Capítulo II
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El mensaje

Terminado el té, Mrs. Willett propuso que jugasen al bridge.

—Somos seis; por lo tanto, dos tendrán que esperar turno.

Los ojos de Ronnie brillaron de satisfacción.

—Empiecen a jugar los cuatro —indicó el joven—. Miss Violet y yo hablaremos.

Pero Mr. Duke dijo que no contasen con él porque desconocía el bridge. El rostro de Ronnie perdió su momentánea animación.

—Entonces, podríamos escoger un juego en el que entrásemos todos —dijo la señora de la casa.

—O hagamos el experimento del velador —sugirió Ronnie—. Es noche de fantasmas y espíritus. El otro día hablábamos acerca de esto, ¿recuerdan ustedes? Y esta tarde, mientras veníamos hacia aquí, Mr. Rycroft y yo hemos vuelto a hablar del mismo asunto.

—Soy miembro de la Sociedad de Investigaciones Psíquicas —explicó Rycroft con su acostumbrada concisión—, y he querido precisarle al joven amigo uno o dos puntos.

—¡Sandeces! —exclamó el comandante Burnaby de un modo que todos lo oyeron.

—¡Oh! Pero es muy divertido, ¿no les parece? —replicó Violet—. Yo opino que tanto si uno cree en ello como si no, se trata de un buen entretenimiento. ¿Qué dice a eso, Mr. Duke?

—Lo que usted guste, miss Violet.

—Pues apaguemos las luces y escojamos una mesa que vaya bien. No, ésa no, mamá. Estoy segura de que es demasiado pesada.

Finalmente, se arreglaron las cosas a entera satisfacción de todos. Una bonita mesita redonda, con la superficie lisa, fue traída desde una habitación contigua. La colocaron frente a la chimenea y cada cual se sentó donde quiso a su alrededor. Las luces continuaron apagadas.

El comandante Burnaby se encontró entre Mrs. Willett y Violet. Al otro lado de la joven, estaba Ronnie Gardfield. Una cínica sonrisa plegaba los labios del comandante, mientras pensaba: «En los días de mi juventud, esto se llamaba: «¡Levántate, Jenkins!»». Y en vano trató de recordar el nombre de una muchacha de sedoso cabello cuya mano mantuvo él cogida por debajo de la mesa durante un larguísimo rato. ¡Cuánto tiempo había pasado desde entonces! Pero eso de «¡Levántate, Jenkins!» era un bonito juego.

Empezaron por las acostumbradas burlas, risas, cuchicheos y demás comentarios obligados.

—Los espíritus tardarán mucho en venir —dijo uno.

—Hay que andar un buen rato para llegar hasta aquí —dijo otro.

—¡Silencio! Si no estamos serios, no sucederá nada.

—¡Oh, quietecitos! ¡Todo el mundo bien quieto!

—No ocurre nada.

—¡Claro que no! Nunca se manifiestan al principio.

—Si al menos se estuviese usted quieto y callado…

Por fin, al cabo de un rato, los murmullos de las conversaciones sostenidas en voz baja se extinguieron. Sobrevino un largo silencio.

—Esta mesa está más muerta que mi abuela —murmuró Ronnie Gardfield con aire de disgusto.

—¡Chis…!

Una ligera vibración se extendió por la pulida superficie de la mesita y ésta empezó a oscilar.

—¡Pregúntele cosas! —exclamó Violet—. ¿Quién va a encargarse de las preguntas? Usted, Ronnie, háganos el favor.

—Sí, pero… bueno, ¿y qué pregunto?

—Pregunte si hay algún espíritu presente —le apuntó Violet.

—Bueno, pues… ¿hay un espíritu presente?

La mesa se agitó abruptamente.

—Eso quiere decir que sí —apuntó Violet.

—Esto… ¿quién eres?

—Pídale que nos indique su nombre.

—¿Cómo va a poder hacerlo?

—Mediante una serie de oscilaciones que nosotros contaremos.

—¡Ay, ya comprendo! Bien… ¿me quieres deletrear tu nombre, espíritu?

El velador comenzó a moverse violentamente.

—A… B… C… D… E… F… G… H… I… ¡Oh! Ahora he perdido la cuenta y no sé si se ha parado en la I o en la J.

—Pregúntaselo. ¿Era la I?

La mesa afirmó con una oscilación.

—Muy bien. Venga la letra siguiente, por favor.

El nombre del espíritu presente resultó ser IDA.

—Dinos, ¿tienes algún mensaje que comunicar a alguien aquí presente?

—Sí.

—¿Para quién es ese mensaje? ¿Para miss Willett?

—No.

—¿Para Mrs. Willett?

—No.

—¿Para Mr. Rycroft?

—No.

—¿Para mí? —acabó por preguntar el joven.

—Sí.

—¡Es para usted, Ronnie! ¡Vamos, haga que se explique!

El velador deletreó DIANA.

—¿Quién es Diana? —preguntó Violet—. ¿Conoce usted a alguien que se llame Diana?

—No, no recuerdo. A menos que se trate de…

—Venga, diga… seguro que sí.

—¿Por qué no le pregunta si es una viuda?

Aquello resultaba divertido. Mr. Rycroft sonrió indulgentemente. La gente joven siempre estaba de broma. Aprovechando un momentáneo relámpago del fuego de la chimenea, echó una ojeada al rostro de Mrs. Willett y pudo observar que parecía preocupada y abstraída. Sus pensamientos estaban lejos de allí.

El comandante Burnaby pensaba en la nieve. Seguro que aquella noche seguiría nevando. Era el invierno más crudo que podía recordar.

Mr. Duke se tomaba el juego muy en serio. Por lo visto, los espíritus no le prestaban apenas atención. Todos los mensajes parecían ser para Violet y Ronnie.

Violet iría en breve iría a Italia. Alguien iría con ella. No sería otra mujer, sino un hombre que se llamaba Leonard.

Hubo más risas. La mesita deletreó el nombre de la ciudad, pero no tenía nada de italiano; el nombre más bien parecía una ciudad rusa.

Salieron a relucir las acusaciones propias de estas sesiones.

—Miren… miren lo que hace Violet —indicó alguien, observando que la joven estaba casi echada sobre el velador—. No empuje la mesa.

—¡Yo no la empujo! Fíjense, tengo las manos completamente separadas del tablero y sigue oscilando. Véanlo, véanlo.

—A mí me gustan los golpes secos, las llamadas de los espíritus —dijo otro—. Voy a pedirles que nos hagan oír algún ruido, y que sea de los fuertes.

—Bueno, pediremos que haya ruidos —aceptó Ronnie; y volviéndose hacia Mr. Rycroft, su amigo, le preguntó—: ¿Podremos conseguir algún ruido? ¿Qué le parece?

—En las circunstancias actuales, opino que será un poco difícil —contestó Mr. Rycroft con sequedad.

A estas palabras siguió un largo silencio. La mesa estaba inerte, sin querer responder a las preguntas que se le hacían.

—¿Es que se ha marchado ya Ida?

Una lánguida oscilación confirmó esa sospecha.

—¿No hay por ahí algún otro espíritu amable que quiera decirnos algo?

Nada, la mesa seguía inmóvil. De repente, empezó a moverse y a oscilar violentamente.

—¡Hurra! ¿Eres tú otro espíritu?

—Sí.

—¿Traes un mensaje para alguien?

—Sí.

—¿Para mí?

—No.

—¿Para Violet?

—No.

—¿Para el comandante Burnaby?

—Sí.

—Esta vez le toca a usted, comandante Burnaby. ¿Quieres deletrearlo, por favor?

La mesa inició un lento bailoteo.

—T… R… E… V… ¿Estás seguro de que la última es una V? ¿Sí? ¡Pues no tiene ningún sentido!

—TREVELYAN, sin duda alguna —indicó Mrs. Willett—. Se refiere al capitán Trevelyan.

—¿Nos vas a decir algo del capitán Trevelyan?

—Sí.

—¿Traes algún mensaje para él?

—No.

—Bueno. Entonces, ¿de qué se trata?

La mesa empezó a balancearse con gran lentitud, pero a un ritmo perfecto. Se mecía tan despacio, que a todos les fue fácil contar las letras: M… una pausa, U… E… R… T… O…

—¡MUERTO!

—¿Alguien ha muerto?

En lugar de contestar «sí» o «no», el velador empezó a oscilar otra vez hasta detenerse en la letra T.

—¡T! ¿Te refieres a Trevelyan?

—¡Sí!

—¿Quieres decir que Trevelyan ha muerto?

—¡Sí!

Esta vez el movimiento fue muy brusco y rotundo. Alguien carraspeó. Un ligero estremecimiento agitó a toda la concurrencia.

La voz de Ronnie, al resumir todas sus preguntas en una sola, sonó muy diferente de como hasta entonces: amedrentada y nerviosa.

—¿Quieres decir que el capitán Trevelyan está muerto?

—Sí.

Hubo una larga pausa. Parecía como si nadie supiese qué nuevas preguntas se le podían hacer a la mesita, ni cómo comportarse ante tan inesperado acontecimiento.

Cuando aún duraba esta pausa, el velador volvió a balancearse. Con toda claridad y lentitud, marcó las letras que Ronnie pronunció en voz alta:

—A… S… E… S… I… N… A… T… O…

Mrs. Willett lanzó un agudo grito y retiró sus manos rápidamente de la mesita.

—No quiero que continuar. Es horrible. No me gusta.

La voz clara y resonante de Mr. Duke atronó la pequeña habitación al preguntar al velador:

—¿Quieres decir que el capitán Trevelyan ha sido asesinado?

Apenas había salido de sus labios la última sílaba de esta pregunta, cuando se produjo la respuesta: la mesita osciló tan violenta y afirmativamente que por poco se cayó al suelo. Y osciló una sola vez:

—¡Sí!

—¡Basta! —exclamó Ronnie retirando sus manos del tablero del velador—. Esta broma es repugnante —Su voz temblaba al decirlo.

—Enciendan las luces —sugirió Mr. Rycroft.

El comandante Burnaby se levantó y accionó el interruptor. El repentino resplandor alumbró una serie de rostros pálidos y descompuestos.

Cada uno de los reunidos miraba a los demás, sin que nadie supiese exactamente qué decir.

—Una sarta de disparates, desde luego —aseguró Ronnie con una sonrisa forzada.

—Tonterías sin sentido —confirmó Mrs. Willett—. Nadie debería… nadie tendría que hacer esta clase de bromas.

—Y menos cuando se refieren a muertes y asesinatos —dijo Violet—. ¡Oh, es muy desagradable… no me gusta nada!

—Yo no movía la mesa —indicó Ronnie, presintiendo que una general y silenciosa crítica estaba recayendo sobre él—. Les juro que no lo he hecho.

—Lo mismo puedo asegurar yo —afirmó Mr. Duke—. ¿Y usted, Mr. Rycroft?

—¡Pues yo tampoco! —exclamó con acalorado acento el interpelado.

—No creerán que yo haría una broma de esa índole, ¿verdad? —refunfuñó el comandante Burnaby—. No tengo tan mal gusto.

—Violet, querida… —empezó a decir Mrs. Willett.

—Yo no he sido, mamá. Te aseguro que yo no lo he hecho. Nunca haría una cosa así.

A la muchacha casi se le saltaron las lágrimas.

Todos se sentían incómodos. Una sombra repentina había descendido sobre aquella alegre reunión.

El comandante Burnaby empujó hacia atrás su silla, se dirigió hacia la ventana, apartó a un lado las cortinas y permaneció allí largo rato mientras daba la espalda a la habitación.

—Son las cinco y veinticinco —dijo Mr. Rycroft echando una ojeada al reloj de la chimenea. Después lo comparó con su propio reloj y todos se dieron cuenta de que aquellas observaciones tenían algún significado relacionado con su actual preocupación.

—Vamos a ver —dijo Mrs. Willett con forzada amabilidad—, me parece que sería mejor que tomásemos ahora un cóctel. Mr. Gardfield, ¿quiere tener la bondad de tocar el timbre?

Ronnie obedeció.

La doncella trajo los ingredientes necesarios y Ronnie fue el encargado de mezclarlos. La tensión de la situación cedió un poco.

—Bueno —dijo Ronnie levantando su vaso—. Esto ya está listo.

Los demás correspondieron a su invitación, todos menos la silenciosa figura junto a la ventana.

—Comandante Burnaby, aquí tiene su cóctel.

El aludido pareció despertar con un brusco respingo. Se volvió lentamente hacia la sala.

—Muchas gracias, Mrs. Willett, pero no cuenten conmigo —Y mirando por última vez hacia el exterior, se acercó de nuevo lentamente al grupo que bebía ante la chimenea—. Les agradezco mucho sus atenciones. Buenas noches.

—¡No puede irse ahora!

—Me temo que debo marcharme.

—¡No se vaya tan pronto! ¡Y con una noche como ésta!

—No sabe cuánto lo lamento, Mrs. Willett, pero no tengo más remedio que hacerlo. ¡Si al menos hubiese algún teléfono por aquí cerca…!

—¿Un teléfono?

—Sí. Para serle franco, yo… bueno, me gustaría asegurarme de que Joe Trevelyan está bien. Todo eso son estúpidas supersticiones, pero ahí están. Naturalmente, no creo en esas supercherías, pero…

—Pero no podrá telefonear desde ningún sitio porque no hay ningún teléfono en Sittaford.

—Exacto. Como no puedo telefonear, tendré que ir allí.

—Entonces, vaya. Pero no conseguirá que ningún automóvil le lleve por ese camino. Elmer no querrá llevarle en su coche con una noche como ésta.

Elmer era el propietario del único automóvil de la localidad, un viejo Ford que era alquilado a un precio asequible por los que deseaban dirigirse a Exhampton.

—No, no, nada de ir en coche. Mis dos piernas me llevarán allí, Mrs. Willett.

Se levantó un coro de protestas.

—¡Oh! ¡Comandante Burnaby, eso es imposible! Usted mismo acaba de decir que va a nevar.

—Cierto, aunque aún tardará una hora en empezar a caer nieve… tal vez más. Entretanto, habré llegado. No se preocupen.

—¡Oh! No puede hacerlo. No podemos consentirlo.

La señora de la casa estaba alterada e inquieta.

Pero los razonamientos y las súplicas no afectaron al comandante Burnaby más que a una roca. Era un hombre obstinado.

Cuando su mente decidía algo, ningún poder humano era capaz de hacerle desistir.

Estaba resuelto a ir a pie a Exhampton y comprobar por sí mismo que no le ocurría nada a su viejo amigo, y repitió esta simple argumentación media docena de veces.

Finalmente, todos tuvieron que aceptar que lo hiciera. Se envolvió cuidadosamente en su sobretodo, encendió la linterna que había traído y se adentró en la noche.

—Pasaré un momento por mi casa a recoger una botella —dijo con voz alegre—, y entonces ya podré emprender la marcha sin ningún temor. Trevelyan me alojará en su casa por esta noche, sin duda alguna. Todo esto son temores ridículos, ya lo sé. Seguro que no ocurre nada. No se preocupe, Mrs. Willett, nieve o no nieve llegaré en un par de horas. Buenas noches a todos.

Y se alejó. Los demás tomaron asiento delante de la chimenea.

Rycroft se detuvo un instante a contemplar el cielo.

—Sé que va a nevar —murmuró dirigiéndose a Mr. Duke—, y empezará mucho antes de que llegue a Exhampton. Celebraré que llegue sin novedad.

Duke frunció el entrecejo.

—Lo soñé. Creo que debía de haberme ido con él. Uno de nosotros hubiera debido acompañarle.

—Todo esto es muy lamentable —dijo miss Willett muy lentamente—. Muy lamentable. Violet, no quiero que en mi casa se repita nunca más ese estúpido juego. Ahora, el pobre comandante Burnaby será probablemente arrastrado por la ventisca o tal vez muera de frío en medio de la carretera. A su edad… ¡Qué locura partir en estas circunstancias! Desde luego, el capitán Trevelyan estará perfectamente bien.

Todos repitieron: —¡Claro que sí!

Sin embargo, ninguno de ellos se sentía muy tranquilo. Suponiendo que le hubiese ocurrido algo al capitán Trevelyan…

Suponiendo…