DOÑA FRANCISCA, RITA
Salen del cuarto de DOÑA IRENE, RITA sacará una luz y la pone sobre la mesa.
RITA.— Mucho silencio hay por aquí.
DOÑA FRANCISCA.— Se habrán recogido ya… Estarán rendidos.
RITA.— Precisamente.
DOÑA FRANCISCA.— ¡Un camino tan largo!
RITA.— ¡A lo que obliga el amor, señorita!
DOÑA FRANCISCA.— Sí; bien puedes decirlo: amor… Y yo ¿qué no hiciera por él?
RITA.— Y deje usted, que no ha de ser éste el último milagro. Cuando lleguemos a Madrid, entonces será ella… El pobre Don Diego ¡qué chasco se va a llevar! Y por otra parte, vea usted qué señor tan bueno, que cierto da lástima…
DOÑA FRANCISCA.— Pues en eso consiste todo. Si él fuese un hombre despreciable, ni mi madre hubiera admitido su pretensión, ni yo tendría que disimular mi repugnancia… Pero ya es otro tiempo, Rita. Don Félix ha venido, y ya no temo a nadie. Estando mi fortuna en su mano, me considero la más dichosa de las mujeres.
RITA.— ¡Ay! Ahora que me acuerdo… Pues poquito me lo encargó… Ya se ve, si con estos amores tengo yo también la cabeza… Voy por él. (Encaminándose al cuarto de DOÑA IRENE).
DOÑA FRANCISCA.— ¿A qué vas?
RITA.— El tordo, que ya se me olvidaba sacarle de allí.
DOÑA FRANCISCA.— Sí, tráele, no empiece a rezar como anoche… Allí quedó junto a la ventana… Y ve con cuidado, no despierte mamá.
RITA.— Sí, mire usted el estrépito de caballerías que anda por allá abajo… Hasta que lleguemos a nuestra calle del Lobo, número siete, cuarto segundo, no hay que pensar en dormir… Y ese maldito portón, que rechina que…
DOÑA FRANCISCA.— Te puedes llevar la luz.
RITA.— No es menester, que ya sé dónde está. (Vase al cuarto de DOÑA IRENE).