Capítulo XXVIII
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Las botas

—Pero, mi querida jovencita —decía Mr. Kirkwood—, ¿qué espera encontrar en Hazelmoor? Todos los efectos del capitán Trevelyan han sido ya retirados. La policía revolvió la casa de arriba a abajo. Comprendo muy bien su situación y su ansiedad por que Mr. Pearson sea… bueno, exculpado cuanto antes. Pero ¿qué puede usted hacer?

—No espero encontrar nada —replicó Emily—, ni descubrir algo que a la policía le haya pasado inadvertido. No sé cómo explicárselo, Mr. Kirkwood, lo que yo quiero es… captar el ambiente de aquel lugar. Por eso le ruego que me deje la llave. No hay nada malo en ello.

—Ciertamente, no hay nada malo en ello —dijo Mr. Kirkwood con dignidad.

—Entonces, por favor, sea tan amable —concluyó la joven.

Mr. Kirkwood fue amable y le tendió la llave con una indulgente sonrisa. Hizo lo que pudo por acompañarla, catástrofe que pudo tan sólo ser evitada con gran tacto y firmeza por parte de Emily.

Aquella mañana, la muchacha había recibido una carta redactada en los siguientes términos:

«Mi querida miss Trefusis —escribía Mrs. Belling—: Usted me dijo cuánto le gustaría enterarse de cualquier cosa que pudiera ocurrir y que, de algún modo, se apartase de lo normal aunque no tuviera importancia. Y como esto es un poco raro, aunque no tenga importancia, pensé que mi deber, señorita, era ponerlo inmediatamente en su conocimiento. Espero que ésta carta le llegará en el último reparto de esta noche o en el primero de la mañana. Mi sobrina vino por aquí y dijo que no tenía importancia, pero era algo extraño, en lo cual estuve de acuerdo con ella. La policía dijo, y así lo creyó todo el mundo, que no había encontrado a faltar ningún objeto de la casa del capitán Trevelyan. Claro que era una forma de hablar para referirse a cosas que tuvieran algún valor. Sin embargo, algo se ha extraviado, aunque entonces no se advirtió por no tener importancia.

Al parecer, señorita, han desaparecido un par de botas del capitán. Esto lo notó Evans cuando fue allí a recoger las cosas con el comandante Burnaby. Aunque no creo que sea un detalle de importancia, señorita, pensé que le gustaría a usted conocerlo. Se trata de un par de botas de cuero grueso de las que se engrasan bien y que el capitán hubiera usado si hubiese tenido que salir a caminar por la nieve; pero como no salió durante la nevada, no tiene sentido que falten esas botas. Pero el caso es que no aparecen y nadie sabe quién se las ha podido llevar; y a pesar de que yo sé muy bien que no tiene importancia, creí que era mi deber escribirle a usted.

«Espero que al recibir esta carta se encuentre usted tan bien de salud como una servidora, y deseando que no se preocupe demasiado por ese joven caballero, se despide de usted, señorita, su muy afectísima servidora:

J. Belling»

Emily había leído y releído varias veces esta carta y la había discutido también con Charles.

—¡Unas botas! —decía el periodista pensativamente—. No parece que tenga sentido.

—Pues alguno debe de tener —apuntaba la joven—. Quiero decir que ¿por qué se han de perder un par de botas?

—¿No pensarás que se lo ha inventado Evans?

—¿Por qué tenía que inventarlo? Y después de todo, si la gente inventa algo, siempre es algo con sentido. No se inventan tonterías como ésta.

—Las botas sugieren alguna relación con pisadas —observó Charles reflexivamente.

—Lo sé. Pero las pisadas no aparecen en este caso por ningún lado. Tal vez si no hubiese vuelto a nevar de aquel modo…

—Sí, tal vez. Pero incluso así…

—Pudo habérselas dado a algún pordiosero —sugirió Charles—, y éste lo asesinó.

—Supongo que eso es posible —replicó Emily—, pero no parece muy probable tratándose del capitán Trevelyan. Él le buscaría algún trabajo a un hombre necesitado, o le daría un chelín, pero nunca le regalaría sus mejores botas de invierno.

—Bueno, pues me rindo —comento el periodista.

—Yo no pienso rendirme —observó la joven—. De un modo u otro pienso llegar al fondo del asunto.

De acuerdo con sus palabras, se fue a Exhampton, donde primero pasó por Las Tres Coronas, donde fue recibida con gran entusiasmo por Mrs. Belling.

—¿Y su joven caballero sigue aún en la cárcel, señorita? ¡Caramba! Es una vergüenza y ninguno de nosotros cree que él tenga la menor culpa y a mí me gustaría estar presente cuando esa gente lo acuse. De modo que recibió mi carta, ¿verdad? ¿Le gustaría ver a Evans? Bien, pues vive aquí mismo, a la vuelta de la esquina, en el 85 de Fore Street. Quisiera poder acompañarla, pero no puedo abandonar esto. No tiene pérdida.

Emily no se perdió. Evans estaba fuera, pero su esposa la recibió y la invitó a entrar. Emily se sentó e indujo a Mrs. Evans a que hiciese lo mismo y, sin pérdida de tiempo, se adentró en el caso.

—He venido para hablar de lo que su marido le contó a Mrs. Belling. Me refiero a ese par de botas del capitán Trevelyan que se han perdido.

—Es una cosa un poco extraña, se lo aseguro —afirmó la joven esposa.

—¿Y su marido está seguro de que no se equivoca?

—¡Oh, sí! El capitán las llevaba puestas la mayor parte del invierno. Y le iban grandes, por lo que se ponía dos pares de calcetines con ellas.

Emily asintió.

—¿Y no es posible que las hubiera mandado a reparar o algo por el estilo? —sugirió miss Trefusis.

—No sin que Evans se enterase —aseguró su esposa jactanciosamente.

—Bien, supongo que no.

—Es una cosa bastante rara —continuó diciendo Mrs. Evans—, pero no creo que tenga nada que ver con el asesinato, ¿no le parece, señorita?

—No me parece probable —replicó Emily.

—¿Es que han encontrado algo nuevo, señorita? —la voz de la mujer revelaba cierta ansiedad.

—Sí, un par de cosas, nada importante.

—Como he visto que el inspector de Exeter volvía a estar aquí hoy, pensé que tal vez las hubiera.

—¿El inspector Narracott?

—Sí, señorita, el mismo.

—¿Vino en tren?

—No, llegó en automóvil. Primero fue a Las Tres Coronas y preguntó por el equipaje del joven caballero.

—¿Qué equipaje y qué joven?

—Pues del caballero por quien usted se interesa.

Emily se la quedó mirando.

—Interrogaron a Tom —continuó la esposa del criado—. Dio la casualidad de que yo pasé por allí poco después y él me lo dijo. Tom es de los que lo cuentan todo. Él recordó que había dos etiquetas en las maletas del joven caballero: una de Exeter y otra de Exhampton.

Una repentina sonrisa iluminó el rostro de Emily al imaginarse que el crimen hubiese sido cometido por el propio Charles con el único objeto de conseguir una noticia sensacional para su periódico. Realmente, pensó la joven, se podría escribir una interesante historia sobre aquel tema. Volvió a sentir admiración por la habilidad que demostraba el inspector Narracott al comprobar los más nimios detalles que se relacionaran con cualquier persona, por muy remota que fuese su relación con el crimen. Seguro que el activo policía había salido de Exeter casi inmediatamente después de su entrevista con ella. Un automóvil rápido adelanta con facilidad al tren y, por otra parte, ella había almorzado en Exeter.

—¿Adónde fue después el inspector? —preguntó Emily.

—A Sittaford, señorita. Tom oyó que se lo ordenaba al chofer.

—¿A la mansión de Sittaford?

Ella recordaba que Brian Pearson permanecía aún hospedado en casa de las Willett.

—No, señorita, iba a casa de Mr. Duke.

¡Otra vez Mr. Duke! Emily se sintió llena de irritación y contrariedad. ¡Siempre Duke, el elemento desconocido! Tuvo la impresión de que debía ser capaz de deducir quién era a partir de las evidencias, pero al parecer a todo el mundo le producía la misma impresión aquel caballero: un hombre normal y corriente, agradable.

«Tengo que ir a verle —se dijo la joven—. Le visitaré en cuanto regrese a Sittaford».

Le dio las gracias a Mrs. Evans por sus informes y entonces se fue a ver a Mr. Kirkwood, donde consiguió la llave de Hazelmoor. Poco después, la intrépida joven estaba de pie en el vestíbulo de la casa donde había tenido lugar el crimen, preguntándose qué era lo que ella esperaba encontrar allí.

Subió lentamente la escalera y se metió en la primera habitación que encontró al llegar al piso superior. Era evidente que aquel cuarto había sido el dormitorio del capitán Trevelyan. Como Mr. Kirkwood le había indicado, habían sido retirados sus efectos personales. Las sábanas estaban dobladas y apiladas ordenadamente, y los cajones de los muebles no contenían nada; sólo encontró un colgador abandonado en un armario. En el mueble destinado al calzado, no había más que estantes vacíos.

Emily suspiró, se volvió hacia la puerta y bajó a la planta baja. Allí visitó la habitación donde el cadáver del capitán había permanecido en el suelo mientras los copos de nieve entraban por la abierta ventana.

La joven intentó imaginarse la escena. ¿De quién era la mano que golpeó al capitán Trevelyan y por qué lo hizo? ¿Había sido asesinado a las cinco y veinticinco, como todo el mundo creía? ¿O sería cierto que Jim perdió la serenidad y mintió? Tal vez no le contestara nadie cuando llamó a la puerta principal, en cuyo caso daría la vuelta a la casa hasta la ventana posterior y, viendo el cadáver de su difunto tío, debió de salir corriendo muerto de miedo. ¡Si al menos supiese lo que había pasado! Según el abogado Dacres, Jim se aferraba a su declaración. Pudiera ser cierta, pero también que el joven hubiera perdido el control. Ella no podía estar segura.

¿Y si hubiera entrado alguien más en la casa, como había sugerido Mr. Rycroft, alguien que hubiera oído la discusión y aprovechado la oportunidad?

De ser así, ¿arrojaría eso alguna luz sobre el problema de las botas? ¿Habría alguien arriba, en el dormitorio del capitán Trevelyan? Emily volvió a atravesar el vestíbulo. Se detuvo para echar un rápido vistazo al comedor, donde vio un par de baúles muy bien atados y rotulados. El aparador estaba vacío. Las copas de plata y demás trofeos estaban ya en el chalé del comandante Burnaby.

La joven observó, sin embargo, que las tres nuevas novelas del premio, cuya historia le había contado Evans a Charles y que éste luego le había repetido, adornada con divertidos detalles, estaban olvidadas sobre una silla.

Emily acabó de echarle una breve ojeada al comedor y meneó la cabeza. Allí no había nada de particular. Subió de nuevo la escalera y una vez más entró en el dormitorio.

Tenía que averiguar por qué se habían perdido las botas. Hasta que pudiera imaginar alguna teoría razonablemente satisfactoria para ella y que pudiese justificar semejante desaparición, se sentía incapaz de pensar ninguna otra cosa. Aquellas botas adquirían ridículas proporciones, empequeñeciendo cualquier otro detalle relativo al caso. ¿Acaso no encontraría allí nada que la ayudase?

La joven abrió todos los cajones, uno por uno, escudriñando detrás de ellos. En las historias de detectives se encontraba siempre algún trozo de papel olvidado. Pero, evidentemente, en la vida real no podía uno esperar tan afortunados acontecimientos, o el inspector Narracott y sus hombres hubieran dado ya buena cuenta del caso. Emily continuó registrando todos los muebles y rincones y levantó los bordes de la alfombra. Sondeó con todo cuidado el colchón de muelles. Hubiera sido difícil explicar qué esperaba encontrar en todos aquellos lugares, pero eso no impedía que continuase fisgoneando con perseverancia perruna.

Y entonces, en un momento en que, cansada de estar agachada, se estiró para enderezar la espalda y descansar de pie, le llamó la atención un detalle incongruente en medio del perfecto orden que reinaba en aquella habitación: un montoncito de hollín en la chimenea.

Emily lo contempló con la misma fascinación en la mirada que hubiese empleado un pájaro a la vista de una serpiente. Se acercó a él sin quitarle el ojo de encima. No es que hubiese hecho ninguna deducción lógica, ni que relacionase causa y efecto, sino que simplemente la sola presencia del hollín le sugirió una determinada posibilidad. Emily se arremangó y metió ambos brazos en la chimenea, hacia arriba.

Un instante después examinaba con incrédula satisfacción un paquete mal envuelto en hojas de periódico. De un tirón arrancó aquellos papeles y allí, ante sus propios ojos, hizo su aparición el par de botas que se había perdido.

—¿Pero cómo? —exclamó la joven—. Aquí están. ¿Por qué? ¿Por qué?

No cesaba de contemplarlas. Les daba vueltas y más vueltas entre sus manos. Las examinó por fuera y por dentro, y siempre la misma pregunta le martilleaba monótonamente el cerebro: «¿Por qué?»

Desde luego, alguien había cogido aquellas botas del capitán Trevelyan y las había escondido en la chimenea; pero ¿por qué lo hizo?

—¡Oh! —gritó Emily desesperadamente—. ¡Me voy a volver loca!

Dejó las botas con todo cuidado en el centro de la habitación y, arrastrando una silla, se sentó delante de ellas. Entonces, de un modo racional y deliberado, se puso a recordar todo lo ocurrido desde el principio, repasando todos los detalles que ella conocía o había conocido por habérselos oído contar a otras personas. Meditó acerca de cada uno de los actores del drama y de los que parecían extraños a él.

Y de repente, una rara y nebulosa idea empezó a tomar forma en su cerebro, una idea sugerida por aquel par de inocentes botas que permanecían mudas ante ella.

—Pero en ese caso —murmuró la joven—, en ese caso…

Cogió las dos botas con una mano y salió corriendo escalera abajo. Una vez en la planta baja, abrió la puerta del comedor y se dirigió en línea recta hacia la vitrina del rincón. Allí era donde el capitán Trevelyan guardaba, en abigarrado desorden, sus trofeos y utensilios deportivos, es decir, todas aquellas cosas que no quiso dejar en la mansión de Sittaford al alcance de sus nuevas inquilinas: los esquís, los remos, el pie de elefante, los colmillos de marfil, las cañas de pescar… en resumen, una heterogénea colección de cosas que aún estaban allí esperando a que los señores Young y Pebody las empaquetasen debidamente para su almacenaje.

Emily se arrodilló sin soltar las botas.

Unos instantes después estaba nuevamente de pie, dudando entre creer o no lo que acababa de descubrir.

—¡De modo que era eso! —decía entre dientes—. ¡De modo que era eso…!

Se dejo caer en una silla. Todavía quedaban muchas cosas que no comprendía.

Pasados algunos momentos, se puso de pie y se dijo en voz alta:

—Ya sé quién mató al capitán Trevelyan, pero aún ignoro por qué. Aún no soy capaz de imaginármelo. De todos modos, no hay que perder tiempo.

Se apresuró a salir de Hazelmoor. Encontrar un automóvil que la condujese a Sittaford fue cuestión de unos pocos minutos. Le dio al chófer la orden de que la dejase ante la puerta del chalé habitado por Mr. Duke. Al llegar allí, pagó el coche y avanzó por el breve sendero de entrada, mientras el automóvil se marchaba.

Levantó el llamador y dio unos sonoros golpes en la puerta.

Al cabo de un corto intervalo, ésta fue abierta por un corpulento hombre cuyo rostro reflejaba cierta natural impasibilidad.

Por primera vez, Emily se encontraba cara a cara con Mr. Duke.

—¿Es usted Mr. Duke? —le preguntó.

—El mismo.

—Pues yo soy miss Trefusis. ¿Me permite entrar?

El interpelado dudó un momento, pero en seguida se hizo a un lado para dejarle paso a la joven. Emily entró en la sala de estar, mientras él cerraba la puerta y la seguía.

—Necesito ver al inspector Narracott —dijo la muchacha—. ¿Está aquí?

De nuevo se produjo una pausa. Mr. Duke parecía inseguro de cuál era la respuesta adecuada. Al fin, pareció que se decidía en un sentido determinado. Sonrió con una sonrisa algo extraña.

—El inspector Narracott está aquí —respondió—. ¿Para qué quiere verlo?

Emily levantó el paquete que llevaba en la mano y lo desenvolvió. Contenía un par de botas de invierno que la muchacha colocó en la mesa junto a la cual se encontraba Mr. Duke.

—Pues tengo que verlo —replicó ella— para hablarle de estas botas.