44

Una vez destruidos los espejos del reino, Roja volvió a descargar su furia contra el Valet de Diamantes.

—Te trato con una indulgencia de la que no gozan los demás. ¿Por qué? Porque se supone que me conviene a mí. Dejo que creas que vas por libre, y a cambio, tú debes proporcionarme información sobre los alysianos. Como Reina, soy quien más sale ganando de todos los tratos, y no me llena de júbilo, «lord» de Diamantes, que hayas estado traicionándome en beneficio propio.

—Su Malignidad…

Roja agitó la mano como para espantar una mosca, y el Valet salió despedido contra una pared de la cúpula de observación. La cola del Gato se meneaba de un lado para otro, alegre y juguetona.

—¿Qué debo hacer contigo? —preguntó Roja.

—Ta… tal vez podría… —comenzó a responder el Valet.

El Gato alzó una pata.

—¡Yo lo sé!

—¡Era una pregunta retórica, idiotas! ¡No os pedía que la contestarais! ¿Desde cuándo necesito ayuda para hacer sufrir a alguien?

Esta vez, el Gato y el Valet de Diamantes optaron prudentemente por no responder.

Roja se deslizó hacia el Valet, con los pies flotando sobre el lustroso suelo, y le acarició la peluca. Sostuvo uno de sus largos rizos en la palma de la mano, estudiándolo por un momento. Con una ferocidad inusitada, arrancó el rizo de un tirón y lo arrojó a un lado. El mechón cayó al suelo y comenzó a aumentar de tamaño y de grosor. Le salieron brazos y piernas, y creció y creció hasta ser el doble de alto que el Valet.

—Lord de Diamantes, saluda a mi peluca bestial —bostezó Roja.

Antes de que el Valet pudiese decir esta boca es mía, la bestia le propinó un golpe brutal en la barriga. El hombre se dobló en dos, luchando por respirar. La Peluca Bestia lo levantó en vilo y lo lanzó hasta el otro extremo de la sala. El Valet cayó pesadamente, como correspondía a su generosa humanidad. La Peluca Bestia se plantó frente a él, lo puso en pie y, mientras lo sujetaba con una peluda extremidad, lo abofeteó con la otra.

El Gato ronroneaba con una amplia sonrisa en la cara, contemplando el sufrimiento del Valet de Diamantes, pero su gozo se vio interrumpido por la voz de Roja, penetrante como una garra, y estridente a causa de la ira y la incredulidad. Roja había vuelto el ojo de su imaginación hacia Alyss. Esperaba no ver nada —Alyss habría debido formar parte del vacío para entonces—, pero en cambio vislumbró a la Princesa, junto a Somber Logan y los demás, caminando por el terreno calcinado y cubierto de lava de las llanuras Volcánicas.

—¡No está muerta! —chilló—. ¡Alyss no está muerta!

El Valet oyó también estas palabras, pero su cerebro desorientado tardó unos instantes en entender el significado. Entre una y otra de las bofetadas que estaba administrándole la Peluca Bestia, logró balbucir:

—Van a… Buscan… ¡el laberinto Especular!

Roja alzó una mano y la Peluca Bestia se detuvo.

—Debo de estar ablandándome, lord de Diamantes, por creer que tal vez hayas dicho algo digno de ser escuchado.

Fue una suerte para el Valet que Roja hubiese hecho caso omiso de las lecciones que Jacob había intentado enseñarle en su adolescencia. El corpulento noble comprendió de inmediato que sus conocimientos sobre el laberinto Especular podían salvarle la vida. Sin embargo, decidió revelarle lo menos posible. Su salud y bienestar futuros tal vez dependían del goteo de tan valiosa información a Roja.

—El laberinto Especular, Su Malignidad Imperial. Si Alyss logra recorrerlo, desarrollará al máximo el potencial de su fuerza y su poder imaginativo, y entonces estará en condiciones de venceros.

—¡Pero si yo cuento con el Corazón de Cristal! ¡Ella no puede desarrollar su potencial al máximo sin él!

—Me limito a repetir lo que oí decir a Jacob Noncelo, Su Malignidad Imperial.

No habría debido mencionar a Jacob; Roja estaba que echaba humo. El Valet le echó un vistazo rápido a la Peluca Bestia, estaba totalmente inmóvil, como si nunca hubiese cobrado vida. De momento, todo iba bien.

—¿Y si yo recorro el laberinto en lugar de ella? —preguntó Roja.

—Ah, qué astuta, Su Malignidad Imperial. Si recorréis el laberinto, entonces seréis mucho más poderosa. Estoy seguro de que Alyss no podrá derrotaros.

Todo lo que el Valet de Diamantes sabía del laberinto Especular habría cabido en la tercera fosa nasal de un güinuco (que era sumamente pequeña). Cuando era niño, había oído varias veces a su madre evocar con resentimiento el día que la princesa Genevieve había llegado al final del laberinto para convertirse en Reina. Sin embargo, ella no sabía que no bastaba con saber orientarse en el laberinto para convertirse en Reina. Jacob Noncelo no había educado a uno solo de los miembros del clan de Diamantes, de modo que todos ignoraban que sólo la persona para quien estaba destinado el laberinto Especular podía entrar en él. No obstante, al igual que muchos otros jóvenes que se crían rodeados de lujos y comodidades, el Valet de Diamantes no era consciente de su propia ignorancia.

—Ahora veremos si lo que dices es cierto —gruñó Roja—. ¡Traedme el In Regnum Speramus!

La morsa entró con sus andares de pato en la cúpula.

—Aquí lo tenéis, Su Malignidad Imperial. In Regnum

El libro se alejó volando de sus aletas y se quedó flotando en el aire ante Roja mientras ella pasaba rápidamente las hojas, buscando alguna mención al laberinto Especular. No encontró una sola. Vio los restos de las páginas arrancadas del libro y sus propias palabras, transcritas con la caligrafía de Jacob.

—¡Bah!

Le pegó un manotazo al libro, que salió disparado hacia la morsa, pero el mayordomo se agachó y el volumen cayó al suelo, donde patinó hasta salir al pasillo.

—Iré a buscarlo, Su Malignidad Imperial —dijo la morsa mayordomo y se marchó a toda prisa en pos del libro, aliviada como siempre que tenía algún pretexto para abandonar rápidamente la compañía de Roja.

Roja se acercó tranquilamente al Valet, a quien la aparente despreocupación de la Reina provocaba una angustia aún mayor.

—Y ahora, mi indigno servidor, vas a decirme dónde está ese laberinto Especular.

—Pero es que no lo sé.

Los dedos de Roja se contrajeron, y al Valet le pareció ver que la Peluca Bestia se movía.

—¡Los alysianos tampoco lo saben! —se apresuró a añadir—. ¡Tienen que preguntárselo a las orugas!

Las orugas: esas larvas fastidiosas y descomunales. Roja había intentado deshacerse de ellas y de sus profecías anticuadas poco después de hacerse con el control del reino. Si había algo que no necesitaba era que esas cosas anduviesen por ahí incitando a la rebeldía con sus predicciones. Sin embargo, cada vez que se proponía eliminarlas, ellas preveían sus ataques y se desvanecían como el humo. Por eso ella había desahogado su rabia contra el valle de las Setas. Pero ¿qué debía hacer ahora? Arrasar el valle no serviría para cumplir sus propósitos.

—He decidido dejar que Alyss se entreviste con las orugas —anunció—. Vigilaremos atentamente a ese Corazoncito dulce y tierno, y cuando descubra la ubicación del laberinto Especular, atacaremos y yo entraré en él. Gato, tú azuza a los rastreadores.

—¿Y por qué no el lord de Diamantes? —protestó el felino.

—Todavía puede resultarme útil.

El Valet le dedicó al peludo sicario de Roja una sonrisita burlona. El Gato lo había metido en el aprieto en que se encontraba. El Gato traicionero era el culpable de los moratones que empezaban a salirle por todo el cuerpo. Tendría que devolverle el favor de alguna manera.

—Veo que no aprecias tus vidas tanto como yo creía, Gato, pues de lo contrario habrías obedecido mi orden ya —señaló Roja.

Mientras el Gato se marchaba a regañadientes a azuzar a los rastreadores, Roja enfocó de nuevo a Alyss con el ojo de su imaginación. ¡Qué maravillosamente cruel era su plan! La señorita Repipi de Corazones la guiaría en persona hasta el laberinto Especular, con lo que se convertiría en la causa de su propia perdición. Qué deliciosamente perverso.

El Gato alcanzaba a oír los chillidos frenéticos de los rastreadores incluso antes de llegar al final del pasillo. Empujó con el hombro el pesado portón para abrirlo y entró en la cámara excavada en el interior del monte Solitario. Los gritos de los rastreadores —estridentes como alaridos de dolor— sonaban tan fuertes que él no oía sus propias pisadas ni su respiración. La cámara estaba débilmente iluminada por unos cristales fosforescentes incrustados en las paredes. Del techo colgaban cientos de jaulas, en cada una de las cuales había encerrados varios rastreadores: los sabuesos de Roja, nacidos de la desconfianza y la paranoia de Roja: seres con cuerpo de ave de presa y cabeza de insecto chupador de sangre.

El Gato andaba de un lado a otro de la cámara, deteniéndose ante cada jaula para agitar ante ella el vestido de boda de Alyss, un recuerdo de su incursión en el cuartel general de los alysianos. Los rastreadores, excitados por el olor de la prenda, apretaban sus ansiosas caras contra los barrotes de las jaulas.

Una vez cumplida su misión, el Gato tiró de una palanca en el suelo, y una pared, que desde el exterior parecía formar parte de la montaña, se deslizó hacia atrás. Las jaulas se abrieron y, profiriendo chillidos salvajes, los rastreadores levantaron el vuelo en plena noche, listos para la caza.