Capítulo XVIII
-
Emily visita la mansión de Sittaford

Emily salió rápidamente al camino y advirtió que durante aquella mañana el tiempo estaba cambiando. La niebla se espesaba por todos lados.

«Este pueblucho es uno de los peores de Inglaterra para vivir —pensó la joven—. Cuando no nieva, llueve o sopla un viento de mil demonios, llega la niebla. Y si brilla el sol, hace tanto frío, que se quedan insensibles los dedos de las manos y de los pies».

Estas reflexiones fueron interrumpidas por una ronca voz que sonó casi junto a su oído derecho.

—Dispénseme —dijo el desconocido—, ¿ha visto pasar por aquí a un bull terrier?

Emily, sorprendida, volvió la cabeza. Apoyado en una valla había un hombre alto y seco, de cutis bronceado, ojos inyectados de sangre y cabello grisáceo. Se sostenía con ayuda de una muleta y contemplaba a la joven con enorme interés. Ella no tuvo ninguna dificultad en identificarlo como el capitán Wyatt, el inválido propietario del chalé número 3.

—No, señor, no lo he visto —le contestó Emily.

—Esa maldita perra se me ha escapado —explicó el capitán—. Es un animal muy cariñoso, pero algo loco. Y como pasan tantos automóviles, me temo que…

—Yo no diría que pasen muchos por este camino —indicó la joven.

—Sin embargo, en verano suelen venir por aquí no pocos autocares —explicó Mr. Wyatt en tono áspero—. Es una excursión matutina que sólo cuesta tres chelines y seis peniques desde Exhampton. Suben hasta el faro de Sittaford y, a mitad de camino, después de salir de Exhampton, se paran para tomar un refresco.

—Muy bien, pero como ahora no estamos en verano… —objetó miss Trefusis.

—No obstante, parece como si lo fuera, porque ahora mismo acaba de llegar uno de los autocares. Supongo que vendrá lleno de periodistas que vienen a dar un vistazo a la mansión de Sittaford.

—¿Conocía bien al capitán Trevelyan? —preguntó Emily.

En su opinión, el incidente de la perra no pasaba de ser un mero subterfugio del capitán Wyatt, dictado por su natural curiosidad. La joven se daba perfecta cuenta de que su persona era, en aquel momento, objeto principal de la atención de todo Sittaford; por consiguiente, era de lo más natural que Mr. Wyatt desease conocerla como cualquier otro vecino.

—No le conocía lo que se dice muy bien —contestó el capitán a la pregunta que le acababa de hacer la joven—. Él fue quien me vendió este chalé.

—Vaya —replicó Emily para alentarlo.

—Un verdadero tacaño, eso es lo que era el buen señor —afirmó el capitán Wyatt—. El contrato que firmamos especificaba que él tenía que arreglar la casa a gusto del comprador y, como le pedí que me pintase los marcos de las ventanas, que eran de color chocolate, de un tono limón, se empeñó en que yo pagara la mitad. Alegó que el contrato decía que se entregaría con un color uniforme.

—No le resultaba muy simpático —comentó la muchacha.

—Siempre tenía discusiones con él —dijo Mr. Wyatt—. Aunque lo cierto es que yo siempre me enemisto con todo el mundo —añadió como comentario—. En un pueblo como éste, no hay más remedio que enseñar a los vecinos que le dejen a uno vivir solo y tranquilo, porque si no, se pasan el día llamando a la puerta y dejándose caer por casa de uno a charlar. No me importa ver gente cuando estoy de buen humor, pero cuando a mí me apetezca y no a ellos. No me gustaba que Trevelyan viniese por mi casa dándose aires de señor feudal cada vez que se le antojaba. Ahora ya no habrá por aquí ni un alma que me moleste con sus inconveniencias —añadió con manifiesta satisfacción.

—¡Oh! —exclamó Emily.

—Para eso no hay nada mejor que tener un criado colonial —dijo el capitán—. Comprenden bien lo que son las órdenes. ¡Abdul! —rugió más que gritó.

Un individuo de elevada estatura, tocado con un turbante, salió del chalé y se quedó esperando atentamente.

—Haga el favor de pasar y tomar alguna cosa —indicó Mr. Wyatt a Emily—. De paso, verá mi modesta casa.

—Lo siento mucho —replicó ella—, pero ahora tengo mucha prisa.

—¡Oh, no, qué va a tener usted! —exclamó el capitán.

—Sí, señor. Tengo una cita.

—¡Cualquiera entiende ese modo de vivir que se estila ahora! —comentó el capitán Wyatt—. ¡Siempre alcanzando trenes a todo correr, fijando citas, mirando la hora para cualquier cosa! ¡Todo eso son majaderías! Levántese con el sol, predico yo, coma cuando sienta apetito y no se comprometa jamás a hacer nada en una hora o fecha determinada. ¡Ya le enseñaría yo a vivir bien a la gente si quisiera escucharme!

El resultado de esa exaltada idea de enterrarse a vegetar en tan desesperante lugar no era muy alentador, pensó Emily. Nunca había visto una ruina de hombre comparable al averiado capitán Wyatt y eso le causaba cierta lástima. Sin embargo, considerando que la curiosidad del pobre inválido estaba suficientemente satisfecha por el momento, insistió de nuevo en lo de su cita y pudo proseguir su camino.

La mansión de Sittaford tenía una puerta principal de roble macizo, en la que se destacaba un artístico llamador, una inmensa esterilla de alambre y un limpísimo y abrillantado buzón de latón. Todo aquello denotaba, como Emily no pudo dejar de advertir, un hogar confortable y decoroso. Una limpia y atildada doncella se presentó al sonar el timbre de la puerta.

Emily dedujo en seguida que el demonio del periodismo había pasado por allí antes que ella, pues la doncella se apresuró a decirle en tono distante:

—Mrs. Willett no recibirá a nadie esta mañana.

—Dispense, yo le traigo una carta de miss Percehouse —indicó Emily.

Esto claramente cambió mucho las cosas: el rostro de la doncella expresó cierta indecisión, pero no tardó en cambiar de tono y decir con amabilidad:

—¿Quiere hacer el favor de entrar?

La visitante fue introducida a través de lo que los agentes inmobiliarios llaman «un vestíbulo soberbio» y desde allí a un gran salón. En la chimenea ardía un buen fuego y en el ambiente se percibían trazas de una ocupación femenina de la habitación. Mientras esperaba, Emily contempló unos tulipanes de cristal, una complicada bolsa de labor, un sombrero de muchacha y una muñeca vestida de Pierrot con unas larguísimas piernas; estos objetos aparecían repartidos con cierto abandono por aquella habitación. La joven observó que no había ninguna fotografía.

Terminada su detenida inspección de todo lo que había que ver, Emily se calentaba las manos frente al fuego cuando se abrió la puerta y entró una muchacha de su misma edad o poco menos. Era una chica muy hermosa, según pudo ver miss Trefusis, e iba vestida de un modo elegante y caro, y al mismo tiempo la visitante pensó que jamás había visto a una joven en un estado de aprensión nerviosa tan grande. No obstante, procuraba disimularlo y casi lo conseguía. Miss Willett hacía meritorios esfuerzos para aparentar que estaba tranquila.

—Buenos días —dijo saludando a Emily y estrechándole la mano—. Siento muchísimo que mamá no pueda bajar, pero esta mañana ha decidido quedarse en la cama.

—¡Oh, cuánto lo lamento! Temo haber venido en un momento inoportuno.

—¡No, por supuesto que no! Nuestra cocinera está copiando ahora la receta del pastel. Estamos encantadas de que miss Percehouse se haya interesado por tenerla. ¿Se hospeda usted en su casa?

Emily pensó, sonriendo para sus adentros, que ésta era tal vez la única casa del pueblo cuyos habitantes no se habían enterado aún de quién era ella y de por qué había venido. La mansión de Sittaford tenía, por lo visto, un régimen estricto entre señores y criados: estos últimos podían saber algo acerca de ella, pero se veía claramente que los primeros no.

—No me hospedo exactamente en su casa —contestó—. Estoy en casa de Mrs. Curtis.

—Ya me hago cargo de que el chalé de su amiga es excesivamente pequeño y que ella tiene ya consigo a su sobrino Ronnie, ¿no es así? Supongo que no habrá otra habitación disponible para usted. Miss Percehouse es muy agradable, ¿verdad? Siempre he pensado que tiene mucho carácter, pero no puedo dejar de sentir lástima por ella.

—Sí, es una mujer avasalladora, ¿no le parece? —afirmó Emily con cierta frialdad—; pero hay que reconocer que cualquiera de nosotras tendría la tentación de serlo, sobre todo si los demás no estuvieran por una.

Miss Willett suspiró.

—A mí me cuesta mucho aguantar a los demás —comentó—. Hemos tenido una mañana espantosamente molesta por los periodistas.

—¡Oh! Es muy natural que hayan venido por aquí —replicó Emily— puesto que esta casa era, en realidad, la verdadera residencia del capitán Trevelyan, de ese hombre que ha sido asesinado en Exhampton… ¿no es así?

Mientras iba diciendo esto, trataba de determinar la causa exacta del nerviosismo de Violet Willett. Por lo que se veía claramente, la muchacha estaba apurada. Había algo que la angustiaba, que la tenía aterrorizada de mala manera. Había mencionado el nombre del capitán Trevelyan a propósito. Violet no reaccionó de un modo perceptible, pero tal vez ya esperaba que se hiciera alguna mención.

—Sí, ¿no ha sido espantoso?

—Dígame, ¿no le molesta seguir hablando de este asunto?

—No, no, claro que no… ¿Por qué había de molestarme?

«A esta muchacha le pasa algo muy grave —pensó Emily—. Apenas se da cuenta de lo que dice. ¿Qué será lo que la ha puesto de tal modo esta mañana?»

—Acerca de esa sesión de espiritismo —continuó diciendo miss Trefusis—, he oído contar por casualidad lo ocurrido y, desde el primer momento, me pareció un caso muy interesante, mejor dicho, horrendo.

«Terrores infantiles —pensó Emily—, esa será mi línea de ataque».

—¡Oh, aquello fue horrible! —comentó Violet—. Aquella tarde… ¡nunca la olvidaré! Nosotros creíamos, como es natural, que era alguien que quería divertirse, aunque era una especie de broma de gusto deplorable.

—¿De veras?

—Jamás olvidaré la escena cuando se encendieron las luces: todos teníamos un aspecto tan extraño. Los únicos que parecían tranquilos eran Mr. Duke y el comandante Burnaby; ambos son hombres impasibles, de esos a quienes no les gusta nunca admitir que están impresionados por algún fenómeno de ese tipo. Sin embargo, ya sabe que el comandante sentía, en realidad, una intensa preocupación. Yo pienso que precisamente él lo creyó más que ningún otro. De momento, pensé que al pobre Rycroft le iba a dar un ataque al corazón o algo peor, a pesar de que debía estar acostumbrado a esa clase de escenas puesto que se dedica a esas investigaciones psíquicas. En cuanto a Ronnie… me refiero a Ronald Gardfield, como ya sabe, tenía el mismo aspecto asustado que si hubiese visto a un fantasma. Bien mirado, acabábamos de tratar con uno. Hasta mamá estaba completamente trastornada, como nunca la había visto yo hasta entonces.

—Debe de haber sido una cosa espantosa —dijo Emily—. Me hubiese gustado estar presente para verlo.

—En realidad, fue horrible. Todos pretendíamos convencernos de que no era más que una diversión. Pero a nadie le pareció divertido. Y entonces fue cuando el comandante Burnaby nos comunicó repentinamente su propósito de encaminarse hacia Exhampton. Entre todos intentamos disuadirlo, diciéndole que podía verse enterrado en la nieve, pero él se marchó. Y allí nos quedamos sentados los demás, después de la partida del comandante, sintiéndonos todos molestos y preocupados. Luego, ayer por la noche… no, fue ayer por la mañana… nos enteramos de la noticia.

—¿Cree que era el espíritu del capitán Trevelyan quien hablaba? —preguntó miss Trefusis con voz temblorosa—. ¿O piensa que se trataba de un caso de clarividencia o telepatía?

—¡Oh, qué se yo! ¡De todos modos, nunca más volveré a reírme de estas cosas!

La doncella entró con un papelito doblado sobre una bandeja y se lo entregó a Violet.

Mientras la sirvienta se retiraba, Violet desdobló el papel, le echo una ojeada y se lo entregó a Emily.

—Aquí tiene —le dijo—. Puede decir que ha llegado a tiempo para conseguir esta receta. El asesinato ha trastornado a todas las criadas. Piensan que es muy peligroso vivir en un lugar tan apartado. Ayer por la tarde, mi madre perdió la paciencia con ellas y las ha despedido a todas. Se marcharán después del almuerzo. Vamos a sustituirlas por dos hombres: un camarero y una especie de mayordomo chófer. Yo creo que así estaremos mucho mejor.

—Las criadas suelen ser muy necias, ¿verdad? —preguntó Emily.

—Ni que al capitán Trevelyan lo hubiesen matado en esta misma casa.

—¿Cómo se les ocurrió venir a vivir aquí? —preguntó miss Trefusis, procurando que sus palabras resultasen cándidas y naturales.

—Pensamos que sería bastante divertido —contestó Violet.

—¿Y no lo han encontrado más bien aburrido?

—¡Nada de eso! A mí me gusta mucho el campo.

Pero sus ojos evitaron encontrarse con los de Emily. Durante un breve instante, miss Willett pareció sentir desconfianza y temor. Se agitó inquietamente en su silla, hasta que miss Trefusis se levantó no de muy buena gana para despedirse.

—Me tengo que marchar ahora mismo —dijo—. Muchas gracias, miss Willett. Deseo que su madre se restablezca.

—En realidad, está completamente bien. Se trata solo de lo de las criadas y de todas estas preocupaciones.

—Es muy natural.

Con cierta habilidad, sin que la otra joven se diese cuenta, Emily se las arregló para esconder sus guantes detrás de una mesita. Violet Willett la acompañó hasta la puerta, donde se despidieron con algunas afectuosas palabras.

La doncella que le franqueara la entrada a Emily cuando ésta llegó, había descorrido la cerradura, pero cuando la joven Willett cerró la puerta tras su visitante, Emily no percibió ningún ruido de que volvían a utilizar la llave. Tras llegar hasta la cerca exterior, miss Trefusis se detuvo y retrocedió lentamente.

Su visita había servido para confirmar más aún las teorías que venia sosteniendo acerca de la mansión de Sittaford. Allí ocurría algo raro. No pensaba que Violet Willett estuviese complicada de un modo directo, a menos que se tratase de una inteligentísima actriz. Pero allí se encerraba algún misterio, y ese misterio tenía que estar relacionado con la tragedia. Debía haber algún lazo de unión entre las Willett y el capitán Trevelyan, y en ese lazo era posible que se encontrase la clave del misterio.

Llegó hasta la puerta, hizo girar con sumo cuidado el pomo y atravesó el umbral. Encontró el vestíbulo desierto. La joven se detuvo un momento, dudando de lo que debía hacer. No le faltaba su excusa: los guantes olvidados intencionadamente en el salón. Permaneció inmóvil, escuchando. Hasta ella no llegaba ningún ruido, excepto un levísimo murmullo de palabras que procedía del piso superior. Con el mayor sigilo posible, Emily se acercó al pie de la escalera y miró hacia arriba. Luego, muy cautelosamente, subió escalón tras escalón. Su atrevimiento era un poco arriesgado. Le hubiera sido difícil pretender que sus guantes se habían trasladado, por iniciativa propia, al piso superior, pero le quemaba el deseo de escuchar algo de la conversación que tenía lugar en la parte alta de la

casa. Los constructores modernos nunca hacen que las puertas encajen bien. Emily pensaba que si uno se acerca hasta la misma puerta, puede enterarse por completo de lo que se dice en el interior de la habitación. La joven subió otro escalón, y otro más… Cada vez se oían más claramente las voces de dos mujeres: Violet y su madre, sin duda alguna.

De repente, la conversación se interrumpió y se oyeron unos pasos rápidos. Emily retrocedió tan de prisa como pudo.

Cuando Violet Willett abrió la puerta de la habitación de su madre y bajó la escalera, se sorprendió al encontrar a su reciente visitante, de pie en el vestíbulo, mirando a un lado y a otro como un perro perdido.

—Mis guantes —explicó—. Debo de haberlos dejado por aquí. He vuelto a buscarlos.

—Supongo que estarán en el salón —dijo Violet.

Ambas entraron en dicha habitación y allí, cómo no, aparecieron los guantes extraviados sobre una mesita cercana a donde Emily se había sentado.

—¡Oh, muchas gracias! —exclamó miss Trefusis—. ¡Qué tonta soy! Siempre me dejo alguna cosa.

—Y con este tiempo, los guantes son muy necesarios —dijo Violet—. Hace muchísimo frío.

De nuevo salieron juntas hasta la puerta del vestíbulo, pero esta vez Emily pudo oír que la llave giraba dentro de la cerradura.

La atrevida joven se alejó por el camino, con no pocas cosas en que pensar, pues antes de abrirse aquella puerta del piso superior, había oído claramente una frase pronunciada por una displicente y quejosa voz de mujer.

—¡Dios mío! —sollozaba aquella voz—. ¡No puedo resistir más! ¿Es que no llegará nunca esta noche?