Capítulo XXI
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Conversaciones

Abandonado a su propia iniciativa, Charles Enderby no cejó en sus esfuerzos. Para familiarizarse por sí mismo con la clase de vida que se hacía en Sittaford, no tenía más que poner en marcha a Mrs. Curtis del mismo modo que se abre un grifo de agua corriente.

Escuchando, no sin un ligero aturdimiento, aquel chorro de anécdotas, reminiscencias, rumores, suposiciones y detalles minuciosos, se esforzaba con valentía en separar el grano de la paja. Mencionó otro nombre e inmediatamente otro chorro de agua brotó en aquella dirección. Así se enteró de todo lo referente al capitán Wyatt: su temperamento tropical, su típica rudeza, sus disputas con los vecinos y la asombrosa gracia con que en algunas ocasiones trataba a las muchachas bonitas. La vida que llevaba su criado indio, las extrañas horas en que tomaba sus comidas y la dieta exacta que las componían. Oyó describir la biblioteca de Mr. Rycroft, los tónicos que se aplicaba al cabello, su exigente insistencia en cuestiones de limpieza y puntualidad, la extraordinaria curiosidad sobre lo que pudiesen hacer los demás, su reciente venta de unos pocos y antiguos objetos personales a los que tenia en gran aprecio, su inexplicable afición a los pájaros y la obstinada idea de que Mrs. Willett quería conquistarlo. Tampoco quedó detalle que contar acerca de miss Percehouse, de su incansable lengua, del modo como hacía bailar a su sobrino y de los rumores que corrían acerca de la vida alegre que éste llevaba en Londres. Enderby volvió a escuchar la descripción completa de la amistad del comandante Burnaby con el capitán Trevelyan, sus añoranzas del pasado y su gran afición por el ajedrez. Oyó todo lo que se sabía acerca de las Willett, incluyendo la creencia de que miss Violet se había fijado en Ronnie Gardfield, pero que no sentía el menor cariño por él. Conoció el rumor de que dicha joven hacía misteriosas excursiones por el páramo y que había sido vista paseando por allí con un joven. Indudablemente, era ésta la razón, a juicio de Mrs. Curtis, de que aquellas mujeres hubiesen venido a vivir a tan desolado rincón. La madre se había tomado en serio lo de que a su hija le gustaba mucho aquello. Pero ya se sabía lo que pasaba: las muchachas son mucho más ladinas de lo que pueden pensar sus madres. En cuanto a Mr. Duke, resultaba curioso lo poco que se sabía de él. Estaba allí desde hacía poco tiempo y sus actividades parecían dedicadas tan sólo a la horticultura.

Eran las tres y media y, con la cabeza hecha un bombo a causa de la conversación con Mrs. Curtis, el joven Enderby salió para dar un paseo. Tenía la intención de cultivar la amistad con el sobrino de miss Percehouse. Un prudente reconocimiento alrededor del chalé de la anciana señorita, no dio resultado alguno. Pero, por una racha de buena suerte, topó de bruces con el joven a quien buscaba, quien en aquel preciso instante salía desconsolado por la puerta de la mansión de Sittaford. A juzgar por su aspecto, acababan de enviarle a paseo con una seria amonestación.

—Hola —le dijo Charles—, ¿no es ésta la propiedad del capitán Trevelyan?

—Sí que lo es —contesto Ronnie.

—Tenía la esperanza de poder sacar una fotografía de ella esta misma mañana. Es para mi periódico, como se puede figurar —añadió—. Pero este tiempo es desesperante para un fotógrafo.

Ronnie aceptó esa explicación con la mejor buena fe sin pensar que, si la fotografía fuese sólo posible en días de sol brillante, las ilustraciones que aparecen en los periódicos serían muy escasas.

—Debe de ser un trabajo muy interesante el de ustedes —comentó el joven Gardfield.

—Es una vida de perros —replicó Charles, fiel al clásico sistema de no entusiasmarse nunca con el trabajo que a uno le ha tocado en suerte. Después, miró por encima del hombro, hacia la mansión de Sittaford—. Parece una casa un poco sombría.

—Pues no parece la misma desde que las Willett viven en ella —dijo Ronnie—. Estuve en este pueblo el año pasado, aproximadamente por esta época, y puedo asegurarle que con dificultad reconocería usted la casa si la hubiera visto entonces; sin embargo, no sé qué pueden haberle hecho. Tal vez han cambiado los muebles de sitio, supongo yo, o le han puesto almohadones y cosas bonitas por todas partes. Ha sido como una bendición del cielo para mí que se hayan instalado aquí, se lo aseguro.

—Supongo que este rincón de la tierra no puede ser un lugar muy alegre que digamos —comentó Charles.

—¿Alegre, dice usted? Si yo tuviese que vivir aquí dos semanas seguidas, me moriría de asco. Lo que más me llama la atención es cómo se las arregla mi tía para aguantar esta vida como lo hace. Usted no ha visto todavía a sus gatos, ¿verdad? Esta mañana tuve que peinar a uno de ellos, y fíjese cómo me arañó el muy bruto —Se arremangó un brazo y se lo mostró al periodista.

—Tiene usted mala suerte con ellos —dijo este último.

—Seguramente es eso. Dígame, ¿está haciendo alguna investigación por aquí? Si es así, ¿puedo ayudarle? En el caso de que usted sea Sherlock Holmes, yo podría ser su doctor Watson o algo por el estilo.

—¿Puede haber alguna pista en la mansión de Sittaford? —preguntó Charles sin darle importancia—. Quiero decir que el capitán Trevelyan dejaría dentro alguna de sus cosas.

—No lo creo. Mi tía me contó que antes de dejar la casa, sacó y trasladó a Exhampton todos sus cachivaches. Se llevó consigo sus colmillos de elefante, sus dientes de hipopótamo y todos sus rifles y sabe Dios qué.

—Como si hubiera previsto que no iba a volver —comentó Enderby.

—¡Caramba, ésa es una idea! Dígame, ¿cree que se trata de un suicidio?

—Un hombre capaz de golpearse a sí mismo en la nuca con un saco de arena sería un verdadero artista del suicidio —indicó Charles.

—Es verdad, ya pensé que eso no encajaba. Sin embargo, se diría que hubiera tenido un presentimiento —el rostro de Ronnie reflejó su satisfacción general—. Veamos, ¿qué me dice a esto? Suponga que él tuviera enemigos tras él, se entera de que estaban a punto de descubrirlo y entonces se larga a otro sitio y traspasa su covachuela, sea como fuere, a las Willett.

—¡Ya salieron las Willett! Esas mujeres son algo así como un milagro por ellas mismas —dijo el joven periodista.

—Sí, ahí hay algo que no logro descifrar. Es muy raro ese capricho de venirse a vivir a un país como éste. A Violet parece que no le importa, incluso dice que le gusta mucho. No sé qué demonios le pasa hoy a esta muchacha; supongo que será el problema doméstico. No me entra en la cabeza eso de que las amas de casa se molesten tanto por las sirvientas. Si las criadas se ponen insoportables, pues se las despide y asunto concluido.

—Eso es precisamente lo que han hecho, ¿verdad? —preguntó Charles.

—Sí, lo sé; pero el caso es que están la mar de preocupadas y ansiosas por tan nimio motivo. La madre se ha acostado y no deja de lanzar exclamaciones histéricas o algo por el estilo, mientras la hija se arrastra por la casa como una tortuga. Ahora mismo acaba de ponerme lindamente en la puerta.

—¿Sabe si han recibido la visita de la policía?

Ronnie se quedó mirándolo.

—¿La policía? ¿Por qué tenían que venir?

—Bueno, me habré equivocado. Como he visto por aquí esta misma mañana al inspector Narracott.

Ronnie dejó caer su bastón con gran estrépito y se detuvo a recogerlo.

—¿Quién dice que estaba en Sittaford esta mañana? ¿El inspector Narracott?

—Sí.

—¿Es el… es el hombre que se encarga del caso Trevelyan?

—Exactamente.

—¿Y qué hacía en Sittaford? ¿Dónde lo vio usted?

—Supongo que habrá venido a meter sus narices en todo —contestó Enderby—, a conocer la vida que hacía aquí el capitán Trevelyan por ejemplo.

—¿Cree que eso es todo?

—Me imagino que sí.

—¿No pensaría ese hombre que en Sittaford puede haber alguna persona que está implicada en el caso?

—Eso sería muy improbable, ¿no le parece?

—¡Oh, claro! Pero ya sabe como son los de la policía, siempre andan dando palos de ciego. Por lo menos, eso pasa en las novelas de detectives.

—Pues yo creo que, en realidad, son gente inteligente —replicó Charles—. Desde luego que la prensa hace mucho por ayudarles —añadió—. Pero si usted se entretuviera en leer con todo cuidado el desarrollo de un caso, se asombraría del modo como capturan a criminales sin apenas pruebas que los señale.

—Bueno, debe de ser muy interesante saber esas cosas, ¿no es así? Lo cierto es que han tardado muy poco en detener a ese hombre, a Pearson. Parece un asunto bastante claro.

—Claro como el cristal —digo el periodista—. Ha sido una verdadera suerte que no nos haya tocado la china a usted o a mí, ¿eh? Bien, tengo que enviar algunos telegramas. Parece que en este pueblo no están muy acostumbrados a los telegramas. Si usted se gasta más de media corona en un telegrama, lo miran como si se tratase de un loco que se ha escapado del manicomio.

El joven Enderby expidió dos telegramas, compró un paquete de cigarrillos, unos bombones de dudosa apariencia y dos novelitas de cubiertas muy ajadas. Después volvió a su alojamiento, se tumbó en la cama y al poco rato dormía apaciblemente, ignorando que él y sus asuntos, en particular lo que se refería a miss Emily Trefusis, se discutían con acaloramiento en no pocas de las casas que le rodeaban.

Se puede afirmar que en Sittaford sólo había tres temas de conversación: el asesinato, la fuga del presidiario y miss Emily Trefusis y su primo. En efecto, cuatro diferentes conversaciones se sostenían en ese momento y su tema principal era la joven.

La primera de estas conversaciones se mantenía en la mansión de Sittaford, donde Violet Willett y su madre acababan de lavar ellas mismas el servicio del té a causa de la partida de la servidumbre.

—Fue Mrs. Curtis quien me lo contó —decía Violet.

La joven estaba aún pálida y descolorida.

—La charlatanería de esa mujer es casi peor que la peste —replicó su madre.

—Sí, tienes razón. Pues parece ser que la muchacha se hospeda actualmente allí con un primo o pariente suyo. Ella misma mencionó esta mañana que estaba en casa de Mrs. Curtis, pero yo pensé que eso era debido tan sólo a que miss Percehouse no tenía una habitación disponible. Y ahora resulta que esa joven no había visto nunca a esa mujer hasta hoy.

—Es una mujer que me desagrada mucho —dijo Mrs. Willett.

—¿Mrs. Curtis?

—No, no, miss Percehouse. Esa clase de mujeres son siempre peligrosas. Sólo sirven para chismorrear acerca de lo que hacen los demás. ¡Enviarnos aquí a esa chica para pedirnos la receta del pastel de café! Me hubiese gustado haberle puesto un poco de veneno. ¡Así se hubiese acabado de una vez su manía de entrometerse en todo!

—Supongo que debía de haberme dado cuenta… —empezó a decir Violet, pero su madre la interrumpió.

—¿Cómo podías adivinarlo, querida? Y al fin y al cabo, ¿nos ha hecho algún daño?

—¿A qué crees tú que ha venido aquí?

—Supongo que no tenía un propósito definido. Sólo trataba de espiar el terreno. ¿Está segura Mrs. Curtis de que es la prometida de Jim Pearson?

—Tengo entendido que la joven se lo dijo también a Mr. Rycroft. Mrs. Curtis asegura que ella lo sospechó desde el primer momento.

—Bueno entonces el asunto parece bastante lógico. La muchacha no hace más que buscar a ciegas algo que ayude a salvar a su novio.

—Tú no la has visto, mamá —replicó Violet—. Es muy decidida, no va tan a ciegas como tú supones.

—Me gustaría haberla visto —dijo Mrs. Willett—, pero mis nervios estaban destrozados esta mañana. Debe de ser la reacción, supongo yo, a la entrevista que tuve ayer con el inspector de policía.

—Estuviste maravillosa, mamá. Lástima que yo me haya portado de un modo tan tonto, desmayándome de aquella manera… ¡Oh, estoy avergonzada de mí misma por haber dado aquel espectáculo! ¡Y ahí estabas tú, con perfecta calma y tan tranquila, sin pestañear siquiera!

—He tenido un buen aprendizaje —contestó Mrs. Willett con voz seca y dura—. Si tú hubieses pasado por lo que he pasado yo… Pero hablemos de otra cosa, querida, porque espero que nunca tendrás que sufrir tanto, mi niña. Confío en que serás feliz y que ante ti se abrirá una vida de paz y tranquilidad.

Violet meneó la cabeza dubitativa.

—Tengo miedo, tengo mucho miedo…

—¡No digas tonterías! En cuanto a eso de que dieras un espectáculo al desmayarte ayer, nada de eso. No te preocupes más.

—Pero el inspector puede muy bien creer…

—¿Que fue por mencionar a Jim Pearson por lo que te desmayaste? Sí, es muy posible que lo piense. El inspector Narracott no tiene un pelo de tonto. Bien, ¿y qué importa? Sospechará que existe alguna relación, la buscará… y no la encontrará.

—¿Tú crees que no?

—¡Naturalmente que no! ¿Cómo podría encontrarla…? Créeme, querida Violet, eso está más claro que el agua y, hasta cierto punto, acaso tu desmayo haya sido una ocurrencia afortunada. Pensémoslo así de cualquier modo.

La conversación número dos se sostenía en el chalé del comandante Burnaby. Más que conversación era un monólogo, pues todo el peso de ella lo llevaba Mrs. Curtis, quien hacía más de media hora que se estaba despidiendo para marcharse, después de haber recogido la ropa sucia que había en la casa.

—Es igual que mi tía abuela Sarah Belinda, eso es lo que yo le decía a Curtis esta mañana —explicaba la parlanchina mujer con aire triunfal—. Lista como ella sola… y capaz de hacer bailar a todos los hombres a su alrededor.

El comandante Burnaby dejó oír un sordo gruñido.

—Está prometida a un joven y se entretiene con otro —dijo Mrs. Curtis—. Igual que mi tía abuela Sarah Belinda. Y no lo hace por pasar el rato, ni mucho menos. No se trata de una veleidad suya, no. Ya le he dicho que es más lista que el demonio. Y ahora el joven Mr. Garfield… a ése lo atará corto antes de que usted pueda decir esta boca es mía. Nunca he visto a ningún joven tan parecido a un borrego como el pobre Ronnie esta mañana; y ésa es una señal que no falla.

Se interrumpió un momento para respirar.

—Bien, bien —cortó el comandante Burnaby—, no quiero entretenerla más, Mrs. Curtis.

—Mi marido estará esperando su té y no tengo más remedio que marcharme —replicó Mrs. Curtis sin mover un pie hacia la puerta—. Nunca me ha gustado chismorrear. Cada cual a su trabajo, eso es lo que yo digo siempre. Y ya que hablamos de trabajo, ¿qué le parecería, señor, si le hiciese una limpieza general de la casa?

—¡No! —exclamó el comandante Burnaby casi gritando.

—Hace un mes que hicimos la última.

—Pues no. A mí me gusta saber dónde tengo cada cosa y, después de esas limpiezas suyas, no queda nada en su sitio.

Mrs. Curtis lanzó un profundo suspiro. Era una de esas mujeres que se mueren por fregarlo todo y hacer limpieza general.

—Al que le convendría un buen repaso de su casa antes de que llegase la primavera es al capitán Wyatt —observó la buena mujer—. Ese sucio indio que vive con él… ¿qué sabe de limpieza? Me gustaría ver qué me contestaba a esto. Es un mulato asqueroso.

—Pues no hay nada mejor que un criado indio —replico el comandante Burnaby—. Saben muy bien lo que tienen que hacer y nunca hablan.

Si en las ultimas palabras del viejo soldado se encerraba alguna pulla intencionada, a Mrs. Curtis no le alcanzó. Su pensamiento estaba enfrascado en un nuevo tema de conversación.

—Esa chica recibió dos telegramas. ¡Nada menos que dos telegramas le llegaron en media hora! ¡Casi me dio un ataque! Pues ella los leyó tan fría como la nieve. Y después me dijo que se marchaba a Exeter y que no regresaría hasta mañana.

—¿Se llevó con ella a ese muchacho? —pregunto el comandante con un destello de esperanza.

—No, él anda todavía por aquí. Es un caballero de conversación francamente agradable. Los dos hacen una buena pareja.

Un nuevo gruñido se escapó de la garganta del comandante Burnaby.

—Bueno —dijo Mrs. Curtis—, me tendré que marchar ya.

El comandante contuvo hasta la respiración por temor a distraerla de sus buenas intenciones, pero por esta vez Mrs. Curtis estaba dispuesta a seguir sus palabras. La puerta se cerró tras ella.

Con un suspiro de satisfacción, el comandante se sacó una pipa del bolsillo y empezó a estudiar un prospecto de inversiones en cierta mina que estaba redactado en términos tan brillantemente optimistas que hubiesen despertado justificadas sospechas en cualquier cerebro que no fuese el de una viuda o el de un militar retirado.

—Doce por ciento —murmuró el comandante Burnaby—. Eso suena muy bien.

En la puerta del chalé contiguo, el capitán Wyatt le leía la cartilla a Mr. Rycroft.

—Los tipos como usted —le decía— no saben nada del mundo. Usted no ha vivido nunca, usted no sabe lo que es pasar apuros.

Mr. Rycroft no contestaba nada. Era tan difícil no soltarle cuatro verdades al capitán Wyatt, que resultaba más seguro no abrir la boca.

El capitán se apoyaba sobre uno de los brazos de su silla de inválido.

—¿Dónde se ha metido esa perra? —exclamó, añadiendo luego—: ¡Qué muchacha más encantadora!

La asociación de ideas en su cerebro era más natural de lo que aparentaban sus palabras, pero no lo comprendió así Mr. Rycroft, que se le quedó mirando escandalizado.

—¿Qué hace aquí esa muchacha? Eso es algo que me gustaría saber —añadió el capitán Wyatt—. ¡Abdul!

Sahib[3] —contestó el indio presentándose.

—¿Dónde está Bully? ¿Ya se ha escapado otra vez esta maldita perra?

—Estar en cocina, sahib.

—Bueno, pues no le des de comer —Dejándose caer de espaldas en su silla de inválido, continuó con su segundo tema—. ¿Qué busca esa chica aquí? ¿Con quién ha de hablar en un lugar como éste? Aquí no hay más que carcamales que aburrirían a cualquier muchacha. Esta mañana charlé un rato con ella. Me figuro que se habrá sorprendido al encontrar a un hombre como yo en semejante pueblucho —Se retorció el bigote.

—Es la novia de Jim Pearson —replicó Mr. Rycroft—. Ya sabe, ese hombre que está detenido por el asesinato de Trevelyan.

Wyatt dejó caer al suelo un vaso de whisky que en aquel momento se llevaba a los labios, el cual se hizo añicos con gran estrépito. Inmediatamente, con un rugido, llamó al fiel Abdul y le colmó de maldiciones e insultos por no haber colocado una mesita a la distancia apropiada de su silla. Después, continuó la conversación.

—De modo que es eso. Me parece demasiado buena para un estúpido como ése. Una muchacha así necesita a un hombre de verdad.

—El joven Pearson tiene muy buena planta —objetó Mr. Rycroft.

—¡Buena planta, buena planta…! Una chica como ella no necesita casarse con un maniquí. ¿Qué sabe de la vida ese joven que se pasa el día trabajando en una oficina? ¿Qué experiencia pueden tener de la realidad?

—Tal vez la experiencia de haber sido acusado de asesinato sea suficiente realidad para que le dure algún tiempo —replicó Mr. Rycroft en tono áspero.

—La policía está segura de que fue él, ¿verdad?

—Bastante seguros deben estar o no lo hubieran detenido.

—¡Valientes bergantes están hechos! —exclamó el capitán Wyatt desdeñosamente.

—No tanto —dijo Mr. Rycroft—. El inspector Narracott, con quien hablé esta mañana, me parece un hombre hábil y activo.

—¿Dónde ha visto a ese hombre esta mañana?

—Me visitó en mi casa.

—No sé por qué no me visitó a mí —comentó el capitán Wyatt con tono insultante.

—¡Caramba! Usted no era amigo íntimo de Trevelyan ni nada por el estilo.

—Ignoro qué quiere decir. Trevelyan era un perfecto avaro y así se lo dije en su propia cara. Así ya no pudo venir por mi casa a dárselas de amo. Yo no le hacía reverencias como el resto de las personas que viven aquí. Siempre se estaba metiendo en casa de todos, dejándose caer por casualidad, demasiada casualidad. Si a mí se me antoja no ver a nadie durante una semana o un mes o un año, eso es cosa mía.

—Pues ahora se ha pasado usted una semana sin ver a nadie, ¿verdad? —le preguntó con sorna Mr. Rycroft.

—Claro. ¿Y por qué no? —Y el airado inválido descargó un puñetazo en la mesa que tenía cerca de su sillón de ruedas. Mr. Rycroft se dio cuenta de que, como de costumbre, había tenido el poco tacto de escoger lo peor que podía decir. El capitán, cada vez más enfadado, seguía gritando—: ¿Y por qué demonios no había de hacerlo? ¡Contésteme a eso!

Mr. Rycroft guardó prudente silencio. La cólera del inválido se fue calmando.

—De todos modos —gruñó—, si la policía quiere saber algo acerca de Trevelyan, yo soy el hombre a quien han de consultar. He dado muchas vueltas alrededor del mundo y he aprendido a juzgar. Puedo medir bien a un hombre por lo que vale. ¿De qué les sirve preguntar a una caterva de carcamales y viejas charlatanas? Lo que necesitan es la opinión de un hombre.

Volvió a dar un fuerte puñetazo en la mesa.

—Bien —indicó Rycroft—, supongo que ellos se figuran que ya saben lo que les interesa.

—Le habrán preguntado por mí, ¿no? —dijo el capitán Wyatt—. Sería natural.

—Este… bueno… pues el caso es que no me acuerdo bien —contestó Mr. Rycroft con cautela.

—¿Y por qué no se acuerda? Todavía no está en edad de chochear.

—Verá, el caso es que yo me sentía… bueno… un poco azorado —replicó Rycroft con su más amable voz.

—¿Azorado? ¿Le da miedo la policía? Pues a mí no me asusta. Déjelos que vengan aquí y verá usted. Es lo que siempre digo: yo les enseñaré lo que les conviene. ¿Sabe que la otra noche le pegué un tiro a un gato desde una distancia de cien yardas?

—¿De veras? —exclamó Rycroft.

La costumbre que tenía el capitán de disparar su revólver sobre gatos reales o imaginarios iba siendo ya algo inaguantable para sus vecinos.

—Bien, estoy cansado —dijo de repente el capitán Wyatt—. ¿Quiere otro vaso antes de irse?

Interpretando debidamente tan franca insinuación, Mr. Rycroft se levantó. Su amigo insistió en que tomase otro vaso con él.

—Valdría usted dos veces más de lo que vale si bebiese un poco más. Un hombre que no disfruta bebiendo no es todo un hombre.

Pero Mr. Rycroft continuó rechazando la oferta. Ya se había tomado un gran vaso de whisky con soda y más fuerte que de costumbre.

—¿Qué clase de té toma usted? —preguntó Wyatt—. No entiendo nada de marcas de té. Le dije a Abdul que me comprase un paquete. Pensé que a esa muchacha le gustaría venir por aquí cualquier día a tomar el té conmigo ¡Malditas chicas guapas! Hay que hacer cualquier cosa por ellas. Y ésta se debe aburrir mortalmente en un pueblucho donde no puede hablar con nadie.

—Hay un joven que viene con ella —dijo Rycroft.

—Los jóvenes de ahora me ponen enfermo —replicó el capitán Wyatt—. ¿Quiere decirme qué hay de bueno en ellos?

Como presentaba ciertas dificultades contestar a esta pregunta a gusto de quien la hacía, Mr. Rycroft renunció a intentarlo siquiera y se despidió. La perra bull terrier le acompañó hasta la cerca, con gran alarma suya.

En el chalé número 4, miss Percehouse hablaba con su sobrino Ronald.

—Si a ti te gusta rondar a una chica que no te hace caso, allá tú, ese es tu problema, Ronnie —decía la anciana—. Me gustaría más que le hicieses la corte a la hija de Willett. Ahí puede haber una oportunidad para ti, aunque me parece bastante difícil.

—¡Oh, te diré, tía…! —protestó el joven.

—La otra cosa que quería decirte es que si viene algún oficial de la policía por Sittaford, quiero que me informes en seguida de su llegada. ¡Quién sabe si no seré capaz de darle informaciones valiosas!

—Perdóname, tía, pero no me enteré de su venida hasta que ya se había marchado.

—Lo cual es muy propio de ti, Ronnie, absolutamente típico.

—Lo siento mucho, tía Caroline.

—Y cuando estés pintando los muebles del jardín, no hay necesidad de que te pintes la cara. No te la mejoras por eso y gastas pintura en balde.

—Lo lamento, tía Caroline.

—Y ahora —dijo miss Percehouse cerrando los ojos— no discutas conmigo. Estoy muy cansada.

Ronnie arrastró los pies por el suelo, demostrando cierta inquietud.

—Bien, ¿qué hay? —le preguntó su tía ásperamente.

—¡Oh, nada! Sólo que…

—¿Qué?

—Bueno, es que estaba pensando si le molestaría que bajase a Exeter mañana.

—¿Para que?

—Pues… porque necesito ver allí a un compañero mío.

—¿Qué clase de compañero?

—¡Oh, un compañero de estudios!

—Cuando un joven desea decir una mentira, debe hacerlo mejor —replicó la anciana.

—¡Caramba, tía! Ya le he dicho… pero…

—Nada de excusas.

—Entonces, ¿le parece bien que vaya? ¿Puedo ir?

—No sé a qué viene eso de preguntarme «¿Puedo ir?», como si fueses un niño. Ya has cumplido los veinticinco.

—Sí, tía, pero lo que quería decirle es que no quiero que…

Miss Percehouse volvió a cerrar los ojos.

—Hace un momento que te he pedido bien claramente que no discutieses más conmigo. Estoy fatigada y deseo descansar. Si el «compañero» que te espera en Exeter lleva faldas y se llama Emily Trefusis, peor para ti. Eso es todo lo que tengo que decirte.

—Escucha, tía…

—Estoy cansada, Ronald, basta ya.