Capítulo XI
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Emily empieza a trabajar

La encuesta judicial sobre la muerte del capitán Trevelyan se celebró el siguiente lunes por la mañana. Desde el punto de vista del sensacionalismo, fue un fiasco, pues casi inmediatamente se aplazó hasta la semana siguiente, dejando desencantados a un buen número de espectadores. Entre el sábado y el lunes, Exhampton había conquistado no poca celebridad. Al saberse que el sobrino del muerto había sido detenido por su conexión con el asesinato, el asunto saltó desde las noticias que gozaban de un solo párrafo en las últimas páginas de los periódicos hasta las secciones encabezadas por gigantescos titulares.

El lunes un gran número de periodistas había llegado a Exhampton. Mr. Charles Enderby tuvo ocasión de congratularse una vez más por la espléndida posición que le había proporcionado aquella casualidad, puramente fortuita, del concurso futbolístico organizado por su periódico.

La intención del periodista era pegarse a Mr. Burnaby como una sanguijuela. Y con el pretexto de sacar unas fotografías de la vivienda del comandante, arreglárselas para obtener información en exclusiva de los habitantes de Sittaford y de sus relaciones con el difunto.

A Mr. Enderby no se le escapó el detalle de que, a la hora del almuerzo, una mesa cercana a la puerta fue ocupada por una encantadora joven. El periodista se preguntó qué sería lo que aquella muchacha estaba haciendo en Exhampton. Iba muy bien vestida, con un traje provocativo y elegante, y aparentemente no se trataba de una pariente del difunto, ni menos aún podía clasificarla como una de tantas curiosas desocupadas.

«Me gustaría saber cuánto tiempo se albergará esa joven aquí —pensó Mr. Enderby—. Es una verdadera lástima que tenga que irme esta misma tarde a Sittaford. ¡Qué mala suerte la mía! Bueno, amigo, supongo que no se puede tener todo a la vez».

Pero, al poco rato de haber terminado la comida, el joven periodista recibió una agradable sorpresa. Estaba de pie en los escalones de entrada de Las Tres Coronas, observando lo rápidamente que se fundía la nieve en la calle y disfrutando de los débiles rayos de un pálido sol invernal, cuando se dio cuenta de que una voz, una encantadora y atractiva voz, se dirigía a él:

—Le pido mil perdones, pero quisiera preguntarle si hay algo que merezca ser visto en Exhampton.

Charles Enderby no perdió la ocasión que se le presentaba.

—Creo que hay un castillo interesante —contestó—. No vale gran cosa, pero es lo que hay. Si me lo permite, le indicaré el camino para ir a él.

—Es usted muy amable conmigo —dijo la muchacha—. Si está seguro de que no está demasiado ocupado…

Charles Enderby descartó inmediatamente la posibilidad de que tuviera otros quehaceres.

Y ambos salieron juntos.

—Creo que usted es Mr. Enderby, ¿verdad? —preguntó la joven.

—Sí. ¿Cómo lo sabe?

—Me lo ha dicho Mrs. Belling.

—¡Ah! Comprendo.

—Yo soy Emily Trefusis. Mr. Enderby, necesito que me ayude.

—¿Que yo la ayude…? —preguntó Enderby—. ¿Por qué no? Me tiene a sus órdenes, pero…

—Le explicaré: soy la prometida de Jim Pearson.

—¡Oh! —exclamó el joven Enderby, ponderando en su mente las posibilidades periodísticas que se le ofrecían.

—La policía lo va a detener. Estoy segura de eso, Mr. Enderby, y también que Jim no lo cometió. He venido aquí para probar que él no lo hizo, pero necesito que alguna persona me ayude. Una mujer sola no puede hacer nada sin el apoyo de un hombre. ¡Los hombres saben tantas cosas, y son capaces de conseguir tantas informaciones que a las mujeres nos están vedadas!

—Bueno… yo… bien, supongo que lo que me dice es cierto —replicó Mr. Enderby complaciente.

—Esta mañana he estado contemplando a todos esos periodistas que han venido aquí —explicó Emily—. ¡La mayor parte de ellos tienen unas caras tan estúpidas! ¡Le escogí a usted entre todos porque me pareció el único realmente listo!

—¡Oh, caramba! No creo que eso sea muy cierto —dijo Enderby aún más complaciente.

—Bueno, lo que voy a proponerle —continuó explicando Emily Trefusis— es una especie de asociación entre nosotros dos. Esto tendrá, creo yo, ventajas para ambas partes. Hay ciertas cosas que necesito investigar, que he de poner en claro. Usted, en su calidad de periodista, puede ayudarme. En primer lugar, necesito…

Emily se detuvo un momento. Lo que en realidad necesitaba era convertir a Mr. Enderby en una especie de sabueso privado que trabajara para ella, que fuera adonde ella le dijese, que hiciera las preguntas que a ella le convenían y que, en general, se portase como un esclavo cautivo; pero se daba perfecta cuenta de la necesidad de disfrazar esta proposición en términos que resultasen aduladores y agradables al mismo tiempo. Lo importante era que ella sería el jefe, pero el asunto requería ser llevado con gran tacto.

—Necesito —concluyó Emily— estar segura de que puedo confiar en usted.

Todo esto lo decía con una voz cariñosa, amable y persuasiva. Mientras ella pronunciaba su última frase, en el pecho del joven periodista nacía una emoción de que la encantadora y desamparada muchacha podía confiar en él de un modo definitivo.

—Debe de ser terrible hallarse en su situación —dijo él cariñoso y, tomando entre sus manos una de las de la joven, se la estrechó con fervor—. Pero ya sabe —continuó diciendo al despertarse en él su sentido periodístico— que no puedo disponer del tiempo a mi antojo. Quiero decir que he de ir donde me manden y hacer lo que me ordene mi empresa.

—De acuerdo —replicó Emily—. Ya había pensado en eso, y precisamente es de lo que iba a hablarle. Seguro que yo soy, dentro de este drama, lo que ustedes, los periodistas, llaman «una exclusiva», ¿no le parece? Puede hacerme una entrevista diaria en la que me haga decir cualquier cosa que crea que les gustará leer a sus lectores. «Aparece la novia de Jim Pearson», «Una muchacha cree apasionadamente en la inocencia del supuesto asesino», «Recuerdos de la infancia del presunto culpable suministrados por su prometida». En realidad, yo no sé nada acerca de la infancia de Jim —añadió ella—, pero no creo que importe mucho.

—Estoy pensando —dijo el periodista— que es una mujer maravillosa. Sí, realmente maravillosa.

—Entonces —continuó Emily, prosiguiendo su conquista de la situación—, tendré acceso a los parientes de Jim. Y le podré llevar conmigo en calidad de amigo, lo que le permitirá atravesar puertas que de otro modo le hubiesen cerrado en las narices.

—¡De sobra que lo sé! —exclamó Mr. Enderby con sinceridad, recordando varios fracasos de sus comienzos en el periodismo.

Ahora se abrían ante él gloriosas perspectivas. Bien mirado, había sido afortunado en este asunto: primero, con lo del concurso futbolístico organizado por su periódico y ahora, con esto.

—Trato hecho —dijo el periodista fervientemente.

—De acuerdo —replicó Emily, adoptando la actitud despierta y comercial de un hombre de negocios—. Ahora, ¿por dónde empezamos?

—Esta tarde tenía proyectado dirigirme a Sittaford.

Y el joven explicó las afortunadas circunstancias que le habían puesto en tan ventajosa relación con el comandante Burnaby.

—Porque, fíjese usted, precisamente se trata de uno de esos viejos gruñones que odia a los periodistas como si fuésemos alimañas; pero no es tan fácil enviar a paseo al mensajero que acaba de traerle a uno 5.000 libras, ¿no es verdad?

—Sería muy desconsiderado —opinó Emily—. Pues bien, si usted va a Sittaford, yo le acompañaré.

—¡Magnífico! —exclamó Mr. Enderby—. Ahora, lo que no sé es si allí encontraremos donde alojarnos. Según mis informes no hay más que la mansión del difunto capitán, rodeada de unos pocos chalés que pertenecen a personas como Burnaby.

—Ya encontraremos algo —dijo Emily—. Yo siempre encuentro algo.

No le costó mucho trabajo creerlo a Mr. Enderby. Emily poseía esa clase de personalidad que siempre supera todos los obstáculos.

Mientras hablaban, habían llegado al ruinoso castillo, pero sin fijarse ni poco ni mucho en él, se sentaron en los restos de una pared, disfrutando de algo que pretendía llamarse sol. Emily procedió a desarrollar sus ideas.

—Este asunto me lo tomo yo, amigo Enderby, de una forma absolutamente desprovista de todo sentimentalismo, como si se tratase de un negocio comercial. Para empezar, tiene que creer mi palabra de que Jim no ha cometido este asesinato. Y no afirmo tal cosa por la sencilla razón de que esté enamorada de él o porque crea en su dulce carácter, o por cualquier otra pamplina por el estilo. Es que lo sé con certeza. Debe saber que desde los dieciséis años he tenido que arreglármelas yo solita. Nunca he tratado a muchas mujeres y no sé gran cosa acerca de ellas, pero lo sé todo en lo que se refiere a los hombres. Y le aseguro que si una muchacha no sabe juzgar a un hombre con la debida exactitud para tratarlo como es debido, nunca lo conquistará por completo. Soy experta en esas cosas. Trabajo como modelo en Lucie’s y puedo decirle, señor Enderby, que llegar hasta allí es una hazaña.

«Bueno, como le decía, yo soy de las que saben medir a los hombres con toda exactitud. Jim tiene un carácter más bien débil en muchos aspectos. No estoy muy segura —confesó Emily, olvidando por un instante su papel de adoradora de los hombres fuertes— de que no sea ésa la verdadera causa de que me guste. Me doy cuenta de que puedo manejarlo a mi antojo y conseguir cualquier cosa de él. Hay un montón de cosas, incluso criminales, que sería capaz de hacer, si alguien le empujara a ello, pero nunca un asesinato. Sencillamente, es incapaz de coger un saco de arena y atreverse a golpear con él en la nuca a un viejo. Y aunque se atreviese, lo haría con tanto temor, que no acertaría el golpe. En fin, que es una criatura demasiado blanda, Mr. Enderby. No le gusta matar ni siquiera a una avispa. En lugar de eso, cuando entra alguna en casa, procura siempre echarla de la habitación sin hacerle daño y normalmente le pica. De todos modos, no hago bien en explicarle tantos detalles. Debe creer en mi palabra y empezar su investigación admitiendo que Jim es inocente.

—¿Cree que alguien está intentando deliberadamente achacarle el crimen a su novio? —preguntó Charles Enderby con su más periodístico tono.

—En mi opinión, no es probable. Verá, nadie estaba enterado de que Jim había venido a visitar a su tío. Desde luego, nunca se puede estar seguro, pero yo lo descartaría siempre como una simple coincidencia y mala suerte. Lo que hemos de averiguar es si hay alguna otra persona que tuviera un motivo concreto para matar al capitán Trevelyan. La policía está completamente segura de que este crimen no es de los que ellos llaman «externos». Quiero decir que no lo creen obra de un ladrón. La ventana forzada era para despistar.

—¿Le ha contado a usted la policía todos estos detalles?

—Prácticamente, sí —contestó Emily.

—¿Qué quiere decir con esto de prácticamente?

—Que debo estos informes a la doncella cuya hermana está casada con el agente Graves. Por lo tanto, esa mujer sabe todo lo que la policía piensa.

—Muy bien —dijo el periodista—. Así pues, este crimen no lo ha cometido una persona extraña a la víctima, sino alguien relacionado con ella.

—Por completo —replicó Emily—. La policía… es decir, el inspector Narracott, del cual tengo que decir, ya que hablamos de él, que me parece un hombre muy razonable, ha iniciado una investigación para averiguar a quién beneficia la muerte del capitán Trevelyan; y como Jim resulta muy comprometido, desde este punto de vista, lo más probable es que no se molesten en continuar sus investigaciones en otra dirección. En fin, ese será nuestro trabajo.

—¡Qué buena exclusiva sería —exclamó Mr. Enderby— si usted y yo logramos descubrir al verdadero asesino! Cuando hablasen de mí, dirían: «El experto criminalista del Daily Wire…» Pero eso sería demasiado hermoso para ser cierto —añadió desalentadoramente—. Cosas tan afortunadas sólo ocurren en las novelas.

—¡No diga tonterías! —exclamó Emily—. A mí me ocurren con frecuencia.

—Pero usted es sencillamente maravillosa —comentó Enderby una vez más.

Emily sacó un pequeño cuaderno de notas.

—Ahora apuntemos de un modo metódico unos cuantos detalles. El propio Jim, su hermano, su hermana y su tía Jennifer se benefician del mismo modo con la muerte del capitán Trevelyan. Claro está que Sylvia, es decir, la hermana de Jim, no mataría ni a una mosca, pero yo no diría lo mismo de su marido; ese hombre es de los que yo llamo «brutos desagradables». Como sabe, los artistas como él tienen sus líos con mujeres y otras cosas por el estilo. Es muy posible que estuviese en un apuro económico. Desde luego, el dinero que ahora caiga en su casa pertenecerá, en realidad, a Sylvia, pero eso le importa muy poco a él. No tardará mucho en manejarlo.

—Por lo visto, no es una persona muy agradable —comentó el joven.

—¡Oh, sí que lo es! Tiene muy buena presencia. Las mujeres se vuelven locas por él. Los hombres auténticos lo odian.

—Bien, ya tenemos al sospechoso número uno —dijo el periodista, escribiendo también en su cuaderno—. Investigaremos lo que hizo el viernes, cosa fácil de conseguir mediante el pretexto de entrevistar al popular escritor relacionado con el crimen. ¿Le parece bien?

—Espléndido —contestó Emily—. Después tenemos a Brian, el hermano pequeño de Jim. Se supone que está en Australia, pero no sería difícil que hubiese regresado. A veces, la gente hace cosas sin anunciarlas.

—Podríamos telegrafiarle.

—Así lo haremos. Me imagino que tía Jennifer puede descartarse. A juzgar por todo lo que he oído decir de ella, es más bien una persona estupenda. Pero tiene su carácter. Después de todo, no debemos olvidarla tampoco, ya que, al fin y al cabo, no estaba muy lejos, pues reside en Exeter. Pudiera ser que hubiese venido para visitar a su hermano, que éste le dijera alguna cosa desagradable acerca de su marido, a quien ella adora, lo cual habría dado lugar a que se acalorase demasiado, agarrase el saco de arena y le diera un golpe con él.

—¿Lo cree realmente posible? —preguntó el joven Enderby dubitativo.

—No, me parece que no, pero cualquiera sabe. Luego, por supuesto está el criado. Le corresponden sólo cien libras y, además, parece una buena persona, pero repito que nunca se sabe. Su esposa es sobrina de Mrs. Belling, ya sabe de quien hablo: esa Mrs. Belling que está al frente de Las Tres Coronas. Tengo la intención de llorar en su hombro cuando regrese a la fonda. Su aspecto revela un alma más bien maternal y romántica. Supongo que sentirá una terrible compasión por mí cuando se entere de que probablemente mi novio irá a la cárcel, y puede ser que la noticia le haga perder su discreción y se le escape algo útil. Por último, naturalmente, hemos de pensar en la mansión de Sittaford. ¿Sabe lo que me ha parecido muy raro?

—No. ¿El qué?

—Esas mujeres, las Willett. Las que alquilaron amueblada la casa del capitán Trevelyan en pleno invierno. Es una cosa bastante extraña.

—Sí, es muy extraño —aceptó Mr. Enderby—. En el fondo, en ese arrendamiento debe de haber algo… algo relacionado con el pasado del capitán.

Tras una pausa, el periodista añadió:

—Esa séance espiritista también es muy misteriosa. Pienso tratar de ella en mi periódico. Además, les pediré su opinión a Mr. Oliver Lodge y al célebre Arthur Conan Doyle, así como a algunas actrices y a otras personas.

—¿De qué séance me está hablando?

Mr. Enderby explicó complacido todo lo que sabía. No había nada relacionado con el asesinato que él no hubiese conseguido, de un modo u otro, oír contar.

—Algo estrambótico, ¿verdad? —dijo al terminar su relato—. Quiero decir que le hace a uno reflexionar acerca de esas cosas. Tal vez hay algo de cierto en ellas. Sin embargo, es la primera vez en mi vida que tropiezo con un hecho auténtico.

Emily se dejó dominar por un ligero estremecimiento.

—No me gustan las cosas sobrenaturales —comentó la joven—, aunque reconozco que, por esta vez, como ha dicho muy bien, parece que tengamos que concederle algún crédito. ¡Pero qué cosa más horriblemente extraña!

—Esa séance de espiritismo no resultó muy práctica, ¿no le parece? Si el viejo pudo llegar hasta allí y anunciar que estaba muerto, ¿por qué no dijo también quién le había asesinado? Así todo hubiera resultado muy sencillo.

—Voy creyendo que la clave puede hallarse en Sittaford —dijo Emily pensativa.

—Sí, opino que debemos realizar allí una escrupulosa investigación —comentó Enderby—. He alquilado un automóvil y pensaba salir hacia allí antes de media hora. Sería muy conveniente que me acompañase.

—Así lo haré —replicó Emily—. ¿Vendrá con nosotros el comandante Burnaby?

—Se ha empeñado en ir a pie —contestó Enderby—. Partió hacia Sittaford en cuanto terminó la encuesta. Si me pregunta lo que pienso, le diré que lo ha hecho para librarse de mi compañía al regresar hacia su vivienda. A nadie le puede resultar agradable chapotear en el fango de ese largo camino.

—¿Cree que el automóvil podrá ya recorrerlo sin dificultad?

—¡Oh, sí! Hoy es el primer día que un coche ha conseguido llegar allí.

—Bien —dijo Emily poniéndose de pie—, creo que ya es hora de que regresemos a Las Tres Coronas, donde arreglaré mi equipaje y celebraré mi representación de lamentaciones con Mrs. Belling.

—No se preocupe —dijo Enderby con cierto aire de fatuidad—. Déjemelo todo en mis manos.

—Eso es lo que pienso hacer —replicó Emily faltando por completo a la verdad—. ¡Es tan maravilloso tener a alguien en quien poder realmente confiar!

Emily era, indudablemente, una joven muy cumplida.