temible. Eso era un asunto que debería solucionarse con el tiempo. Dar réplica al poder omnímodo de Escipión, sin embargo, no podía esperar.
Una vez en la gran mansión, abiertas de par en par las gigantescas puertas custodiadas por guardias armados, antiguos legionarios que sirvieran bajo el mando del propio Máximo en la campaña de Tarento, la comitiva irrumpió en un inmenso atrium repleto de mosaicos que cubrían todos los suelos y las paredes con imágenes representativas de las grandes hazañas del último de los dueños de aquella residencia: destacaban los grandes murales de miles de teselas que recreaban la victoriosa campaña de Fabio Máximo contra los ligures y, sobre todo, el gran mosaico central con la toma de Tarento por el cinco veces cónsul de Roma.
—Pasad, pasad. —Catón se mostraba especialmente atento con sus invitados. Tenía mucho de qué convencerles. Había elegido aquel lugar para que todos recordaran a Fabio Máximo y lo que él había significado en el pasado: un ejemplo de moral y rectitud al servicio del Estado y, muy importante, una oposición constante y férrea a las manipulaciones de los Escipiones. Ahora, más que nunca, debían recordar aquella faceta.
Por las venas de Catón, mientras todos iban tomando asiento, reclinándose en los numerosos triclinia[*] que se habían distribuido por el atrium formando un círculo cerrado, fluía el ansia por cumplir la promesa que hiciera al moribundo Máximo en aquel mismo lugar: terminar con el ascenso de Escipión y los suyos, finiquitar su poder y exterminar de Roma la perniciosa influencia extranjerizante de toda aquella familia como quien extrae el veneno de una serpiente mortal.
Una decena de esclavos distribuía fruta, aceitunas y nueces entre los presentes, acompañadas de algo de vino rebajado con agua. Catón no creía en aquellos placeres del cuerpo que distraían a todos del objetivo central de la reunión, pero había aprendido que pocos aceptaban su modo de vida austero y que, si quería conseguir el concierto de muchos de los allí reunidos, le convenía ser generoso en cosas mundanas y carentes de importancia para que todos, al final, se concentraran en aceptar lo realmente importante: enfrentarse a Escipión.
—Creo, Marco, que deberíamos empezar; estamos todos —le comentó en voz baja el anciano Quinto Fulvio; alguien que, por razón de su edad y veteranía, se tomaba la libertad de dirigirse a Catón por su praenomen[*], un hecho que Catón aceptaba sin acritud. A fin de cuentas, el propio Fulvio podría haber reclamado para sí el derecho a dirigir aquellas reuniones, el derecho a sustituir a Máximo en la gran tarea de oponerse a Escipión y así restituir al Estado a su orden natural o el también allí presente Lucio Valerio Flaco, pero Fulvio le confesó sentirse demasiado mayor, demasiado débil para dirigir toda aquella operación y argumentó por qué debía ser él, Catón, quien les liderara.
—Debes ser tú, Marco. —Catón recordaba las palabras que Fulvio le dirigió durante el funeral de Máximo—. Debes ser tú el que nos dirija, Marco; Valerio Flaco y otros podrían liderarnos también, pero les falta tu decisión; no, debes ser tú. Tú tienes las energías, estás persuadido del objetivo y conoces muy bien a nuestro enemigo, quizá mejor que nadie. —De esa forma Fulvio le había cedido el mando y con esas palabras aludía a los años en los que Catón se vio obligado a servir en las legiones de Escipión como quaestor. Cuántas humillaciones se acumularon en aquellos tristes meses de servicio en las legiones V y VI. Allí germinó el rencor, un rencor que ahora debía canalizar en venganza fría y calculada y, como todas las venganzas que fructifican, lenta y meditada. Debían moverse con tiento, pero debían hacerlo de modo constante.
Catón carraspeó un par de veces y el gesto sirvió para captar la atención de sus invitados.
—Todos sabéis por qué os he hecho venir y todos sabéis que no soy hombre de rodeos, así que, por Hércules, iré al grano: Publio Cornelio Escipión se pasea por las calles de Roma aclamado por el pueblo y piden para él todo tipo de parabienes perpetuos. Roma está ciega, pero no inválida, pues sus piernas, sus brazos, sus manos, somos nosotros. Escipión ha puesto una venda en los ojos de Roma, en su pueblo, pero aún no ha podido maniatarnos a todos y menos aún a los que estamos aquí reunidos, pero ése es, sin lugar a dudas, su fin último. No fui yo, sino el gran, y para tristeza de todos ya fallecido, Quinto Fabio Máximo el que supo poner nombre a las aspiraciones de ese Escipión: ser rey. Así nos lo advirtió Fabio Máximo en el Senado, así lo escuchasteis todos. Máximo no está entre nosotros en cuerpo, pero sí en espíritu, y por eso creo que éste es el mejor lugar y también el momento más oportuno para recordar la advertencia de nuestro viejo amigo. Escipión quiere ser rey, mandar sobre todo y sobre todos, disponer de todo lo que es nuestro, ganado con enorme esfuerzo y sacrificio por cada una de las familias aquí representadas y, no sólo eso, quiere disponer de todo el Estado. Esto no puede ser, no debemos permitir que las circunstancias discurran de tal modo que esto que os anticipo, que esto que ya nos advirtió el agudo discernimiento de augur de Máximo, tenga, al fin, lugar. Os he reunido aquí porque siento que aún estamos a tiempo, todavía podemos intervenir en los acontecimientos que han de suceder y, estando adecuadamente prevenidos, impedir el asalto que Escipión prepara sobre todas las instituciones de Roma. —Catón vio que muchos asentían, entre otros su primo Lucio Porcio o los senadores Quinto Petilio y Quinto Petilio Spurino, conocidos por todos por sus agrias e hirientes diatribas en el Senado; los asentimientos de éstos llevaron a Catón a culminar su discurso con más presión aún sobre los Escipiones, llegando al límite de lo razonable en aquellos momentos donde su triunfo aún estaba reciente en la mente de todos—. Y tenemos la ventaja de su soberbia, de la vanidad de un hombre, de Publio Cornelio Escipión, que estará confiado en su poder y en el amor del pueblo; estará distraído; podremos encontrar el momento de atacarle y acabar con él. Podemos y debemos hacerlo. Hemos de ser implacables, pues nuestro enemigo es hábil y escurridizo y oculta, tras hermosas palabras y promesas al pueblo, sus fines perniciosos y hostiles para todos.
Nada más concluir, Catón comprendió que había ido demasiado lejos, pero las palabras una vez pronunciadas no pueden ser ya enmudecidas. El silencio se apoderó del cónclave y Catón, en un intento de mantener la calma y el control, se acercó una copa de vino y mojó, sin beber, los labios en el líquido oscuro de la misma.
Sólo Spurino, azuzado por el rencor hacia Escipión que había germinado en él tras ser humillado por el victorioso general frente al Templo de Bellona, se atrevió a plantear la pregunta que atenazaba el corazón de todos.
—¿Estás proponiendo un asesinato?
Marco Porcio Catón miró a su alrededor antes de responder. Demasiadas dudas en las miradas de algunos de los allí presentes. El asesinato era una salida, rápida, expeditiva y limpia, como la operación de un buen cirujano cuando amputaba un miembro para evitar la gangrena. Pero los que estaban allí no estaban preparados para aquella acción. Y había otras posibilidades que podrían explorarse antes y que reunirían un apoyo más amplio.
—No, por todos los dioses. ¿Cómo voy yo a proponer semejante desatino? —Catón sintió cómo varios suspiraban recuperando la respiración contenida, entre otros el joven Tiberio Sempronio Graco—. No, lo que yo propongo es que marquemos muy de cerca todos los movimientos y propuestas de Escipión en el Senado, que no cedamos ni un ápice de la soberanía del Senado a manos de los Escipiones y que controlemos las futuras acciones militares en las que su familia pueda verse envuelta. Estoy seguro de que el futuro no muy lejano nos proporcionará alimento suficiente para mostrar al pueblo el auténtico tirano que se esconde tras la fachada de aparentes virtudes del Escipión al que todos ahora, ciegamente, aclaman y para quien reclaman el consulado vitalicio. Eso es lo que propongo. Sólo pido que estemos vigilantes, vigilantes y unidos. Os he reunido aquí, porque sé que Escipión trama hacerse con el poder completo del Estado y sé que si no estamos atentos y unidos lo conseguirá, pero, sin embargo, si todos nos erigimos en guardianes del Estado y nos comunicamos entre nosotros y nos apoyamos en el Senado, esto podrá evitarse. Eso es todo lo que pido: que preservemos al Estado, y creo que en eso todos podemos estar de acuerdo.
Catón concluyó su discurso mirando al joven Sempronio Graco. Qué gran aliado si conseguían el apoyo de la familia Sempronia. Familia que, por cierto, ya tuvo sus más y sus menos con los Escipiones como era de todos sabido, concretamente cuando el padre de Escipión y un Sempronio coincidieron en el consulado y tuvieron profundas desavenencias a la hora de buscar el modo más adecuado de detener el avance de Aníbal que acababa de cruzar los Alpes. Desde entonces, durante años, las dos familias, los Sempronios y los Escipiones, se acusaban en privado, cuidándose de no hacer públicas sus protestas, de que fue culpa de la otra familia el que Aníbal lo tuviera tan fácil al principio de su invasión de Italia. Aquélla era una enemistad latente que convenía avivar. Catón estudiaba los labios apretados y el ceño fruncido del joven Sempronio Graco intentando extraer del heredero de los Sempronios una respuesta clara y precisa. Y lo consiguió.
—Mi familia está de acuerdo en ese objetivo común —acertó a decir al fin el joven Graco, que había visto en la insinuación de asesinato una propuesta desmedida, pero que veía con buenos ojos controlar a alguien tan ambicioso como el Escipión que él había conocido junto al Templo de Bellona y que poco menos que le había obligado a entregar a Sífax sin casi tener en cuenta la autoridad edil de la que estaba investido—. Debemos velar por el Estado y debemos impedir que Escipión se haga con el poder de forma permanente. Para este fin, Marco Porcio Catón, puedes contar con mi apoyo, con la amistad de Tiberio Sempronio Graco y con la del resto de mi familia.
Catón, en un notable esfuerzo por su parte, sonrió como muestra de gratitud. Tras el apoyo del joven Graco, el resto de los presentes hizo votos, con breves pero sentidos discursos, en favor de secundar el proceso de vigilancia a las maniobras políticas de los Escipiones. Aquella reunión había sido un éxito razonable. Catón vio cómo sus amigos, sus aliados en aquel largo pulso que se avecinaba, se alejaban por el sendero que conducía al muro que se estaba construyendo alrededor de toda la hacienda. «Caminos», pensó Catón. El camino sería aún largo y tortuoso, pero, si el apoyo de los Sempronios se mantenía, el destino de Escipión estaba decidido.
Al regresar hacia la domus observó cómo un esclavo pugnaba con un buey que se negaba a arar. El esclavo, en su tozudez e ineptitud, no veía que el animal estaba enfermo. Cuidar bien a los bueyes era el secreto de una buena hacienda, pero estos caían enfermos con frecuencia. Catón se detuvo un momento frente al pobre animal que, pese a recibir los golpes del esclavo, se negaba a tirar del arado. Si se encontrara un buen remedio contra las enfermedades de los bueyes, se podría mejorar en mucho la producción en los campos. Catón asintió en silencio para sí mismo. Era algo sobre lo que investigar. Tenía pensado adquirir una villa en las inmediaciones, cuando su ascenso en el cursus honorum[*] se lo permitiera, y estaba convencido que mejorar pequeños asuntos como el de la salud de los bueyes podría hacer de su futura villa una de las más ricas de la comarca que rodeaba Roma.