El tema de este trabajo tiene dos peculiaridades aparentemente contrapuestas: sobre él hay muy poco que decir, y, a la vez, de él no se acaba nunca de hablar.
Hay poco que decir, porque todo se reduce a explicar por qué no hay en absoluto eso que siempre se pretende encontrar bajo una u otra forma. Y no se acaba nunca de hablar, porque los otros no acaban de resignarse a que pura y simplemente NO. Porque lo refutado bajo una forma siempre vuelve a aparecer bajo otra aparentemente distinta.
Resulta muy difícil, por lo visto, la renuncia total a delimitar uno o varios tipos de arte, de literatura o de filosofía que presuntamente constituyesen lo «revolucionario», lo «nuestro», en cada dominio respectivo.
Y, sin embargo, es a esta renuncia a lo que hay que atenerse firmemente, sin ambigüedades.
La justísima tesis de que todo arte es revolucionario quiere decir exactamente lo que dice, a saber: que es revolucionario por ser arte, sin más, y precisamente porque no se puede pedir «más», y porque, si se exige «otra cosa», lo que se hace es prohibir el arte.
La verdadera posición revolucionaria ante el arte puede ser legítimamente considerada como una defensa del «arte puro». Así, como suena, y para escándalo de castos oídos populistas.
Y lo mismo sucede con la filosofía.
Que haya poco que decir y que, sin embargo, tal como acabo de explicar, haya que estar volviendo sobre ello constantemente, es una situación que produce hastío. El autor de estas líneas tiene que hacerse no poca violencia para volver a tocar el tema (por tercera vez en escrito público, más infinitas en discusiones diversas), y lo hace porque lo considera necesario, por lo menos una vez antes de asumir quizá como más expresivo el silencio pertinaz tras haber declarado «ad cautelam» que NO.
Antes de entrar en este (quizá último por mi parte) tratamiento de la cuestión, quiero dejar en claro que, cuando hablo de «marxismo», no me estoy refiriendo a ninguna «amplia corriente» dentro de la cual habría múltiples «variantes». En primer lugar, intento hablar con rigor de historiador del pensamiento, rigor que no tiene por qué ser menor al tratar de Marx que al tratar de Hegel o de Aristóteles. Y, en segundo lugar, considero que cualquier aplicación del calificativo de «marxista» (que no es un juicio de valor, sino un término histórico) debe ser defendible con argumentos entre los cuales no es incluible el hecho de la utilización habitual de la etiqueta.
Por cierto, la cuestión de la que aquí se trata es sencillamente la misma que «otras» de apariencia más concretamente política.
Comenzaremos por contraponer algo así como dos versiones del marxismo.
La primera, la que aquí no aceptamos tal como viene dada, pero que es la más frecuente en los manuales, establece como contenido de la teoría marxista los elementos (y en el mismo orden) que a continuación se enumeran:
a) Una concepción general de la historia como sucesión y/o entrelazamiento de diversas formaciones sociales o modos de producción, todo ello según una misma ley, que podríamos resumir brevemente así: cada formación social consiste en una «estructura económica» que es la base de una «superestructura ideológica»; la estructura económica (las «relaciones de producción») corresponde en cada caso a un determinado grado de desarrollo de las fuerzas productivas y hace avanzar ese desarrollo hasta el momento en que el mismo ya no puede ser impulsado por el sistema de relaciones de producción dado, sino que, al contrario, es frenado por él; en ese punto se abre un período de revolución social.
b) Una aplicación de esa concepción general a un objeto concreto, objeto que sería la sociedad capitalista. En esa aplicación se mostraría la concreta estructura económica de esa sociedad, se explicaría de qué manera impulsa el desarrollo de las fuerzas productivas, cómo llega a ser traba para ese desarrollo, etc.
Falta indicar que el nivel de presunta generalidad abstracta de que parte esta versión del marxismo suele ser aún mayor, pues incluso la concepción de la historia mentada en a) resulta ser un aspecto o momento concreto de una «filosofía» total. Pero ni siquiera es preciso recurrir a esto para nuestro presente propósito, ni mucho menos pasar revista a los peregrinos contenidos de las realizaciones concretas del esquema que acabamos de presentar.
Conviene, en cambio, adelantar algunas dificultades. Marx, que se ocupó de descubrir la «ley» propia de cada (o, cuando menos, de una) formación social determinada, aparecería aquí como el defensor de la tesis según la cual toda la historia acontece de acuerdo con una sola y misma ley. Un mismo principio (el de la estructura económica en la que reposa la superestructura) gobernaría por igual todas las formaciones sociales, y también un mismo principio (el de la relación indicada entre fuerzas productivas y relaciones de producción) determinaría en todos los casos el paso de una formación social a otra. Marx sería un evolucionista.
Además, esta interpretación presupone una tesis de la que, al parecer, ni siquiera es consciente, y que no puede ser extraída de la obra de Marx. Para llegar por nuestra parte a enunciar esa tesis, comenzaremos por delimitar el uso de la palabra «estructura».
Muy frecuentemente, esta palabra significa en general una interrelación definida entre cosas o hechos. Éste sería el uso ordinario del término.
Pero una «estructura» en sentido estricto es: un cierto modelo no empírico, sino construido idealmente, con elementos de naturaleza asimismo ideal, en el que esos elementos no están simplemente yuxtapuestos, sino implicados unos en otros, modelo que contiene sus propias leyes de movimiento y posibilidades de variación, y de manera que la aplicación de todo eso permita efectivamente expresar los hechos empíricamente dados. Decimos en tal caso que esa estructura está realizada en esos hechos.
Lo que Marx establece en El Capital para la «sociedad moderna» es una estructura en el segundo sentido, en el sentido fuerte. Usando «estructura» en este sentido, decimos que una estructura histórica es «económica» cuando los hechos reclamados como realización de ella son de carácter «material», esto es: hechos «que pueden y deben ser constatados con la exactitud propia de las ciencias de la naturaleza».
Pues bien, la tesis que la antes citada interpretación del marxismo da por supuesta de modo gratuito es la de que, en toda sociedad, aquellos hechos que, por su naturaleza, pueden ser realización de una estructura precisamente económica (digamos: los hechos económicos) constituyen efectivamente por sí solos una totalidad separable y que realiza una estructura. En otras palabras: que en todas las sociedades hay (en el sentido fuerte de la palabra «estructura») una estructura económica. Afirmación que no puede extraerse de la obra de Marx.
Pasamos ahora a la otra versión de la teoría marxista, la que aceptamos y que se obtiene de estudiar a Marx con una actitud rigurosa de historiador del pensamiento.
El tema de la obra de Marx es precisamente mostrar que la sociedad moderna tiene una estructura económica. El enunciado que Marx da de su propia tarea es este: descubrir «la ley económica de movimiento de la sociedad moderna». Aquí, «ley» o «ley de movimiento» es lo que llamamos «estructura», y el adjetivo «económica» está dicho en el sentido antes expuesto. Marx no supone primero que toda sociedad obedece a una «ley económica» para luego preguntarse cuál es esa ley en el caso concreto de la sociedad moderna; ni mucho menos piensa que toda la sucesión de las formaciones sociales esté regida por una misma ley económica. Lo que hace es poner de manifiesto que la sociedad moderna tiene esa particularidad de que su estructura es económica; y Marx muestra esto del único modo en que tal cosa puede hacerse con rigor, a saber: descubriendo y exponiendo dicha estructura.
Esto no significa que el concepto «base económica» carezca de valor para las formaciones sociales distintas de la sociedad moderna. Al contrario, precisamente porque Marx no cree en ninguna concepción suprahistórica de la historia, tiene que admitir que es la propia historicidad peculiar de la sociedad moderna lo que sirve de guía metódica para la comprensión de la historia precedente. Lo cual no equivale a sentar ninguna tesis positiva y abstracta sobre el carácter de las formaciones sociales en general. Dicho de un modo expresivo: Marx no supone que se pudiese escribir el equivalente de El Capital para la sociedad antigua, la sociedad feudal u otras.
Por otra parte, también la tesis de la correspondencia del edificio de ideas y formas con respecto a la «base económica», en Marx, está referida propiamente a la sociedad moderna, y, sólo en virtud de la necesaria extensión metódica que acabamos de citar, debe ser adoptada como guía para la comprensión de otras formaciones sociales. Esta limitación en principio a la sociedad moderna resulta evidente si tenemos en cuenta dos consideraciones que son fundamentales para entender la tesis de Marx. A saber:
Primero, que aquello que Marx llama «base» no son hechos económicos en general, sino que es precisamente la estructura económica, la totalidad estructural de las relaciones de producción. La relación que Marx establece no es entre hechos económicos y hechos ideológicos en general, sino entre una formación social (esto es: una totalidad estructural de relaciones de producción) y las condiciones del mundo de ideas y formas correspondiente.
Si a esto añadimos que la afirmación de una estructura económica, de una «ley económica de movimiento», está referida en principio a la sociedad moderna, resulta evidente que lo mismo sucede con la tesis de la correspondencia del edificio de ideas y formas con respecto a la «base real». Cosa que, por otro lado, está claramente indicada en las propias palabras de Marx en el texto más citado al respecto (aunque sea un prólogo, esto es: un texto de no mucho rigor teórico); en efecto, en el prólogo de Zur Kritik der politischen Oekonomie, lo que los traductores dan como «sociedad civil» es la mismo expresión alemana que en lo sucesivo esos mismos traductores vierten generalmente por «sociedad burguesa». De la «sociedad civil» dice Marx allí mismo que su «anatomía» es investigada por la «economía política», y, en efecto, lo que Marx llama siempre «economía política» investiga la «anatomía» de la sociedad burguesa y no de otra.
Otra cuestión es la naturaleza de la relación que, con respecto a la base, tiene el «edificio montado sobre ella». Aquí es preciso, ante todo, dejar muy claro lo que esa relación no es.
En primer lugar, no es una funcionalidad; las ideas y formas no están por su capacidad de «servir para» los «intereses» de la clase dominante en cuestión. La exclusión de esto viene dictada por el propio concepto de estructura económica. Si las ideas y formas fuesen «medio» para un fin de naturaleza económica, entonces ya no corresponderían a la estructura, sino que estarían simplemente dentro de ella, serían parte de los hechos materiales que la realizasen, y, entonces, ya no habría totalidad estructural económica, y todo el edificio teórico marxista quedaría reducido al absurdo.
Por lo mismo, tampoco la relación puede ser de efecto a causa. Tal relación situaría las ideas y formas en el mismo plano de la base económica, formando parte de la realización de una misma estructura.
Pero, si la relación no es de medio a fin ni de efecto a causa, entonces ¿qué tipo de relación es? De hecho, tal como Marx la concibe, es relación entre, por un lado, espontaneidad, materialidad, y, por el otro, conciencia. Entre lo que una cierta totalidad estructural es «en 5Í» y lo que es «para sí misma». El texto en el que esta relación y distinción se encuentra efectivamente presentada no es ningún prólogo, sino un texto perfectamente teórico: el capítulo primero de El Capital, en el que se pone de manifiesto cómo es la propia totalidad estructural en cuanto tal la que funda menta una cierta apariencia de sí misma; cómo cada articulación descubierta en el análisis de la mercancía está efectivamente «dicha» en el propio acontecer del mundo de las mercancías, pero en un «lenguaje» distinto.
Dejemos, pues, sentado que la proyección de un sistema de ideas y formas a partir de una base económica estriba en la distinción entre el «en sí» y el «para sí» de esa misma base; en otras palabras: estriba en que la base es algo espontáneo, no consciente; es justamente lo que se llama una «ley económica» o (en sentido estricto) un «modo de producción», esto es: una totalidad estructural que funciona sin que su realización implique conciencia de ella misma, que, en principio, marcha «ciegamente».
La exclusión de este problema de las categorías de medio-fin y causa-efecto excluye también la hipótesis de una necesaria vinculación fáctica o material u orgánica entre el acontecer material de la base económica y el mundo de ideas y formas. La «producción» de este mundo tiene lugar no por obra del acontecer socioeconómico, sino en ciertas actividades especiales que llamamos «arte» o «filosofía», y el artista o el pensador, en cuanto tal, no está ni causalmente ni finalmente determinado por el acontecer socioeconómico; en cuanto pensador o artista, es independiente.
La tesis, aquí adoptada, de la libertad esencial al pensamiento y al arte está requerida por la no-funcionalidad y no-efectualidad del mundo de ideas y formas, la cual está, por su parte, exigida por la tesis marxiana de que es la totalidad estructural, y no tal o cual necesidad, tal o cual hecho, lo que constituye la «base» sobre la que se asienta el edificio de ideas y formas. Al mismo tiempo, esto parece envolver una cierta contradicción: la labor del pensador y del artista han de corresponder a la base, han de «servir de conciencia» a la sociedad del caso, y, al mismo tiempo, sólo pueden hacer esto en cuanto que el pensador y el artista son libres respecto de las condiciones de su mundo y, si no lo fuesen, precisamente no podrían plasmarlas. Esta contradicción existe efectivamente, y es propia de toda genuina tarea filosófica o artística, a diferencia de la «filosofía» y el «arte» de consumo.
Tal contradicción se manifiesta en la distinción conflictiva entre, por un lado, lo que queda ahí y se hace de público dominio como doctrina, en el caso de la filosofía, o como manera, estilo o gusto, en el caso del arte, y, por el otro lado, lo que la obra misma es en sí, su lucha interna. En este sentido decimos que, si por una parte es cierto que Kant (por ejemplo) es un «ideólogo de la burguesía», por la otra también es verdad que ese carácter es lo que Kant tiene en común con sus «colegas», con los que, en cierta manera, no tiene absolutamente nada en común, y que aquello que lo diferencia de dichos colegas (es decir: en cierta manera todo) no interesa en absoluto a la burguesía como clase ni está incorporado en ningún modo al acervo ideológico de la sociedad burguesa.
Más adelante recogeremos de nuevo la cuestión últimamente planteada. Antes nos interesa volver sobre la tesis de que la existencia de figura específica de una formación social en el mundo de las ideas y las formas está vinculada con los conceptos de «ley económica» y «modo de producción» como conceptos de algo que opera sin ser «para sí mismo» lo que es «en sí mismo», con la oposición de la conciencia a la materialidad, a la objetividad económica, y, por lo tanto, con la existencia de una estructura como algo que se impone y se mantiene espontáneamente.
Según esta tesis, la burguesía tiene una proyección propia en el mundo de ideas y formas porque es una clase dominante a nivel espontáneo, económico; esto es: porque su situación de dominio corresponde no a una operación consciente, sino al funcionamiento de una «ley económica», a la dinámica objetiva de un «modo de producción».
Pues bien, el proletariado no tiene ninguna forma de dominio económico, espontáneo. El proletariado sólo puede tomar el poder en virtud de un proyecto consciente; y toma el poder no para garantizar las condiciones de funcionamiento de cierta ley económica (como hace la burguesía con su Estado), sino precisamente para destruir, desmontar, desarticular, los mecanismos de la ley económica que hay. Todo el ejercicio del poder por el proletariado consiste en eso; en suprimir la espontaneidad de la ley económica, para someter toda la producción a un plan consciente asumido por todos.
Por lo tanto, no hay lugar para una proyección «proletaria» en el terreno de las formas y las ideas. No hay «arte proletario» ni «filosofía proletaria».
Cabrá, de todos modos, intentar hacerse una idea de cuál es la tarea que, en los terrenos de la filosofía y el arte, corresponde de algún modo a lo que en la actuación política es el proyecto de la revolución proletaria. En lo que sigue vamos a referirnos especialmente a la filosofía, aunque, cuando menos, las aceptaciones y rechazos son de hecho válidos para los dos campos citados. La razón de esta restricción expositiva está en que la filosofía es el terreno al que pertenece el propio Marx.
Marx, en efecto, pertenece a la historia de la filosofía. El Capital es una obra filosófica fundamental; no es una obra de «economía» (el subtítulo dice «Crítica de la economía política»). Otra cuestión, que sólo podría resolverse por la interpretación detallada y larga del contenido, es la de por qué la filosofía llega a adoptar, en un momento determinado de su historia, esa figura externa tan extraña al actual concepto académico que se tiene de ella. Pero, en todo caso, ¿no adopta la filosofía una figura igualmente extraña por las mismas fechas en la obra de Nietzsche? Y, a fin de cuentas, ¿quién, y según qué, puede decidir qué figura externa «debe» adoptar la filosofía?
Pues bien, entrando en la cuestión de la tarea filosófica relacionable con la revolución, la tesis menos aceptable de cuantas podrían ocurrírsele a alguien es la de que esa tarea tuviese necesariamente que estar, desde algún momento dado, en vinculación material («orgánica» o simplemente de hecho) con el movimiento obrero. Esta ocurrencia debe ser desechada no sólo por la imposibilidad de que el movimiento obrero proyecte unos criterios propios y positivos en materia de ideas y formas, sino también por la mencionada naturaleza no-funcional y no-efectual de todo cuanto podemos llamar filosofía o arte. No es que esas «altas» actividades no quieran «bajarse» y «ponerse al servicio dé». Es simplemente que una cosa «al servicio dé» no puede ser ni arte ni filosofía, y que, al mismo tiempo, el arte y la filosofía son necesarios. Y todo esto sucede en virtud de todo lo que se dijo hasta aquí en el presente ensayo, en el cual se parte enteramente de tesis marxianas. Estamos enunciando precisamente una de las diferencias fundamentales e insuperables entre marxismo y populismo.
Por lo demás, la propia labor intelectual en la que se produce la teoría marxista no está vinculada de hecho con el movimiento obrero. A donde pertenece el trabajo de Marx, de un modo que incluso podríamos llamar «orgánico», es a la historia de la filosofía. Marx es el legítimo heredero de Kant y de Hegel, y el primo hermano de Nietzsche. La vinculación con el movimiento obrero es consecuencia de ese paso último de la historia de la filosofía, no al revés.
El marxismo no es «la visión del mundo (ni la filosofía, ni otra cosa) propia y orgánica del movimiento obrero». Es, por el contrario, una peculiar inflexión de la historia de la filosofía por la que ésta, en un momento determinado de su propia lucha interna, se encuentra en la necesidad de tender una mano al movimiento obrero. Más exactamente, dentro de ese momento histórico (último e inversor) de la filosofía, Marx, que no es ni mucho menos lo único que hay, es precisamente esa mano tendida. Lo cual nos pone definitivamente en guardia contra todo el doctrinarismo de considerar una «filosofía marxista», la cual haría inútiles (por falsas) todas las otras «doctrinas filosóficas», ya que el marxismo sería «la verdad».
Precisamos más arriba en qué sentido Marx descubre en la sociedad moderna una «estructura económica». Dando ahora por supuestas aquellas precisiones, preguntamos: ¿de dónde extrae Marx la determinación de esa estructura? Podemos imaginar, en principio, dos respuestas:
Según la primera, la selección de una cierta estructura vendría dada por el hecho de que esa estructura es la única que da lugar a resultados que encuentran verificación empírica; la única que corresponde a los hechos. Pues bien, esta interpretación, que convierte el marxismo en positivismo, vendría a decir que el peculiar punto de vista asumido por Marx, el punto de vista revolucionario, no es en realidad ningún punto de vista, sino una inevitabilidad objetiva.
Esta manera de ver las cosas podría sentirse apoyada por el uso marxiano de la palabra «ciencia» para designar el contenido de El Capital. Ahora bien, este uso, en Marx, es una mera supervivencia de la terminología hegueliana en la que (por razones internas al pensamiento de Hegel) la palabra «ciencia» designa la filosofía, no porque ésta se reduzca a ciencia, sino por todo lo contrario, a saber: que la filosofía ocupa el terreno de la ciencia; en Marx no sucede esto, pero ciertos hábitos terminológicos subsisten. Desgraciadamente ya no puede decirse lo mismo para el uso del término «ciencia» que se encuentra (designando la propia obra fundamental de Marx) en Engels, Lenin y otros; aquí hay efectivamente penetración positivista. En todo caso, El Capital no es ciencia. El concepto de las llamadas «ciencias sociales» es positivista, no marxista.
La asunción por Marx de una determinada «estructura económica» como esencia de la sociedad moderna no viene (y esta es la segunda de las dos respuestas a que hacíamos referencia antes) determinada por la coacción de los datos, de modo que fuese la única visión objetivamente posible de fenómenos empíricamente dados. No es así, sino que la fórmula de Marx depende también de la adopción de un punto de vista específico.
Y ¿de dónde surge, dónde enraíza, dónde se fundamenta, este específico punto de vista?
Nuestra respuesta, según ya adelantamos, es que el punto de vista asumido por Marx es un vuelco de la filosofía (esto es: de la historia de la filosofía), que se fundamenta y se entiende en esa misma historia (esto es: en la filosofía).
Obviamente, el desarrollo de esta última tesis no puede ser otra cosa que la propia historia de la filosofía. Lo más que se puede hacer aquí es recordar la distinción arriba establecida entre la «doctrina» y lo que es propiamente filosofía. Tal distinción da lugar también a dos sentidos enteramente distintos para la fórmula «historia de la filosofía». En el primer sentido, correspondiente a la «doctrina», esa historia sería una yuxtaposición de doctrinas, de las que una será verdadera en la medida en que las otras sean falsas, salvo en cuanto coincidan. En el segundo sentido, por el contrario, la historia de la filosofía (esto es: la filosofía) es una sola cosa.
A estas dos visiones de la historia de la filosofía corresponden dos maneras de entender el posible significado de las palabras «filosofía marxista». En el primer caso, se trataría de un conjunto de tesis que se opondrían como «la verdad» a otros conjuntos total o parcialmente «falsos». Ésta es la «filosofía marxista» del conservadurismo de las burocracias estatales y/o partidarias.
La posición revolucionaria, por el contrario, puede expresarse brevemente diciendo que el único sentido admisible (si hay alguno) de la fórmula «filosofía marxista» es el de la tarea siguiente: mostrar cómo y por qué la filosofía (la que hay, no una especial), en un momento determinado de su historia, tuvo que dar ese vuelvo y tender, hacia el movimiento obrero, esa mano que es el pensamiento de Marx.
No podríamos pasar sin dedicar algún espacio al caso típico de lo que se ha presentado como «cultura proletaria», esto es: a la subcultura monopolística estatal-partidaria de la URSS. No entro en episodios; me limito a la consideración general del fenómeno.
El punto de partida será la tesis, antes formulada, de que el ejercicio del poder por el proletariado sólo puede ser consciente. Y digamos primeramente que ése es el fundamento de que la terminología marxista haga aparecer expresamente el término «dictadura». El ejercicio real del poder por la clase obrera sería dictadura del proletariado, y no simplemente «Estado proletario» como término correlativo de «Estado burgués».
Cabe preguntar entonces si un «Estado proletario» (que no es la dictadura del proletariado) puede ser en algún caso una realidad. La respuesta marxista es, por una parte, negativa, en cuanto que el ejercicio real del poder por el proletariado sólo puede ser consciente. Pero es, por otra parte, afirmativa en el sentido de que el proletariado podría, aun no ejerciendo realmente el poder, no estar tampoco separado de él por el mantenimiento de un sistema socioeconómico objetivo y de las correspondientes normas jurídicas, sino sólo por su propia debilidad objetiva y/o subjetiva y, consiguientemente, por la existencia de un aparato burocrático represivo cuya constitución ha sido permitida por esa misma debilidad.
Una situación tal se caracteriza por la ausencia de una verdadera clase dominante en el sentido marxista de estas palabras. Pero esta ausencia es tal sólo dentro del país en cuestión, porque, a escala mundial, el «Estado obrero» representa la solución para la burguesía a una situación de crisis revolucionaria. Por otra parte, la política de ese Estado es tajantemente contrarrevolucionaria, como lo es la de multitud de organizaciones igualmente obreras en los países capitalistas. La clase obrero, según el marxismo, no es inmediata y espontáneamente revolucionaria; lo es sólo potencialmente.
En cuanto a la burocracia, el hecho de que no sea una clase, en el sentido marxista del término, quiere decir, entre otras cosas, que no tiene ninguna tarea histórica creadora que cumplir. Si fuese una «nueva clase explotadora», habría podido tener en algún momento una vertiente revolucionaria. En tal caso, habría dado lugar también a un arte, a una filosofía. Pero no es así.
Lo que se esgrime en los Estados obreros como «arte proletario» y «filosofía proletaria» no sólo no es proletario, sino que tampoco es filosofía ni arte. La no existencia de una nueva clase explotadora, que representase una nueva etapa creadora en la historia, hace que tampoco pueda surgir una nueva constitución en el ámbito de las ideas y las formas. Por su misma falta de una legitimidad histórica propia, la burocracia no sólo es incapaz de servir de base a una creación filosófica o artística, sino que es amenazada por cualquier actividad de este tipo. Aquello para lo que se inventaron las fórmulas «arte proletario» y «filosofía proletaria» no es otra cosa que la prohibición general del arte y de la filosofía.