—¡Hola, hola, hola! —decía Ronnie Gardfield.
Mr. Rycroft, que subía muy despacio la empinada cuesta del camino procedente de la oficina de Correos, se detuvo al oír aquella voz hasta que Ronnie lo alcanzó.
—Vienen de los almacenes Harrods locales ¿eh? —comentó Ronnie socarronamente—. ¡Esa vieja Hibbert!
—Se equivoca —le replicó Mr. Rycroft—. Vengo de dar un pequeño paseo hasta un poco más allá de la herrería. Hoy hace un tiempo delicioso.
Ronnie levantó la vista hacia el azul del cielo.
—Sí, bastante diferente del que teníamos la semana pasada. A propósito, va usted a casa de las Willett, ¿no es así?
—En efecto. ¿Y usted también?
—Sí, señor, es nuestro centro de reunión en Sittaford: las Willett. Hay que evitar desanimarse, he aquí su lema. Hay que seguir como antes. Mi tía dice que no está bien eso de que inviten a sus vecinos a tomar el té siendo tan reciente el funeral y todas estas cosas, pero eso son majaderías. Ella habla así porque está disgustada por lo del Emperador de Perú.
—¿El Emperador de Perú? —interrogó Mr. Rycroft muy sorprendido.
—Es uno de esos malditos gatos. Ahora resulta que se está volviendo emperatriz y a tía Caroline, naturalmente, le molesta. No le gustan estos problemas de sexo, aunque, como digo yo, ella se desahoga aplicándoles reflexiones gatunas a las Willett. ¿Por qué no han de invitar a sus amigos a tomar el té? ¿Qué importa que el capitán haya muerto hace poco? Al fin y al cabo, Trevelyan no era pariente de ellas, ni mucho menos.
—Muy cierto —contestó Mr. Rycroft volviendo la cabeza para contemplar un pájaro que pasaba volando bajo y en el cual creyó ver un ejemplar de una especie rara.
—¡Qué fastidio! —murmuró—. Lamento no tener aquí mis prismáticos.
—¿Cómo? Hablando de Trevelyan, ¿cree posible que Mrs. Willett le conociera mejor de lo que ella afirma?
—¿Por qué me pregunta eso?
—Por el cambio que en pocos días ha experimentado esa mujer. ¿Ha visto alguna vez una cosa semejante? En la última semana, ha envejecido casi veinte años. Usted sí debe de haberlo notado.
—Sí —dijo Mr. Rycroft—, ya lo he notado.
—Muy bien, ahí lo tiene. La muerte de Trevelyan debe de haber sido un espantoso choque para ella de un modo o de otro. Sería curioso que ahora resultase que se trataba de una antigua esposa del capitán a la cual éste hubiera abandonado en su juventud, sin reconocerla ahora.
—No lo creo muy probable, Mr. Gardfield.
—Se parece demasiado al argumento de una película, ¿verdad? Sin embargo, a veces ocurren cosas muy raras. Yo he leído algunas historias sorprendentes en el Daily Wire, cosas a las que usted no hubiera concedido crédito de no haberlas visto impresas en un periódico.
—¿Y cree que por eso serán más verosímiles? —preguntó Mr. Rycroft con sequedad.
—Me parece que usted le ha cogido antipatía al joven Enderby, ¿no es así? —replicó Ronnie.
—Me desagradan los individuos mal educados que meten las narices en asuntos que no les conciernen —sentenció Mrs. Rycroft.
—Muy bien, pero es que en este caso le conciernen —insistió Ronnie—. Me refiero a que el oficio de ese pobre chico consiste precisamente en meter sus narices en todo. Parece ser que ha conseguido domesticar por completo al arisco Mr. Burnaby. A mí me divierte mucho que ese viejo apenas pueda aguantar mi presencia. Yo soy para él como un trapo rojo para el toro.
Mr. Rycroft no hizo ningún comentario.
—¡Por Júpiter! —exclamó Ronnie mirando hacia el cielo—. ¿Se ha fijado en que hoy es viernes? Hace una semana exacta, tal día como hoy, a esta misma hora poco más o menos, nosotros estábamos chapoteando en la nieve camino de casa de las Willett. Igual que ahora, sólo que con un pequeño cambio de tiempo.
—¡Hace una semana! —exclamo Mr. Rycroft—. Parece que ha transcurrido mucho más tiempo.
—Algo así como un año entero, ¿verdad? ¡Hola, Abdul!
En aquel momento pasaban ante la puerta del capitán Wyatt, en la cual estaba apoyado el melancólico indio.
—Buenas tardes, Abdul —dijo Mr. Rycroft—. ¿Cómo está tu amo?
El oriental movió la cabeza.
—Amo muy mal hoy, sahib. No ver nadie. No ver nadie por largo tiempo.
—Fíjese usted —indicó Ronnie después de que hubieron avanzado unos cuantos pasos más— que ese hombre podría asesinar a Wyatt muy fácilmente, sin que nadie se enterase. Después se estaría unas cuantas semanas meneando la cabeza y diciéndole a todo el mundo «amo no ver nadie», y ni uno solo de nosotros sospecharíamos lo más mínimo.
Mr. Rycroft admitió la veracidad de aquella reflexión.
—Pero aún le quedaría el problema de qué hacer con el cadáver —señaló.
—Tiene razón, siempre hay alguna dificultad ¿no es así? Un cuerpo humano es un inconveniente bastante gordo.
Mientras decían esto, pasaron por delante de la casa del comandante Burnaby. El viejo ex soldado estaba en el jardín contemplando con torvo ceño un hierbajo que crecía donde él no había plantado nada.
—Buenas tardes, comandante —dijo Mr. Rycroft—. ¿Vendrá también a casa de las Willett?
Burnaby se restregó la nariz.
—No pensaba ir. Me han enviado una tarjeta invitándome, pero no me siento con ánimos. Espero que ustedes me comprenderán.
Mr. Rycroft inclinó la cabeza en prueba de comprensión.
—No obstante —dijo—, me gustaría que fuera. Tengo una razón para ello.
—¿Una razón? ¿Qué clase de razón?
Mr. Rycroft vacilaba. Se veía claramente que la presencia del joven Gardfield le incomodaba; pero Ronnie, por completo ajeno al caso, no se movió de su sitio y escuchaba con auténtico interés.
—Me gustaría intentar un experimento —continuó Mr. Rycroft palabra por palabra.
—¿Qué clase de experimento? —demandó Burnaby.
Mr. Rycroft vaciló.
—Preferiría no anticipar mi idea. Pero, si usted viene, le ruego que me apoye en todo lo que yo proponga.
La curiosidad del comandante iba en aumento.
—Muy bien —replicó—, iré. Puede contar conmigo. ¿Dónde está mi sombrero?
Se reunió con ellos en menos de un minuto con el sombrero ya puesto y los tres se encaminaron a la verja de la mansión de Sittaford.
—He oído decir que espera compañía, Rycroft —dijo Burnaby por decir algo.
Una sombra pasó sobre el rostro del viejecito.
—¿Quién le ha contado eso?
—Esa urraca charlatana que se llama Mrs. Curtis. Es una buena mujer y muy honrada, pero su lengua no descansa nunca, sin preocuparse de si usted la escucha o no.
—Pues es muy cierto —admitió Mr. Rycroft—. Estoy esperando a mi sobrina, Mrs. Dering, y su marido, que vendrán mañana.
Entretanto, habían llegado frente a la puerta de la mansión de Sittaford y, al tocar el timbre, Brian Pearson les franqueó la entrada.
Mientras se quitaban los abrigos en el vestíbulo, Mr. Rycroft miraba a aquel alto joven de anchos hombros.
«He aquí un tipo de pura raza —pensó—, de muy pura raza. Carácter enérgico, curioso ángulo de mandíbula. Sería un adversario bastante indeseable para encontrárselo en ciertas circunstancias; lo que podríamos llamar un hombre peligroso».
Una extraña sensación inmaterial invadió al comandante Burnaby cuando entraban en el salón, mientras Mrs. Willett se levantaba para recibirlo.
—Es usted muy amable al venir por esta casa.
Las mismas palabras que la semana anterior. El mismo fuego resplandeciente de la chimenea. Hasta hubiese jurado, aunque no estaba muy seguro, que las dos mujeres llevaban los mismos vestidos.
Todo esto le producía una indescriptible sensación. Le parecía como si se reprodujera la escena de la semana pasada, como si Joe Trevelyan no hubiese muerto, como si nada hubiera ocurrido. Alto, esto último no era cierto. Mrs. Willett sí que había cambiado: era una ruina; he aquí el único modo de describirla. Ya no era aquella decidida mujer que parecía dominar al mundo, sino una nerviosa y destrozada criatura que hacía visibles y patéticos esfuerzos para parecer la misma de siempre.
«Pero que me ahorquen si descifro qué significado pudo tener para ella la muerte de Joe», pensó el comandante.
Por centésima vez, registró la idea de que alguna cosa muy extraña se escondía en la historia de las Willett.
Como de costumbre, despertó de su ensimismamiento al darse cuenta de que hacía rato que estaba callado mientras alguien hablaba.
—Mucho me temo que ésta es nuestra última fiestecita —decía Mrs. Willett.
—¿Cómo es eso? —preguntó Ronnie Gardfield volviéndose repentinamente.
—En efecto —Mrs. Willett hizo un gracioso movimiento de cabeza que quería parecer una sonrisa—, hemos renunciado a pasar el resto del invierno en Sittaford. Por mi parte, naturalmente, yo estaba encantada aquí: la nieve, los acantilados de la costa, lo agreste de estos campos. ¡Pero el problema doméstico…! El problema doméstico presenta aquí demasiadas dificultades. ¡Me ha derrotado!
—Tenía entendido que iban a contratar a un mayordomo chofer y a un camarero —dijo el comandante Burnaby.
Un repentino estremecimiento agitó el cuerpo de miss Willett.
—No, señor —replicó—. Ya he… he abandonado ya esa idea.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Mr. Rycroft—. He aquí una gran contrariedad para todos nosotros. Será muy triste. En cuanto ustedes se marchen, tendremos que sumergirnos otra vez en nuestra antigua vida rutinaria. ¿Y cuándo se marchan, si no es indiscreción?
—Espero que el lunes —contestó Mrs. Willett—. A menos que consigamos irnos mañana mismo. ¡Es tan incómodo sin ningún criado! Desde luego, tendré que arreglar cuentas con Mr. Kirkwood, porque yo alquilé esta casa para cuatro meses.
—¿Se van ustedes a Londres? —dijo Mr. Rycroft.
—Sí, es lo más probable, por lo menos de momento. Después, supongo que nos marcharemos a la Riviera.
—¡Qué pérdida tan grande para nosotros! —exclamó Mr. Rycroft haciendo una galante reverencia.
Mrs. Willett no pudo evitar esbozar una extraña y forzada sonrisa.
—¡Qué amable es usted, Mr. Rycroft! Bien, ¿tomamos el té?
El té estaba servido sobre la mesa. Mrs. Willett lo fue vertiendo en las tazas. Ronnie y Brian la ayudaban, preparando las demás cosas. Una extraña sensación de incomodidad flotaba sobre los allí reunidos.
—¿Qué me cuenta de usted? —dijo Burnaby bruscamente dirigiéndose a Brian Pearson—. ¿También se va?
—Sí, señor, a Londres. Como es natural, no saldré de Inglaterra hasta que este asunto quede liquidado.
—¿Este asunto?
—Quiero decir hasta que mi hermano se vea libre de esa ridícula acusación.
Y Brian pronunció estas palabras en un tono tan desafiante, que todos se quedaron sin saber qué decir. El propio comandante Burnaby se encargó de resolver la violenta discusión.
—Yo nunca he creído en su culpabilidad, ni por un solo instante —comentó.
—Ninguno de nosotros lo ha pensado —añadió Violet envolviendo al joven en una de sus más graciosas miradas.
Y el repiqueteo del timbre acabó de suavizar aquella enojosa pausa.
—¡Éste debe de ser Mr. Duke! —dijo la madre de Violet—. ¿Quiere ir a abrirle, Brian?
El joven Pearson se había acercado a la ventana.
—No es Duke —replicó—. Es ese condenado periodista.
—¡Por Dios, querido…! —exclamó la señora de la casa—. Bien, supongo que le dejaremos entrar igualmente.
Brian asintió y, al cabo de un instante, reapareció acompañado de Charles Enderby.
El periodista hizo su entrada con aquel aire ingenuo tan suyo. La idea de que su presencia en la reunión no fuese vista con agrado no parecía habérsele ocurrido.
—Hola, Mrs. Willett. ¿Cómo está usted? He pensado: voy a dejarme caer por esa casa a ver cómo van las cosas. Estaba tratando de averiguar dónde se habrían escondido todos los habitantes de Sittaford, pero ahora ya lo sé.
—¿Tomará una tacita de té, Mr. Enderby?
—¡Es usted muy amable, señora! La acepto muy agradecido. Ya veo que Emily no está aquí. Supongo que estará con su tía, Mr. Gardfield.
—No que yo sepa —replicó Ronnie mirándole con cierta extrañeza—. Yo tenía entendido que se había marchado a Exhampton.
—¡Claro que sí! Pero ya ha vuelto. ¿Que cómo lo sé? Pues porque me lo ha contado un pajarito. Se llama Curtis, para ser más exacto. Me dijo que la había visto pasar en un automóvil por delante de la oficina de Correos y que, después de subir hasta el pueblo, el coche regresó vacío. Así pues, no está en el chalé número 5 ni en la mansión de Sittaford. Problema: ¿dónde está? No estando en casa de miss Percehouse, debe de estar sorbiendo té en la guarida de ese terrible dragón, enemigo de las mujeres, que se llama capitán Wyatt.
—Tal vez haya subido a ver la puesta del sol desde el faro de Sittaford —sugirió Mr. Rycroft.
—No lo creo —replicó Burnaby—, porque yo la hubiese visto pasar. Estuve en mi jardín durante la última hora.
—Bueno, no creo que sea un problema vital —indicó Charles amablemente—. Quiero decir que no creo que haya sido secuestrada o asesinada o algo por el estilo.
—Lo cual es lamentable desde el punto de vista de su periódico, ¿no le parece? —dijo Brian en tono burlón.
—Ni por vender un ejemplar, sería capaz de sacrificar a Emily —afirmó el periodista—. Emily —añadió muy serio y pensativo— es única.
—Encantadora —observó Mr. Rycroft—. Fascinadora como ninguna otra. Ella y yo… somos colaboradores.
—¿Han terminado todos su té? —preguntó Mrs. Willett—. ¿Qué les parece si jugamos al bridge?
—Esperen, pido un momento de atención —dijo Mr. Rycroft.
Y se aclaró la garganta dándose importancia. Todo el mundo miraba hacia él.
—Mrs. Willett: yo soy, como ya sabe, un apasionado admirador de los fenómenos psíquicos. Hace una semana justa, tal día como hoy y en esta misma habitación, tuvo lugar una asombrosa, más aún, una pavorosa experiencia.
Se oyó un leve suspiro procedente de los labios de Violet Willett. El orador se volvió hacia ella.
—Ya me hago cargo, mi querida joven, ya me hago cargo. Ese experimento la dejó a usted trastornada; era para trastornar a cualquiera, no voy a negarlo. Desde que se cometió el crimen, la policía ha estado buscando al asesino del capitán Trevelyan. Han detenido a una persona, pero algunos de los que estamos en esta habitación, si no todos, no creemos que el joven James Pearson sea el culpable. Pues bien, lo que yo propongo es lo siguiente: que repitamos el experimento del viernes pasado, aunque invocando esta vez a un espíritu diferente.
—¡No! —gritó Violet.
—¡Caramba! —exclamó Ronnie—. Yo diría que lo que propone Mr. Rycroft es demasiado. Por lo que a mí se refiere, renuncio a tomar parte en ningún juego de esta clase.
Mr. Rycroft no le hizo el más mínimo caso.
—¿Qué me contesta, Mrs. Willett?
La dama vacilaba.
—Francamente, amigo mío, no me gusta esa idea. No me complace nada en absoluto. Esa lamentable experiencia de la semana pasada me produjo una impresión desagradabilísima. Habrá de pasar mucho tiempo antes de que la olvide.
—¿Qué piensa sacar de ese experimento? —le demandó Enderby muy interesado—. ¿Se propone usted que los espíritus nos revelen el nombre de quien asesinó al capitán Trevelyan? Me parece un encarguito muy interesante.
—Ese encarguito, como usted lo llama, es de la misma categoría que el mensaje de la semana pasada, en el que voluntariamente nos anunciaron la muerte del capitán Trevelyan.
—Tiene razón —confirmó el joven Charles—. Pero… bueno, ¿ha pensado usted que esa idea suya puede dar lugar a consecuencias tan desgraciadas como imprevistas?
—¿Como por ejemplo?
—Supongamos que se menciona un nombre determinado. ¿Podrá asegurar que el velador no ha sido movido intencionadamente por uno de los presentes?
Enderby hizo una pausa, que fue aprovechada por el joven Gardfield.
—¡Empujones! A eso es a lo que se refiere nuestro amigo. Supone que alguien se entretiene en empujar la mesa.
—Se trata de un experimento serio, señor —dijo Mr. Rycroft con exaltación—. Nadie se atreverá a intentar algo semejante.
—Yo no lo aseguraría —replicó Ronnie mostrándose dubitativo—. Usted se fía muy fácilmente de todo el mundo. Eso no reza conmigo. Yo les juro que no lo moveré, pero también puede ocurrir que alguien se vuelva hacia mí y me acuse de dar empujoncitos. ¡Eso sí que sería bueno!
—Mrs. Willett, siento verdadera ansiedad por llevar a cabo esa experiencia —dijo el viejecito volviendo a despreciar las palabras de Ronnie—. Le ruego encarecidamente que me dé su permiso.
Ella seguía dudando.
—Ya le he dicho que no me gusta. No me gusta nada —Y mientras hablaba, miraba a su alrededor intranquila y como buscando una vía de escape—. Comandante Burnaby, usted, que era un buen amigo del capitán Trevelyan, ¿qué opina?
La mirada del comandante se cruzó con la de Mr. Rycroft. Aquella debía de ser, pensó Burnaby, la ocasión a que el viejecito se había referido cuando solicitó su adhesión.
—¿Por qué no? —contestó con aspereza.
Y sus palabras tuvieron todo el decisivo valor de un voto de calidad.
Ronnie fue a la habitación contigua y regresó con la mesita que se había usado en la otra sesión. La instaló en el centro del salón y en seguida se colocaron a su alrededor las sillas necesarias. Nadie decía una palabra. Era evidente que el experimento no era muy popular.
—Creo que así estará bien —decía Mr. Rycroft—. Vamos a repetir nuestra experiencia del viernes pasado bajo unas condiciones precisamente similares.
—No exactamente iguales —objetó Mrs. Willett—, porque falta Mr. Duke.
—Cierto —replicó el viejecito—. Es una lástima que no esté aquí, una verdadera lástima. Bueno, pues podemos considerarlo reemplazado por Mr. Pearson.
—¡No participes en este experimento, Brian! ¡Te lo ruego, hazme ese favor! —gritó Violet.
—¿Pero qué importancia tiene? —replicó el interpelado—. De todos modos, eso son tonterías.
—Ya tenemos aquí al espíritu rebelde —observó Mr. Rycroft con severidad.
Brian Pearson no dijo una palabra más, pero ocupó su asiento junto a Violet.
—Mr. Enderby… —empezó a decir Rycroft, pero Charles no le dejó acabar.
—Yo no estaba en la otra sesión. Recuerde que soy periodista y usted desconfía de mí. Tomaré notas de cualquier fenómeno, se dice así, ¿verdad? Bueno, de lo que ocurra.
Y así se dispusieron las cosas. Los seis participantes ocuparon sus sitios alrededor de la mesita. Charles apagó las luces y se sentó en el guardafuegos de la chimenea para poder ver.
—Un momento —advirtió—. ¿Qué hora es? —y atisbo su reloj de pulsera al resplandor de los llameantes troncos—. ¡Qué curioso! —exclamó.
—¿Qué es lo curioso? —preguntó una voz.
—Que sean exactamente las cinco y veinticinco.
Violet ahogó un grito.
Mr. Rycroft ordenó con toda severidad:
—¡Silencio!
Los minutos pasaban. Se respiraba una atmósfera muy diferente a la de hacía una semana. No había risas ahogadas ni comentarios en voz baja, sólo un tétrico silencio que finalmente fue cortado por un ligero chasquido procedente de la mesita.
La voz de Rycroft se elevó sonora.
—¿Hay alguien aquí?
Otro leve crujido sonó con una imponente majestuosidad en la oscura sala.
—¿Hay alguien aquí?
Esta vez no respondió ningún chasquido, sino un tremendo y ensordecedor golpe en la puerta. Violet chilló y Mrs. Willett no pudo tampoco evitar un grito.
Se oyó la voz de Brian Pearson, que decía tranquilamente:
—No pasa nada. Sólo han llamado a la puerta de la casa. Voy a abrir.
Y salió del salón. Ninguno de los que allí quedaban pronunció palabra.
De repente, la puerta de la habitación se abrió con cierta violencia y las luces se encendieron.
En el umbral se destacaba la severa figura del inspector Narracott. Tras él estaban Emily Trefusis y Mr. Duke.
Narracott avanzó un paso dentro de la sala y dijo:
—John Burnaby, le acuso del asesinato de Joseph Trevelyan cometido el viernes, día catorce de este mes, y le prevengo de que todo lo que haga o diga será tenido en cuenta y podrá ser utilizado en su contra.