El recuerdo de Nevio
Roma, julio de 201 a. C.
Aún no había amanecido pero las calles de Roma ya estaban revueltas. La gente, aún en medio de la oscuridad de la noche, se agolpaba por todas las avenidas y plazas por donde debía transcurrir el gran desfile militar. Nadie quería perderse el gran triunfo de Escipión. Tito Maccio Plauto, sin embargo, había optado por refugiarse en su casa del Aventino, el viejo barrio donde se concentraban la mayoría de los escritores y otros artistas de Roma. Era una modesta domus[*] levantada próxima a los templos de Diana y de la Luna. A Plauto aún le parecía escuchar las palabras de su amigo Nevio respondiéndole cuando, hacía ya años, el propio Plauto se mofara de que se levantaran tantos templos a unos dioses que luego ni tan siquiera se acordaron de ellos, pobres mortales, en aquellos momentos pasados angustiados terriblemente por la larga guerra contra Aníbal.
—Te equivocas, querido Plauto, ahí te equivocas. Se acuerdan cada día y cada noche de nosotros. Es sólo que los dioses se regocijan mortificándonos. Por eso esta guerra, por eso tanto sufrimiento. —Así se expresó Nevio entonces, con su típico cinismo propio de alguien a quien la vida había transformado en un gran escéptico.
Plauto no sabía exactamente por qué, pero aquella noche el recuerdo de su buen amigo recientemente fallecido había permanecido con él de forma insistente. Nevio se enfrentó con los patricios y terminó en la cárcel. Al fin, después de mucho tiempo, Publio Cornelio Escipión intervino en su favor para sacarlo de prisión, pero ya era tarde. La humedad de la terrible Lautumiae[*] le había consumido para siempre. Apenas llegó Nevio a su obligado destino de Útica, cuando a las pocas semanas falleció. Sí. Ahora se daba cuenta. Era por Escipión. Publio Cornelio Escipión regresaba victorioso mientras que su amigo deportado a África había muerto. Eran destinos cruzados, pero siempre la peor parte se la llevaban los más débiles. Como ocurriera en el pasado con Druso. Era su sino. Plauto sentía una confusa mezcla de rabia y agradecimiento hacia Escipión que le reconcomía las entrañas. Se sabía obligado a sentir agradecimiento porque, a fin de cuentas, Escipión fue el único patricio que intervino para sacar a Nevio de la cárcel, pero, por otro lado, la rabia parecía erigirse triunfante en esa batalla absurda de sentimientos internos en su pecho, pues la intervención, después de todo, había sido demasiado tardía para surtir un efecto realmente liberador. Ahora regresaba el gran Escipión a Roma y Roma entera se aprestaba a arracimarse por todas las calles de la populosa urbe, pero él, Tito Maccio Plauto, a contracorriente de todo el mundo, había decidido ausentarse de forma voluntaria de semejante exhibición de poder patricio. Era un acto de despecho, una pequeña rebelión inútil y que, en cualquier caso, no tendría efecto alguno ni sobre su persona ni sobre el que celebraba el gran triunfo. Pese a haberse convertido en el escritor más afamado de Roma, en medio del gigantesco tumulto en el que se estaba transformando la ciudad para recibir a Escipión, nadie notaría su ausencia. Y, en todo caso, si alguien le preguntaba y se apoderaba de él su creciente sensación de cobardía, siempre podía mentir y decir que estuvo en tal o cual calle viendo el desfile. Sí, para vergüenza suya, el éxito de sus obras le había hecho débil. Después de tantos años de sufrimiento era tan cómodo sentirse seguro en su pequeña casa, poder comer caliente a diario y, por qué no, yacer con alguna de sus esclavas cuando le placiera. Cada vez reducía más las críticas a los patricios y al poder en general en sus obras y estaba optando por incorporar más y más cantos a las representaciones, algo que al público parecía gustarle y que le alejaba de las tentaciones que proporcionaba la redacción de nuevos textos. Incluso revisaba obras ya estrenadas para hacerlas más ágiles, más vivas, más divertidas para el pueblo. Más insulsas en su crítica social, habría dicho Nevio. Pero el mismo Nevio, de eso estaba seguro, habría añadido: pero hay que vivir, mi buen amigo, hay que vivir.
Aquella noche, Plauto, rodeado de rollos con obras de Menandro, Filemón, Dífilo, Posidipo, Teogneto o Alexis, entre otros muchos autores griegos, se había concentrado en revisar su último gran éxito, la Cistellaria[*]. Había pasado varias horas de insomnio ocupado en revisar la obra íntegra, para terminar dándose cuenta de que apenas había cambiado algo. Sólo quedaba el final y le pareció bien como estaba:
Ne exspectetis, spectatores, dum illi huc ad vos exeant: nemo exibit, omnes intus conficient negotium. Ubi id erit factum, ornamenta ponent; postidea loci qui deliquit vapulabit, qui non deliquit bibet. Nunc quod ad vos, spectatores, relicuom relinquitur, more maiorum date plausum postrema in comoedia.
Espectadores, no esperéis que salgan de nuevo al escenario. Nadie volverá a salir; todos arreglarán el asunto dentro. Cuando todo esté terminado, se quitarán sus trajes; después, el que lo hizo mal, será azotado, y el que no lo hizo mal, beberá. Ahora ya sólo os queda a vosotros una cosa por hacer: siguiendo la costumbre de vuestros antepasados, dad un fuerte aplauso; la comedia ha terminado.
Y como si el pueblo estuviera coordinado con las revisiones sobre las que trabajaba, desde la calle llegó un poderoso aplauso. ¿Era el recibimiento de los ciudadanos de Roma a las primeras unidades del victorioso general que ya debían estar entrando en la ciudad? No, era demasiado pronto. El triunfo estaba programado para el mediodía, para la hora sexta. Sería algún amigo o algún familiar de los Escipiones que era reconocido por la plebe. Tito Maccio Plauto decidió seguir dando la espalda a la historia y extrajo nuevas schedae[*] de un cajón y más attramentum[*]. Necesitaba más hojas y más tinta. Estaba dispuesto a empezar la redacción de una nueva obra. Cualquier cosa antes que salir a la calle. El sueño, no obstante, se apoderó de él y el viejo escritor se quedó con la cabeza apoyada sobre un brazo cuya mano sostenía un stilus[*] que emborronaba una hoja con una gran mácula de tinta negra. Mientras, en el exterior, la ciudad de Roma se entregaba rendida al hombre que la había rescatado de la peor de las guerras.