Capítulo XII
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La detención

A su regreso a Las Tres Coronas, Emily tuvo la buena suerte de encontrarse con la propietaria, que se encontraba en el vestíbulo.

—¡Oh, Mrs. Belling! —exclamó—. Tengo que marcharme esta misma tarde.

—Bueno, señorita, supongo que se va a Exeter en el tren de las cuatro y diez, ¿eh?

—No, me voy a Sittaford.

—¿A Sittaford?

El semblante de Mrs. Belling mostró la más viva curiosidad.

—Sí, señora, y quería preguntarle si sabe de algún sitio donde pudiera alojarme allí durante mi estancia.

—¿Quiere pernoctar allí?

La curiosidad iba en aumento.

—Sí, no tengo más remedio… ¡Oh! Mrs. Belling, ¿no habría por aquí algún sitio donde pudiésemos hablar un momento sin que nadie nos oyera?

Con cierta presteza, la dueña de la fonda le indicó el camino que conducía a su propio dormitorio. Era una pequeña habitación muy confortable, en la que ardía un buen fuego.

—No se lo contará a nadie, ¿verdad? —empezó Emily, que sabía muy bien que de todos los comienzos confidenciales que existen en la tierra éste es el que provoca el mayor interés y la simpatía de quien lo escucha.

—No, claro que no, señorita; nadie sabrá una palabra —repitió Mrs. Belling, cuyos oscuros ojos brillaban excitados.

—Verá Mr. Pearson, como usted ya sabe…

—¿Ese joven caballero que se albergó aquí el viernes pasado y a quien la policía ha detenido?

—¿Detenido…? ¿Quiere decir que lo han detenido de verdad?

—Sí, señorita, aún no hace ni media hora.

Emily palideció.

—¿Está… está segura de lo que dice?

—¡Oh, sí, señorita! Nuestra querida Amy se lo ha oído decir al sargento.

—¡Es espantoso! —exclamó Emily. Se esperaba ya la noticia, pero esto le vino al pelo—. Pues como yo le iba a decir, Mrs. Belling, yo… yo soy su prometida. Y estoy segura de que él no lo ha hecho: ¡Oh, querida, todo eso es terrible!

Y al decir esto, Emily se puso a llorar. No hacía mucho rato que ella le había anunciado a Charles Enderby su intención de representar tan triste escena, pero no pudo por menos que sorprenderse por la facilidad con que le brotaron las lágrimas. Llorar cuando uno quiere no es tarea fácil. Y es que, en aquella ocasión, había algo muy real que motivaba sus lágrimas: la noticia recibida, que de verdad la asustaba. No debía dejarse dominar por sus sentimientos. Semejante debilidad no le reportaría la menor ventaja a Jim. Tenía que mostrarse resuelta, lógica y serena, para ver las cosas claras. Éstas eran las cualidades que contarían en aquel juego. Los lloros y las lamentaciones no han ayudado nunca a nadie.

Aunque, bien mirado, era un gran alivio abandonarse a sus propios sentimientos. Después de todo se suponía que tenía que llorar un poco. Sus lágrimas serían un infalible método para conquistar la simpatía de Mrs. Belling y predisponerla a su favor. Además, ¿por qué no desahogarse un poco mientras representaba su comedia? Una buena orgía de llanto en la que todas sus aflicciones, sus dudas y sus incontestables temores hallarían salida.

—Bueno, bueno, querida mía, no se lo tome así —dijo Mrs. Belling. Y al mismo tiempo, rodeó con uno de sus grandes y maternales brazos los hombros de Emily, dándole ligeros golpecitos en su afán de consolarla.

—Siempre dije, desde que empezó este maldito asunto, que él no lo hizo. Yo le tengo por un joven caballero muy normal. Esos policías son todos unos solemnes cabezotas, ya lo he dicho muchas veces antes de ahora. Lo más probable es que haya sido algún ladrón vagabundo, eso es. Ahora no se angustie, mi querida niña, porque todo acabará bien, ya verá que sí.

—¡Es que le tengo un cariño tan grande…! —gimió Emily.

¡Pobre Jim, querido, dulce, infantil, desmañado y absurdo Jim! ¡Tenía que comprometerse por completo haciendo lo peor que podía hacer y en el peor momento posible! ¿Qué oportunidad podía salvarle frente a aquel sereno y resuelto inspector Narracott?

—¡Tenemos que salvarlo! —exclamó la joven.

—¡Naturalmente que lo haremos! ¡No faltaba más! —replicó Mrs. Belling consolándola.

Emily se restregó los ojos vigorosamente, lanzó un postrer sollozo, carraspeó y, levantando su orgullosa cabeza, volvió a preguntar:

—¿Dónde puedo alojarme en Sittaford?

—¿Allí arriba, en Sittaford? ¿Está empeñada en ir allí, querida mía?

—Así es —afirmó Emily resueltamente.

—Bueno, está bien —y Mrs. Belling meditó antes de dar su respuesta—. Sólo hay un sitio donde puede albergarse un forastero. Sittaford es muy pequeño. Se compone de la casa grande, la mansión que fue construida por el capitán Trevelyan y que ahora está alquilada a una dama sudafricana; y después no quedan más que los seis chalés que el capitán Trevelyan hizo edificar. En el número 5 vive un tal Curtis, que suele ser el jardinero del capitán, y allí encontrará a Mrs. Curtis. Ella alquila habitaciones durante la temporada de verano, Mr. Trevelyan se lo permite. No hay ningún otro sitio en el que pueda alojarse. También encontrará allí la casa del herrero y una pequeña oficina de Correos, pero Mary Hibbert tiene seis niños y una cuñada que vive con ella, y la esposa del herrero está esperando su octavo hijo, de modo que supongo no sobrará sitio en esas viviendas. ¿Pero cómo se le ha ocurrido ese viaje a Sittaford, señorita? ¿Ha alquilado un automóvil?

—Voy a ir en el que ha alquilado Mr. Enderby.

—¡Ah! ¿Y dónde se alojará él? Me gustaría saberlo.

—Supongo que tendrá que ir también a casa de Mrs. Curtis. ¿Cree que tendrá habitación para los dos?

—No me parece que eso sea muy correcto para una joven como usted —comentó Mrs. Belling.

—Es primo mío —explicó Emily.

Ella se daba perfecta cuenta de que no le convenía, en ningún modo, que en la mente de Mrs. Belling interviniese en contra suya un sentimiento de dignidad ofendida.

Al oír la respuesta, se desarrugó el entrecejo de la mujer.

—Bien, en ese caso —admitió con un refunfuño—, no tengo nada que decir. Y si no se encuentra a su gusto con Mrs. Curtis, es probable que la instalen en la casa grande.

—Lamento mucho haberme portado como una idiota —dijo Emily desviando la conversación y frotándose de nuevo los ojos.

—Es muy natural. Creo que ahora se sentirá mejor.

—En efecto —dijo Emily, sin faltar esta vez a la verdad—, me encuentro muchísimo mejor.

—Sí, unas lágrimas y una buena taza de té son dos excelentes remedios para combatir esas preocupaciones. Y ahora debe tomar esa tacita, querida, antes de salir para ese recorrido en el que tanto frío pasará.

—¡Oh! Se lo agradezco mucho, pero no creo que realmente…

—No importa si la quiere o no, pero se la va a tomar —afirmó Mrs. Belling, levantándose con decisión y dirigiéndose hacia la puerta—. Y dígale a Amelia Curtis, de mi parte, que la trate bien, que se ocupe de que coma a sus horas y la distraiga si se aflige demasiado con sus penas.

—Son ustedes muy amables —comentó Emily.

—Y por mi parte, pienso abrir muy bien mis ojos y mis oídos para enterarme de todo lo que ocurra y se diga por aquí —explicó Mrs. Belling, representando con gran satisfacción su papel en aquel romance—. Hay muchas cosillas que una oye y que no llegan hasta la policía. Cualquier detalle del que me entere se lo comunicaré a usted, querida.

—¿De verdad que lo hará?

—Ni más ni menos. No se preocupe, querida, que entre todos sacaremos pronto de este lío a su joven caballero.

—Debo preparar mi equipaje —dijo Emily levantándose y dirigiéndose a la puerta.

—Le enviaré el té a su habitación —indicó Mrs. Belling.

Emily subió la escalera, guardó los bártulos en su maletín, se refrescó los ojos con agua fría y se aplicó una buena capa de polvos.

«Has de estar muy guapa para lo que viene ahora —se dijo a sí misma ante el espejo. Y se puso aún más polvos, retocándose los labios con su barrita de carmín—. Es curioso —comentó la joven—, ¡qué bien me siento ahora! Valía la pena representar esa escenita».

Después tocó el timbre. La doncella, aquella simpática cuñada del agente Graves, acudió con gran prontitud y Emily le dio un billete de una libra, rogándole encarecidamente que le comunicase cualquier información que pudiera conseguir de un modo indirecto acerca de las actividades policíacas. La muchacha se lo prometió de buena gana.

—¿Va a casa de Mrs. Curtis, allí en Sittaford? Con mucho gusto, señorita. Haré todo lo que pueda por servirla. Aquí todos la queremos, señorita, más de lo que pueda pensar. He pensado a todas horas: «Figúrate que esto nos hubiera ocurrido a mí y a Fred», y no cesaba de reflexionar sobre ello. Yo me volvería loca. La menor cosa que oiga se la comunicaré en seguida, señorita.

—Es usted un ángel —comentó Emily.

—Aquí ocurre igual que en una novela de seis peniques que compré el otro día en los almacenes Woolworth. Se titula: Los asesinos de la jeringuilla. ¿Y sabe lo que les sirvió para descubrir quién era el verdadero asesino? Pues un trocito de lacre corriente y vulgar. Su novio es muy bien parecido, señorita, ¿no es verdad? No se parece nada a ese retrato suyo que han publicado los periódicos. Le aseguro que haré todo lo que pueda, señorita, tanto por usted como por él.

Después de convertirse en el centro de la atención romántica de aquel pueblo, Emily salió de Las Tres Coronas no sin haberse bebido a la fuerza la taza de té prescrita por Mrs. Belling.

—A propósito —le dijo a Enderby cuando el viejo Ford emprendió la marcha—, no se le olvide que desde ahora es primo mío.

—¿Cómo es eso?

—Hay que prevenirse contra las mentes puritanas de la localidad —dijo Emily— y he pensado que así sería mejor.

—¡Magnífico! En ese caso —replicó Mr. Enderby, aprovechando la oportunidad que se le presentaba—, lo mejor será que nos tuteemos, que la llame a usted, sencillamente, Emily.

—Muy bien dicho, primo. Y tú, ¿cómo te llamas?

—Charles.

—Bonito nombre. Charles.

El automóvil enfiló la pronunciada subida del camino de Sittaford.