Escena II

DOÑA IRENE, DOÑA FRANCISCA, RITA, DON DIEGO

DOÑA FRANCISCA.— Ya estamos acá.

DOÑA IRENE.— ¡Ay!, ¡qué escalera!

DON DIEGO.— Muy bien venidas, señoras.

DOÑA IRENE.— ¿Conque usted, a lo que parece, no ha salido? (Se sientan DOÑA IRENE y DON DIEGO).

DON DIEGO.— No, señora. Luego, más tarde, daré una vueltecita por ahí… He leído un rato. Traté de dormir, pero en esta posada no se duerme.

DOÑA FRANCISCA.— Es verdad que no… ¡Y qué mosquitos! Mala peste en ellos. Anoche no me dejaron parar… Pero mire usted, mire usted (Desata el pañuelo y manifiesta algunas cosas de las que indica el diálogo.) cuántas cosillas traigo. Rosarios de nácar, cruces de ciprés, la regla de San Benito, una pililla de cristal… Mire usted qué bonita. Y dos corazones de talco… ¡Qué sé yo cuánto viene aquí!… ¡Ay!, y una campanilla de barro bendito para los truenos… ¡Tantas cosas!

DOÑA IRENE.— Chucherías que la han dado las madres. Locas estaban con ella.

DOÑA FRANCISCA.— ¡Cómo me quieren todas! Y mi tía, mi pobre tía, lloraba tanto… Es ya muy viejecita.

DOÑA IRENE.— Ha sentido mucho no conocer a usted.

DOÑA FRANCISCA.— Sí, es verdad. Decía: ¿por qué no ha venido aquel señor?

DOÑA IRENE.— El padre capellán y el rector de los Verdes nos han venido acompañando hasta la puerta.

DOÑA FRANCISCA.— Toma (Vuelve a atar el pañuelo y se le da a RITA, la cual se va con él y con las mantillas al cuarto de DOÑA IRENE), guárdamelo todo allí, en la escusabaraja. Mira, llévalo así de las puntas… ¡Válgate Dios! ¡Eh! ¡Ya se ha roto la santa Gertrudis de alcorza!

RITA.— No importa; yo me la comeré.