A las dos y media, el doctor Warren recibió la visita de Emily. Al doctor le gustó inmediatamente aquella atractiva y eficiente muchacha. Sus preguntas eran concretas y terminantes.
—Sí, miss Trefusis, comprendo exactamente lo que quiere decir. Ya comprenderá que, en contra de la creencia popular en muchas novelas, resulta extraordinariamente difícil fijar con exactitud la hora de la muerte de una persona. Yo vi el cadáver a las ocho de la noche, y puedo afirmar rotundamente que el capitán Trevelyan había sido asesinado, por lo menos, dos horas antes. Pero sería muy difícil precisar cuánto pasaba de las dos horas. Si me dijese que le habían matado a las cuatro, yo le replicaría que sería posible, aunque mi opinión particular se incline más bien a fijar una hora posterior. Por otra parte, lo más seguro es que no hubieran transcurrido mucho más de dos horas desde el momento de su muerte. Cuatro horas y media me parece que es el tiempo máximo que se puede fijar.
—Muchas gracias, señor —dijo la joven—. Eso es todo lo que quería saber.
Tomó el tren de las tres y diez en la estación de Exhampton y, al llegar a Exeter, se encaminó directamente al hotel en el que se alojaba Mr. Dacres.
La entrevista entre ambos fue muy fría y carente de emoción. Mr. Dacres conocía a Emily desde que era una niña y había llevado sus asuntos desde que se hizo mayor.
—Emily —dijo el abogado—, debe prepararse para un buen golpe: las cosas para Jim Pearson están mucho peor de lo que podíamos imaginar.
—¿Peor?
—Sí, no sirve de nada andarse por las ramas. Están saliendo a relucir ciertos hechos que contribuyen a presentarle de un modo de lo más desfavorable. Esos hechos son los que impulsan a la policía a achacarle el crimen. Yo no serviría como debo sus intereses si tratase de ocultarle estas cosas.
—Le agradeceré que me lo cuente —rogó Emily.
La voz de la joven era tranquila y calmada. Cualquiera que fuese la emoción interna que hubiera sentido, trataba de no mostrar externamente sus sentimientos. No serían los sentimentalismos los que ayudarían a Jim Pearson, sino el talento. Ella debía guardarse sus emociones personales en lo más recóndito del alma.
—No hay duda —replicó el abogado— de que ese joven se encontraba ante una urgentísima necesidad de dinero. No voy a entrar en el aspecto moral de su situación. Aparentemente, Pearson ya había tomado dinero prestado… para utilizar este eufemismo… de esta firma, digamos que sin conocimiento de sus superiores. El muchacho es demasiado aficionado a especular en la Bolsa y ya en una ocasión anterior, sabiendo que ciertos dividendos le serían abonados en su cuenta antes de que transcurriera una semana, los empleó anticipadamente, usando el dinero de la firma para adquirir ciertas acciones que, por noticias que tenía, estaban a punto de subir. La especulación resultó por completo satisfactoria en aquella ocasión, el dinero distraído fue repuesto y al joven Pearson parece que no dudó de la perfecta honradez de su operación.
»Por lo visto repitió esta operación hace justamente una semana, pero esta vez le ocurrió una cosa imprevista: los libros de la casa donde trabajaba son inspeccionados en ciertas fechas fijadas de antemano, pero, por alguna razón imprevista, una de las revisiones se anticipó y Jim se encontró frente a un desagradable dilema. No desconocía las consecuencias que se derivarían de su acción, y no veía la manera de conseguir la suma de dinero necesario para arreglar la situación de la caja. Admite que hizo varios intentos en diferentes lugares y que todos le fallaron. De modo que, como último recurso, se precipitó a viajar a Devonshire para exponerle el asunto a su tío y persuadirle de que le ayudase, cosa que el capitán Trevelyan rehusó hacer.
«Ahora, mi querida Emily, nos encontramos con que no podremos impedir de ningún modo que estos hechos se hagan públicos. La policía ha desenterrado ya el asunto. ¿Se da cuenta de que eso constituye un verdadero motivo para a cometer el crimen? En el momento en que el capitán Trevelyan estuviera muerto, Pearson podría obtener la cantidad necesaria para solucionar su problema, anticipada por Mr. Kirkwood, salvándose así de un desastre y de un posible proceso criminal.
—¡Oh, qué idiota! —exclamó Emily desalentada.
—Sí que lo es —replicó secamente Mr. Dacres—. Mi opinión es que nuestra única posibilidad consistiría en probar que Jim Pearson no sabía nada acerca de las disposiciones testamentarias de su tío.
Se produjo una larga pausa durante la cual la joven consideró sobre aquella idea. Finalmente, dijo con tranquilidad:
—Me temo que eso es imposible. Los tres hermanos estaban enterados del testamento, tanto Sylvia como Jim y Brian. Con frecuencia lo comentaban y bromeaban sobre el tío ricachón que vivía en Devonshire.
—Oh, vaya —comentó Mr. Dacres—, eso es muy desafortunado.
—Usted no creerá que es culpable, ¿verdad, Mr. Dacres? —preguntó Emily.
—Curiosamente no —contestó el abogado—. En algunos aspectos, Jim Pearson es el joven más transparente que he conocido. No posee, si me permite que se lo diga, Emily, un elevado nivel de honestidad profesional, pero no creo ni por un momento que con su mano golpeara a su tío.
—Bien, eso es una buena señal —dijo la muchacha—. Quisiera que la policía pensase lo mismo.
—Estamos de acuerdo, pero nuestras impresiones e ideas personales no sirven para nada práctico. La acusación en su contra es desgraciadamente importante. No tengo por qué ocultar, querida, que el aspecto del asunto es francamente malo. Le recomendaría a Lorimer como defensor; le llaman «el abogado de los desesperados» —añadió sonriente.
—Hay una cosa que me gustaría saber —dijo Emily—: usted debe de haber visto, como es natural, a Jim, ¿verdad?
—Por supuesto.
—Necesito que me diga honradamente si usted cree que él ha dicho la verdad en otros detalles —y la muchacha le explicó la idea que Enderby le había sugerido.
El abogado estudió, la cuestión con todo cuidado antes de dar su opinión.
—A mí me da la impresión —dijo Mr. Dacres— de que cuenta la verdad cuando describe la entrevista que tuvo con su tío. Sin embargo, no cabe la menor duda de que el crimen lo perturbó en gran manera, y si dio una vuelta hasta encontrar la ventana, entró por allí y encontró allí el cadáver de su tío… es muy posible que se asustara demasiado para confesar el hecho y hubiera urdido esta otra historia.
—Eso es lo que yo pensé —dijo Emily—. La próxima vez que lo vea, Mr. Dacres, ¿querrá usted presionarle para que le cuente la verdad? Podría representar una tremenda diferencia.
—Lo haré tal como desea. De todos modos —dijo el abogado tras una pausa— pienso que su idea es equivocada. La noticia de la muerte del capitán Trevelyan se extendió por Exhampton hacia las ocho y media de la noche. A esa hora ya había partido el último tren para Exeter, pero Jim Pearson salió en el primero que salía por la mañana. Por cierto, que era lo peor que podía haber hecho, pues así llamó la atención acerca de sus pasos, los cuales, de otro modo, no hubiesen sido advertidos de haberse marchado en un tren que partiera a una hora menos intempestiva. Ahora, si como supone, hubiese descubierto el cadáver de su tío poco después de las cuatro y media, yo creo que se hubiera marchado de Exhampton inmediatamente. Hay un tren que sale algunos minutos después de las seis y otro a las ocho menos cuarto.
—Ahí lo tiene —admitió la joven—. No había pensado en eso.
—Yo le he hecho mil preguntas acerca de cómo entró en casa de su tío —siguió diciendo Mr. Dacres—. Él me ha explicado que el capitán Trevelyan le hizo quitarse las botas y dejarlas junto a la puerta, lo cual explica que no se encontrasen señales húmedas en el vestíbulo.
—¿Y no le dijo nada de que hubiese oído algún ruido… nada de nada… algo que le demostrara que podía haber alguien más en la casa?
—No mencionó nada por el estilo, pero se lo preguntaré.
—Muchas gracias. Si yo le escribo una carta, ¿podría usted llevársela?
—Tenga en cuenta que será leída, como es natural.
—¡Oh, será muy discreta!
La muchacha se dirigió al escritorio y trazó unas breves líneas:
«Queridísimo Jim:
Todo va perfectamente, de modo que alégrate. Estoy trabajando como una negra para aclarar la verdad de lo ocurrido. Vaya idiota que estás hecho.
Te quiere,
Emily»
—Ya está —dijo la joven.
Mr. Dacres la leyó, pero no hizo ningún comentario.
—Me he esmerado todo lo posible —explicó Emily— para que las autoridades de la prisión puedan leerla con toda facilidad. Y ahora tengo que marcharme.
—¿Me permitirá que le ofrezca una taza de té?
—No, muchas gracias, Mr. Dacres. No puedo perder tiempo. Tengo que ir a ver a tía Jennifer, la tía de Jim.
En Los Laureles, informaron a la joven de que Mrs. Gardner había salido, pero que no tardaría en regresar.
Emily dedicó una afectuosa sonrisa a la doncella.
—Entonces entraré y la esperaré.
—¿Quiere ver a la enfermera Davis?
La decidida joven estaba siempre dispuesta a hablar con todo el mundo.
—Sí, por favor —contestó.
Pocos minutos después, la enfermera Davis, muy tiesa y llena de curiosidad, se presentó ante ella.
—¿Cómo está usted? —dijo la visitante—. Yo soy Emily Trefusis, casi sobrina de Mrs. Gardner. Es decir, voy a ser sobrina suya, pero mi novio, Jim Pearson, ha sido detenido, como ya debe saber.
—¡Oh, qué desagradable! —exclamó la enfermera Davis—. Ya nos hemos enterado de todo por los periódicos de esta mañana. ¡Qué terrible asunto! Parece que usted lo soporta de un modo admirable, miss Trefusis, realmente maravilloso.
En la voz de aquella mujer se notaba una ligera nota de desaprobación. En su opinión, las enfermeras de los hospitales podían aguantar bien cualquier adversidad gracias a su gran fortaleza de carácter, pero los demás mortales tenían que desmoralizarse.
—Bien, hay que saber superar los malos tiempos —dijo Emily—. Espero que no se sentirá molesta por ello… quiero decir, que debe de ser embarazoso estar relacionada con una familia en la que se ha cometido un asesinato.
—Es muy desagradable, naturalmente —replicó la enfermera Davis, mostrándose más afable ante aquella prueba de consideración—, pero los deberes que tengo con mi paciente están antes que cualquier cosa.
—Magnífico —comentó miss Trefusis—. Debe de ser una gran tranquilidad para tía Jennifer saber que tiene alguien en quien poder confiar.
—¡Oh, así es! —exclamó la enfermera que añadió con un susurro—: Es usted muy amable. Aunque como es natural, a mí me han ocurrido casos muy curiosos antes de éste. Por ejemplo, en el último caso que atendí…
Emily tuvo que escuchar pacientemente una larga y escandalosa historia en la que figuraban un complicado divorcio y numerosas discusiones acerca de una paternidad dudosa. Después de elogiar a la enfermera Davis por su buen tacto, discreción y savoir faire, miss Trefusis orientó la conversación hacia los Gardner.
—No conozco al marido de tía Jennifer —dijo—. Nunca lo he visto. Se ve que jamás sale de casa ¿no es así?
—¡No, pobre hombre!
—¿Qué le pasa exactamente?
La enfermera Davis emprendió la explicación del tema con una satisfacción profesional.
—Por lo que dice, en realidad, este hombre puede restablecerse en el momento menos pensado —murmuró Emily pensativa.
—Pero se encontraría muy débil —replicó la enfermera.
—Oh, por supuesto. Pero su caso tiene esperanzas, ¿verdad?
La enfermera meneó la cabeza, con un desaliento muy profesional.
—No creo que este caso tenga curación posible.
Emily había anotado en su pequeño cuaderno de notas la cronología de lo que ella llamaba la coartada de tía Jennifer. Luego murmuró intencionadamente:
—¡Qué extraño resulta pensar que tía Jennifer se estaba divirtiendo en el cine mientras asesinaban a su hermano!
—Es muy triste, ¿verdad? —comentó la enfermera Davis—. Naturalmente, ella no lo dice, pero eso debe de haber representado para ella un buen golpe.
Emily empleó su mejor diplomacia para enterarse de lo que quería saber sin hacer preguntas directas.
—¿Y no sintió ninguna sensación extraña o presentimiento de lo que ocurría? —le preguntó a la enfermera—. ¿No fue usted la que se la encontró en el vestíbulo cuando regresaba, y que no pudo por menos de decir que tenía un aspecto extraño en su semblante?
—¡Oh, no! No fui yo. No la vi hasta que nos sentamos juntas a la mesa para cenar y entonces no observé en ella nada extraño. ¡Qué interesante es eso que usted dice!
—Supongo que lo estoy mezclando con alguna otra cosa —dijo Emily.
—Tal vez se trate de una de sus amigas —indicó miss Davis—. Yo regresé a casa un poco tarde. Hasta cierto punto, es culpa mía haber abandonado a mi paciente durante tanto rato, pero él mismo insistió mucho para que saliese.
Mientras decía esto, lanzó una mirada hacia un reloj.
—¡Oh, querida! Ahora recuerdo que me pidió una botella de agua caliente cuando venía hacia aquí. No tengo más remedio que ocuparme de eso. ¿Me dispensa, miss Trefusis?
Emily la disculpó, se acercó a la chimenea y tocó el timbre.
La doncella acudió en seguida, mostrándose un tanto alarmada.
—¿Cómo se llama usted? —le preguntó Emily.
—Beatrice, señorita.
—Pues bien, Beatrice, me parece que no podré esperar hasta que llegue mi tía, mejor dicho, Mrs. Gardner. Quería preguntarle acerca de algunas tiendas en las que ella estuvo el viernes. ¿Sabe si regresó a casa con un gran paquete?
—No, señorita, no la vi entrar.
—Tengo entendido que regresó hacia las seis de la tarde.
—Sí, señorita, así debió ser. Yo no me di cuenta de cuándo entraba, pero hacia las siete de la tarde fui a su dormitorio a dejar allí una botella de agua caliente, y me llevé un gran susto al encontrarla en la oscuridad, echada en la cama. «¡Caramba, señora! —le dije—. ¡Qué susto me ha dado!» Y ella me contestó: «Pues ya hace mucho rato que estoy en casa. Llegué a las seis». No vi por ninguna parte ese gran paquete del que me habla —explicó Beatrice, haciendo todo lo posible por corresponder a la pregunta de la visitante.
«Es más difícil de lo que parece —pensó Emily—. Cuántas cosas tiene una que inventar; pero he ideado el cuento del presentimiento y luego lo del gran paquete, pero ahora hay que inventar alguna otra cosa si no quiero inspirar sospechas». Sonrió dulcemente y dijo:
—Muy bien, Beatrice, no tiene importancia.
La doncella se retiró de la habitación y dejó sola a Emily. Ésta sacó de su bolso una pequeña guía local de ferrocarriles y la consultó:
«Salida de Exeter, de la estación de Saint David, a las tres y diez», murmuró para sí misma. «¡Llegada a Exhampton a las tres cuarenta y dos! Tuvo tiempo de ir a casa de su hermano y asesinarlo, pero… ¡qué bestial y cuánta sangre fría haría falta!, y además suena tan absurdo… bueno, digamos media hora o cuarenta y cinco minutos. ¿En qué tren pudo regresar? Hay uno a las cuatro y veinticinco, y luego a las seis y diez sale el que mencionó Mr. Dacres, que llega aquí a las siete menos veintitrés. Sí, en realidad, resulta posible. Es una lástima que no se pueda sospechar de la enfermera, porque esta mujer estuvo fuera de casa toda la tarde y nadie sabe adonde fue. Pero no se comete un asesinato sin ningún motivo. Por supuesto que yo no creo en realidad que fuera uno de los habitantes de esta casa el que asesinara al capitán Trevelyan, aunque hasta cierto punto sea consolador saber que pudieron hacerlo. ¡Hola…! Parece que abren la puerta de entrada».
Se oyó un murmullo de voces en el vestíbulo, tras el cual se abrió la puerta de la sala y entró Jennifer Gardner.
—Soy Emily Trefusis —dijo la joven—. Ya sabe, la prometida de Jim Pearson.
—De modo que usted es Emily —exclamó Mrs. Gardner dándole la mano—. ¡Esto sí que es una sorpresa!
De repente, la joven se sintió muy débil e insignificante; algo así como lo que sentiría una niñita en el momento de hacer alguna travesura. Tía Jennifer era una persona extraordinaria. Todo un personaje con el que, si no estuviera concentrado en una sola persona, habría bastante para dotar a dos o tres.
—¿Ha tomado ya el té, querida? ¿Todavía no? Entonces lo tomaremos aquí. Espere un momento, primero tengo que subir a ver cómo está Robert.
Una extraña expresión se reflejó por un instante en su rostro al mencionar el nombre de su marido. Aquella voz agradable y potente se dulcificó. Fue como si un faro iluminase en plena noche las oscuras olas del mar.
«Lo adora —pensó Emily, que se había quedado sola en la habitación—. Sin embargo, me parece notar algo extraño y amedrentador en tía Jennifer. Me gustaría saber si a tío Robert le gusta verse tan adorado como al parecer lo es».
Cuando Jennifer Gardner regresó, ya se había quitado el sombrero. Emily admiró la abundante y sedosa cabellera de la dama, peinada hacia atrás.
—¿Quiere que hablemos de lo sucedido, Emily, o prefiere otro tema? Si no quiere hablar de ello, lo comprenderé perfectamente.
—No es muy agradable ese asunto, ¿no le parece?
—Sólo nos queda esperar —replicó Mrs. Gardner— que encuentren pronto al verdadero asesino. ¿Quiere hacer el favor de tocar el timbre, Emily? Pediré que le suban el té a la enfermera. No quiero que nos moleste aquí abajo con su charla. Como odio a esas enfermeras.
—¿Es buena?
—Supongo que sí. Robert dice que lo es en todos los aspectos. La aborrezco con toda mi alma y siempre lo haré; pero Robert afirma que, desde cualquier punto de vista, es la mejor enfermera que hemos tenido.
—Por lo menos tiene muy buen aspecto —dijo Emily.
—Tonterías. ¿Se ha fijado en sus feas y carnosas manos?
La joven observó los largos y blancos dedos de su tía, que en aquel momento manipulaban la jarrita de la leche y las pinzas del azúcar.
Beatrice se presentó, recogió de la mesita una taza de té y un plato y volvió a salir.
—A Robert le ha trastornado mucho todo esto —dijo Mrs. Gardner—. A veces, se excita y cae en estados muy extraños. Supongo que en realidad es parte de su enfermedad.
—Su marido no conocía muy bien al capitán Trevelyan, ¿verdad, señora?
Jennifer Gardner meneó la cabeza.
—Ni le conocía ni se preocupó nunca por él. Si he de ser sincera, yo tampoco puedo pretender que me haya causado mucha pena su muerte. Mi querida Emily, era un hombre cruel y avaro. Le constaba el problema que teníamos: la pobreza. Sabía que si nos prestaba alguna cantidad de dinero en el momento oportuno, Robert podría someterse a un tratamiento especial que hubiera representado una gran diferencia. En fin, lo que le ha pasado lo tenía merecido.
La dama hablaba con voz profunda, que demostraba su odio reconcentrado.
«¡Que mujer tan extraña! —pensó Emily—. Hermosa y terrible, como la heroína de una tragedia griega».
—Puede que aún no sea demasiado tarde —continuó Mrs. Gardner—. He escrito hoy mismo a los abogados de Exhampton preguntándoles si pueden adelantarme alguna suma de dinero. El tratamiento del que hablo es, en algunos aspectos, lo que podríamos llamar un recurso de curandero, pero ha dado buen resultado en un gran número de casos. ¡Oh, Emily, qué maravilloso sería que Robert pudiese volver a andar!
Su rostro resplandecía iluminado como por una lámpara.
Emily estaba fatigada. El día había sido largo y pesado para ella, no había comido casi nada y se sentía agotada a fuerza de reprimir sus emociones. Le pareció que la habitación se alejaba y volvía a acercarse.
—¿No se encuentra bien, querida?
—Me encuentro perfectamente —balbució Emily. Y con gran sorpresa suya se le saltaron las lágrimas, cosa que le produjo rabia y humillación.
Mrs. Gardner no intentó animarla ni consolarla, cosa que Emily agradeció mucho. Se limitó a permanecer en silencio hasta que las lágrimas de Emily cesaron. Entonces, murmuró con voz comprensiva:
—¡Pobre niña! Es muy desagradable que Jim Pearson haya sido detenido, muy desagradable. Me gustaría que se pudiera hacer algo para arreglar ese asunto.