Ataviada con su vestido de novia, Alice se encontraba de pie ante un espejo de cuerpo entero en la sacristía de la abadía de Westminster. Menos de media hora después, estaría casada con un príncipe y gozaría de la más alta consideración de los estratos sociales superiores sin haber tenido que sacrificar su corazón a un hombre a quien no detestaba pero tampoco amaba. Sin embargo, el futuro se le antojaba tan incierto como su pasado más remoto.
La habitación comenzó a vibrar con las notas del órgano, pero Alice apenas se percató de ello. Extendió un brazo hacia el espejo. Posó sus dedos contra la superficie fría y reflectante, y permaneció así, con la mano tocando la de su imagen reflejada.
¿Acaso esperaba otra cosa? ¿Que su mano atravesara el espejo? Ridículo. Alguien llamó a la puerta. La señora Liddell irrumpió en la sacristía, levantándose la falda del vestido para evitar que le arrastrara por el suelo, y Alice se alegró de que alguien la rescatase de su soledad.
—Es la hora, querida. Es la hora. ¡Casi no me lo creo!
—Ni yo —respondió Alice, aparentando una emoción y un ansia que no sentía.
Le dio un beso en la mejilla a su madre, y juntas se dirigieron al atrio de la abadía. Allí, las damas de honor y los padrinos de boda aguardaban a que llegara el momento de hacer su entrada, junto con el decano Liddell, que estaba preparado para llevar a su hija al altar.
—Y pensar que, cuando volvamos a hablar, estarás casada con un príncipe —suspiró la señora Liddell.
—Y tú serás su suegra.
—¡Me siento tan contenta sólo de pensarlo…! Me has hecho inmensamente feliz, Alice.
Tras un último abrazo, la señora Liddell fue a sentarse junto al resto de la familia, cerca del altar.
La marcha nupcial empezó a sonar, y las damas de honor y los padrinos echaron a andar por el pasillo de dos en dos. Alice echó un vistazo a los invitados. La reina Victoria y su séquito ocupaban los bancos de las primeras filas en la parte derecha de la iglesia. Una barrera de soldados separaba a la Reina del resto de los invitados, que llenaban la abadía por completo. Al fondo de la iglesia, varios periodistas garabateaban notas en sus libretas. Todos estaban en sus asientos, vueltos hacia la entrada, esperando expectantes a que apareciese Alice. Pero ella había querido aprovechar la oportunidad para espiar a sus invitados. ¿Por qué? Porque buscaba a alguien, un rostro en particular. Había estado preguntándose si él se presentaría el día de su boda de un modo tan misterioso como en la fiesta de compromiso. ¿No era él aquella figura medio oculta entre las sombras bajo la galería izquierda? No alcanzaba a verle las facciones con claridad, pero…
El decano Liddell le tendió la mano. Alice se dio cuenta de que estaba comportándose como una tonta. ¿Por qué obsesionarse por un desconocido sólo porque tenía cicatrices en la cara? Eso no significaba nada. Probablemente, el hombre de la fiesta de compromiso sólo fuera un rival de Leopoldo que quería demostrar que bailaba mejor que él. Tomó a su padre del brazo.
—Alice, cariño —dijo el decano—. Si fuera cualquier otra persona la que está a punto de emparentar con una familia tan destacada, me preocuparía que quizá no supiera estar a la altura. Pero contigo no. Estoy convencido de que no sólo seguirás dando al príncipe Leopoldo motivos de orgullo y que mantendrás su amor siempre vivo, sino que le enseñarás cómo hacer el bien en el mundo de una forma que yo, como simple decano de su colegio universitario, jamás habría soñado con enseñarle. Es muy afortunado de tenerte.
—Gracias, padre.
Con pasos acompasados, padre e hija comenzaron a caminar por el pasillo. El rostro de Alice no mostraba el menor rastro de inquietud ni de la consternación que la había asediado desde la fiesta de disfraces. Cualquiera que la hubiese visto habría dado por sentado que no pensaba más que en el momento trascendental que estaba viviendo, y eso es desde luego lo que creía el príncipe Leopoldo. Vestido con uniforme militar completo y una espada ancestral al costado, aguardaba ante el altar mayor con el arzobispo. El decano Liddell rozó con los labios la mejilla de Alice, la dejó al lado de Leopoldo y se dirigió sin hacer ruido al asiento en que se encontraba su esposa.
Leopoldo le sonrió a su novia. Su sonrisa rezumaba timidez, admiración, alegría y tal sobrecogimiento que ella misma quedó sobrecogida al verla. Alice temía que él estuviese sobrevalorándola, y que lo más duro de su matrimonio no sería el hecho de que no lo amaba, sino intentar ser digna de su estimación. Se volvió hacia el arzobispo. A su espalda, los bancos crujieron, los invitados carraspearon. El arzobispo se puso a hablar, pero Alice apenas lo escuchaba.
—Si alguien presente tiene alguna razón para que esta boda no se celebre, que hable ahora o calle para siempre —recitó el arzobispo.
A Alice la asaltó el deseo imperioso de dirigir la vista a la galería de la izquierda, donde imaginaba que se encontraba el hombre de las cicatrices, cuyo nombre ella se había esforzado mucho por borrar de su memoria y que aún no se atrevía a formular en su mente, como si al hacerlo corriese el riesgo de hacer aparecer un ser cuya inexistencia era crucial para su felicidad actual y futura en Inglaterra.
Se oyó a sí misma repetir las palabras del arzobispo sin comprender su significado. «Los votos. He pronunciado los votos». Se quedó escuchando los timbres y resonancias de las voces masculinas que se alternaban.
Y entonces sucedió algo extraño. Fue como si una tormenta que había estado incubándose y estaba a punto de desatarse hubiese aspirado todo el oxígeno de aquella enorme sala, sólo para soltarlo con mucha más fuerza. Más tarde, Alice juraría que había tenido una corazonada de que algo iba a ocurrir, que había sentido algo antes de que los vitrales a ambos lados de la abadía estallaran hacia dentro cuando seres de lo más extraños los atravesaron y cayeron entre cristales rotos de colores distintos. Los invitados se lanzaron en masa hacia las salidas, atropellándose unos a otros. Otros se arrodillaron para rogarle a Dios que los librara de todo mal.
En los segundos que transcurrieron entre la rotura de cristales y la primera muerte, los soldados rodearon a la reina Victoria y la escoltaron a través de una puerta de uso normalmente reservado al arzobispo, que la siguió a toda prisa rezando con voz entrecortada. El príncipe Leopoldo ciñó a la novia con un brazo protector, pero ella se soltó en un acto reflejo, y clavó la vista en la bestia de aspecto felino que se abría paso hacia ella, apartando de su camino a soldados y policías con zarpazos que les desgarraban la piel. Ella lo reconoció, del mismo modo que uno se acuerda de lo que ha soñado horas después de haber despertado, y este reconocimiento trajo consigo un alivio perturbador, y es que si esa cosa era real…
Se quedó inmóvil e indefensa en medio del caos. Ésos no eran los naipes soldado que recordaba. «Pero no debería recordar lo que se supone que no existe».
Leopoldo y Halleck luchaban contra cuatro de las criaturas de gran estatura y extremidades de acero cuya parte posterior estaba formada por escudos protectores que llevaban grabados palos de la baraja: tréboles, picas y diamantes. Los dos hombres habían practicado la esgrima, pero Alice veía que tendrían suerte si salían con vida. «Por favor, que Leopoldo esté bien. Pase lo que pase, que él…».
El Gato se elevó en el aire y se abalanzó sobre Alice. Ella siguió sin moverse de donde estaba. Extendió el brazo como para tocar a aquella bestia para comprobar de una vez por todas si era real, cuando…
«¡Lo sabía!».
No se había equivocado: la figura entre las sombras era el hombre de las cicatrices, pues allí estaba, corriendo hacia ella desde el perímetro. La tomó en brazos y la apartó una fracción de segundo antes de que el Gato cayese y destrozase el altar con un golpe de sus brazos, gruesos como muslos. Ahora Alice corría, de la mano de aquel personaje cuyo nombre aún no se atrevía a articular para sí. El hombre la condujo al exterior a través de uno de los vitrales rotos. El Gato y los naipes sicario salieron de la abadía de un salto para perseguirlos. En aquella calle de Londres reinaba una confusión de gritos y empujones. Un naipe sicario cayó sobre la cola del vestido de Alice y la frenó en seco. El hombre de las cicatrices cortó de un tajo la cola del vestido, se dio la vuelta y cortó con la espada las correas que sujetaban un caballo a su carruaje.
—¡Eh! —protestó el conductor del carruaje.
Pero el hombre de las cicatrices ya se había montado sobre el caballo y aupó a Alice de un tirón mientras espoleaba al animal para que galopara por las calles. El Gato arrancó a correr tras ellos, tan veloz como cualquier ser cuadrúpedo de la Tierra gracias a sus poderosas piernas.
Los naipes sicario llevaban consigo esferas generadoras brillantes, de manera que, mientras el hombre de las cicatrices guiaba el caballo a izquierda y derecha, de la acera a la calzada y viceversa, zigzagueando para convertirse en un blanco más difícil, las explosiones sacudían los edificios de los alrededores. A Alice, mareada por tanta agitación, le daba la impresión de que su compañero se dirigía hacia un destino específico, pues cada vez que el caballo resbalaba y pasaba de largo alguna calle, él lo hacía dar la vuelta y enfilarla a galope, entre peatones aturdidos y los insultos de los cocheros.
En efecto, el hombre sabía adonde iba. Había memorizado la ruta que había seguido desde su portal de salida hasta la abadía de Westminster y la estaba recorriendo en sentido inverso. Se encontraban cerca. Sólo les faltaba cruzar unas pocas calles cuando una esfera generadora impactó en un carro vacío de la policía situado a menos de veinte metros, ocasionando que estallara en llamas. El caballo en que cabalgaban Alice y el hombre de las cicatrices se empinó y los derribó. Cayeron sobre un montón de coles que llevaba un vendedor callejero en una carreta. Saltaron al suelo y el hombre de las cicatrices echó a correr, arrastrando a Alice del brazo.
—¿Adónde vamos? —jadeó ella.
—¡Ya lo verás! —Y apuntó con el dedo: un charco.
Ella se avergonzó de lo que dijo a continuación, lo primero que le vino a la cabeza cuando ese hombre y ella tomaron impulso y saltaron al charco, agarrados con fuerza de la mano:
—Se me estropeará el vestido —protestó, y entonces…
Zuuum.
Se hundían a toda velocidad, cada vez más hondo. A Alice se le soltó la mano de la del hombre. Esto no podía estar ocurriendo, no podía… Sin embargo, ocurría. Y mientras ascendía rápida como una bala hacia la superficie, después de haber hecho lo imposible por convencerse de que el lugar que estaban a punto de ver sus incrédulos ojos no existía, pronunció el nombre —Dodge Anders—, y los pulmones se le llenaron de agua.