Teatro oscuro. Sobre la mesa habrá un candelero con vela apagada y la jaula del tordo. SIMÓN duerme tendido en el banco.
DON DIEGO, SIMÓN
DON DIEGO (Sale de su cuarto poniéndose la bata).— Aquí, a lo menos, ya que no duerma no me derretiré… Vaya, si alcoba como ella no se… ¡Cómo ronca éste!… Guardémosle el sueño hasta que venga el día, que ya poco puede tardar… (SIMÓN despierta y se levanta). ¿Qué es eso? Mira no te caigas, hombre.
SIMÓN.— Qué, ¿estaba usted ahí, señor?
DIEGO.— Sí, aquí me he salido, porque allí no se puede parar.
SIMÓN.— Pues yo, a Dios gracias, aunque la cama es algo dura, he dormido como un emperador.
DIEGO.— ¡Mala comparación!… Di que has dormido como un pobre hombre, que no tiene ni dinero, ni ambición, ni pesadumbres, ni remordimientos.
SIMÓN.— En efecto, dice usted bien… ¿Y qué hora será ya?
DON DIEGO.— Poco ha que sonó el reloj de San Justo y, si no conté mal, dio las tres.
SIMÓN.— ¡Oh!, pues ya nuestros caballeros irán por ese camino adelante echando chispas.
DON DIEGO.— Sí, ya es regular que hayan salido… Me lo prometió, y espero que lo hará.
SIMÓN.— ¡Pero si usted viera qué apesadumbrado le dejé! ¡Qué triste!
DON DIEGO.— Ha sido preciso.
SIMÓN.— Ya lo conozco.
DON DIEGO.— ¿No ves qué venida tan intempestiva?
SIMÓN.— Es verdad. Sin permiso de usted, sin avisarle, sin haber un motivo urgente… Vamos, hizo muy mal… Bien que por otra parte él tiene prendas suficientes para que se le perdone esta ligereza… Digo… Me parece que el castigo no pasará adelante, ¿eh?
DON DIEGO.— ¡No, qué!… No señor. Una cosa es que le haya hecho volver. Ya ves en qué circunstancia nos cogía… Te aseguro que cuando se fue me quedó un ansia en el corazón. (Suenan a lo lejos tres palmadas, y poco después se oye que puntean un instrumento). ¿Qué ha sonado?
SIMÓN.— No sé… Gente que pasa por la calle. Serán labradores.
DON DIEGO.— Calla.
SIMÓN.— Vaya, música tenemos, según parece.
DON DIEGO.— Sí, como lo hagan bien.
SIMÓN.— ¿Y quién será el amante infeliz que viene a puntear a estas horas en ese callejón tan puerco?… Apostaré que son amores con la moza de la posada, que parece un mico.
DON DIEGO.— Puede ser.
SIMÓN.— Ya empiezan. Oigamos… (Tocan una sonata desde adentro). Pues dígole a usted que toca muy lindamente el pícaro del barberillo.
DON DIEGO.— No: no hay barbero que sepa hacer eso, por muy bien que afeite.
SIMÓN.— ¿Quiere usted que nos asomemos un poco, a ver?…
DON DIEGO.— No, dejarlos… ¡Pobre gente! ¡Quién sabe la importancia que darán ellos a la tal música!… No gusto yo de incomodar a nadie. (Salen de su cuarto DOÑA FRANCISCA y RITA, encaminándose a la venta. DON DIEGO y SIMÓN se retiran a un lado, y observan).
SIMÓN.— ¡Señor!… ¡Eh!… Presto, aquí a un ladito.
DON DIEGO.— ¿Qué quieres?
SIMÓN.— Que han abierto la puerta de esa alcoba, y huele a faldas que trasciende.
DON DIEGO.— ¿Sí?… Retirémonos.