Capítulo XXV
-
En el café Deller

Emily Trefusis y Charles Enderby estaban sentados ante una mesita del café de Deller, en Exeter. Eran las tres y media, y a esa hora reinaba allí una relativa paz y quietud. Algunos escasos clientes tomaban con toda tranquilidad una taza de té, pero el restaurante estaba prácticamente desierto.

—Bien —le decía Charles a su compañera—. ¿Qué piensas de él?

Emily frunció el entrecejo antes de contestar.

—Es difícil opinar.

Después de declarar ante la policía, Brian Pearson había almorzado con ellos. Se mostró extremadamente educado con Emily, demasiado educado en su opinión.

Para la astuta joven, esto era poco natural. Al fin y al cabo, aquel muchacho mantenía un romance clandestino y un extraño se entrometía en sus asuntos.

Pero Brian Pearson se lo había tomado con la resignación de un cordero, pues había aceptado la sugerencia que Charles le hizo de alquilar un automóvil e ir juntos a ver a la policía.

¿Cómo se explicaba semejante actitud de dócil aquiescencia? A Emily le parecía completamente opuesta a la naturaleza de Brian Pearson, a juzgar por su carácter.

Estaba segura de que la verdadera actitud se hubiese resumido mejor en una frase como, por ejemplo: «¡Primero iremos juntos al infierno!»

Tanta mansedumbre le resultaba sospechosa. Y la joven intentaba convencer de sus ideas a Enderby.

—Ya te comprendo —decía Charles—. Nuestro simpático Brian oculta alguna cosa y por eso no puede dejarse llevar de su carácter.

—Eso es exactamente.

—¿Crees posible que él haya matado al viejo Trevelyan?

—Brian —contestó Emily pensativamente— es… bueno, una persona de la que se puede esperar cualquier cosa. Tal vez poco escrupuloso, me parece a mí. Y cuando se le antoja algo, creo que es de aquellos que no tienen inconveniente en apartarse de las normas sociales. En resumen, no es un tipo inglés.

—Dejando aparte toda clase de consideraciones personales, me parece un muchacho más despierto que Jim —contestó Enderby.

Emily asintió.

—Mucho más. Es capaz de llevar a feliz término cualquier proeza, pues nunca perdería la cabeza.

—Sinceramente, Emily, ¿le crees culpable del crimen?

—Yo no sé, lo dudo. Reúne las condiciones. Es la única persona que las reúne todas.

—¿Qué entiendes tú por reunir todas las condiciones?

—Muy sencillo. Primero: motivo. —Contó con los dedos mientras enumeraba sus razonamientos—: tiene el mismo que Jim, o sea, las veinte mil libras de la herencia. Segundo: oportunidad; nadie sabe dónde se encontraba el viernes por la tarde y, si hubiese estado en algún sitio que se pudiera mencionar… bueno, seguro que ya lo hubiera dicho, ¿no te parece? De modo que podemos deducir de su actitud que, en realidad, la tarde del crimen andaba por las inmediaciones de Hazelmoor.

—La policía no ha encontrado a nadie que lo viese en Exhampton —señaló Charles—, y es una persona bastante notable.

Emily meneó la cabeza desdeñosamente.

—No estaba en Exhampton. ¿No te das cuenta, Charles, de que si él hubiese cometido el asesinato lo tendría ya planeado de antemano? Sólo a ese pobre inocente de Jim se le ocurre presentarse con su cara de bobo y permanecer aquí. No muy lejos de Exhampton está Sittaford, y también Chagford, y asimismo Exeter. Bien pudo ir a pie desde Sydord. Hay una carretera de primer orden, de ésas que no se obstruyen con la nieve. Para él no sería sino un agradable paseíto.

—Me parece que tendremos que hacer algunas averiguaciones por los alrededores.

—Ya las está haciendo la policía —replicó Emily—, y ellos las harán bastante mejor que nosotros. Todos los hechos públicos los averigua mejor la policía que un particular. Los investigadores privados se deben dedicar a detalles reservados o personales como, por ejemplo, a escuchar lo que dice Mrs. Curtis y las insinuaciones de miss Percehouse, y vigilar los movimientos de las Willett; ahí es donde les ganamos.

—O no, como muy bien puede ocurrir —comentó Charles.

—Continuaremos enumerando las condiciones que, a mi juicio, reúne Brian Pearson —dijo Emily—. Ya hemos mencionado dos: motivo y oportunidad, y vamos ahora con la tercera, una condición que, en cierto modo, me parece la más importante de todas.

—¿Cuál es?

—Desde el principio, nos hemos dado cuenta de que no podía descartarse del caso esa extraña sesión de velador que tuvo lugar en la mansión de Sittaford. Por mi parte, yo he hecho toda clase de intentos para considerarla desde el punto de vista más lógico y claro que sea posible. Y he llegado a la conclusión de que sólo admite tres soluciones. Primera: que fuese un fenómeno sobrenatural; desde luego, no puede rechazarse por completo que lo sea, aunque personalmente descarto esta hipótesis. Segunda: que fuera algo intencionado. Alguien movió la mesa a propósito, pero como no podemos encontrar una razón para ello, también podemos rechazar esta solución. Tercera: que se tratara de un hecho accidental. Alguien movía la mesita sin querer hacerlo, es decir, contra su voluntad. Un caso inconsciente de autorevelación. Si es así, alguna de aquellas seis personas sabía con certeza que el capitán iba a ser asesinado a cierta hora de la tarde o que alguien tendría con él una entrevista de la que pudiera resultar una escena violenta. Ninguna de aquellas seis personas pudo haber sido el verdadero asesino, pero una de ellas estaba en combinación con el criminal. No hay ningún relación entre el comandante Burnaby con algún otro, y lo mismo puede decirse de Mr. Rycroft o de Ronald Gardfield. Pero, si pensamos en las Willett, la cosa cambia. Existe una relación personal entre Violet y Brian Pearson. Esos dos jóvenes son amigos muy íntimos y la muchacha estaba sobre ascuas después del asesinato.

—¿Crees tú que ella estaba enterada? —preguntó Charles.

—Ella o su madre, la una o la otra.

—Hay una persona a la que no has mencionado —indicó Charles—: Mr. Duke.

—Ya lo sé —replico Emily—. Es muy extraño, pero no sabemos absolutamente nada acerca de este caballero. Dos veces he intentado visitarlo y en ambas he fracasado. En apariencia, no existe ninguna relación entre él y el capitán Trevelyan, o entre él y alguno de los parientes del asesinado. No hay el menor indicio para incluirlo entre los sospechosos, se mire como se quiera, y sin embargo…

—¿Qué? —insistió el periodista al ver que su amiga se callaba.

—Y sin embargo, recordarás que nos encontramos al inspector Narracott cuando salía del chalé de Mr. Duke. ¿Qué sabe el inspector acerca de ese hombre que no sepamos nosotros? Me gustaría saberlo.

—¿Crees que…?

—Supongamos que Duke es un individuo sospechoso y que la policía lo considera así. Supongamos que el capitán Trevelyan hubiese descubierto algo que se refiriera a Duke. Como recordarás, al capitán se interesaba mucho por todo lo que se refería a sus arrendatarios, por lo que podemos también suponer que pensara acudir a la policía a contarles lo que sabía. Y Duke concierta entonces con un cómplice el asesinato de su presunto delator. Bueno, ya sé que todo esto suena muy melodramático, puesto de esta forma, pero, no obstante, después de todo, algo por el estilo puede haber ocurrido.

—Ciertamente, es una idea —comentó Charles con lentitud.

Y ambos permanecieron silenciosos, cada uno de ellos sumergido en sus propias reflexiones.

De repente, Emily dijo:

—¿Conoces esa extraña sensación que a veces te invade cuando una persona te está mirando, sin haberte dado cuenta antes de su presencia? Pues ahora a mí me ocurre una cosa así: siento como si los ojos de alguien me estuvieran quemando en la espalda. ¿Es pura imaginación o es que en realidad alguien me mira en este momento?

Charles movió su silla una o dos pulgadas y miró alrededor suyo con aire de indiferencia.

—Hay una mujer sentada ante una de las mesas que están junto a la ventana —explicó—. Es alta, morena y elegante. Te está mirando fijamente.

—¿Joven?

—No, no muy joven. ¡Hola!

—¿Qué pasa?

—Veo a Ronnie Gardfield. Acaba de entrar y está estrechando la mano de esa señora. Ahora se sienta con ella a la mesa. Me parece que la dama le está diciendo algo que se refiere a nosotros.

Emily abrió su bolso. De un modo bastante ostensivo se empolvó la nariz y ajustó el espejito de bolsillo en un ángulo conveniente.

—Es tía Jennifer —dijo en voz baja—. Ahora se levantan.

—Parece que se van —replicó el periodista—. ¿Quieres hablar con ella?

—No —contestó Emily—, creo que será mucho mejor para mí fingir que no la he visto.

—Después de todo —dijo Charles—, ¿por qué no puede conocer la tía Jennifer a Ronnie Gardfield e invitarlo a tomar el té?

—¿Y por qué lo habría de invitar? —preguntó Emily.

—¿Y por qué no?

—¡Oh, por Dios, Charles, no vayamos ahora a enfrascarnos en un inútil juego de palabras! Por qué sí, por qué no, por qué sí y por qué no. Desde luego, eso es una tontería y no sacaremos nada. Estábamos precisamente diciendo que ningún otro de los asistentes a aquella famosa séance tenía relación con la familia del muerto, y apenas transcurren cinco minutos cuando vemos a Ronnie Gardfield tomando el té con la hermana del capitán Trevelyan.

—Lo que demuestra —indicó Charles— que nunca sabe uno a que atenerse.

—Lo que demuestra —replicó Emily— que siempre tiene uno que volver a empezar.

—Y por más de un camino —contestó el periodista.

—¿Qué quieres decir?

—Por el momento, nada —contestó él.

Y puso su mano sobre la de la joven. Ella no retiró las suyas.

—Bien, este asunto ya está bastante discutido —dijo Charles—. Ahora…

—Ahora… ¿qué? —preguntó su amiga muy dulcemente.

—Haría cualquier cosa por ti, Emily —explicó el joven—. Cualquier cosa…

—¡Ah! ¿Sí? —dijo miss Trefusis—. Eres un compañero encantador, mi querido Charles.