Revolución y forma jurídico-política

I

De cosas ya varias veces escritas[14], entresacamos, para poner en marcha este ensayo, las tesis siguientes:

1. Una totalidad estructural de relaciones de producción, o «ley económica», o «modo de producción», es algo que marcha de manera espontánea, por así decir «ciega». O sea: algo que no es «para sí» lo que es «en sí».

2. «Para sí», la totalidad estructural del caso asume una cierta apariencia que, sin embargo, no es un «error» ni un «engaño», ya que es la propia «base económica» la que, en su mismo funcionamiento, se expresa para sí misma no en los términos en que es presente «para nosotros» o «en sí», sino en una especie de «traducción» a otro «lenguaje».

3. En la distinción entre el «en sí» y el «para sí» de una formación social (o sea: en el carácter espontáneo, objetivo, no consciente, de su proceso interno) reside, pues, el fundamento de que esa formación social genere, como la autointerpretación de ese mundo histórico, un mundo de ideas y formas peculiar, una «ideología» esencial.

Con esto, creemos, queda muy clara la distinción (mejor: la incomparabilidad) entre, por una parte, la ideología esencial de un mundo histórico, de una sociedad, y, por otra parte, cualesquiera manejos «ideológicos» a los que ese mundo histórico, enfrentado con la evidencia de su carácter perecedero, obligue a sus propias fuerzas materiales conservadoras. Tales manejos forman parte de la crisis desintegradora de ese mundo, por más que tal crisis comience a tener lugar desde el momento y en la medida en que el mundo en cuestión es, de alguna manera, una realidad; realidad que, como se ha dicho, es incapaz de soportar la evidencia de su propio «ser para sí», la evidencia de lo que ella misma es, y, por lo tanto, recurre a la falsedad. Por el contrario, la ideología esencial de un mundo histórico es verdad. En primer lugar, lo es en un sentido más profundo que el de la pedestre «adecuación» a «la realidad». Es verdad en el sentido de que es la presencia, la apertura del mundo dentro del cual cada cosa es reconocida en su ser propio. Es esencial a la «sociedad moderna» el que cada cosa sea juzgada y valorada en el horizonte de esos criterios y normas; es ahí donde se determina lo que se entiende por «ser» y por «verdad», lo que se reclama cuando se pregunta «qué es» esto o aquello, etc. Y, en segundo lugar, pues este concepto de la verdad fundamenta incluso cualquier posible «adecuación» del juicio a la cosa, las ideas esenciales de un mundo histórico tampoco pueden ser «falsas» en el sentido empírico de la palabra, ya que ellas mismas no se plantean como tesis empíricas. Por ejemplo: la ideología burguesa radical, a diferencia de las mentiras de los políticos burgueses, no dice que los hombres estén siendo de hecho ciudadanos libres e iguales, ni que lo vayan a ser en cuanto se apliquen las benéficas medidas propuestas por el partido que habla. Dice que no lo son y que deben serlo. Etc. Precisamente a la separación del «ser para sí» con respecto al «ser en sí» le es inherente la separación de un «ideal» cuyo poder rector sobre la realidad es un problema que está siempre por resolver: desde el «reino de Dios en la tierra» hasta el «progreso infinito», pasando por el radicalismo revolucionario cuyo destino es que no haya ninguna cabeza que no deba ser cortada, pues la única manera de hacer pura y simplemente real la igualdad ideal es que no haya individuos.

Del conjunto de imperativos y normas que constituyen la proyección ideal, el «ser para sí» traducido de la sociedad moderna, de la sociedad burguesa, forma parte la idea específica de lo político con el siguiente contenido: todos los hombres son iguales en derechos y deberes; por lo tanto, todo aquello que concierne a los marcos de relación de unos hombres con otros, a las líneas según las cuales una decisión de un hombre condiciona decisiones de otro, todo eso no puede ser decidido por ninguna voluntad particular, sino que es de incumbencia del conjunto de los hombres considerado cada uno de ellos como un «ciudadano», esto es: como uno que tiene a ese respecto la misma capacidad de decisión que cualquier otro uno. Ello significa que las decisiones se adoptan por sufragio universal y que el voto es libre, y esto, a su vez, implica las libertades de información, de comunicación, de expresión de reunión. En otras palabras: todo lo que es condición formalizable para que todo ciudadano pueda votar libremente es, a su vez, un derecho.

Todo esto es lo que se llama «democracia». El conjunto de los «ciudadanos» es lo que se llama «el pueblo».

No es inherente al ideologema político burgués el hecho de que las decisiones procedan del sufragio universal sólo indirectamente, o sea: a través de «representantes» elegidos por ese tipo de sufragio. La crítica democrática de la «representación» fue hecha ya por Rousseau, que es un ideólogo burgués radical, y los jacobinos intentaron incluso pasos prácticos en ese sentido. Pero es totalmente cierto que la presencia directa e igual del conjunto de los ciudadanos en los órganos de decisión depende de algo más que de principios políticos, a saber: depende de cosas que, en términos marxistas, se engloban bajo la fórmula «desarrollo de las fuerzas productivas», y que conciernen concretamente a posibilidades materiales de comunicación y control. Así, por ejemplo, la limitación habría desaparecido si, primero, cada ciudadano tuviese acceso efectivo a toda la información referente a la actuación de los órganos elegidos, y, segundo, hubiese un cómputo permanente de votos con valor resolutivo[15]. Ambas cosas están perfectamente de acuerdo con Rousseau o Robespierre a nivel de ideología política; salvo que ninguno de ambos ideólogos vivió en la época de Ja tercera revolución tecnológica.

Tampoco es inherente a la concepción política burguesa radical el que todo eso se plantee dentro de unos límites étnico-geográficos. Por el contrario, el concepto moderno de «nación» significó la ruptura con la comunidad natural, la extensión de la comunidad política hasta donde lo permitían las condiciones dadas para una comunicación regular (de hecho se llegó incluso hasta donde esas condiciones, aun no existiendo, podían ser forzadas). Una vez más, nos encontramos no con una limitación de la figura ideológica misma, sino con las condiciones materiales de su realización.

Más absurdo aún sería pensar que el sufragio universal y las libertades antes citadas no son principios políticos burgueses por el hecho de que generalmente no fue la clase capitalista quien pugnó por llevarlos a la práctica, o porque incluso trató de impedir que se cumpliesen. Cierto que la burguesía prefirió durante mucho tiempo el sufragio censitario y la ausencia de libertad de coalición para los obreros. Pero apoyarse en este hecho para argüir que el sufragio universal y las libertades no son ideas burguesas, es ignorar que la maduración histórica de un sistema social cuyo funcionamiento ordinario es espontáneo (como arriba dijimos) no se produce como si la clase dominante conociese cuál es la naturaleza del sistema y sus consecuencias, lo desease y lo pusiese en ejecución armónicamente, sino que tiene lugar como resultado a largo plazo de respuestas empíricas a problemas asimismo empíricamente planteados. Las exigencias estructurales del sistema se van haciendo sentir incluso contra los intereses económicos inmediatos de la clase dominante en cuanto conjunto empírico de individuos.

Se puede decir que el sufragio universal es una conquista del proletariado y, al mismo tiempo, decir que su posibilidad y efectiva implantación es un hecho de madurez política de la sociedad burguesa y de la burguesía misma, y no una «concesión». Ambas afirmaciones expresan dos caras de la misma realidad. La resistencia del proletariado a la explotación es un aspecto esencial e interno de toda la historia del capitalismo; sin esa resistencia nada tiene sentido y nada puede entenderse. Y es en esa historia donde la propia burguesía va aprendiendo las condiciones de su propio dominio; por ejemplo: va encontrando que, si bien de manera inmediata es más fácil actuar con poderes despóticos, e incluso en cualquier momento esos poderes pueden aportar una solución a dificultades determinadas, sin embargo eso no es a largo plazo un método conveniente de gestión de la propia sociedad burguesa, ni sirve para concretar adecuadamente a nivel político los intereses de la burguesía como clase.

Otras cosas, en cambio, sí son inherentes al ideologema político burgués, pero sólo si se las entiende de una precisa manera y se las depura de la referencia a determinados fenómenos políticos empíricamente dados.

Así, por ejemplo, la doctrina de la «separación de poderes» es, desdé luego, utilizada por la burguesía para independizar determinadas esferas de poder (pertenecientes al ejecutivo y, generalmente en menor medida, al judicial) frente al Parlamento y, de esta manera, graduar según su conveniencia el poder de las instancias elegidas y la publicidad de la gestión. Pero incluso esta utilización no sería posible si la idea de «separación de poderes» no tuviese una cierta apariencia justificatoria; y no tendría esta apariencia si no fuese porque es una deformación y falsificación de algo que tiene un verdadero núcleo racional. Se trata de lo que nosotros preferiríamos llamar «la universalidad de la norma», el hecho de que las disposiciones del Estado deban estar formuladas en términos universales («dadas las condiciones A, B, C, y para todos los casos en que esas condiciones estén dadas, se dispone Z») o bien ser aplicación a un caso particular de una norma universal expresamente promulgada. Demostraremos dos cosas: primera, que esto es efectivamente una exigencia democrática; y, segunda, que esto no puede ocurrir sin una delimitación entre tres funciones que coinciden aproximadamente con los mal llamados «poderes» de la teoría clásica.

Empezaremos por la segunda de estas dos tesis. La mencionada universalidad de la norma significa que no se legisla para el caso concreto, sino que en cada caso concreto se aplica la ley, y esto sólo es posible si la aprobación de la ley es una cosa distinta de la decisión sobre el caso concreto y ésta está subordinada a aquélla, de manera que, por una parte, el que juzga el caso concreto no está facultado para cambiar la ley (o sea: en cuanto juez o ejecutor, no es al mismo tiempo legislador) y, por otra parte, tiene que hacer una legislación universal y no una suma de resoluciones recaídas sobre casos concretos (o sea: el legislador en cuanto tal no es juez ni ejecutor). Lo cual no significa necesariamente que se trate de «poderes» distintos, ni mucho menos que alguno de ellos deba gozar de «autonomía».

Ahora bien, primera de las tesis que nos habíamos comprometido a demostrar, ¿por qué esta universalidad de la norma, esta autovinculación del poder a una norma universal previa y condicionante con respecto a la decisión, es una exigencia democrática? Porque sin ella no puede haber ninguna garantía de derechos. El ciudadano no puede en ningún momento contar con nada como derecho suyo, y, por lo tanto, propiamente no tiene derecho a nada ni es libre de nada ni para nada. Simplemente no existen ciudadanos, porque nadie está reconocido como persona jurídica, ni puede estar garantizada ninguna libertad, ni, por lo tanto, puede haber sufragio universal libre. De hecho, esta posibilidad de decidir directamente y «libremente» sobre el caso concreto no es compatible con otra cosa que con el albedrío del déspota. Desde el momento en que se pretende que es un cuerpo de ciudadanos quien decide, se está admitiendo la necesidad de un derecho, o sea: de una legislación previa, distinta y condicionante respecto al caso concreto, y, con ello, se está admitiendo la exigencia de que la actuación legisladora permanezca distinta de, por una parte, la ejecutiva y, por otra parte, la judicial. Ello no significa, desde luego, que sean tres «poderes» atribuibles a diferentes instancias, ni mucho menos que alguno de los tres aspectos del ejercicio del poder deba escapar en alguna medida a la capacidad de decisión de todo el cuerpo de ciudadanos.

Al referirnos a la universalidad de la norma, hemos tocado un tema tan viejo como los más viejos antecedentes de la idea de la democracia. Según es sabido, la palabra «democracia», así como la palabra «política», son literalmente palabras de la antigua lengua griega, y suele decirse que la cuna de la democracia, e incluso de las formas políticas en general, es la Grecia antigua. Nosotros sabemos que en aquella época histórica no pudo haber nada que pueda ser traducido por el concepto moderno de la «democracia», ni siquiera por el concepto moderno de la «política». Ahora bien, tal traducción, que no es ni exacta ni aproximada, está, sin embargo, justificada en algún aspecto. La intensa búsqueda de lo griego por los pensadores más radicales de la revolución burguesa, su constante inspiración en fuentes griegas, no fue en absoluto un adorno ni un fetichismo, ni se debió a que estuviesen mal informados o interpretasen mal los hechos antiguos. La inspiración es real. Lo que ocurre es que la democracia griega, como en general lo político en Grecia, no es una expresión (ni siquiera «idealizada») del conjunto de las relaciones entre los hombres, ni del conjunto de la existencia histórica de éstos, sino que juega en un ámbito restringido y sólo se entiende reintegrándose a una totalidad más amplia. La propia polis griega es la emergencia pública de un mundo que sigue conservando y reconociendo sus raíces en lo oculto de la casa y de la familia. Precisamente por este carácter de creación, porque los griegos no estaban pura y simplemente en el ámbito de lo político, sino que lo fundaban, por esto es la polis griega algo tan adecuado para que su consideración suscite la problemática de la forma política en sí misma. Por ejemplo: en este caso para mejor tocar el problema de la universalidad de la norma.

La constitución de la polis representa, como proceso histórico, como algo que no tiene lugar de un golpe, la asunción de una forma política en general, en contraste con la pura y simple aceptación de los vínculos y dependencias «naturales». Pues bien, desde las primeras fases, este proceso comporta, como uno de sus aspectos esenciales, la exigencia de que las leyes se escriban. Y esto aparece siempre como una pretensión de igualdad, de reconocimiento de la ciudadanía y del démos frente a la aristocracia que representaba el dominio «natural» y pre-político; y aparece así incluso con independencia del contenido de las leyes, incluso si éstas son exorbitantemente favorables a la aristocracia y al mantenimiento de su poder. ¿Por qué? Porque el simple hecho de que la ley esté escrita introduce de alguna manera el principio de la igualdad. La ley podrá conceder posibilidades muy distintas a unos que a otros, pero todos están igualmente sometidos a ella.

Y esto no es sólo una cuestión «moral», sino que se manifiesta en cosas muy concretas: el gobernante ya no puede hacer simplemente lo que quiera, y el ciudadano, por muy pocos que sean sus derechos y muchas sus obligaciones, pasa a tener efectivamente unos derechos garantizados (que no dependen de las decisiones del gobierno) y a no tener más obligaciones que unas determinadas. La primera enseñanza de la polis griega es que la peor ley escrita es mejor que el albedrío del más magnánimo de los señores. No es extraño qüe la aristocracia primitiva exigiese que las leyes le asegurasen su poder mediante «draconianas» disposiciones, y que, aun así, la aceptación de las leyes hubiese de serle arrancada. Sabía que la concesión que se veía obligada a hacer era cualitativamente impagable, que no podía haber contrapartida equivalente.

Porque, en efecto, como vamos a ver, la adopción de la ley como «ley escrita», la asunción del principio jurídico-formal, desencadena por su misma naturaleza un proceso que, si no es detenido por algo exterior a él, conduce necesariamente a la democracia. En griego antiguo, una misma palabra, politeía, designa al mismo tiempo: a) la condición de ciudadano y el cuerpo de ciudadanos; b) la forma jurídico-política en general; c) concretamente la forma jurídico-política «democrática» o «republicana». Y este triple significado no representa ninguna imprecisión del lenguaje, sino, al contrario, la finura del mismo. Al menos el sentido b) de politeía corresponde a lo que hoy llamaríamos «Constitución». Y la exigencia de una Constitución no se vuelve a plantear de hecho hasta que la emergencia de la sociedad moderna pone sobre la mesa el problema de la democracia. La noción de una forma jurídico-política rigurosa, de una «Constitución», está ligada lógicamente con la noción de democracia. Con toda «Constitución» que no sea democrática (o en la medida en que no lo sea) sucede necesariamente al menos una de estas dos cosas: que presente contradicciones entre unos y otros aspectos de su contenido, o que ese contenido sea contradictorio con su propio rango constitucional (por ejemplo: en el sentido de que determinadas disposiciones anulen virtualmente la Constitución ante una autoridad superior). No puede haber una verdadera Constitución enteramente coherente que no sea democrática, del mismo modo que, según ya dijimos, no puede haber democracia que no sea constitucional.

II

Lo dicho sobre la exigencia de una forma jurídico-política sólo deja de tener aplicación, obviamente, en el caso de que sea superado el Estado mismo.

Ahora bien, carece de sentido plantear como un proyecto político la superación del Estado, toda vez que la esfera de lo político es ni más ni menos que la esfera del Estado, de manera que éste no puede ser superado políticamente.

En el sentido que acabamos de dar al adjetivo «político», es político todo proyecto de actuación referente al Estado, sobre, en o desde él, ya sea el proyecto de «destruirlo», de «usarlo» de tal o cual manera, o incluso el de ignorarlo. En consecuencia, el Estado como tal no puede ser superado por ningún proyecto de actuación en, sobre, desde o respecto a él. No puede ser «suprimido» ni «destruido». En todo caso, podrá «extinguirse» él mismo, ir desapareciendo sin que nadie se ocupe de eliminarlo, una vez que haya perdido su razón de ser.

Cuando Marx habla de «la historia» como «historia de la lucha de las clases», no se está refiriendo al discurrir temporal de la humanidad en general y en abstracto, sino a un determinado proceso histórico-mundial, cuyo final justamente «ahora» (cuando Marx escribe) empieza a ser previsible, en el sentido de que empieza a verse la posibilidad de un acto que liquidará las bases mismas de la lucha de clases, con lo cual se creará sin duda una situación que ya no entra en nuestras posibles previsiones, para la que ya no valen nuestros conceptos sobre la historia, y con respecto a la cual tenemos que admitir que todo lo que ha surgido por y para la lucha de clases (o sea: entre otras cosas el Estado) simplemente habrá quedado atrás. Tampoco la lucha de clases es «suprimida». Simplemente el último episodio de ella es efectivamente el último en el sentido de que suprime no la lucha de clases (¿cómo habría de suprimirla si es un episodio de tal lucha?), ni tampoco el Estado (¿cómo habría de suprimirlo si es un acto que se ejerce como Estado?), sino determinados condicionamientos materiales sin los cuales la lucha de clases y el Estado carecen de sentido.

La sociedad moderna ha creado por primera vez la posibilidad de un desarrollo virtualmente ilimitado de las fuerzas productivas, y precisamente de tal manera que esa posibilidad es a la vez la de un perfecto dominio del proceso productivo en su conjunto por parte de todos y cada uno. La posibilidad de ambas cosas se llama ciencia fisicomatemática[16]. La efectivización de esa posibilidad consistiría en que todo el proceso de la producción fuese reducido a un plan único enteramente racional, cosa que, por razón del tipo de proceso productivo a que daría lugar, sólo es posible mediante una generalización de la preparación científica que pondría a todo trabajador en situación de asumir y controlar el conjunto del proceso.

La situación en que toda la producción se encuentra integrada en un plan único, enteramente racional y comprendido por todos, es lo que Marx llamó «sociedad socialista» o «socialismo». Sólo puede producirse mediante la realización de las posibilidades extremas de desarrollo de las fuerzas productivas abiertas por el hecho de la ciencia físico-matemática, o sea: mediante un nivel de desarrollo de tales fuerzas que supera substancialmente incluso al que existe hoy en día en los países más avanzados. Suponemos innecesario que nos entretengamos en demostrar que una planificación de ese tipo, que supone ese nivel de desarrollo tecnológico, etc., sólo puede tener lugar a escala de toda la sociedad y de la totalidad de sus recursos productivos, o sea: a escala mundial.

Tal situación no constituiría simplemente un nuevo «estadio» en el desarrollo de las fuerzas productivas, sino que en cierta manera eliminaría en general el problema del «estadio» de ese desarrollo y de esas fuerzas, ya que la capacidad productiva alcanzada sería virtualmente ilimitada.

El socialismo no es un «modo de producción» en el estricto sentido marxista de esta fórmula, porque no es ninguna «ley económica» que marche de suyo, «espontáneamente», sino que es la posesión consciente del proceso productivo, la auto-conciencia de la producción, opuesta a su «espontaneidad». Por ello mismo, no está ligado a un nivel limitado de desarrollo de las fuerzas productivas, sino a la superación de esa limitación en general, superación que va unida, como dijimos, a la de la división entre el dominio de la producción y la producción misma. Con todo ello, el socialismo elimina la base material de la lucha de clases. Y, así, lo que pueda suceder a partir de entonces ya no es entendible con los conceptos de «lucha de clases» y «Estado». Esta referencia, que señala más allá de las previsiones que nos es dado hacer, más allá de las tareas que nos podemos plantear, y, desde luego, más allá de todo programa político, es todo lo que se esconde bajo los términos «sociedad comunista» o «comunismo».

Evidentemente, el proceso de reducción de todo el aparato productivo a un plan racional único sólo puede ser una operación consciente. O sea: no responde a una «dinámica objetiva», sino a un proyecto. La ejecución de ese proyecto significa expropiar a la burguesía, y, por tanto, comienza por destruir el Estado burgués. De la teoría marxista sobre este proceso, que es bastante conocida, nos limitaremos a señalar aquellos rasgos que interesan a nuestro presente propósito:

1. El proletariado no es ninguna otra cosa que una clase de la sociedad burguesa, concretamente el aspecto negativo de esa sociedad. Sólo hay proletariado mientras existe la sociedad burguesa, aunque ésta se halle en proceso de destrucción y siendo precisamente el proletariado quien asume la tarea consciente de destruirla. Cuando ya no haya en absoluto sociedad burguesa, tampoco habrá proletariado.

2. La burguesía es clase dominante no porque en un momento determinado tenga el poder, sino que lo es por su propia naturaleza como clase, por su naturaleza objetiva, económica. En otras palabras: la burguesía existe en cuanto y en la medida en que funciona una «ley económica», un «modo de producción», que la define como clase dominante. Por lo tanto, su condición dominante es espontánea, objetiva, económica.

3. El proletariado, por su parte, existe en la medida en que funciona esa misma «ley económica» o «modo de producción» citado en 2. Es, por lo tanto, clase explotada, no en función de que tenga o no el poder, sino por su propia naturaleza objetiva, económica. Lo es mientras existe. Pertenece al mismo modo de producción o ley económica que la burguesía. No aporta otro nuevo; lo único que hace es destruir el que hay, y sólo existe mientras, en alguna medida, sigue habiéndolo.

4. Así, pues, el proletariado sólo puede ejercer el poder contra la dinámica objetiva, económica, espontánea. Y, en consecuencia, sólo puede ejercerlo conscientemente. A esto alude la presencia expresa del término «dictadura» en la denominación marxista del poder proletario.

5. La operación política de la burguesía sigue la realidad económica, y es, por lo tanto, normalmente espontánea. La operación política del proletariado es negativa con respecto a la realidad económica. En este caso, la conciencia va por delante de la situación objetiva, y va precisamente en el sentido de desmontar los mecanismos de esa situación.

6. Como consecuencia de las diferencias entre el poder burgués y el poder obrero mencionadas en 4 y 5, ocurre también que el poder proletario es el propio proletariado organizado como poder, mientras que el Estado burgués no es en absoluto la burguesía misma organizada, sino que es un aparato especial que funciona al servicio de la burguesía como clase.

III

Sobre la base de estas tesis, trataremos ahora de expresar con precisión el planteamiento de un serio problema.

El proletariado se constituye en poder estatal. Esto no es ni una cuestión de forma jurídica ni algo que pueda decidirse dentro del espacio de juego de una forma jurídica. La cuestión del poder real es previa a la de la forma jurídico-política. Es una situación real de poder la que impone sus condiciones en el terreno de la forma jurídica, y no es, en cambio, ni que la forma sea la definición esencial de la situación de poder, ni que dentro de la forma se decida quién va a tener el poder.

Que la cuestión entre poder de la burguesía y poder del proletariado no se decide dentro de un espacio de juego jurídico-político es una tesis bien conocida. No consiste en otra cosa la negación, enteramente clásica y totalmente correcta, de que se pueda desalojar del poder a la burguesía y «construir el socialismo» mediante el ejercicio de los mecanismos parlamentarios.

En cambio, que la forma misma no sea tampoco la definición de la situación real del poder de clase, esto es conocido sólo a medias. Se admite, al menos implícitamente, por lo que se refiere a la burguesía, al admitirse que en la democracia parlamentaria burguesa (donde el titular de la soberanía es el cuerpo de ciudadanos) quien tiene realmente el poder es la burguesía. Pero no se acepta para el proletariado cuando se cree responder al problema de la forma política de su dictadura describiendo lo que constituye la imagen clásica de «el proletariado organizado como poder», o sea: el sistema de los llamados «consejos obreros». Eso, según los conceptos que hasta aquí hemos empleado, es ciertamente el poder real, la forma de organización que el proletariado adopta para ejercer el poder; pero eso no es todo. Constituirse en poder estatal significa imponer algo al conjunto de la sociedad. Pues bien, ¿imponer qué? ¿Simplemente aquello que se estime conveniente en cada caso? Esto significaría (tal como se ha demostrado en la parte I del presente trabajo) la exclusión de todo derecho. Vamos a ver si esto es compatible con la revolución.

En primer lugar, constatamos que por ahí circula, en favor del punto de vista interrogativamente introducido por nosotros en el párrafo anterior, el presunto argumento según el cual el proletariado no se vincula a forma jurídica alguna porque no pone condiciones ni trabas de ningún tipo a la tarea de «hacer la revolución». Pero esto es un completo sofisma. Aquí no se trata de imponer desde fuera condiciones a «la revolución», sino de saber qué condiciones están incluidas en la posibilidad misma de la revolución. Ciertamente, lo que «hay que hacer» es «la revolución», pero la revolución es algo, y, por lo tanto, no se puede hacer de cualquier manera. Si admitiésemos en general argumentos como el que acabamos de mencionar, entonces nunca podríamos decir nada sobre lo que el proletariado tiene o no tiene que hacer; el proyecto revolucionario estaría absolutamente indeterminado, porque todo intento de precisar su contenido podría entenderse como imposición de determinadas condiciones por encima de la necesidad de… «hacer la revolución». De esta manera, «la revolución» no sería nada, sería una X indeterminable dispuesta a servir de justificación para todo por lo mismo que ella misma no es nada.

Un problema más serio es el concerniente al carácter histórico del proletariado como clase que no trae consigo ningún nuevo «modo de producción» o «ley económica», y, por lo tanto, tampoco una nueva proyección ideológica ni, por lo mismo, un nuevo ideal político en competencia con el ideologema burgués de la democracia. En otras palabras: el carácter del proletariado como algo que sólo es en la sociedad burguesa, y precisamente como la negación de esa sociedad dentro de ella misma. En consonancia con esto, como ya se ha dicho, el proletariado sólo asume el poder de manera consciente, y ese poder no es el guardián de las condiciones de funcionamiento de una ley económica, sino que es el proyecto de desmonte de los mecanismos de la ley económica dada. Este carácter esencialmente negativo del proletariado como clase significa también que con el proletariado no viene al mundo ningún nuevo ideal político, ningún derecho del que el Estado proletario fuese el guardián y al que ese Estado debiese la justificación de su ejercicio.

Todo esto significa efectivamente que no hay una forma jurídico-política «proletaria». Para que la hubiese, tendría que haber todo eso cuya negación, ya varias veces enunciada, es la noción misma del proletariado: unas condiciones de dominio económico (o sea: espontáneo, objetivo), un modo de producción en el que el proletariado fuese la clase dominante. Etc. Y el proletariado es proletariado justamente por no tener todo eso.

Ahora bien, que no haya una forma política «proletaria» es algo muy distinto de que el Estado proletario tuviese la rara virtud de existir sin forma jurídico-política alguna siendo, sin embargo, un poder de clase y no el de un jefe de tribu o de una cuadrilla de bandoleros. Lo único que se sigue de la mencionada negación es que aquí la dependencia de la forma jurídica con respecto a la situación real de poder es consciente y reconocida, mientras que, en el caso de la burguesía, la forma política tiene un valor de idealización encubridora.

De momento parece clara la respuesta afirmativa a la cuestión de si el Estado revolucionario debe tener alguna forma jurídica. La cuestión de cuál sea esa forma jurídica, habida cuenta de que no hay una especial forma «proletaria», resulta aún agravada por el hecho siguiente: hasta ahora sólo hemos encontrado una forma jurídico-política que sea enteramente consecuente en y con su condición de tal. Dijimos, incluso, que el propio principio de constitucionalidad, la noción misma de una forma jurídico-política coherente en sí misma, conduce a que esa forma no pueda ser otra que la democracia. La democracia aparece como forma política en la sociedad moderna precisamente porque es la sociedad moderna la primera que delimita de un modo perfectamente riguroso la esfera de lo político. Antes, ni siquiera había una delimitación precisa de la esfera del Estado como tal.

Para entrar ya directamente en la cuestión de si una forma jurídico-política (y cuál) ha de ser asumida por la dictadura del proletariado, emplearemos ahora el procedimiento siguiente: veremos si, analizando determinados «derechos» típicos, encontramos que la dictadura del proletariado necesita reconocerlos o, por el contrario, que necesita negarlos. Quizá podamos así encontrar un cuadro de derechos que componga la noción de una forma jurídica determinada. Veamos, por ejemplo, qué sucede con las libertades de expresión y de reunión.

En primer lugar, si hemos dicho que el poder proletario es el propio proletariado organizado como poder, y si, al mismo tiempo, hemos dicho que ese poder sólo puede existir y ser ejercido en virtud de un proyecto consciente, entonces ya está dicho, como primer paso de la argumentación, que el proletariado debe gozar de plenas libertades de expresión, de reunión, de comunicación.

Queda entonces prever que alguien nos diga que esas libertades se le reconocen al proletariado, pero no a alguna otra parte de la población. Semejante cosa puede, en efecto, ser dicha, pero no puede ser pensada, porque es incompatible con el mismo significado de los términos. Las libertades de reunión y expresión no son otra cosa que las libertades de comunicación; son libertades que cada uno tiene de comunicarse con los demás. Si se priva a A de la libertad de expresarse, se priva a cualquier otro de la libertad de escuchar lo que A pudiera querer decir, se le priva de la posibilidad de comunicarse libremente con A. Del mismo modo, si A está privado de la libertad de reunión, también cualquier otro carece de la posibilidad de reunirse libremente con A. Etc. Tocamos con esto una característica común a todos los llamados «derechos democráticos»: son derechos que, por su mismo contenido, no pueden ser coherentemente establecidos de otra manera que para todos y cada uno de los individuos. No en vano la democracia es el concepto jurídico-político de la igualdad de derechos para todos los individuos.

Hay quien objeta que «la burguesía utilizará las libertades para derrocar el poder obrero». En primer lugar, no se puede «derrocar» ningún poder usando simplemente las libertades de reunión y expresión. Son precisas otras cosas, tales como disponibilidad exclusiva de determinados medios materiales; cosas que ya no están incluidas en el ámbito de lo que llamamos «derechos democráticos». Lo que sí se puede hacer con las citadas libertades es criticar, convencer, etc. Ahora bien, ya hemos dicho que el ejercicio del poder por el proletariado sólo puede estar basado en la conciencia crítica, y esto implica que no se puede de ninguna manera basar la existencia y mantenimiento del poder obrero en el hecho de que determinadas cosas no puedan decirse o sólo puedan decirse con restricciones. Dado que la fuerza del proletariado se fundamental en su unidad e independencia como clase, y ésta en su conciencia, el proletariado sólo es lo bastante fuerte para derrotar a la burguesía si es también capaz de refutarla en un plano de libre expresión y libre comunicación. Tiene, pues, que aceptar este desafío.

No obstante, puede formularse una variante de la objeción anterior que no parta de la necesaria oposición con que se va a encontrar el contenido político de la dictadura del proletariado, sino que, permaneciendo dentro del plano de la forma política, haga notar una contradicción o, cuando menos, una insuficiencia en un esquema formal cuyo contenido sean las libertades de expresión y de reunión. La objeción podría formularse así: esas libertades no pueden mantenerse sin «violarse» en una serie de casos. Concretamente: frente a un ataque material contra esas mismas libertades, frente a un intento de suprimirlas en todo o en parte, la defensa implica inmovilizar a la fuerza atacante. No se reacciona contra la expresión o la reunión, sino contra otras cosas, pero con esto, al mismo tiempo, se está impidiendo alguna expresión y alguna reunión. Así, pues, parece que las libertades de expresión y reunión sólo pueden darse si son limitadas de alguna manera.

Lo que esta argumentación pone de manifiesto es que al esquema hasta aquí trazado (libertades de expresión y de reunión) le falta una pieza esencial; en otras palabras: que esas libertades sólo tienen sentido dentro de una determinada forma jurídico-política que aún está por definir. Al completarse ese vacío, se pondrá de manifiesto que el mencionado «límite» necesario de las libertades no es ningún límite externo a ellas, sino que forma parte de la noción misma de esas libertades en cuanto aspectos determinados de un sistema jurídico-político global fuera del cual no tienen sentido. Veámoslo.

Reconocer a cada individuo el conjunto de derechos que constituye una forma política implica (y, si no, no hay en absoluto forma política alguna) que cada individuo renuncia a decidir políticamente por otra vía que el ejercicio de esos derechos. Teniendo en cuenta esto, ya no echamos en falta el «límite» que antes nos faltaba. Pero es que, al mismo tiempo, hemos introducido, como necesario para que pueda hablarse de una forma política y no sólo de elementos aislados de alguna, un elemento que antes no estaba, a saber: el que eso de lo que forman parte las libertades de reunión y expresión para todos sea una vía de decisión. En otras palabras: el sufragio universal.

Con esto queda ya perfectamente claro que la forma jurídico-política a la que nos referíamos, la que la dictadura del proletariado asumirá, es la democracia. Pasamos a aclarar por separado cada uno de los problemas patentes a primera vista en la tesis que acabamos de sentar.

En primer lugar, el más pedestre y fácil. La dictadura del proletariado se implanta en razón de un proyecto político global muy concreto, que es el de la revolución. ¿Puede el proletariado jugarse la realización de ese proyecto a la consecución y continuidad de una mayoría en el conjunto de la población? ¿Qué pasa si unas elecciones dan el triunfo a un partido burgués? Respondemos. La «población» es, por una parte, el proletariado, objetivamente al otro lado la burguesía, y una compleja masa de capas intermedias y/o marginales. Ningún marxista ha pensado nunca que la revolución pudiese hacerse sin que: a) el proletariado esté de hecho actuando revolucionariamente; b) por ello mismo, esté mostrando, para todas las mencionadas capas sin futuro ni perspectiva histórica propia, una salida que, si bien no es la de ellas mismas (porque ellas no tienen ninguna), representa sin embargo una verdadera alternativa frente a la opresión y miseria en que se encuentran. Pues bien, si estas condiciones se dan, la revolución tiene asegurada una amplísima mayoría. Si un partido burgués gana las elecciones, no es que la revolución se pierda en ese momento, sino que ya estaba perdida, y nada malo sucede por reconocer que así es.

¿Significa esto que es preciso esperar a tener la mayoría en el conjunto de la sociedad para que la revolución pueda ponerse en marcha, para que el proletariado pueda lanzarse a la toma del poder? Planteadas las cosas así, la revolución no sería posible nunca, porque la burguesía, mientras tenga el poder, cuidará eficazmente de que tal mayoría no se produzca. Y esto lo hará sólo excepcionalmente mediante el recurso explícito a la violencia. Normalmente, lo que habrá será una serie de manejos, lo menos llamativos posible, basados en la disposición exclusiva de una serie de medios (de comunicación, etc.), restricciones, más o menos disimuladas y/o justificadas como «necesarias», de las libertades y derechos democráticos, etc.

Todo esto nos conduce a un problema más teórico: ¿Cómo se compagina la afirmación de que la democracia es la ideología política esencial de la sociedad burguesa con la tesis (aparecida en la parte I de este trabajo y de nuevo ahora) de que el Estado burgués nunca llega a asumir plenamente y consecuentemente la forma de la democracia? Y, en conexión con esto, si es la forma política burguesa esencial, ¿por qué ha de ser la dictadura del proletariado quien la asuma?

Para preparar la respuesta a estas preguntas, advirtamos en primer lugar que no admitimos el concepto de una forma política especial que pudiese llamarse «democracia obrera» frente a la «democracia burguesa». Y mira por dónde hay quien viene a decirnos que esto es adoptar el concepto «democracia» como algo «suprahistórico» y «por encima de las clases». Yo diría que lo suprahistórico o ahistórico, el «poner la democracia por encima de las clases», es precisamente el adjetivarla de «burguesa» u «obrera», porque, si se piensa que admite uno u otro de esos adjetivos, si se considera necesaria esa especificación, entonces se está diciendo que hay un concepto «democracia» que de suyo aún no expresa nada «burgués» ni «obrero», o sea: que expresa algo «por encima de las clases». Nosotros, por el contrario, decimos que la democracia es un solo y único concepto, un solo y único ideologema, y que es burgués. Esto nos obliga a explicar dos contradicciones ya adelantadas en las últimas preguntas que hemos formulado.

Primera contradicción: que, siendo burgués, nunca se lleve a efecto plenamente bajo el poder de la burguesía. Esto es efectivamente una contradicción, pero sencillamente porque es un aspecto de la contradicción general que define a la burguesía como clase. También es la burguesía quien funda la idea de la racionalización científico-técnica de la producción y la posibilidad en principio de un desarrollo virtualmente ilimitado de las fuerzas productivas, y, sin embargo, la propia burguesía es el obstáculo principal para que esa racionalización y ese desarrollo puedan llevarse a efecto[17].

Segunda contradicción: que la dictadura del proletariado haya de asumir una forma jurídico-política que de suyo es burguesa. Tal contradicción es la misma que esta otra: que el proletariado, cuando su naturaleza económica como clase es no poder ser clase dominante, asuma el poder. Que lo asuma no con base en la marcha de una «ley económica», sino para desmontar los mecanismos de la que hay. Que, no respondiendo a ningún nuevo modo de producción, y no teniendo, por lo tanto, una proyección política propia y diferente, sin embargo haya de asumir una forma política. Etc.

Tanto en el caso de la burguesía como en el del proletariado, es la situación real de poder la que hace posible o imposible una forma política. O sea: la clase en el poder, en virtud de su naturaleza como clase, impone al conjunto de la sociedad aquella forma política a través de la cual puede producirse la política que ella necesita como clase. Pero los términos de este esquema tienen un significado diferente en el caso de la burguesía y en el del proletariado, como vamos a ver.

En el caso de la burguesía, la naturaleza de clase, las condiciones de dominio económico, se producen y reproducen espontáneamente, sin mediar necesariamente conciencia de ellas. El ideologema «democracia» representa la conciencia traducida, en términos de principio metafísico, de la propia naturaleza de la sociedad burguesa; y el hecho de que esté traducida a un plano metafísico significa, entre otras cosas, que se presenta como enunciación de lo que la sociedad en abstracto «debe» ser, al margen de la consideración de las condiciones reales que lo permiten o no, con lo cual, al mismo tiempo, se abre el paso para la justificación de tal o cual situación como «lo más democrático posible», justificación que, en efecto, la burguesía necesita, pues ya hemos dicho que nunca puede realizar plenamente el principio democrático.

En el caso del proletariado, en cambio, el poder sólo tiene lugar en la medida en que hay conciencia de la propia naturaleza de clase y de las condiciones de ejercicio de ese poder como tales. Por lo tanto, para el proletariado, la democracia aparece expresamente no como el principio en el que se fundamenta el ejercicio del poder, sino, al contrario, como la forma jurídico-política necesaria para, a través de ella y mediante ella, llevar adelante la revolución. Y, precisamente por no tratarse ahora de ningún principio metafísico-moral, válido en sí y por sí y que, en consecuencia, permanecería indiferente a su mayor o menor grado de realización, precisamente porque no se trata de esto, sino de que un proyecto de actuación conscientemente asumido exige esa forma política como medio necesario, precisamente por eso ahora ya no se trata de ser «lo más democrático posible», sino de ser democrático pura y simplemente.

Y, por fin, debe quedar claro que aquí (en todo este trabajo) no se trata en absoluto de «la liberación del hombre», ni de si «el hombre» sigue estando o no «alienado», etc. Se trata únicamente de formas jurídico-políticas necesarias para ciertas tareas históricas. Ya sabemos que ningún Estado (tampoco la dictadura del proletariado) puede contener «la libertad». Así que es ocioso venir aquí con que también la democracia y sus libertades son formas de «alienación», etc. Todo eso puede ser más o menos interesante (según cómo se toque), pero no afecta en absoluto al presente trabajo.

Existe, desde luego, una crítica marxista de la democracia misma, y no sólo de sus realizaciones fácticamente burguesas. Pero esa crítica forma parte de la crítica de lo político como tal y en general. Lo que no tiene absolutamente nada de marxista es pensar que se puede superar políticamente la democracia, pensar que puede haber una superación de la democracia que no sea la superación del Estado mismo.

IV

En la historia del pensamiento marxista, la concepción que aquí hemos expuesto sobre la forma política de la dictadura del proletariado va especialmente ligada al nombre de Rosa Luxemburg. Hay dos motivos para que nos interese mostrar que tal ligazón existe efectivamente. El primero es una particular estima por la obra de esta gran militante; el segundo es que algunos han interpretado como vacilaciones o contradicciones en las tomas de posición de Rosa lo que en realidad es una línea perfectamente coherente a este respecto. Apenas unas semanas después de haber escrito su precioso «examen crítico» de la política bolchevique de los años 17-18, Rosa Luxemburg propugnaba trabajar por «que los consejos obreros asuman todo el poder del Estado», mientras que la socialdemocracia y la burguesía se proponían la elección de una Asamblea Constituyente. Lecturas superficiales han llevado a algunos a creer que esto está en contradicción con la defensa que la misma autora había hecho de la necesidad de las instituciones democráticas (sufragio universal, libertades, Constitución democrática) dentro de la propia dictadura del proletariado. Sin embargo, lo que esos lectores consideran contradicción es en realidad la mejor de las coherencias. Hemos dicho (y lo dice Rosa muchas veces) que no es la forma jurídica lo que determina el poder, sino que, al contrario, un determinado poder de clase es el fundamento y soporte de una forma jurídico-política. No ocurre, pues, que un órgano parlamentario democrático, supuestamente ajeno al poder de una u otra clase, determine, partiendo de cero, qué poder se va a producir. Lo que ocurre es esto otro: que, según qué clase tenga el poder real, las condiciones en que se elija un órgano podrán o no podrán ser radicalmente democráticas. La cuestión del poder de clase va por delante; y, en consecuencia, cuando efectivamente esa cuestión está planteada, cuando realmente está emergiendo una alternativa contra el poder real de la burguesía, entonces eludir la cuestión diciendo que «sé» elija una Asamblea «de todo el pueblo» es perfectamente contrarrevolucionario.

El proletariado no puede ni conquistar ni mantener el poder por el simple ejercicio de la forma democrática, ya que la cuestión del poder no se juega dentro de la forma jurídico-política, sino que, a la inversa, el poder real fundamenta y sostiene una forma determinada. Lo que ocurre es que el proletariado en el poder necesitará precisamente de la democracia más estricta como forma de ejercicio de ese poder.

Cabe observar que, en principio, los propios bolcheviques plantearon las cosas así. El proletariado de las principales ciudades de Rusia se hizo cargo del poder en octubre de 1917 llevando como un aspecto esencial e irrenunciable de su programa la convocatoria inmediata de una Asamblea Constituyente libre, democrática y soberana. De hecho, la única cosa que llegó a elegirse bajo tal título fue disuelta por el propio poder bolchevique, y ya no se volvió a tratar de elegir ningún órgano de este tipo. ¿Cabe admitir que la cuestión estaba «superada»? No, de ninguna manera. Lo cierto es que el proletariado que había tomado el poder, que era una parte muy exigua y localizada de la población del Imperio ruso, que tenía además, en comparación con lo que es el proletariado de una sociedad capitalista avanzada, notables elementos de atraso y de subdesarrollo cultural, no podía en absoluto tener sobre el conjunto del territorio el control necesario para poder garantizar todas las condiciones que hacen verdaderamente democrática una elección. La Asamblea Constituyente que los bolcheviques disolvieron no era, desde luego, la representación de la democracia. Su elección había sido tan confusionista como lo es la de muchas entidades democráticas bajo poder burgués. El hecho de que no se pudiese hacer mejor ilustra dramáticamente las limitaciones del poder obrero que se había establecido en Rusia y, junto con ellas, la inviabilidad a plazo medio de la dictadura del proletariado sin que el estallido de la revolución en Europa modificase substancialmente la correlación de fuerzas. En vez de reconocerlo pura y simplemente así, los bolcheviques prefirieron declarar que, por ser la «democracia formal» una cosa burguesa, carecía de valor una vez iniciada la revolución socialista; que la cuestión de las instituciones democráticas ya no era más que una «cuestión táctica»; etc. Es entonces cuando Rosa Luxemburg les dice que eso es una burda deformación de la teoría marxista sobre la democracia; que están llamando «superación dé» a lo que en realidad es «incapacidad para»; y más aún: que esa incapacidad representa en un aspecto concreto lo que globalmente es inviabilidad de la revolución rusa en el caso de que el proletariado de Europa (y aquí los ataques de Rosa se centran sobre la socialdemocracia alemana) no ponga también en marcha la revolución.

Lo que Rosa Luxemburg defiende, y lo que defendemos nosotros, es que la forma jurídico-política bajo la dictadura del proletariado es la democracia, con sufragio universal y todo lo demás que forma parte de ella. El «proletariado organizado como poder» es el poder real, la fuerza material consciente y dotada de un proyecto político, que, para poder llevar adelante tal proyecto, mantiene en pie esa forma jurídico-política.

Haremos una ilustración concreta de esta tesis tratando de responder (a la luz de todo lo dicho en el presente ensayo) la cuestión siguiente: ¿Cómo sería la «Constitución» de un Estado de dictadura del proletariado? Hay quien se la imagina como un texto en el que se especificaría: que el poder reside en los consejos obreros, que las industrias son propiedad del Estado, etc., en suma: una serie de cosas que, si bien son todas efectivamente propias de la dictadura del proletariado, pertenecen a planos muy diversos, y generalmente no al constitucional. Así, de los dos presuntos contenidos que acabamos de citar, el primero (el poder de los consejos obreros) es condición de la posibilidad de una Constitución radicalmente democrática, más que contenido de esa Constitución en sí misma, mientras que el segundo (la propiedad estatal de los medios de producción) es un principio del programa político, no de la Constitución. Lo que significa la palabra «Constitución» es precisamente la forma jurídico-política, y ésa, bajo la dictadura del proletariado, es la democracia. Por lo tanto, no será ni más ni menos que una Constitución radicalmente democrática, de la que estarán ausentes todas las medidas restrictivas y recortes que aparecen en las constituciones más o menos democráticas de la burguesía; una Constitución que establecerá la soberanía del sufragio universal, las libertades democráticas plenas, etc.

Entonces, se nos preguntará, ¿qué pasa con las medidas específicamente socialistas? Respondemos. Desde el punto de vista real, algunas de esas medidas son ya materialmente inherentes al hecho de la toma del poder, y otras se irán aplicando oportunamente. Pero la pregunta, al formularse en relación con el tema de la Constitución, se refiere evidentemente a cuál es el carácter jurídico-formal de las medidas en cuestión. Pues bien, desde ese punto de vista, serán medidas legislativas aprobadas por el Parlamento; así, como suena: por el Parlamento, pero por un Parlamento elegido y legislante en unas condiciones en que la burguesía ya no tiene la posibilidad de manejar los recursos del poder, y en que éstos, por el contrario, están al servicio de la más amplia y libre información, clarificación y discusión.