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Avanzaron en fila de a uno por la estrecha cresta de un volcán, tapándose nariz y boca con trozos de tela arrancados de la toga de Jacob para protegerse de la ceniza que flotaba en el aire. Hacía demasiado calor para hablar; apenas podían respirar. Nadie había dicho una palabra desde que habían aparecido en las llanuras Volcánicas y Dodge había sugerido que destruyeran el portal de salida «por si acaso». No debían subestimar la mente diabólicamente imaginativa de Roja; el menor resto del Continuo de Cristal podía bastarle para reconstruirlo por completo, lo que le permitiría acceder a las llanuras rápidamente. Ahora, Roja y su ejército no podían desplazarse más que a pie o a lomos de bestias.

—Ese espejo lo debían de utilizar los cazadores furtivos de galimatazos —había comentado Jacob—. Es una suerte para nosotros que lo hayan pasado por alto, pues, de lo contrario, aún estaríamos… —Se estremeció al pensar en el vacío.

—Si Roja nos ha visto huir por el Continuo, quizá todavía nos esté observando —dijo el general Doppelgänger.

—No podemos evitarlo —dijo Somber. Dodge se impacientó.

—Entonces, en lugar de quedarnos aquí de cháchara, vayamos a donde tengamos que ir.

De modo que Jacob, que llevaba mapas detallados del reino dentro de la calva, los guió hacia el valle de las Setas. Mientras caminaban con cuidado por la pedregosa y accidentada cresta, tenían que mirar hacia abajo constantemente para ver dónde pisaban, lo que les recordaba una y otra vez la altura a la que se encontraban y lo peligrosa que era su situación.

—¡Ah!

Un trozo de lava endurecida golpeó al general Doppelgänger en el hombro. Los alysianos se detuvieron y alzaron la vista. Otra piedra de lava cayó. Y luego otra, y otra más.

«El volcán se mueve».

No era todo el volcán, sólo la capa superior de roca y tierra situada en lo alto de la empinada cuesta que se alzaba sobre ellos.

«Un desprendimiento, una…».

La cresta se desmoronó bajo los pies de los rebeldes. Ellos bajaron rodando por la pendiente hasta el fondo del desfiladero que discurría al pie del volcán. El general Doppelgänger quedó medio sepultado entre la tierra y las rocas. Jacob estaba completamente de cabeza, patas arriba, pero rápidamente se enderezó, tosiendo y escupiendo para no asfixiarse. Alyss, la más liviana de todos, había caído dando tumbos por la escarpada cuesta inferior del volcán hasta detenerse en un lecho de grava. Somber y Dodge se levantaron, sacudiéndose el polvo volcánico de las mangas de la chaqueta, como si sobrevivir a un desprendimiento de tierras fuera cosa de todos los días para ellos.

—¿Estáis todos bien? —preguntó el general Doppelgänger.

—¿Alyss? —sonó la voz de Dodge, con tono de preocupación.

«Tiznada de negro por el polvo volcánico, con cortes en los antebrazos y las rodillas, y la palma de la mano derecha desollada».

—Estoy bien. —No quería que los demás pensaran que para ella unos cuantos rasguños y moratones eran heridas graves. Se suponía que debía ser lo bastante fuerte para derrotar a Roja—. Alguien nos está observando —dijo.

Un par de ojos color amarillo verdoso los espiaba desde la negrura de una cueva cercana. Antes de que alguien pudiera abrir la boca, la gigantesca y escamosa cabeza de un galimatazo apareció entre dos rocas situadas frente a la entrada de la cueva.

Su larga lengua fustigó a Jacob y produjo un desgarrón humeante en la manga de su toga que dejó al descubierto su delicada piel.

—¡Ay!

Incluso en aquella llanura sofocante, Alyss y los demás notaron el calor que despedía el aliento del galimatazo, fétido debido a la carne de innumerables animales muertos. La criatura abrió sus fauces hasta un extremo que parecía imposible, como una cobra cuando se dispone a devorar un conejo; un gesto amenazador que estaba más bien fuera de lugar, pues el galimatazo habría podido engullir a dos marvilianos enteros a la vez de un solo bocado sin un gran esfuerzo. Los alysianos retrocedieron hacia la cueva. El galimatazo dio una sacudida hacia ellos y lanzó un escupitajo de fuego a Alyss. Ella se arrojó al suelo, y la bola llameante impactó contra la pared del desfiladero, pero a la breve luz de su explosión los rebeldes alcanzaron a ver que los ojos color amarillo verdoso pertenecían a un galimatazo diminuto rodeado de huesos roídos: un recién nacido.

—Está protegiendo a su cría —señaló Jacob.

La galimataza madre se irguió sobre sus patas traseras, preparándose para embestir, y Somber, ágilmente, con un solo movimiento, se quitó la chistera, desplegó las cuchillas y las lanzó contra la roca que sobresalía por encima de la entrada de la cueva.

Zac, zac, zak, zak.

Varias piedras se aflojaron, cayeron y se amontonaron en el suelo, con lo que la boca de la cueva quedó obstruida. Las cuchillas de Somber aún no habían vuelto a sus manos como un bumerán cuando la galimataza madre profirió un alarido de pena y, olvidándose de los alysianos, se puso a arañar y escarbar en las piedras, despejando la salida de la cueva para salvar a su cría. Alyss y los demás aprovecharon para escapar ilesos por el desfiladero.

Aunque nadie lo expresó en voz alta, todos lo sabían: mientras estuvieran en las llanuras, el peligro de los galimatazos se cernía sobre ellos.