N minuto después de tomar la decisión de intentar un aterrizaje de emergencia en los bosques de Nueva Jersey, sientes que tu cuerpo se parte en dos.
Sin embargo, por el momento no has sufrido ningún daño físico. El dolor es exclusivamente mental. El reactor arranca las copas de los árboles y, como estás conectado al sistema, sientes la madera que se astilla contra las alas.
Sospechas que en pocos segundos sentirás que las alas se inclinan y se quiebran cuando entren en contacto con las ramas más gruesas y los troncos. La velocidad ya es peligrosamente reducida.
Pasas el prototipo al control manual y luchas por estabilizarlo. Más adelante aparece un claro llano, si logras llegar…
Pocos instantes después las ruedas se posan milagrosamente en el suelo. ¡Has aterrizado! ¡Estás a salvo!
Bueno, casi a salvo.
Delante de ti se eleva una gigantesca masa de hierba silvestre que ha sufrido una mutación y vas demasiado rápido para poder frenar. Lo último que recuerdas es la hierba silvestre que se acerca velozmente a los cristales de la cabina y choca contra ellos. Te desvaneces.
Recobras el conocimiento en el hospital. El sargento Padgett está sentado junto a tu cama.
—Tranquilo —dice el sargento—. Pronto volverás a andar.
—¿Qué le ha ocurrido a George? —preguntas, sin estar muy seguro de querer saberlo.
—Está un poco más magullado que tú, pero también se pondrá bien.
—Sospecho que no soy un gran piloto, ¿verdad?
—Eres un piloto fatal, pero me bastó echar un vistazo al lugar del accidente para saber que no podrías haber aterrizado en la autopista sin herirte a ti mismo, a George o al reactor. ¿Quién sabe qué daños podrías haber provocado o cuántas vidas se podrían haber perdido? En lo que a pilotos fatales se refiere, tú te convertirás en un gran astronauta.
—¿Quiere decir que me he graduado?
—¡Con matrícula de honor! Te encomendarán una tarea en La Luna apenas dejes el hospital.
Una semana más tarde, al amanecer, estás en una aeronave del Puerto Espacial Dulles, aguardando el despegue. Los demás graduados de la Academia conversan trivialmente, pero tú estás silencioso y pensativo.
Desde que llegaste al futuro, es la primera oportunidad que tienes de preguntarte cómo son los viajes espaciales.
—Ajústense los cinturones de seguridad —pide el comandante de la aeronave a través del intercomunicador.
Pocos minutos después se te revuelve el estómago. Estás mareado y la cabeza te da vueltas.
Los iones fluyen desde las barquillas nucleares de la aeronave elevándola verticalmente en el aire. Por suerte te ha tocado el asiento de la ventanilla y ves que la gente y los edificios se van encogiendo abajo hasta parecer más pequeños que juguetes. Hasta las montañas semejan simples montículos.
Las estrellas comienzan a centellear en un cielo cada vez más obscuro. Te sientes inenarrablemente ligero. Tus brazos se mueven por propia decisión y tu lápiz se eleva desde el bolsillo de la camisa.
—¡Eh, abróchate los botones! —dice la joven sentada a tu lado tirando de tu manga—. Ese lápiz podría golpear a alguien. Ocúpate de que permanezca en su sitio.
—Lo siento —respondes y aceptas su sugerencia.
Cuando la aeronave se libera de la atmósfera terrestre, el piloto modifica el ángulo de la descarga de iones. Ahora la aeronave se desplaza a gran velocidad hacia La Luna. Puesto que en el vacío del espacio prácticamente no hay fricción, la velocidad de la aeronave se incrementará, si bien la descarga de iones permanecerá constante.
No pasará mucho tiempo hasta que te presentes en tu puesto en La Luna. ¡Has dado el primer paso real para llegar a Saturno!