4

La respuesta del Senado

Roma, julio de 201 a. C.

Las columnas del Templo de Bellona permanecían allí igual de impasibles que la última vez que Publio y sus hombres aguardaron la respuesta del Senado. Eso había sido hacía cinco años, cuando regresaron victoriosos de las duras campañas de Hispania. En aquel momento, el viejo Fabio Máximo hizo valer un subterfugio legal, el hecho de que formalmente Escipión había comandado las tropas en Hispania sin tener asignado por el Senado el título de cónsul, para así negarle a Publio y a sus tropas el merecido triunfo por las calles de Roma. De nada valieron todos los argumentos que el joven general interpuso entonces. Máximo fue tajante y vino él mismo a disfrutar comunicando la negativa en persona. Pero de eso hacía tiempo y, desde entonces, Publio había comandado nuevas tropas en una campaña aún más dura, aún más épica pero también si cabe aún más victoriosa: la conquista de África con la derrota de Aníbal incluida, y, no sólo eso, sino que además lo había hecho todo ejerciendo el cargo de cónsul y procónsul. Ya no quedaba forma alguna de poder oponerse a que celebrara el tan demandado triunfo, pero, pese a tenerlo todo a su favor, Publio desconfiaba. Ya había sufrido demasiadas decepciones en el pasado y la edad le había hecho prudente, especialmente en todo lo relacionado con las complejas decisiones del Senado. Su corazón, no obstante, dio un vuelco en su interior cuando vio que no era Catón quien comandaba la comitiva que el Senado enviaba para comunicar las decisiones tomadas. Se veía en la distancia un grupo de senadores descendiendo desde la puerta Carmenta[*] y desfilando frente al Templo de Apolo, dejando a su derecha las murallas de la ciudad y a su izquierda las laderas del Campo de Marte[*]. No se distinguía aún quién encabezaba aquel grupo de togados romanos, pero Publio fue concluyente en su comentario a Lelio, que, acompañado por Silano, Marco y el resto de oficiales, esperaban junto a su general igual de ansiosos.

—No viene Catón —empezó Publio en voz baja, pero lo suficiente para que Lelio, Silano y Marco le oyeran—. Por todos los dioses, eso son excelentes noticias. Si nos hubieran denegado el triunfo sería Catón el que vendría en persona.

—¿Estás seguro de que no es Catón ese senador que va delante? —preguntó Lelio; la edad le había hecho perder vista, pero se negaba a reconocerlo. Lo suyo era el combate cuerpo a cuerpo y no lanzar pila[*] a larga distancia, así minimizaba los perniciosos efectos de su pérdida de visión en el campo de batalla.

—Seguro —confirmó Publio con contundencia—. Es difícil no reconocer ese andar de pato que tiene, tambaleándose de un lado a otro… —E imitó a un torpe animal que se bamboleaba al caminar. Todos rieron la parodia de su general, por graciosa y porque la risa les permitía eliminar un poco de la tensión acumulada durante las horas de espera aquella mañana junto al Templo de Bellona.

La comitiva fue acercándose y Publio intentaba adivinar quiénes iban delante. Se veía a un senador mayor, entrado en la cincuentena, que parecía ser el que presidía el grupo y tras él otro más joven, adusto y serio, demasiado joven para ser senador; quizá fuera uno de los ediles de la ciudad.

—El que va delante es Spurino —dijo Lelio con seguridad. Publio asintió.

—Así es, Spurino.

—Es uno de los aliados de Catón —añadió Silano desconfiando del desenlace final de la entrevista que iba a tener lugar—. Eso no es bueno.

Publio meditó su respuesta.

—Es cierto —hablaba despacio, pensando cada palabra—; sin duda, Catón ha heredado de Fabio Máximo el control del Senado, pero es impensable que no haya venido si lo que tuviera que comunicársenos fuera una negativa al triunfo. No. Más bien creo que es un aviso: aunque consigas el triunfo, porque no te lo puedo negar, has de saber que domino el Senado. Eso es lo que nos quiere decir. Me intriga más quién va detrás de Spurino.

Lelio, Silano y Marco miraban interesados. Marco parecía saber algo y carraspeó. No se atrevía a dirigirse al general sin ser preguntado antes.

—Si sabes algo, habla, Marco —dijo Publio con rapidez.

—Sí, mi general; creo que es uno de los Sempronios, Tiberio Sempronio Graco, creo que es su nombre. Coincidí con él cuando nos adiestrábamos en el Campo de Marte, cuando sólo éramos unos muchachos. Es rápido con la espada… y ágil… pero no sé de política… no sé en quién o quiénes estarán sus afectos, mi general.

Publio cabeceó afirmativamente un par de veces mientras escuchaba los comentarios de Marco y no dijo nada. Se limitó a volver su mirada hacia el joven Sempronio Graco. De la familia Sempronia. Su padre ya tuvo enfrentamientos con otro Sempronio, con Tiberio Sempronio Longo en el norte, cuando ambos eran cónsules y Sempronio Longo se empeñaba en enfrentarse a Aníbal en campo abierto. Aquello terminó en la desastrosa derrota de Trebia. A Publio no le gustaban los miembros de la familia Sempronia. Y tan joven. Pero ya estaban allí, y habían llegado junto a ellos. El cónclave iba a tener lugar frente a las escaleras del Templo de Bellona.

—Te saludo, Publio Cornelio Escipión —empezó el veterano Spurino—. Como ya sabes mi nombre es Quinto Petilio Spurino y me envía el Senado para comunicarte nuestra respuesta con respecto a tu solicitud de poder celebrar o no un triunfo por las calles de Roma.

—Te saludo, Quinto Petilio Spurino y te escucho, como te escuchan todos mis tribunos y oficiales. ¿Qué hay del Senado?

Spurino no se sorprendió por lo directo que era aquel victorioso general. La ambición siempre venía engalanada en aires de precipitación. Decidió deleitarse alargando la entrega de la respuesta del Senado.

—Veamos, por los dioses, Publio Cornelio Escipión —comentó Spurino mientras extraía de debajo de su toga viril[*] un abultado rollo de papiro—. El Senado ha deliberado y ha dictaminado que —empezó a leer despacio—, reunidos en sesión plenaria con el objeto de debatir sobre la oportunidad o no de conceder al general magistrado procónsul de Roma, Publio Cornelio Escipión, un triunfo por las calles de Roma que culmine en el Templo de Júpiter Óptimo Máximo[*], todo ello tras examinar las campañas realizadas en África, en donde se ha establecido un número de enemigos abatidos que ronda los…

Spurino no pudo seguir leyendo. La mano de Escipión se había agarrado a su muñeca como una tenaza de hierro y apretaba con fuerza. El veterano senador le miró combinando desprecio y sorpresa.

—¿Sí o no, senador Quinto Petilio Spurino? ¿Sí o no? —preguntó Publio con un tono tan hostil que el senador apretó los labios y tragó saliva mientras sostenía la mirada de su agresor. Pero los ojos del general eran tan duros, tan pétreos, tan henchidos de tensión, que Quinto Petilio Spurino bajó al fin sus propios ojos y, mirando al suelo, respondió con la mayor dignidad que pudo en un intento por aparentar que no cedía ante la fuerza del general.

—Estás asiendo a un senador de Roma, procónsul…

Tras el veterano senador, el resto de patres conscripti[*] hundían sus manos bajo sus togas asiendo todos dagas afiladas, mientras que el joven edil Tiberio Sempronio Graco lanzaba una rápida mirada a las dos docenas de legionarios de las legiones urbanae[*] que habían sido designadas como escolta de la comitiva senatorial. Estos soldados echaron mano a sus espadas, pero tras el general Publio Cornelio Escipión emergieron más de una cincuentena de soldados de las legiones V y VI armados hasta los dientes y dispuestos al combate. Los legionarios de la ciudad, jóvenes e inexpertos, reclutados en las últimas levas, sabían que aquéllos no eran otros sino los legionarios que habían derrotado al mismísimo Aníbal.

—¿Sí o no? —insistió Publio Cornelio Escipión sin soltar la muñeca de Spurino—. No tengo tiempo para largos discursos, ni me hace falta que me digas a cuántos enemigos hemos abatido. Eso ya lo sé. Recuerdo cada batalla, cada lucha, cada ciudad, cada muerto. Haz ahora, Quinto Petilio Spurino, haz uso de tu famosa retórica y resume en una palabra si el Senado nos concede el triunfo o no. —Y apretó con más saña aún.

—¡Por todos los dioses, Escipión! —gritó Spurino—. ¡Sí, el Senado te concede el permiso…! ¡Un triunfo completo… mañana… al mediodía!

—Sea, entonces. —Y soltó la muñeca del senador—. Pues ya no hay más que hablar. Que me traigan a Sífax esta noche. Quiero exhibirlo en mi desfile.

Spurino se entretenía masajeándose la muñeca con la otra mano. Había soltado el rollo con el informe del Senado y éste yacía sobre el suelo, medio desplegado. Sempronio Graco se adelantó, tomó el rollo del suelo y se lo devolvió a Spurino. Una vez delante del veterano senador y cuando Escipión ya les daba la espalda, el joven Graco alzó su voz.

—¡Procónsul, eso no será posible… traer a Sífax!

Publio Cornelio Escipión se detuvo en seco. Lelio y el resto de oficiales le vieron trazar un terrible rictus[*] de tensión en su faz mientras se daba la vuelta para dirigirse al joven edil de Roma.

—No he pedido permiso, Tiberio Sempronio Graco —dijo Publio con voz más mesurada que lo que sus oficiales habían previsto—. He ordenado que se me traiga a Sífax.

—Sífax está ahora preso en las cárceles de Roma y creo que lo más seguro es que permanezca allí hasta el día de su ejecución. Es en prisión donde se puede garantizar mejor que no escape, procónsul de Roma —replicó el edil Graco con firmeza.

Publio le miró en silencio. Era insultantemente joven para haber accedido a la edilidad en Roma, pero él mismo también accedió al mismo cargo muy joven, ambos quebrantando así las tradiciones de Roma. No podía criticarle por su juventud sin criticarse a sí mismo, de modo que ése no era un buen argumento que esgrimir. Además, lo que indicaba todo aquello es que la familia Sempronia estaba fuerte en Roma. Podía ser un gran aliado o un temible enemigo. Publio decidió contenerse con el joven Graco, al contrario de lo que había hecho con el viejo Spurino. Quinto Petilio Spurino estaba ya más allá de toda posible alianza; era casi la mano derecha de Catón. El joven Graco era algo distinto, al menos, por el momento.

—Llevo muchos días de marcha, edil de Roma —reinició la conversación Publio con tono conciliador—, y varios años de campaña en África. Quizá haya olvidado un poco las formas —esto lo dijo mirando a un dolido Spurino ocupado en enrollar bien el informe del Senado—, pero el rey Sífax está prisionero en las mazmorras de Roma porque mis legiones le derrotaron en varias ocasiones en África hasta que mis legionarios lo apresaron y lo cubrieron de cadenas. Sífax es parte de los trofeos que deseo exhibir en mi entrada triunfal en Roma y creo que si fuimos capaces de apresarlo cuando tenía más de 60 000 guerreros bajo su mando, ahora, desarmado y encadenado, creo, Tiberio Sempronio Graco, que mis legiones sabrán custodiarlo como corresponde. Por eso ruego al edil de Roma que se conduzca al rey Sífax esta noche al campamento de mis tropas en el Campo de Marte. ¡Por todos los dioses, edil, nos lo hemos ganado!

El joven Graco mantuvo su mirada fija en el procónsul mientras escuchaba sus palabras. La petición, más allá de afectos o desafectos, era razonable y, además, se había planteado de forma menos agresiva.

El edil miró a Spurino y éste, muy a su pesar, asintió, pues, entre otras muchas cosas, el informe del Senado ratificaba el derecho de Escipión a exhibir al rey Sífax en el triunfo, de modo que era absurdo negarle lo que el Senado había concedido. Catón se había esforzado en evitarlo, en un vano intento por reducir la majestuosidad del desfile que debía tener lugar, pero eran demasiadas las presiones, demasiados los senadores proclives a recibir a Escipión como el general victorioso que era, y era demasiado el clamor del pueblo por las calles de la ciudad a favor del procónsul como para negarse, además de que el pueblo anhelaba la ejecución pública de uno de los grandes aliados de Aníbal precipitándolo al vacío desde lo alto de la roca Tarpeya. Al pueblo romano le gustaba la sangre en vivo. Catón cedió y el Senado concedió; por eso Spurino, incluso sumido en su humillación, asintió a la vez que engullía rencor a manos llenas. El joven edil, ante el consentimiento del presidente de la comitiva del Senado, asintió también.

—Sífax te será conducido al campamento antes de que caiga la noche, procónsul de Roma.

—Te lo agradezco, edil de Roma —dijo Publio y, antes de volverse, dirigió unas últimas palabras a Spurino—. Ahora, si el senador quiere, puede leer a las columnas del Templo de Bellona el largo informe del Senado o, si lo prefiere, puede darme ese rollo y ya lo leeré yo con sosiego durante la noche. —Y alargó la mano.

Quinto Petilio Spurino extrajo de nuevo el rollo del Senado de debajo de su toga viril y estiró el brazo con el mismo. El rollo pasó de una mano a otra en un imperceptible segundo y el general se volvió y desapareció rodeado de sus tribunos y oficiales de regreso a las laderas del Campo de Marte donde miles de legionarios le esperaban ansiosos por saber si, por fin, tras quince años de destierro, podrían entrar de nuevo en la ciudad que les vio nacer y, por encima de todo, si podrían hacerlo con todo el orgullo que entrañaba un triunfo por las calles de Roma.

Tiberio Sempronio Graco se quedó unos momentos mirando cómo Escipión se perdía entre sus hombres. Aquél era, sin lugar a dudas, un general adorado por sus legionarios. Aquello era un hecho que merecía respeto. El joven Graco se debatía entre la admiración que despertaba quien había conseguido derrotar al hasta hacía muy poco invencible Aníbal y la preocupación que despertaba en todos esas formas rudas, directas y hostiles del Escipión para con los enviados del Senado. ¿Quién era Publio Cornelio Escipión? ¿El mayor general de Roma o alguien cuya ambición no tendría límites hasta coronarse rey y terminar con la República? Catón no dudaba en reiterar esa idea a cuantos le escuchaban; otros eran más cautos, observaban y callaban. ¿Había derrotado Roma a Aníbal, el peor de sus enemigos, para caer ahora en manos de un tirano? Tiberio Sempronio Graco creía en la República, en Roma, en sus instituciones. Eso le habían enseñado en su familia y eso respetaba. Se volvió y se percató de que la comitiva del Senado ya estaba entrando en la ciudad. Spurino tendría prisa por transmitir a Catón lo que había acontecido en aquella entrevista. Sólo quedaba media docena de legionarios que aguardaba al joven edil de Roma.

—Vamos —dijo Graco, y se encaminó con rapidez hacia las murallas de la ciudad. Tenía que organizar la entrega de Sífax. Sólo el tiempo daría o quitaría la razón a Catón. Sólo el tiempo.

Aquella noche, un manípulo de las legiones urbanae se presentó ante el cuerpo de guardia nocturna del primer turno a la entrada del campamento levantado por las legiones V y VI en el Campo de Marte, frente a las murallas de la ciudad eterna.

—Traemos a Sífax —dijo el oficial al mando.

Los centinelas llamaron a un centurión y éste se hizo cargo del preso. Cubierto de cadenas, encorvado y sucio, Sífax, quien fuera rey de toda Numidia durante años, caminaba despacio al reencuentro de sus enemigos. No tenía ya nada con que luchar ni nadie por quien combatir, pero su odio había encontrado algo de consuelo en meditar cómo y cuándo maldecir al general que le había arrebatado a su reina y a su reino en África. Una maldición númida era algo contra lo que no podría proteger a Escipión jamás ninguna legión. Por eso, pese a no ser ya apenas nada, Sífax, aun caminando encorvado, humillado, vencido, avanzaba despacio pero decidido, con una extraña sonrisa en su rostro.