Cuando Emily regresó a su alojamiento, la esperaban allí su amigo Charles y un buen plato de huevos con beicon.
Mrs. Curtis estaba aún muy excitada por la fuga del presidiario.
—Hace ya dos años desde que se escapó el último —les dijo—, y tardaron tres días enteros en encontrarlo. Estaba ya cerca de Moretonhapstead.
—¿Cree que vendrá hacia aquí? —pregunto Charles.
La sabiduría local descartó esa posibilidad.
—Nunca escogen esta dirección; aquí todo son páramos y sólo pequeños pueblos cuando se acaba el páramo. Seguro que se dirigirá hacia Plymouth, es lo más probable. Pero lo atraparán mucho antes.
—Se podría encontrar un buen escondite entre las rocas al otro lado del peñasco —sugirió Emily.
—Tiene razón, señorita, y es cierto que allí hay un lugar donde ocultarse: la cueva del Duende, como la llaman. Se entra por una abertura tan estrecha situada entre dos rocas que es muy difícil de descubrir, pero luego se ensancha mucho en el interior. Se cuenta que uno de los hombres del rey Carlos se escondió una vez en esa cueva durante quince días, ayudado por la criada de una granja vecina, que le proporcionaba alimentos.
—Tengo que ir a echarle un vistazo a esa curiosa cueva del Duende —dijo Charles.
—Se sorprenderá de lo difícil que es encontrarla, señor. Muchos grupos de excursionistas vienen a visitarla durante el verano y se pasan toda la tarde buscándola sin encontrarla. Pero si es capaz de encontrarla, no se olvide de dejar allí dentro un alfiler, que le trae buena suerte.
—Estaba pensando —comentó Charles en cuanto terminaron el desayuno y después de que Emily y él salieron a dar unos pasos por el minúsculo jardincito de la casa— que debería llegarme a Princetown. Es sorprendente cómo se acumulan las buenas noticias en cuanto uno tiene un poco de suerte. Mira por dónde empecé por lo del premio del concurso futbolístico y, antes de que pueda darme cuenta, tropiezo con la fuga de un presidiario y un asesino. ¡Maravilloso!
—¿Y las fotografías del chalé del comandante Burnaby?
Charles miró hacia el cielo.
—Hum… —murmuró—. Creo que le diré que el tiempo es muy malo. Tengo que aprovecharme de mi raison d’étre en Sittaford tanto como sea posible y ahora se está nublando. Bueno… espero que no te importe, pero acabo de enviar por correo una entrevista contigo.
—¡Ah, muy bien! —exclamó Emily de un modo casi mecánico—. ¿Qué me haces decir en ella?
—¡Bah! Esas cosas trilladas que a la gente le gusta oír en estos casos —contestó Mr. Enderby—: «Nuestro enviado especial nos informa de su conversación con miss Emily Trefusis, novia de Mr. James Pearson, quien ha sido detenido por la policía acusado de la muerte del capitán Trevelyan». Luego, siguen mis impresiones acerca de ti, una bellísima muchacha de refinada inteligencia.
—Muchas gracias —replicó Emily.
—Soltera —añadió lacónicamente Charles.
—¿Qué quieres decir con eso de soltera?
—Pues que eres soltera.
—Bien, claro que lo soy —confirmó ella—; pero ¿por qué lo mencionas?
—A las lectoras les gusta siempre enterarse de eso —dijo Charles—. ¡Oh! ¡Me ha quedado una entrevista espléndida! No te puedes figurar las cosas tan conmovedoras que dices en lo de respaldar a tu novio sin importarte lo que el mundo entero tenga contra él.
—¿He dicho yo algo así realmente? —se asombró la joven con un ligero sobresalto.
—¿Te importa mucho? —preguntó Enderby con cierta ansiedad.
—¡Oh, claro que no! —contestó Emily. Y luego añadió con acento burlón—: Disfruta lo que puedas, querido.
Mr. Enderby parecía algo desconcertado.
—No te preocupes —explicó la muchacha—. Eso que acabo de decir es una frase que estaba bordada en mi babero cuando yo era pequeñita, en el babero de los domingos. En el de los días laborables, decía: «No comas demasiado».
—¡Ah, comprendo! En mi artículo también hablo un poco de la carrera naval del capitán Trevelyan, insinuando que acaso se apoderara de algún ídolo misterioso y la posibilidad de que haya sido víctima de la venganza religiosa de algún extraño sacerdote… pero esto sólo se insinúa como ya supondrás.
—Bien, se nota que estabas muy inspirado —comentó Emily.
—¿Y qué has estado haciendo tú? Creo que te has levantado muy temprano, sabe Dios cuándo…
Emily le relató su encuentro con Mr. Rycroft.
De repente se quedó callada y Enderby, al mirar por encima del hombro en la misma dirección que los ojos de ella, advirtió que un sonrosado joven de saludable aspecto, apoyado en el portillo del cercado, hacía unos ruidos discretos para atraer la atención.
—Siento muchísimo —les gritó el joven— tener que venir a importunarlos y lamento infinitamente molestar; pero mi tía se ha empeñado en que viniera y…
Emily y Charles le interrumpieron con un simultáneo «¡Oh!», en un tono tan interrogativo que mostraba que no encontraban muy satisfactoria la explicación.
—Pues sí —contestó el joven—. Para ser franco, les diré que mi tía es insoportable. Cuando ella dice «hazlo», pueden imaginárselo. Naturalmente, me hago cargo de que es muy poco correcto presentarme de visita a una hora tan intempestiva, pero si conociesen a mi tía… y si se prestan a sus deseos, la conocerán en unos pocos minutos.
—¿Su tía es Mrs. Percehouse? —le interrumpió Emily.
—Exactamente —contestó el joven aliviado—. ¿De modo que ya han oído hablar de ella? Seguro que se lo ha contado la vieja Curtis. No sabe tener la lengua quieta, ¿verdad? No es que sea una mala mujer, no lo crean así. Bien, el caso es que mi tía me dijo que quería verlos y que viniera a decírselo inmediatamente. Que les saludase de su parte y que si no les fuera mucha molestia… teniendo en cuenta que es una pobre inválida que no puede salir de casa, de modo que serían el colmo de la amabilidad si… bueno, ya saben lo que eso significa. No necesito decírselo con más detalle. En realidad, es simple curiosidad, ni más ni menos, y si ustedes dicen que tienen jaqueca o que han de escribir unas cartas urgentes, pues no importará mucho y no necesitan molestarse.
—¡Oh, no, estaremos encantados! —replicó Emily—. Ahora mismo iré con usted a visitar a su tía. Mr. Enderby tiene que ir a casa del comandante Burnaby.
—¿De veras? —consultó Charles en voz baja.
—Desde luego —afirmó la joven en tono autoritario.
Y despidiéndose de él con una graciosa inclinación de cabeza, se reunió con su nuevo amigo en el camino.
—Supongo que usted es Mr. Gardfield.
—En efecto. Debería habérselo dicho antes.
—Oh, bueno —replicó ella—. No era muy difícil adivinarlo.
—Es muy amable de su parte venir conmigo —indicó el joven Gardfield—. La mayoría de las muchachas se hubiesen ofendido mucho, pero ya sabe como son las viejas damas.
—¿Usted no reside habitualmente aquí, Mr. Gardfield?
—Puede apostar su vida a que no —contestó Ronnie con gran exaltación—. ¿Ha visto alguna vez un rincón más dejado de la mano de Dios que éste? ¡Ni siquiera hay un mal cine a donde ir! No me extraña que a la gente le entren ganas de asesinar a…
Pero se interrumpió asustado por lo que acababa de decir.
—Perdóneme, lo siento mucho. Soy el hombre más desgraciado del mundo. Siempre se me escapan cosas inoportunas, pero no tenía intención de hacerlo.
—Estoy segura de que así es —replicó Emily con dulzura.
—Ya hemos llegado —dijo Mr. Gardfield.
Mantuvo abierto el portillo del cercado para que la joven entrara y luego la acompañó por un corto sendero que conducía a un chalé que en nada se diferenciaba de los restantes. En la sala que daba al jardín había un sofá y en él descansaba una anciana dama de delgado y arrugado rostro, en el que destacaba la nariz más afilada y aguileña que Emily hubiera visto en su vida, que se incorporó sobre un codo con alguna dificultad.
—Así que me la has traído —le dijo a su sobrino—. Es usted muy amable, querida, por venir a ver a esta pobre vieja. Ya sabe lo que es estar inválida. A una le gustaría meter la cuchara en todo lo que se guisa y, si una no puede acercarse al puchero, hay que componérselas para que el puchero se acerque a una. No crea ahora que sólo son ganas de curiosear; es algo más. Ronnie, aprovecha para pintar los muebles del jardín; allí al fondo, debajo del cobertizo. Puedes pintar dos sillas de mimbre y un banco. Allí encontrarás la pintura ya preparada.
—Perfectamente, tía Caroline.
El obediente sobrino se marchó.
—Siéntese —ofreció miss Percehouse.
Emily lo hizo en la silla que la dama le indicaba. Aunque le parecía extraño, había experimentado inmediatamente un notable afecto y simpatía por aquella vieja inválida de lengua afilada. Incluso sentía como si la uniera a ella algún lazo de parentesco.
«He aquí una persona —pensó la joven— que va directamente al grano, sin desviarse de su propio camino, y domina a todo el que se le pone por delante. Exactamente igual que yo, con la única diferencia de que a mí me ayuda mi buen aspecto, mientras ella ha de conseguirlo todo por la fuerza de su carácter».
—Tengo entendido que usted es la prometida del sobrino de Trevelyan —empezó diciendo miss Percehouse—. He oído contar todo lo que se refiere a usted y ahora que la conozco en persona, comprendo exactamente lo que se propone. Y le deseo buena suerte.
—Muchas gracias, señora —replicó Emily.
—Me fastidian las niñas bobas —continuó la dama—. A mí me gustan las muchachas resueltas y activas.
Y contempló con viveza a su visitante.
—Supongo que usted me compadecerá al verme acostada sin poder levantarme y caminar por ahí.
—No —dijo Emily pensativamente—; no creo que pueda sentir eso. Supongo que todo el mundo puede sacarle jugo a la vida si tiene la determinación suficiente. Lo que no consiga de un modo, lo conseguirá de otro.
—Ni más ni menos —afirmo Mrs. Percehouse—. Todo es cuestión de saber ver las cosas desde otro ángulo.
—El «punto de vista», como yo lo llamo —observó sonriente la joven.
—A ver, explíqueme esa frase, que me interesa mucho.
Tan claramente como le fue posible, Emily esbozó la teoría que le había servido de meditación de aquella mañana, y cómo la había aplicado al caso que llevaba entre manos.
—No está mal —observó la anciana señora con expresivos gestos de aprobación—. Ahora, querida, vayamos al fondo de la cuestión. Como no soy tonta de nacimiento, ni mucho menos, sé que usted ha venido por este pueblo para sacar todo lo que pueda de los que vivimos aquí y ver si lo que consigue averiguar tiene alguna relación con el asesinato. Bien, pues si quiere saber cualquier detalle acerca de alguno de mis vecinos, puedo contárselo yo.
Emily no perdió ni un segundo. Con la concisión de un hombre de negocios, centró el tema:
—¿El comandante Burnaby?
—Se trata de un típico ex oficial del ejército, retirado, de mente estrecha y muy limitada, y que es bastante envidioso. Demasiado crédulo en cuestiones de dinero. En fin, de esos hombres que invertirían sus ahorros en un negocio fantasma por la sencilla razón de que no ve más allá de sus narices. Le gusta pagar pronto sus deudas y le desagradan las personas que no se limpian los pies en la esterilla.
—¿Y Mr. Rycroft?
—Un hombrecillo muy raro, enormemente egoísta. Está chiflado. Le da por creerse un hombre maravilloso. Supongo que ya le habrá ofrecido su ayuda para resolver el misterio de este crimen utilizando sus profundos conocimientos en criminología.
La joven admitió que ese era el caso.
—¿Y Mr. Duke?
—No sé nada acerca de ese hombre… y eso que debería saberlo. Me parece un tipo de lo más vulgar. Siento como si tuviera que recordarlo, pero no lo consigo. Es extraño. Es como cuando se tiene un nombre en la punta de la lengua y por más esfuerzos que se hacen, no se logra recordar.
—¿Y en cuanto a las Willett?
—¡Ah, las Willett! —exclamó miss Percehouse incorporándose de nuevo sobre un codo, presa de la más viva excitación—. ¡He aquí unas mujeres realmente interesantes! Le diré alguna cosa de ellas, querida. No sé si le será útil o no. Haga el favor de acercarse a mi escritorio y abra ese cajoncito que hay arriba de todo, el de la izquierda… eso es. Ahora tráigame el sobre blanco que verá allí dentro.
Emily se acercó con dicho sobre.
—No digo que sea muy importante, porque probablemente no lo es —comentó la vieja dama—. Todo el mundo miente de un modo u otro, y miss Willett está en su perfecto derecho a hacer lo mismo como todo el mundo.
Mientras hablaba, tomó el sobre e introdujo los dedos en él.
—Se lo contaré con todo detalle. Cuando las Willett se trasladaron a este lugar, con sus elegantes trajes, sus doncellas y sus baúles modernos, la madre y Violet llegaron en el automóvil del viejo Forder, mientras que las criadas y el equipaje lo hacían en el autobús de la estación. La cosa en sí fue un acontecimiento, como puede figurarse, y yo estaba observando su paso desde mi ventana cuando noté que de uno de los baúles se desprendía una etiqueta de colores y caía sobre cierto arriate de mi jardincito.
»Ahora bien, una de las cosas que más me fastidian en este mundo es ver por el suelo trozos de papel o desperdicios de cualquier clase; de modo que envié a Ronnie con el encargo de recogerla, y ya me disponía a tirarla a la papelera cuando vi que era muy bonita y estaba impresa en colores brillantes, por lo que decidí conservarla e incluirla en los libros de recortes que me entretengo en hacer para el hospital infantil. Bueno, pues tal vez no hubiera vuelto a recordarla de no haber sido porque luego, en dos o tres ocasiones, oí mencionar a Mrs. Willett, de un modo francamente intencionado, que su hija Violet no había salido nunca de Sudáfrica y que ella misma no conocía sino aquel país, parte de Inglaterra y de la Riviera francesa.
—¡Ah! ¿Sí? —exclamó Emily.
—Tal como se lo cuento. Ahora mire esto.
Y la anciana señora puso en manos de la joven la etiqueta del baúl. Ésta llevaba una inscripción que decía:
HOTEL HENDLE
MELBOURNE
—Melbourne es una ciudad de Australia —continuó diciendo miss Percehouse—, y no está en Sudáfrica o al menos no estaba allí en los días de mi juventud. No me atrevería a asegurar que mi hallazgo sea muy importante, pero ahí está para lo que valga. Y todavía le diré otra cosa: en varias ocasiones he oído cómo Mrs. Willett llamaba a su hija, y tiene la costumbre de emplear ese grito: «¡Cooee!», que es mucho más típico de Australia que de Sudáfrica. Todo eso me parece bastante sospechoso. ¿Por qué han de ocultar que vienen de Australia, si vienen de allí?
—Ciertamente, es curioso —comentó Emily—. Y también lo es que hayan venido a pasar el invierno a un país como éste.
—Eso salta a la vista —replicó la anciana—. ¿Las ha conocido ya?
—No, señora, pensaba ir a su casa esta misma mañana, sólo que no sé con qué pretexto.
—Yo le proporcionaré una excusa —dijo bruscamente miss Percehouse—. Haga el favor de alcanzarme mi estilográfica, el bloc de papel de carta y un sobre. Muy bien. Ahora, déjeme reflexionar un poco.
Y la ingeniosa dama guardó un instante de silencio. Después, sin previo aviso, su aguda voz estalló en formidables alaridos:
—¡Ronnie, Ronnie, Ronnie…! ¿Se habrá vuelto sordo este chico? ¿Por qué no viene nunca en cuanto se le llama? ¡Ronnie, Ronnie…!
Finalmente, Ronnie se presentó al trote y llevando en la mano derecha una gran brocha de pintor.
—¿Ocurre algo, tía Caroline?
—¿Qué quieres que ocurra? Que te estoy llamando, eso es todo. Dime: ¿te dieron algún pastel especial en el té de ayer por la tarde, cuando estuviste en casa de las Willett?
—¿Pastel especial?
—Sí, hombre, algún pastel o canapés, o alguna cosilla. ¡Qué lento eres, muchacho! ¿Qué te dieron ayer con el té?
—¡Ah, sí! Me dieron un pastel de café que estaba muy rico —dijo por fin Ronnie muy sonrojado—, y también sirvieron canapés de foie-gras…
—Pastel de café… —repitió Mrs. Percehouse—. Ya tengo lo que necesito.
Y empezó a escribir sin perder un segundo.
—Bueno, Ronnie, ya puedes volver con tus pinturas. No te quedes ahí parado con la boca abierta. Ya te extirparon las amígdalas cuando tenías ocho años, de modo que no hay motivo para que no la cierres.
Y concluyó su carta, que decía así:
Mi querida Mrs. Willett:
Me he enterado de que ayer tarde tomaron ustedes el té con un delicioso pastel de café. ¿Sería tan amable de proporcionarme la receta para hacerlo? Tal vez le llame la atención que le pida esto, pero tenga en cuenta que soy una pobre inválida y mi dieta, que admite muy pocas variaciones, me tiene aburrida. Mrs. Trefusis, a quien le presento, se ha prestado a llevarle la presente carta, pues Ronnie está muy ocupado esta mañana. ¿No es espantosa esa noticia de la fuga del presidiario? «Sinceramente suya,
Caroline Percehouse»
Metió la carta en el sobre, lo cerró y escribió sobre él la dirección.
—Aquí tiene, joven. Es muy probable que se encuentre la puerta sitiada por los periodistas. He visto pasar por la carretera un buen número de ellos que subían en el autocar de Forder. Pero no se apure, pregunte por Mrs. Willett y diga que lleva una carta mía, y verá cómo la recibirán en seguida. No necesito recomendarle que abra bien los ojos y que saque todo el partido posible de esta visita. Sé muy bien que usted lo hará de todos modos.
—Es usted muy amable —dijo Emily—, realmente amable.
—Me gusta ayudar a los que saben ayudarse a sí mismos —replicó Mrs. Percehouse—. Dígame una cosa: todavía no me ha preguntado qué pienso acerca de mi sobrino Ronnie y me figuro que estará en su lista, porque también vive en este pueblo. Es un buen chico a su modo, aunque desesperadamente débil. Siento muchísimo tener que decir que casi lo creo capaz de cualquier cosa por dinero. ¡Fíjese, si no, en lo que está haciendo conmigo! El muy tonto es incapaz de ver que yo le querría diez veces más si se rebelase de vez en cuando y me enviara al diablo. Aún queda otra persona en el pueblo de la que no hemos hablado: el capitán Wyatt. Creo que fuma opio, y es muy posible que sea el hombre de peor genio que existe en Inglaterra. ¿Hay algo más que quiera saber?
—No se me ocurre nada más —contestó Emily—. Me parece que lo que me ha contado abarca cuanto yo pudiera desear.