Capítulo XXIV
-
El inspector Narracott discute el caso

—No estoy completamente satisfecho de este asunto —afirmó Narracott.

El inspector jefe de la policía se le quedó mirando con aire interrogativo.

—No, señor —repitió Narracott—. Ahora no estoy tan satisfecho como antes.

—¿No cree que hayamos detenido al verdadero asesino?

—No estoy satisfecho. Verá, para no citar más que un detalle, todas las cosas señalaban una dirección, pero ahora… ¡ahora es diferente!

—Las pruebas que acusan a Pearson siguen siendo las mismas.

—Sí, señor, de acuerdo; pero, entretanto, han salido a relucir otras evidencias. Ahora tenemos al otro Pearson, Brian. Creímos que no había que buscarlo, al aceptar la declaración de que estaba en Australia. Ahora resulta que todo el tiempo residía en Inglaterra. Según parece, regresó a este país hace dos meses y viajó a bordo del mismo barco que las Willett. Creo que durante la travesía se enamoró de la hija. Sea como fuere, el caso es que, por alguna razón que aún no conocemos, no avisó de su llegada a su familia. Ni su hermana ni su hermano tenían la menor idea de que hubiese regresado a Inglaterra. El jueves de la semana pasada salió del Hotel Ormsby, en la plaza Russell, y se hizo llevar a la estación de Paddington. Desde ese momento hasta el martes por la noche, cuando Enderby se topó con él, rehúsa contarnos absolutamente nada de lo que hizo.

—¿Ya le ha indicado usted la gravedad y las posibles consecuencias de su comportamiento?

—Me contestó que no le importaba un comino. Dijo que él no tenía nada que ver con el asesinato y que a nosotros no nos hacía falta comprobar lo que pudiera haber hecho. Que el modo como empleara su tiempo era cosa suya y no nuestra, y rehusó rotundamente explicar dónde había estado y a qué se había dedicado.

—Es de lo más extraordinario —comentó el jefe.

—Sí, señor, es un caso extraordinario. Como ve, no conseguirá nada hurtándonos los hechos y ese hombre es mucho más apropiado que el otro para ser acusado del crimen. Siempre me ha parecido algo incongruente suponer que James Pearson pudiera ser el que golpeó la nuca del viejo con el saco de arena; y ahora, por decirlo así, creo que eso encaja muy bien con Brian Pearson. Es un muchacho de temperamento apasionado, muy fuerte y corpulento, y que va a beneficiarse de la herencia exactamente en la misma proporción, recuérdelo.

—Sí. Esta mañana vino aquí con Mr. Enderby y me pareció un muchacho muy vivo e ingenioso, muy entero y con perfecto dominio de sí mismo, al menos a juzgar por su actitud. Pero todo esto no le disculpa, señor, no le disculpa de nada.

—Hum… ¿Quiere decir que…?

—Que los hechos no demuestran nada. ¿Por qué no ha dado antes señales de vida? La muerte de su tío se publicó en todos los periódicos del sábado. A su hermano lo detuvieron el lunes. Y él no da señales de vida. Y así seguiría, tal vez, si ese periodista no hubiese tropezado con él en el jardín de la mansión de Sittaford la pasada noche.

—¿Qué estaba haciendo allí? Me refiero a Enderby.

—Ya sabe cómo son los periodistas —dijo Narracott—, siempre están husmeándolo todo. Son hombres misteriosos.

—Son una verdadera molestia —opinó el jefe—. Aunque también tengan a veces su utilidad.

—Me figuro que se metió en esa aventura empujado por su joven amiga —indicó Narracott.

—¿Su joven amiga?

—Sí, miss Emily Trefusis.

—¿Cómo sabía ella lo que iba a pasar?

—Estaba en Sittaford haciendo infinitas investigaciones. Y es lo que se dice una mujer lista y despierta. No se le escapa nada.

—¿Cómo explica sus movimientos el joven Brian Pearson?

—Dice que iba a la mansión de Sittaford para ver a su novia, miss Willett. Ella salió sola de la casa para reunirse con él mientras todo el mundo dormía, porque la muchacha no quería que la madre se enterase. Eso cuentan.

La voz del inspector Narracott expresaba desconfianza. Tras una pausa, siguió diciendo:

—Yo creo que si Enderby no se hubiese tropezado con él, nunca se le habría ocurrido presentarse públicamente. Hubiese regresado a Australia y reclamado su herencia desde allí.

Una tenue sonrisa cruzó por los labios del inspector jefe.

—¡Cuántas maldiciones les habrá echado a esos pestilentes y entrometidos periodistas! —murmuró.

—Pues aún hay algo más que ahora ha salido a relucir —continuó relatando Mr. Narracott—. Los Pearson son tres, como usted recordará, y Sylvia está casada con Martin Dering, el novelista. Pues bien, este último declaró que el día del crimen había comido con un editor americano, pasando luego con él toda la tarde, y que después fue a una cena literaria; y ahora parece ser que no estuvo en aquel banquete.

—¿Quién dice eso?

—También lo dice Enderby.

—Me parece que tendré que entrevistarme con ese periodista —comentó el inspector jefe—. Al parecer es uno de los elementos vitales de esta investigación. Sin duda alguna, el Daily Wire cuenta con algunos brillantes jóvenes entre su personal.

—Bien, pues tal vez no signifique nada o tenga muy poca importancia —continuó diciendo Narracott—. El caso es que el capitán Trevelyan fue asesinado antes de las seis, de modo que no tiene mucha importancia saber a ciencia cierta dónde pasó Dering aquella tarde; pero ¿por qué ha mentido deliberadamente cuando se le ha preguntado acerca de ello? No me gusta.

—Por supuesto —concedió el inspector jefe—. Parece algo innecesario.

—Le hace a uno pensar que todo lo que ha dicho es falso. Y me hago cargo de que lo que voy a decir es una suposición muy entusiasta, pero bien pudiera ser que Dering saliera desde la estación de Paddington en el tren de las doce, llegara a Exhampton poco después de las cinco, asesinara al viejo, alcanzara el tren de las seis y diez y volviera a su casa antes de la medianoche. Sea como fuere, creo que vale la pena tener en cuenta esta hipótesis. Debemos enterarnos de su posición económica, ver si estaba desesperadamente apurado. En ese caso, cualquier dinero que su mujer heredase y del que él pudiera disponer… y sólo hay que ver la cara de su mujer. Por eso debemos asegurarnos de que la coartada de ese escritor es cierta.

—Todo el caso es extraordinario —comentó el inspector jefe—. De todos modos, yo sigo creyendo que las pruebas que se han acumulado contra Jim Pearson son concluyentes. Ya veo que no está de acuerdo conmigo, tiene el presentimiento de que ha detenido a un inocente, ¿no es así?

—Las pruebas son claras —admitió el inspector Narracott—, circunstanciales y evidentes, y estoy seguro de que cualquier jurado las consideraría suficientes para condenarlo. No obstante, lo que usted dice es bastante cierto: yo no veo a ese joven como un asesino.

—Y su novia se dedica activamente a su caso —dijo el jefe.

—Sí, señor, miss Trefusis es una muchacha única y de las que no se equivocan. ¡Una mujer de verdad, a fe mía! Y está totalmente decidida a librarlo de la acusación. Se ha hecho dueña de ese periodista, Charles Enderby, y lo hace bailar a su antojo como a ella le interesa. En fin, que la joven es mucho mejor de lo que se merece James Pearson. Porque, aparte de su buen aspecto y elegancia, yo no me diría que el novio tenga personalidad suficiente.

—Pero si esa chica es una mandona, será eso lo que le gusta.

—¡Oh, claro! —replicó Narracott—. En cuestión de gustos no hay nada escrito. Bien, de modo que está de acuerdo en que lo mejor que puedo hacer es aclarar esa coartada de Dering sin más dilación.

—Sí, ocúpese inmediatamente. ¿Y qué hay del cuarto interesado en la herencia? Porque hay una cuarta persona beneficiada, ¿no es así?

—Sí, señor, la hermana. Pero todo está correcto. Ya he hecho las correspondientes averiguaciones. Ella estaba en su casa a las seis de la tarde. Voy a ocuparme del asunto de Dering.

Unas cinco horas más tarde, el inspector Narracott estaba de nuevo en el pequeño gabinete de El Rincón. En esta ocasión, encontró en casa a Mr. Dering. La doncella dijo en el primer instante que no consentía que le molestaran cuando estaba escribiendo, pero el inspector sacó una tarjeta suya y le ordenó que se la llevase a su amo sin perder un momento. Mientras estaba esperando, recorría la habitación arriba y abajo, cogía algún pequeño objeto de una mesa o de cualquier mueble, lo miraba sin apenas verlo y volvía a dejarlo en su sitio. La caja de cigarrillos era australiana, de madera barnizada, acaso un regalo de Brian Pearson. También encontró un viejo libro bastante deteriorado que se titulaba Orgullo y prejuicio. Levantó la cubierta y observó que, en una de las esquinas de la misma, había unas palabras garabateadas en una tinta ya casi descolorida que decían: Mary Rycroft. Sin saber porqué el nombre de Rycroft le pareció familiar, pero no pudo recordar dónde lo había oído. Narracott fue interrumpido en aquel instante, pues la puerta se abrió y Martin Dering entró en el gabinete.

El novelista era un hombre de mediana estatura, con una espesa cabellera de color castaño oscuro. Tenía muy buena presencia, aunque un aspecto un tanto macizo, y sus labios eran gruesos y rojos.

El inspector Narracott no se sintió predispuesto en ningún sentido por su apariencia.

—Buenos días, Mr. Dering, siento mucho tener que molestarlo otra vez.

—¡Bah! No se preocupe por eso, inspector. Lo malo es que, en realidad, yo no puedo decirle nada más de lo que ya sabe usted.

—Nosotros habíamos creído entender que su cuñado, el joven Brian Pearson, estaba en Australia. Ahora nos encontramos con que ha vivido en Inglaterra durante los últimos dos meses. Bien podían haberme insinuado algo de eso, creo yo. Su esposa me dijo bien claramente que su hermano estaba en Nueva Gales del Sur.

—¡Brian en Inglaterra! —exclamó Dering, demostrando un asombro que parecía sincero—. Yo puedo asegurarle, inspector, que no tenía la menor noticia de eso, ni tampoco mi esposa.

—¿No se había puesto en comunicación con ustedes de algún modo?

—No, señor, de verdad que no. Sólo sé, y por casualidad, que Sylvia le ha escrito dos veces a Australia durante todo este tiempo.

—Bien, en ese caso, le presento mis excusas, caballero. Pero, como es natural, yo pensé que él se lo habría comunicado a sus parientes y amigos, y estaba un poco molesto con ustedes por habérmelo ocultado.

—Pues, como le acabo de decir, nosotros no sabíamos nada. ¿Quiere un cigarrillo, inspector? Por cierto, creo que han conseguido capturar al presidiario que se fugó.

—Sí, lo detuvimos el martes pasado por la noche. Tuvo la mala suerte de que la niebla se hiciese demasiado espesa. Estaba dando vueltas en un círculo vicioso. Caminó unas veinte millas para ir a parar, después de tanto andar, a un lugar que sólo distaba media milla de Princetown.

—Es extraordinario cómo uno empieza a dar vueltas en la niebla. Suerte tuvo de no haberse escapado el viernes, porque, en ese caso, supongo que el asesinato se le hubiera achacado a él con certeza.

—Es un hombre peligroso. Acostumbraban a llamarle «El terrible Freddy». Está condenado por robo con violencia y asalto. Llevaba una doble vida extraordinaria. Entre la buena sociedad pasaba por ser un hombre rico, educado y respetable. Casi estoy convencido de que el manicomio de Broadmoor es el sitio más indicado para él. De vez en cuando, le acometía una especie de manía criminal y entonces le gustaba desaparecer y relacionarse con lo más bajo del hampa.

—Supongo que no se escapan muchos de Princetown.

—Es una hazaña casi imposible, pero esta fuga estaba extraordinariamente bien planeada y realizada. Todavía no hemos llegado al fondo de este raro asunto.

—Muy bien —dijo Dering, levantándose y echando una mirada a su reloj—. Si no tiene nada más que decirme, inspector… ya sabe que yo soy un hombre bastante atareado.

—¡Oh, es que hay algo más, Mr. Dering! Necesito saber por qué me dijo que había asistido a una cena literaria que se dio en el Hotel Cecil el viernes por la noche.

—Yo… no le comprendo bien, inspector.

—Pues a mí me parece que sí, caballero. Usted no estuvo en esa cena, ¿verdad, Mr. Dering?

Martin Dering dudaba. Sus ojos pasaban alternativamente de la cara del inspector al techo del gabinete, desde allí a la puerta y luego al suelo.

El inspector esperaba tranquilo y sereno.

—Bien —dijo Martin Dering al cabo de un buen rato—, supongamos que no hubiera asistido. ¿Qué demonios le importa eso a usted? ¿Qué va a sacar usted, ni nadie, de lo que yo hice cinco horas después de haber sido asesinado mi tío?

—Usted efectuó cierta afirmación y yo, Mr. Dering, necesito comprobarla punto por punto. Ya hemos podido probar que una buena parte de ella no es cierta. Y ahora me han encargado expresamente que compruebe la veracidad del resto. Usted dijo que había almorzado con un amigo y que después pasó la tarde con él.

—Sí, señor, mi editor norteamericano.

—¿Su nombre?

—Rosenkraun, Edgar Rosenkraun.

—¿Y su dirección?

—Ya no está en Inglaterra. Se marchó el sábado pasado.

—¿A Nueva York?

—Sí, señor.

—Entonces, en este momento debe de estar navegando. ¿En qué barco va?

—Pues, realmente, no puedo acordarme de cuál es.

—¿Sabe, al menos, la compañía? ¿Es de la Cunard o de la White Star?

—No, no lo recuerdo bien.

—Perfectamente —replicó el inspector—. Cablegrafiaremos a su editorial en Nueva York. Ellos lo sabrán.

—¡Era el Gargantúa! —exclamó Dering de muy mala gana.

—Gracias, Mr. Dering. Sabía que lo recordaría si lo intentaba. Prosigamos. En su declaración dijo que, después de almorzar con Mr. Rosenkraun, le dedicó toda la tarde. ¿A qué hora se separó de él?

—Hacia las cinco de la tarde.

—¿Y después?

—Me niego a contestar a eso. No es asunto suyo. Seguro que con lo dicho basta.

El inspector Narracott asintió pensativo. Si Rosenkraun confirmaba la declaración de Dering, caerían por el suelo todas las sospechas contra este último. Cualesquiera que hubiesen sido sus misteriosas actividades aquella noche, no afectarían al caso.

—¿Qué piensa hacer? —preguntó Dering bastante inquieto.

—Enviaré un telegrama a Mr. Rosenkraun, a bordo del Gargantúa.

—¡Maldita sea! —gritó el novelista—. Me complicará usted con una publicidad indeseable. Mire esto…

Y se fue hacia su escritorio, donde trazó unas pocas líneas sobre un trozo de papel, que enseñó después al inspector.

—Supongo que hará de todos modos lo que se proponía —dijo Dering en áspero tono—, pero al menos puede hacerlo de la forma que a mí me conviene. No es de recibo que molesten a un ciudadano por cualquier cosa.

En el trozo de papel había escrito:

«Rosenkraun. Vapor Gargantúa. Ruego confirme mi declaración de que yo estuve con usted a la hora de almorzar y hasta las cinco de la tarde del viernes catorce. Martin Dering».

—No me importa que pida que le envíen directamente a su casa la respuesta, pero no pida que se la manden a Scotland Yard o a una comisaría de policía. Usted no sabe cómo son estos americanos. A la menor sospecha de que yo pueda estar mezclado en un asunto criminal, el nuevo contrato que he negociado con ese señor, se lo llevará el viento. Le ruego que trate este asunto en privado, inspector.

—No veo ningún inconveniente en acceder a lo que me pide, Mr. Dering. Yo sólo necesito la verdad. Enviaré este telegrama con la respuesta pagada, indicando que se envíe la respuesta a mis señas particulares de Exeter.

—Muchas gracias, es usted muy amable. No se crea que es tan fácil ganarse la vida con la literatura, inspector. Ya verá como recibe una respuesta afirmativa. Pero le mentí respecto a esa cena literaria, pues el caso es que yo le había contado a mi esposa que asistí a ella y pensé que muy bien podía endosarle a usted el mismo cuento. De otro modo, me hubiese metido por mí mismo en un buen lío.

—Si Mr. Rosenkraun confirma su declaración, amigo Dering, no tendrá nada que temer.

«Un carácter bastante desagradable —pensó el inspector mientras salía de aquella casa—, pero estoy casi seguro de que el editor americano confirmará la verdad de sus palabras».

Un repentino recuerdo le vino a la memoria al policía mientras esperaba el tren que había de conducirle de nuevo a Devon.

—Rycroft —murmuró—. ¡Naturalmente! Es el nombre de aquel viejecito que vive en uno de los chalés de Sittaford. ¡Qué coincidencia tan curiosa!