28

Alice Liddell, de veinte años de edad, se deslizaba garbosamente de un grupo de invitados a otro, arrastrando tras de sí la larga cola de su vestido de seda sobre el suelo de parqué del salón de baile. Su cabellera negra y ondulada le llegaba por debajo de los hombros, y su piel semejaba marfil liso e inmaculado a la luz de las arañas de cristal. Los miembros más destacados de la sociedad británica habían acudido a su fiesta de compromiso —duques, duquesas, caballeros, condes, vizcondes y señores rurales—, todos ellos con el rostro oculto tras una máscara, al igual que Alice. A la mañana siguiente, los periódicos publicarían toda clase de detalles sobre la mascarada para que los leyeran las lavanderas, los lacayos, los taberneros, los cocineros y las sirvientas de la ciudad; la gente de clase baja que luchaba día tras día para llegar a fin de mes y que gustaba de chismorrear sobre un mundo en el que apenas creía, el mundo de lujos y comodidades en que ahora vivía Alice Liddell.

«No puedo evitar sentir… ¿qué? ¿Que sigo representando un papel? Sí. Después de todos estos años. Al menos en una mascarada, los demás representan un papel también».

—Vaya, señorita Liddell. —La duquesa de Devonshire interceptó a Alice cuando estaba cruzando el salón—. Lleva usted un vestido tan deslumbrante como cabría esperar de usted. Y una máscara estupenda. Sólo que… ¿de qué se supone que va usted disfrazada, querida?

La máscara de Alice era de lo más simple: un armazón de alambre cubierto de papel parafinado con unos agujeros para los ojos, la nariz y la boca.

—Soy una mujer del montón —respondió Alice—. Ni fea ni hermosa. Ni rica ni pobre. Podría ser cualquier mujer, absolutamente cualquiera.

Leopoldo se acercó para pedirle que bailara con él. Llevaba una máscara similar a la de Alice en su sencillez, aunque no dejaba tan perplejos a los invitados. Era una máscara de su propio rostro, pintada al óleo por un artista del lugar.

—Querida —dijo, tendiéndole la mano.

La orquesta atacó los compases de un vals, y la pareja evolucionó por todo el salón, mientras los presentes los contemplaban reclinados contra la pared. Entre los numerosos pares de ojos clavados en ellos, estaba otro: el de un extraño que miraba por la ventana. El príncipe Leopoldo no era buen bailarín; le faltaba agilidad en las piernas y fluidez en sus giros. Para Alice esto era casi un alivio; en cierto modo atenuaba su sentimiento de culpa por no amarlo. Al menos cuando él bailaba no parecía perfecto.

El vals terminó, y el Príncipe advirtió que la Reina estaba en un rincón de la sala, con el entrecejo fruncido.

—Creo que más vale que vaya a saludar a mi madre —dijo y le besó la mano a Alice.

Leopoldo se quitó la máscara y la depositó sobre una mesa. El extraño que había estado mirando por la ventana entró en la sala y, sin que nadie lo viera, cogió la máscara.

Alice apenas se había refrescado un poco con unos sorbos de vino cuando notó unos golpecitos en el hombro. Al volverse vio a su futuro esposo con la máscara puesta de nuevo y la mano tendida para pedirle que le concediera otro baile.

—¿Otra vez? —preguntó ella—. Pero ¿y la Reina?

El hombre enmascarado guardó silencio. La orquesta empezó a ejecutar otra pieza y él la condujo a la pista de baile. Con un brazo en torno a la cintura y una mano en la parte inferior de la espalda, la llevó con soltura de un lado a otro, haciéndola girar o agacharse en momentos determinados. Los pasos de los dos estaban perfectamente coordinados, como si hubiesen bailado juntos toda la vida. Los invitados no pudieron por menos de percatarse de ello; le hicieron sitio a la pareja y aplaudieron.

Alice cayó en la cuenta de que su pareja de baile, fuera quien fuese, no era su prometido.

—Tú no eres Leopoldo —se rió—. Halleck, ¿eres tú? —preguntó, mencionando a un amigo del Príncipe.

El extraño no respondió.

—¿Quién se oculta tras esa máscara?

El extraño continuó callado. Alice alzó las manos y le quitó la máscara, dejando al descubierto el rostro de un joven apuesto de ojos almendrados, con una nariz que seguramente se había roto más de una vez, y el cabello polvoriento y despeinado.

—¿Te conozco?

—Me conocías hace tiempo —dijo el extraño. Volvió el rostro para mostrarle la mejilla derecha, surcada por cuatro cicatrices paralelas que brillaban rosadas e irregulares contra su pálida piel.

Ella dejó de bailar, sobresaltada.

—Pero…

Oyó que se producía una agitación entre los invitados que tenía detrás. La señora Liddell y el príncipe Leopoldo se situaron junto a ella. Cuando ella devolvió la vista al frente, el extraño había desaparecido.

—¿Quién era ese hombre? —inquirió Leopoldo en tono exigente.

—Qué grosero. Estoy segura de que no era nadie —aseguró la señora Liddell, inquieta. Nunca había visto al Príncipe tan alterado—. Díselo, Alice. Dile que ese hombre no era nadie.

—No… no lo sé —titubeó Alice—. No sé quién era. Por favor, disculpadme, necesito tomar el aire.

Salió al balcón apresuradamente. No podía tratarse de él. El hombre de las cicatrices. Era imposible que se tratara de él. No existía.