El comandante Burnaby repasaba sus cuentas o, para usar una frase más propia de Dickens, se cuidaba de sus negocios. El comandante era un hombre metódico en extremo. En un libro encuadernado en piel de becerro, llevaba un perfecto registro de las acciones que compraba, de las que vendía, y de las correspondientes pérdidas o ganancias que le dejaba cada operación, normalmente pérdidas, porque, como suele ocurrirles a la mayoría de los militares retirados, al comandante le atraían más los tipos altos de interés que aquellos modestos porcentajes que van asociados con una mayor seguridad.
—Estos pozos de petróleo parecían muy prometedores —murmuraba—. Hubiera dicho que haría una fortuna con ellos. ¡Y han resultado casi tan malos como aquella mina de diamantes! Lo único sólido son las tierras canadienses.
Sus meditaciones fueron interrumpidas por la aparición de la cabeza de Ronnie Gardfield que asomaba por la abierta ventana.
—Hola —dijo el muchacho amistosamente—. Supongo que no vengo a molestarle.
—Si quiere entrar, dé la vuelta hasta la puerta principal —dijo el comandante Burnaby—. Cuidado con las plantas. Me imagino que en este momento las está pisoteando.
Ronnie se retiró con una disculpa y se dirigió hacia la puerta principal.
—Límpiese los pies en la esterilla, hágame el favor —le gritó el comandante.
Éste opinaba que los jóvenes eran demasiado molestos. En realidad, el único muchacho hacia el cual había sentido cierto interés por algún tiempo era el periodista Charles Enderby.
«Ése sí que es un chico simpático —se decía el comandante—. Daba gusto ver su interés cuando le hablaba de la guerra con los boers».
No sentía la misma simpatía hacia Ronnie Gardfield. En realidad, todo lo que el desgraciado Ronnie hacía o decía enojaba de mala manera al comandante. Sin embargo, la hospitalidad era la hospitalidad.
—¿Quiere beber algo? —preguntó el comandante fiel a esta tradición.
—No, muchas gracias. A decir verdad, sólo he venido aquí para saber si podíamos salir juntos. Necesito ir a Exhampton y me he enterado de que usted ha contratado a Elmer para que le lleve allí.
Burnaby asintió.
—Tengo que ir a ocuparme de las cosas de Trevelyan —explicó—. La policía ha terminado sus investigaciones allí.
—Bien —dijo Ronnie algo incómodo—. El caso es que yo necesito ir hoy a Exhampton y había pensado que podría acompañarle y compartir los gastos por partes iguales, ¿eh? ¿Qué le parece?
—Ciertamente —contestó el comandante—, me gusta la propuesta; pero sería mejor que fuera usted a pie —añadió—. ¡Ejercicio! Ningún joven hace el menor ejercicio hoy en día. Un paseíto de seis millas de ida y otras tantas de vuelta le sentaría muy bien. Si no fuese porque necesito el automóvil para traerme a casa algunas de las cosas de Trevelyan, yo también iría a pie. Nos ablandamos, ésa es la calamidad de los tiempos actuales.
—Oh, bueno —replicó Ronnie—. No creo que me sentara bien esa caminata. Por el contrario, me encanta que nos pongamos de acuerdo. Elmer dice que usted saldrá a las once; ¿es correcto?
—Así es.
—¡Magnífico! Aquí estaré.
Ronnie no hizo honor a su palabra. A pesar de que se había propuesto ser puntual, llegó con diez minutos de retraso y encontró al comandante Burnaby muy incomodado y renegado, poco dispuesto a dejarse aplacar con la primera disculpa.
«¡Qué jaleo arman estos viejos inútiles! —pensó Ronnie—. No tienen ni la menor idea de lo que fastidian a todo el mundo con su manía de la puntualidad; lo quieren todo al minuto exacto y siempre predican el maldito ejercicio para ponerse en forma».
Su espíritu se distrajo agradablemente durante unos instantes con la idea de lo que sería un matrimonio entre el comandante Burnaby y su tía. ¿Cuál de los dos, reflexionó, le sacaría mayor partido? No dudaba de que siempre sería su tía. Le resultaba muy divertido pensar en cómo palmotearía ella, lanzando agudos gritos para llamar a su lado al comandante.
Ahuyentando estas reflexiones de su mente, procuró entablar una agradable conversación.
—Sittaford se ha convertido en un lugar muy alegre y acogedor, ¿no le parece? Eso se lo debemos a miss Trefusis y al simpático Enderby, y a ese muchacho de Australia. A propósito, ¿cuándo apareció en el pueblo? Parece que haya vivido aquí toda la vida, pero el caso es que nadie sabe de dónde ha llegado. Es una cosa que le preocupa mucho a mi tía.
—Vive con las Willett, en su casa —indicó el comandante agriamente.
—Sí, ya lo sé, pero ¿por dónde ha venido? Ni siquiera las Willett tienen todavía un aeródromo particular. Mire, yo creo que hay algo muy misterioso en ese joven Pearson. Tiene en los ojos lo que yo llamo «un fulgor tempestuoso». ¡Ya lo creo, unos destellos tormentosos! Me da la impresión de que es el tipo que despachó al pobre Trevelyan.
El comandante no contestó.
—Yo lo veo —continuó diciendo Ronnie— de la siguiente manera: los tipos que emigran a las colonias son, por lo general, malas piezas. Sus parientes no los quieren y, por esa razón, los echan fuera. La cosa está bien clara, ya lo ve usted. El día menos pensado, el mala pieza regresa no muy sobrado de dinero y visita a su rico tío por Navidad; el pariente afortunado no quiere favorecer al sobrino pobretón y el sobrino pobretón le da un buen golpe. Ésta sí que es una buena teoría.
—Explíquesela a la policía —comentó el comandante Burnaby.
—Se me ocurre que eso podría hacerlo usted —replicó Gardfield—. Creo que usted es amigo de Narracott, ¿verdad? Y por cierto, no parece que haya vuelto a meter sus narices en Sittaford, ¿verdad?
—No que yo sepa.
—¿No le ha visitado hoy a usted?
La brevedad de las respuestas del comandante pareció molestar por fin a Ronnie.
—Bueno —dijo con cierta vaguedad—, ¡qué le vamos a hacer! —y se sumergió en un pensativo silencio.
Al llegar a Exhampton, el automóvil los dejó delante de Las Tres Coronas. Ronnie descendió y, después de concertar con el comandante que volverían a encontrarse en aquel mismo sitio a las cuatro y media para el viaje de regreso, partió en dirección a las mejores tiendas que el pueblo ofrecía a los compradores.
El comandante fue primero a visitar al señor Kirkwood. Tras una breve conversación con él, recogió las llaves y salió en dirección a Hazelmoor.
Le había dicho a Evans que le esperase allí a las doce en punto y, al llegar, encontró al fiel criado aguardándole en el umbral de la puerta. Con el rostro un tanto ceñudo, el comandante Burnaby introdujo la llave en la cerradura de la puerta principal y entró en la deshabitada casa, con Evans pisándole los talones. No había entrado en ella desde la noche de la tragedia y, a pesar de su férrea determinación de no demostrar el menor rasgo de debilidad, sintió un ligero escalofrío al atravesar el salón.
Evans y el comandante trabajaron juntos, en amistoso silencio. Cuando alguno de ellos hacía cualquier breve observación, el otro la comprendía en seguida y la atendía sin replicar.
—Este trabajo no es muy agradable, pero no hay más remedio que hacerlo —comentó el comandante Burnaby.
Evans, clasificando calcetines en ordenados montoncitos y contando pijamas, replicó:
—Parece una cosa poco natural, pero, como usted dice muy bien, señor, no tenemos más remedio que hacerlo.
Evans era diestro y eficiente en su trabajo. Todos los objetos fueron debidamente clasificados y dispuestos en ordenados montones. A la una de la tarde se trasladaron a Las Tres Coronas para tomar allí un frugal almuerzo. Regresaron después a la casa y, cuando iba a reanudar su trabajo, el comandante agarró de repente a Evans por el brazo en el momento en que este último cerraba la puerta principal tras de él.
—Chiss… —murmuró, haciéndole una señal para que guardase absoluto silencio—. ¿Oye esos pasos en el piso de arriba? Parece que… sí, es en el dormitorio de Joe.
—¡Dios mío, señor! Así es.
Una especie de terror supersticioso les invadió a ambos durante un instante, pero después, sacudiendo el miedo que le paralizaba y con airado encogimiento de hombros, el comandante se adelantó hacia el pie de la escalera y allí gritó con voz estentórea:
—¿Quién anda ahí? ¡Salga inmediatamente quienquiera que sea!
Ante su intensa sorpresa y disgusto, aunque, preciso es confesarlo, con cierto alivio, Ronnie Gardfield apareció ante ellos en el descansillo superior de la escalera. El joven tenía aspecto de estar muy azorado y su actitud era sumisa.
—¡Hola! —le dijo al comandante—. Le estaba buscando.
—¿Qué quiere decir con eso de «buscándome»?
—Pues que necesitaba avisarle de que no podré reunirme con usted a las cuatro y media. Tengo que irme a Exeter. De modo que no me espere. Alquilaré un automóvil aquí, en Exhampton.
—¿Cómo ha entrado en esta casa? —le preguntó Burnaby.
—La puerta estaba abierta —explicó Ronnie—. Naturalmente, yo pensé que ustedes estaban dentro.
El comandante se volvió hacia Evans severamente:
—¿No la cerró cuando salimos?
—No, señor, yo no tenía la llave.
—¡Qué estúpido soy! —murmuró el viejo soldado.
—Supongo que no se molestará por ello, ¿verdad? —dijo Ronnie—. Como no vi a nadie en la planta baja, subí al piso superior y eché un vistazo por ahí.
—Desde luego, no tiene importancia —replicó el comandante—. Me sorprendió, eso es todo.
—Bien —dijo el joven alegremente—, entonces ya puedo marcharme ahora. Hasta la vista.
El comandante contestó con un gruñido, mientras Ronnie bajaba la escalera.
—Me gustaría —dijo infantilmente al llegar abajo—, si no tiene inconveniente, que me enseñase el… el sitio donde… bueno, donde ocurrió la desgracia.
El comandante, sin moverse, señaló con el pulgar en dirección al salón.
—¡Oh! ¿Podría asomarme a esa habitación?
—Si tanto le interesa… —refunfuñó el comandante.
Ronnie abrió la puerta del salón y, tras una ausencia de algunos minutos, regresó al vestíbulo.
El comandante, entretanto, había subido la escalera. El criado tenía todo el aire de un bulldog al acecho, con los profundos ojillos clavados en Ronnie con una mirada hasta cierto punto maliciosa.
—Estaba pensando —dijo el joven Gardfield— en lo difícil que es limpiar las manchas de sangre. Por más que uno las lave, siempre reaparecen. Oh, por supuesto que el pobre viejo fue golpeado con un saco de arena, ¿no es cierto? ¡Qué tonto soy! Era uno como éste, ¿verdad?
Y se dirigió a recoger un largo y estrecho burlete que estaba tendido en el suelo, junto a una de las puertas. Lo sopesó con aire calculador y lo blandió después en el aire.
—Bonito juguete, ¿verdad? —Y continuó dando mandobles con él en el aire.
Evans lo observaba en silencio.
—Bien —dijo Ronnie, dándose cuenta de que aquel mutismo significaba lo poco que se apreciaban sus habilidades—. Lo mejor será que me marche ya. Me temo que he sido un poco impertinente, ¿eh? —Dirigió la mirada al piso superior—. Me olvidé de que el comandante y el muerto eran tan buenos amigos. Dos tipos muy parecidos, ¿verdad que sí? Bueno, ahora sí que me voy. Dispénseme si he dicho algo que no debiera decir.
Atravesó el vestíbulo y salió a la calle por la puerta principal. Evans permaneció impasible en el vestíbulo, y sólo cuando oyó que el pestillo de la puerta se cerraba tras Mr. Gardfield, se decidió a subir la escalera y reunirse con el comandante Burnaby. Sin el menor comentario, reanudó su trabajo donde antes lo había dejado, se encaminó directamente al otro lado del dormitorio y se arrodilló frente al armario del calzado.
A las tres y media de la tarde, su tarea estaba terminada. Un baúl lleno de trajes y ropa interior le fue adjudicado a Evans, mientras el otro quedó preparado para ser enviado a un orfelinato de marineros. Los papeles y las facturas fueron empaquetados en una gran caja y Evans recibió instrucciones de que se ocupase de almacenar en un guardamuebles los diferentes trofeos deportivos y cabezas disecadas, pues de momento no había sitio para ellos en el chalé del comandante Burnaby. Como Hazelmoor había sido alquilado con muebles, no hubo ningún otro problema.
Cuando todo este trabajo quedó listo, Evans se aclaró nerviosamente la garganta un par de veces y dijo:
—Le pido mil perdones, señor, pero… necesito trabajo como criado de otro caballero, igual que con el capitán.
—Bueno, bueno… puede citarme como referencia a quien quiera, y puede estar seguro de que lo recomendaré bien.
—Dispénseme, señor, no era eso exactamente lo que quería decirle. Rebeca y yo, señor, hemos hablado mucho de este asunto, y habíamos pensado que… usted, señor, tal vez querría hacer una prueba con nosotros.
—¡Oh! Pero… bueno, el caso es que yo me basto para cuidarme solo, como sabe. Esa vieja… nunca me acuerdo de cómo se llama… viene a limpiarla una vez al día y me cocina algunas cosillas. Eso es todo… bueno, más o menos, a lo que puedo llegar.
—No nos importa mucho el dinero, señor —replicó Evans rápidamente—. Como sabe, señor, yo quería mucho al capitán; y… bueno, si yo pudiese seguir ahora al cuidado de usted, señor, igual que le servía a él… bueno, me parecería que nada había cambiado, no se si me entiende, señor.
El comandante se aclaró la garganta y desvió la mirada hacia un rincón.
—Eso le honra mucho, Evans, le doy mi palabra. Yo… lo pensaré.
Y para escapar con celeridad de aquella escena, salió tan aprisa de la casa que por poco se cayó en la calle al bajar los escalones de la entrada. Evans se quedó mirándolo con una comprensiva sonrisa.
—Se parece al pobre capitán como una gota de agua a otra —murmuró.
Y después, una expresión perpleja se reflejó en su rostro.
—¿Dónde las habrán metido? —murmuró—. Es un poco extraña esta desaparición. Le preguntaré a Rebeca, a ver que piensa ella.