El comandante Burnaby se calzó las botas de goma, se abrochó bien el cuello del abrigo, tomó de un estante cercano a la puerta una linterna protegida contra el viento y abrió con cautela la puerta principal de su pequeño chalé y atisbo el exterior.
La escena que presenciaron sus ojos era típica de la campiña inglesa, tal como la representan las tarjetas de felicitación de Navidad y los melodramas pasados de moda. Por todas partes se veía nieve acumulada en espesos montones, no un mero blanco manto de una o dos pulgadas de espesor. Durante los cuatro últimos días, había nevado copiosamente en toda Inglaterra y, en aquella región de los alrededores de Dartmoor, se había alcanzado espesores de varios pies. Los vecinos de toda la comarca se quejaban de la infinidad de cañerías que se reventaban por causa de aquel frío y el que tenía un amigo fontanero (aunque sólo fuese un aprendiz) se consideraba el más afortunado del mundo.
Para la pequeña aldea de Sittaford, siempre apartada del resto del mundo y entonces casi aislada de él, los rigores del invierno constituían un serio problema.
El comandante Burnaby, sin embargo, era un hombre decidido. Resopló un par de veces, gruñó una sola vez y se lanzó resuelto hacia la nieve.
No iba muy lejos. Recorrió ligero un corto sendero batido por el viento, atravesó la puerta de un cercado y subió por un camino, parcialmente despejado de la nieve que lo cubría, hasta una casa de granito de considerable tamaño.
Una pulcra doncella le abrió la puerta de entrada y ayudó al comandante a quitarse su pesado abrigo, las botas y la vieja bufanda.
Le abrieron una puerta y entró en una habitación que daba la impresión de parecer otro mundo.
A pesar de que sólo eran las tres y media de la tarde las cortinas estaban echadas, las luces eléctricas brillaban encendidas y un agradable fuego ardía en la chimenea. Dos damas que lucían trajes de tarde se levantaron para saludar al valiente anciano militar.
—Le agradezco que haya venido, comandante Burnaby —dijo la de más edad.
—De ningún modo, Mrs. Willett, de ningún modo. Usted sí que ha sido amable al invitarme —replicó el comandante estrechando las manos de ambas.
—Mr. Gardfield vendrá enseguida —explicó Mrs. Willett—, y también Mr. Duke. Y Mr. Rycroft dijo que vendría, pero no es muy de esperar a su edad y con este mal tiempo. Realmente, es demasiado desagradable y se siente la necesidad de hacer algo que ayude a mantener el buen humor. Violet, pon otro tronco en la chimenea.
El comandante se levantó galantemente para ponerlo él.
—Permítame, miss Violet —dijo.
Colocó el tronco con gran maestría en el centro del fuego y regresó una vez más al sillón que la dueña de la casa le había indicado. Procurando que no se notase, lanzó encubiertas miradas a su alrededor, asombrado de que un par de mujeres pudiesen alterar de ese modo el aspecto de una habitación y todo ello sin hacer nada extraordinario que destacase a primer golpe de vista.
La casa de Sittaford había sido construida hacía diez años por el capitán Joseph Trevelyan, cuando se retiró de la Armada. Era un hombre acaudalado y siempre habla tenido muchas ganas de residir en Dartmoor. Escogió el pueblecito de Sittaford, que no estaba escondido en el rondo de un valle, como la mayor parte de las aldeas y granjas, sino que escalaba con sus casitas una enhiesta loma, bajo la sombra del faro de Sittaford. Adquirió allí una buena extensión de terreno y edificó en ella una casa confortable, provista de su propio generador de electricidad para el alumbrado y una bomba que realizara el trabajo de bombear agua. Además, para hacer más rentable su propiedad, construyó también seis pequeños chalés, cada uno sobre una parcela de unos mil metros cuadrados y a lo largo del camino.
El primero de esos chalés, es decir el colindante con su jardín particular, se lo cedió a su viejo amigo y camarada, John Burnaby; las restantes se vendieron poco a poco, pues aún quedaban algunas personas que, por capricho o por necesidad, gustaban de vivir fuera del mundo. El pueblo, en realidad, se componía tan sólo de tres pintorescas pero abandonadas casas de campo, una herrería y una combinación de oficina de correos y pastelería. La ciudad más cercana, Exhampton, dista de allí seis millas y se llega a ella por una fuerte pendiente que requirió colocar este cartel: «¡Conductores, poned la primera!», tan popular en las carreteras de la región de Dartmoor.
El capitán Trevelyan, como ya se ha dicho, disfrutaba de una excelente posición. A pesar de esto, o quizá por eso mismo, era un hombre que sentía una irrefrenable pasión por el dinero. A finales de octubre, un agente inmobiliario domiciliado en Exhampton le escribió una carta en la que le preguntaba si le interesaría alquilar su mansión de Sittaford. Un presunto inquilino se había interesado por ella y deseaba arrendarla durante el invierno.
El primer impulso del capitán Trevelyan fue el de rechazar la proposición. El segundo consistió en solicitar más detalles. Resultó que la persona interesada era Mrs. Willett, una viuda con una hija que acababa de llegar de Sudáfrica y deseaba instalarse en Dartmoor para pasar allí el invierno.
—¡Maldita sea! ¡Esa mujer debe de estar loca! —exclamó el capitán Trevelyan—. ¡Eh, Burnaby! ¿No piensas tú lo mismo?
Burnaby lo pensaba también y así se lo manifestó con el mismo acaloramiento que el empleado por su amigo.
—De todos modos —añadió—, no tienes porqué alquilársela. Deja que esa chiflada se vaya a cualquier otro lugar, si es que tiene ganas de congelarse. ¡Hay que ver, viniendo como viene de Sudáfrica!
Pero en aquel momento, entró en juego la codicia del capitán Trevelyan. Una oportunidad así de alquilar su casa en pleno invierno no se le presentaría una sola vez entre cien. Volvió a escribir preguntando qué alquiler estaba dispuesta a pagar la solicitante.
Una oferta de doce guineas a la semana cerró las negociaciones. El capitán Trevelyan se fue a Exhampton, alquiló allí una modesta casa en las afueras que le costaba dos guineas[1] por semana, y le arrendó su mansión de Sittaford a Mrs. Willett, con la condición de percibir por anticipado la mitad del alquiler.
—Una loca y su dinero son dos cosas que no pueden estar mucho tiempo juntas —razonó el avaro capitán.
Aunque Burnaby pensaba aquella tarde, mientras examinaba disimuladamente a Mrs. Willett, que no tenía el aspecto de haber perdido la razón. Era una mujer de elevada estatura, algo extraña en sus maneras, pero con una fisonomía que reflejaba más sagacidad que locura. Le gustaba mucho vestirse con elegante ostentación, hablaba con un marcado acento colonial y parecía muy satisfecha de haber conseguido alquilar aquella residencia. Así lo manifestaba claramente, lo cual, como Burnaby pensó en más de una ocasión, contribuía a que aquel extraño negocio pareciese más singular aún. No era del tipo de mujer a quien se le pudiera atribuir una pasión por la vida solitaria.
Como vecina, había resultado de una amabilidad casi empalagosa. Las invitaciones para visitar la casa de Sittaford llovían en todas partes. Al capitán Trevelyan no cesaba de repetirle: «Considere la casa como si no la hubiese alquilado». Sin embargo, Trevelyan no era muy amigo de las mujeres. Se decía que había sufrido calabazas en su juventud. Con notable persistencia, rehusó todas las invitaciones. Ya hacía dos meses que las Willett se habían instalado allí y apenas quedaba rastro del interés que había despertado su llegada al lugar. Burnaby, reservado y silencioso por naturaleza, continuaba el estudio de la señora de la casa, tan absorto que no sintió la menor necesidad de seguir la conversación. Le gustaba comprobar que no estaba loca, ni mucho menos, como así era en realidad. Por fin, llegó a una conclusión satisfactoria. Su mirada se fijó en Violet Willett. Una bonita muchacha, y delgada, desde luego, como casi todas las de hoy en día. ¿Qué se podía admirar en una mujer si perdía su aspecto femenino? Los periódicos decían que las curvas volvían a estar de moda. Ya era hora.
Sintió la necesidad de atender a la conversación.
—Al principio, nos temimos que no pudiese venir a vernos —dijo Mrs. Willett—. Nos dijo algo por el estilo, ¿recuerda? Por eso nos ha complacido mucho que después nos dijera que de todos modos vendría.
—Viernes —replicó el comandante Burnaby con aire de ser muy explícito.
Pero Mrs. Willett se quedó confusa ante tan enigmática palabra.
—¿Viernes?
—Sí, los viernes voy a casa de mi amigo Trevelyan. Y los martes viene él. Así lo hemos hecho durante muchos años.
—¡Ah, ya comprendo! Es natural, viviendo tan cerca el uno del otro.
—Es una especie de costumbre.
—Pero ¿sigue usted haciéndolo ahora? Quiero decir desde que él se ha ido a vivir a Exhampton.
—Es triste tener que romper una costumbre —contestó el comandante Burnaby—, pero el mal tiempo nos ha hecho perder estas últimas tardes.
—Tengo entendido que se dedican ambos a participar en concursos, ¿no es así? —preguntó Violet—. Acrósticos, crucigramas y todas esas cosas…
Burnaby asintió.
—Sí, yo resuelvo los crucigramas. Trevelyan se dedica a los acrósticos. Cada uno se ciñe a su propio terreno. El mes pasado gané tres libros en un concurso de crucigramas —explicó con cierto orgullo.
—¡Oh, muy bien! ¡Qué magnífico! ¿Eran interesantes los libros?
—No lo sé porque no los he leído. Tienen aspecto de ser muy aburridos.
—Lo que importa es ganar un premio, ¿verdad? —dijo Mrs. Willett con aire distraído.
—¿Cómo va usted a Exhampton? —preguntó Violet—. Porque usted no tiene automóvil.
—Voy a pie.
—¿Cómo? ¡No es posible! ¡Si hay seis millas!
—Es un buen ejercicio. ¿Qué son doce millas? Así se conserva uno en forma. Y es una gran cosa estar en forma.
—¡Imagínese! ¡Doce millas andando! Según tengo entendido, usted y el capitán Trevelyan eran grandes deportistas, ¿no es así?
—Teníamos la costumbre de ir juntos a Suiza. Practicábamos los deportes de nieve en invierno y escalábamos las montañas en verano. ¡Un hombre maravilloso sobre el hielo, el amigo Trevelyan! Ahora ambos somos demasiado viejos para estas cosas.
—Usted ganó el campeonato militar de marcha con raquetas, ¿verdad que sí? —preguntó Violet con aire entusiasta.
El comandante se ruborizó como una damisela.
—¿Quién le ha contado eso? —musitó entre dientes.
—El capitán Trevelyan.
—Valdría más que Joe contuviese su lengua —comentó Burnaby—. Habla demasiado. ¿Cómo sigue el tiempo ahora?
Respetando su turbación, Violet le acompañó hasta la ventana. Apartaron la cortina a un lado y miraron hacia la desolada escena exterior.
—Sigue nevando —dijo Burnaby—. Y mucho, diría yo.
—¡Oh, qué emocionante! —exclamó Violet—. Siempre he pensado que la nieve es una cosa muy romántica. Nunca la había visto antes de ahora.
—No resulta tan romántica cuando las cañerías empiezan a reventar, locuela —dijo su madre.
—¿Ha vivido siempre en Sudáfrica, miss Willett? —preguntó el comandante Burnaby.
Ante esta pregunta, la muchacha perdió visiblemente algo de su animación. Y pareció que se violentaba un poco cuando contestó:
—Sí. Ésta es la primera vez que he salido de allí. Por eso me resulta todo tan terriblemente emocionante.
¿Emocionante enterrarse en el más remoto y desierto pueblucho inglés? ¡Vaya idea! Nunca entendería a esa gente.
Se abrió la puerta y la doncella anunció:
—Mr. Rycroft y Mr. Gardfield.
Se presentaron un anciano pequeño y seco como una pasa y, tras él, un joven de rostro fresco y coloreado y semblante infantil. Este último fue el que habló primero:
—Aquí se lo traigo, Mrs. Willett. Me dijo que si quería verlo enterrado bajo un alud de nieve. ¡Ja, ja! Esto tiene un aspecto sencillamente maravilloso. ¡Un buen fuego en la chimenea!
—Como dice muy bien mi joven amigo, él me ha guiado amablemente hasta esta casa —explicó Mr. Rycroft después de estrechar las manos de los presentes con afectada ceremonia—. ¿Cómo está usted, miss Violet? ¡Qué tiempecito más invernal! Demasiado propio de esta estación del año.
Y se acercó al fuego, sin dejar de hablar con Mrs. Willett, mientras Ronald Gardfield le daba la lata a Violet.
—Estaba pensando… ¿no podríamos patinar en algún sitio? Por aquí cerca habrá algún estanque helado.
—Creí que cavar caminos en la nieve era su único deporte.
—Pues eso he hecho toda la mañana.
—¡Oh, pobre hombre, cuánto trabaja…!
—¡No se ría de mí, no! Mire, tengo las manos llenas de ampollas.
—¿Cómo está su tía?
—¡Oh, siempre igual! A veces asegura que se encuentra mejor y otras que está mucho peor, pero yo creo que, en realidad, su salud no experimenta nunca la menor variación. La suya es una vida terrible como ya sabe. Cada nuevo año que transcurre me pregunto cómo puedo aguantarla. Pero ¡qué le vamos a hacer! No hay más remedio que ayudar un poco a ese viejo pajarraco, Navidad tras Navidad. Si no, sería muy capaz de dejar su dinero a un asilo de gatos. Ahora tiene ya cinco en casa, ¿no lo sabía? Yo me paso el día acariciando a esos antipáticos animales y simulando que les tengo un cariño loco.
—Me gustan más los perros que los gatos.
—Lo mismo me pasa a mí. Lo que yo digo es que un perro es… bueno, un perro es siempre un perro, ¿verdad?
—¿Y toda la vida le han gustado los gatos a su tía?
—Yo creo que esa afición es consecuencia propia de su vida de solterona. ¡Uf, odio a esos animales!
—Su tía es muy simpática, pero en algunas ocasiones asusta un poco.
—Yo diría que antes no era así. A veces, me vuelve loco. Como usted ya sabe, ella cree que no tengo nada dentro de la cabeza.
—¿Y tiene usted algo en realidad?
—¡Oh, venga ya! ¡No me diga esto! Hay muchas personas que parecen locas y se ríen de todo.
—Mr. Duke —anunció la doncella.
Era el que acababa de llegar. Había comprado en septiembre el sexto y último de los chalés. Era un hombre alto y robusto, de carácter tranquilo y aficionado a la jardinería. Mr. Rycroft, que sentía un verdadero entusiasmo por los pájaros y vivía en el chalé de al lado, se encargó de protegerlo con su amistad tapando la boca a quienes decían que Duke era un hombre muy simpático, pero que… después de todo… bastante… bueno ¿bastante qué? ¿Podía asegurarse que era un comerciante retirado?
Lo cierto era que nadie se había atrevido a preguntarle por su pasado y, por otra parte, casi resultaba preferible ignorarlo. Porque si alguien se enteraba de eso, acaso se vería en una situación un poco embarazosa y en un pueblo tan pequeño era preferible estar a buenas con todos.
—¿No ha dado hoy su paseíto hasta Exhampton con este tiempo, verdad? —le preguntó Duke al comandante Burnaby.
—No, señor. Imagino que es difícil que el amigo Trevelyan me espere esta noche.
—Es horroroso, ¿no es verdad? —dijo Mrs. Willett con un estremecimiento—. Vivir enterrado en esta aldea año tras año debe de ser terrible.
Mr. Duke le lanzó una rápida mirada, mientras el comandante Burnaby la contemplaba con cierta curiosidad.
Pero en aquel momento, entró la doncella con el té.