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La roca Tarpeya

Roma, julio de 201 a. C.

La multitud se agolpaba frente a la gran roca Tarpeya en espera del sacrifico final. Para júbilo de todos los presentes, el rey Sífax de Numidia fue separado de la comitiva triunfal por varios legionarios de las míticas legiones V y VI de Roma y conducido a rastras, pues estaba agotado y débil por los largos meses de cautiverio en las entrañas de las mazmorras de la ciudad, hasta el pie de la gran roca. Allí soltaron su cuerpo y Sífax, como una amalgama de huesos quebrados, se derrumbó. El sonido de las cadenas al chocar contra el suelo marcó el final de su desplome. Se acercaron a él entonces otros dos legionarios y, tomando al débil y semiinconsciente rey de Numidia por las axilas, lo alzaron de nuevo y lo arrastraron por la rampa que permitía el acceso por detrás de la roca hasta su misma cúspide. Así, durante unos minutos, el humillado rey númida, uno de los grandes aliados de los cartagineses durante toda aquella larga y dolorosa guerra, desapareció de la vista de los romanos allí congregados, ciudadanos de toda clase y condición, patricios, plebeyos, libertos y esclavos, hombres y mujeres, todos unidos en aquella mañana por el fin común de ver morir a uno de los hombres que más fuerzas había entregado a Aníbal para aterrorizarles. Era un momento de catarsis multitudinaria en la ciudad de Roma que nadie quería perderse. Nadie excepto quizá algún escritor excéntrico al que, en aquel momento, nadie echaba de menos. Por eso, la gente empujaba desde el Vicus Jugarius y desde todas las escalinatas que ascendían hacia el monte Capitolino intentando abrirse un hueco desde el que contemplar la ejecución de aquel odiado rey. Publio, desde el carro triunfal, asistía como testigo privilegiado a aquella escena, cruenta para los ojos de los extranjeros que, curiosos, habían decidido personarse en la ejecución, pero que, sin embargo, era un momento de necesaria y ansiada redención para toda Roma. Publio había derrotado a Aníbal y sus aliados; él había apresado al rey Sífax en la mismísima África y él había hecho que lo condujeran a Roma cubierto de cadenas para ahora presidir el final de la vida de un monarca que, pese a sus advertencias, persistió en alzarse en armas contra sus legiones, convencido de que la superioridad numérica de su ejército masacraría las legiones V y VI como el viento de una tempestad lo deshace todo a su paso. Pero no fue así. No fue así. A Publio se le hinchaba el pecho de orgullo al recordar el ataque nocturno que dirigió en las costas del norte de África para desarbolar el ejército de Sífax y las tropas cartaginesas. Fue una jugada maestra, merecedora del triunfo que estaba disfrutando aquel día, en compañía de todas sus tropas y de todos los ciudadanos de Roma, amigos y, lo que era aún más importante, frente a todos sus enemigos también, lo que, sin duda, intensificaba el placer con el que Publio estaba viviendo aquel momento. Sin embargo, Escipión no compartía esa necesidad del pueblo de Roma por ver la sangre del enemigo desparramada al pie de la roca de ejecuciones levantada junto al templo del Capitolio. Quizá él ya había visto demasiada sangre en tantas batallas como había tenido que dirigir en la larga guerra. Su ánimo no ansiaba más sangre, sino paz y sosiego, pero el pueblo reclamaba estos sacrificios como una forma de sacudirse de encima todos los miedos del pasado y algo tenía que darles, pues todos los que allí le aclamaban, aún le habrían aclamado con más empeño si en vez de a Sífax hubiera traído al mismísimo Aníbal para ser despeñado desde la roca Tarpeya. Aquél era un anhelo silencioso que Catón no dejaba de alimentar en cada sesión del Senado, en cada reunión informal en el senaculum[*] del Comitium[*] y en cualquier otro lugar de reunión pública o privada donde asistiera. Al menos, entregando a Sífax, Publio satisfacía en parte el ansia pública de sangre enemiga vertida en el corazón de Roma.

Un clamor emergió de los millares de gargantas allí reunidas y Publio parpadeó para ver lo que ocurría: el rey Sífax, encadenado, sudoroso y con regatas de sangre cada vez más largas y tortuosas en sus muñecas, cuello y tobillos, allí donde los cepos de los hierros rozaban contra su maltrecha piel, reapareció ante todos, custodiado por los legionarios que debían darle el empujón final. Y para mayor satisfacción de todos, el rey númida parecía haber recuperado, aunque sólo fuera por unos instantes, el aliento y el sentido.

Sífax miraba alrededor como si buscara a algo o alguien. Por su pelo negro, rizado, largo y sucio corrían las gotas restantes del agua con la que los legionarios le habían reanimado para no privar al público de una ejecución en toda regla: arrojar a alguien semiinconsciente no deleitaba tanto como empujar al abismo a un enemigo lleno de vida y energía que todos verían como un peligro potencial que, en apenas unos segundos, iba a dejar de serlo y, además, ante sus propios ojos. De pronto Sífax dejó de mirar a un lado y otro nervioso y se quedó quieto, como petrificado. Ya había encontrado lo que buscaba, no, mejor aún: a quien buscaba. Publio Cornelio Escipión aceptó el último desafío de su enemigo vencido y mantuvo su mirada fija en él. Sífax levantó entonces su mano derecha, obligatoriamente acompañada de una cadena y de la otra mano, y le señaló, mientras extraía de lo más profundo de su ser las fuerzas necesarias para lanzar su último ataque, ya sin armas, sin ejército, sin nada más que el odio alimentado desde la derrota, la humillación y la cárcel. Sífax aulló su miseria en una voz grave y poderosa que hizo callar a la multitud, y lo hizo en un latín tosco, pero comprensible para todos en un intento último porque sus palabras finales quedaran bien grabadas en la memoria de todos aquellos que se habían congregado allí aquel día para verle morir.

Damnatus[*] est, damnatus… ¡Estás maldito, Publio Cornelio Escipión! ¡Maldito!

Publio se sorprendió de aquel repunte de energía del rey númida, de que se dirigiera a él justo antes de morir y de que retomara de nuevo las viejas maldiciones que ya pronunciara cuando cayó preso; eso fue antes de Zama y en su momento pensó que quizá aquella maldición pesara sobre sus tropas en el enfrentamiento definitivo en África contra Aníbal, pero luego se consiguió la victoria y Publio ya había olvidado aquella maldición. No veía entonces, desde la victoria absoluta, en el momento de su triunfo completo, qué podía temer de una maldición pronunciada desde el horror ante su ejecución inminente por un rey malherido, débil y ya sin reino; pero Sífax elevaba su voz con un poder y una fuerza enigmáticos que ensombrecieron la faz del general triunfador aunque sólo fuera por unos breves segundos.

—¡Estás maldito por mí, que fuera rey de Numidia, estás maldito por Sofonisba, quien fuera reina de Numidia con dos reyes distintos, y estás maldito por el asqueroso Masinisa, el actual rey de Numidia al que tú mismo has puesto en el trono! ¡Estás maldito por todo cuanto representa Numidia en el pasado, en el presente y en el futuro! ¡Maldito tres veces y esa maldición, general de Roma, esta maldición te alcanzará un día y se llevará consigo aquello que más quieres…! —Y Sífax tenía intención de seguir, pero un golpe seco en la espalda propinado por uno de los legionarios que lo custodiaban le hizo callar. El centurión encargado de la ejecución pensó que ya había hablado bastante, aunque Publio sintió que le habría gustado que Sífax terminara y precisara más a qué se refería, pero la multitud volvió a gritar y el centurión hizo una indicación a los dos legionarios situados a ambos lados del rey Sífax y éstos, ante su señal, tomaron al númida por los brazos y, veloces, lo empujaron al abismo. El que fuera rey de toda Numidia, quien tuviera la reina más hermosa, quien gobernó el vasto territorio entre Cartago e Hispania con su poderoso ejército de cien mil hombres, cayó al vacío agitando brazos y piernas sin dejar de gritar.

—¡Malditooooo…!

Hasta que el violento choque de sus huesos contra el suelo reventó en un chasquido mortal del que emergió sangre en todas direcciones salpicando incluso a aquellos que se encontraban más próximos. Pero ninguno se molestó, sino que contentos exhibían sus togas y túnicas empapadas en la sangre del enemigo vencido, humillado y ejecutado por oponerse al poder de Roma.

Todos se volvieron entonces hacia el general victorioso y Publio Cornelio Escipión correspondió a los vítores del pueblo alzando los brazos en alto y dejándose aclamar como cónsul eterno, liberador de Roma y azote mortífero del enemigo. Pero por dentro, tras su amplia sonrisa, por debajo del clamor del pueblo, en lo más profundo de su mente, Publio no dejaba de inscribir en su recuerdo las palabras finales de Sífax: «Esta maldición te alcanzará un día y se llevará consigo aquello que más quieres». Y pensó en lo que más quería y comprendió que era su familia, su hijo, sus hijas, su esposa. Pero ahora venían los sacrificios de los bueyes en honor de la gran victoria de Zama, así que el general se sacudió el miedo que entonces consideró absurdo e irracional y descendió del carro en busca del calor del pueblo, del sabor de la victoria, del amor de Roma. Allí en medio, nada ni nadie le podía hacer daño ni a él ni a los suyos. Ni ahora ni nunca. Se lo repetía una y mil veces, mientras los bueyes caían desplomados uno tras otro y su sangre regaba el gran altar de Júpiter Capitolino.