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Después de trece años, los alysianos tenían muy baja la moral. Malvivían en condiciones apenas aceptables para gombrices que se retorcían en el barro, ¿y todo para qué? Cada día se producían deserciones y se ponía en peligro la seguridad de la organización. Aunque nadie lo expresaba en voz alta, todos compartían la convicción de que nunca volverían a obtener una victoria significativa como la de Blaxik. Expulsar a Roja de Marvilia parecía una meta alcanzable en un primer momento, pero los alysianos se habían visto reducidos a un puñado de células separadas que atacaban objetivos insignificantes en zonas remotas; un puesto de avanzada que observaba los movimientos de galimatazos en las llanuras Volcánicas o de una estación de pesaje de vehículos de transporte terrestre ordinario cargados de cadáveres a la orilla del desierto Damero.

Roja había anunciado que recompensaría a todo aquél que traicionase la causa de los alysianos. De uno en uno y de dos en dos, varios alysianos se entregaban a miembros del Corte y revelaban la localización de las posiciones rebeldes. Se bombardeaban los campamentos con arañas obús y esferas generadoras refulgentes, y luego los arrasaban por completo con repisadoras rosales de Roja, unos vehículos de ónice semejantes a tanques con bandas de rodadura en forma de rosas negras y espinosas. Nunca se volvió a saber de los desertores, pero los alysianos que acariciaban la idea de desertar preferían creer que sus excamaradas estaban tan entregados a los placeres con que Roja los había recompensado que no daban señales de vida. Lo cierto es que a los alysianos que se rendían los ataban de pies y manos, les hacían cortes en las extremidades y el pecho para estimular el apetito de las rosas carnívoras y los arrojaban a fosas en que las rosas se los comían vivos.

En el más antiguo de los campamentos alysianos, enclavado en lo más profundo del bosque Eterno, el general Doppelgänger había convocado una reunión de consejeros. El campamento estaba protegido por una serie de espejos gigantescos colocados unos encima de otros en una disposición intrincada de manera que reflejaban el cielo y el bosque, un panorama interminable de nubes y follaje, a fin de engañar al ojo de la imaginación de Roja, que en realidad no lo veía absolutamente todo, así como a cualquier miembro del Corte con quien hubiese que lidiar en el bosque. Los espejos no comunicaban con el Continuo de Cristal, y los alysianos los habían rescatado de los campos de trabajo que habían asaltado durante su primer año de actividad. Varios guardias patrullaban el perímetro, y había un técnico responsable de mantener el delicado equilibrio de los espejos, que desplazaba ligeramente en una u otra dirección según los cambios de luz, el movimiento de las nubes y la estación del año. Para el ojo inexperto, y a menos que uno se situara justo delante de un espejo y viera su propia imagen reflejada —cosa harto improbable, dado el complicado solapamiento de espejos colocados en ángulos distintos—, el campamento era invisible.

—Ella nos ofrece una pequeña parte de Marvilia, seguramente de la Ferania Ulterior, aunque eso todavía está por decidir, a cambio del cese de toda actividad rebelde —dijo un hombre gordo apretujado en una silla y vestido con el largo manto característico de los jóvenes de las familias de naipes—. Seremos libres para vivir y organizamos como nos plazca, pero debemos dar nombres de alysianos. No tendremos que jurar lealtad a Roja ni a los preceptos de la Imaginación Negra, pero no podremos practicar la Imaginación Blanca. Ella ha propuesto celebrar una cumbre para tratar los detalles del acuerdo.

—¿Por qué te eligió a ti como mensajero? —preguntó el miliciano torre. Si él se hubiera encontrado cara a cara con Roja, habría sabido aprovechar la situación. Le habría dado a Roja la respuesta de los alysianos a su oferta por medio de la espada.

El señor obeso se colocó bien la peluca blanca empolvada. No era otro que el Valet de Diamantes, que al crecer se había convertido en aquel hombre seboso y sobrealimentado. Su prominente trasero se desparramaba a ambos lados de la silla, y pliegues de carne sobresalían entre los brazos y el asiento.

—No lo sé —contestó—. Yo estaba empolvando mi peluca cuando su imagen apareció en mi espejo. Debió de suponer que yo sabría reconocer una propuesta razonable cuando la oyera, pues vengo de una familia de rango.

—A mí me parece sospechoso —aseveró el miliciano caballero—. ¿Estás seguro de que ninguno de los rastreadores de Roja te ha seguido hasta aquí?

—Por favor. No soy un novato en el arte del sigilo y el subterfugio, ¿sabes? La torre soltó un gruñido.

—Es una trampa, en cualquier caso.

El Valet de Diamantes había duplicado su fortuna familiar desde el ascenso de Roja al trono. Su poder de observación le había resultado muy útil en una sociedad donde sólo medraban los más taimados, los más oportunistas, los más egoístas y los más desleales con sus amigos. De niño solía acompañar a la Dama de Diamantes a la fortaleza de Roja en el monte Solitario. Fue la mejor formación que podía haber recibido: ver a su madre alabar a la Reina y entregarle cristales preciosos para conseguir las pequeñas concesiones que le pedía; estudiar las negociaciones de Roja con los traficantes de armas y empresarios del mundo del espectáculo que solicitaban licencias para cazar galimatazos vivos en las llanuras Volcánicas y enfrentarlos entre sí en el anfiteatro de Marvilópolis.

En sentido estricto, no era un alysiano, más bien un «valetiano» interesado únicamente en su propio bienestar y provecho. Con el permiso de Roja, suministraba alimentos a los alysianos; a cambio, él le facilitaba información secreta de la que omitía detalles importantes, pues si diezmaban a los alysianos, él dejaría de ser tan rico. Sus métodos, aunque indirectos y laberínticos, le proporcionaban el doble de beneficios que otras operaciones comerciales más simples. Averiguaba cuándo saldría de fábrica un envío de arañas obús y, utilizando como intermediario a un vitróculo reprogramado a fin de proteger su identidad, vendía dicha información a ciertos sujetos de intenciones aviesas. Una vez perpetrado el robo, su vitróculo lo denunciaba a las autoridades de Roja, pero para cuando éstas interrogaban a los delincuentes y averiguaban dónde estaba el alijo de arañas obús, el Valet ya se las había llevado de allí y se las había vendido a los alysianos.

—¿Crees que deberíamos participar en la cumbre? —le preguntó el general Doppelgänger.

—No veo que tengamos alternativa.

—Caballero, ¿tú qué opinas?

—No se puede confiar en ella. Pero yo obedeceré tus órdenes, sean las que sean.

El general Doppelgänger suspiró y —del mismo modo que una gota de agua se dividiría por la mitad para formar dos gotitas idénticas— se separó en dos. Los generales Doppel y Gänger se pusieron a caminar de un lado a otro, inquietos.

Había otros que habrían debido asistir a la reunión. Al secretario real, Jacob Noncelo, le había resultado imposible; eran contadas las ocasiones en que podía apartarse de Roja sin correr riesgos. En cuanto a Dodge Anders…, bueno, nadie sabía dónde estaba. Con frecuencia se marchaba solo, sin decir adonde, y a nadie le parecía adecuado preguntárselo.

—General Doppel…

—¿Sí, general Gänger?

Los generales se quedaron quietos, mirándose, por unos instantes, y luego asintieron con la cabeza; habían llegado a una conclusión. El general Doppel habló.

—Obviamente, nosotros tampoco nos fiamos de Roja, pero estamos de acuerdo con el Valet de Diamantes. Nuestras tropas se están debilitando. Dentro de poco, Roja no tendrá que molestarse en fingir que quiere llegar a un acuerdo con nosotros.

—Bien, entonces yo me encargo de todo —dijo el Valet de Diamantes, forcejeando por liberarse de la silla—. Estoy deseando que llegue el día en que pueda sentarme con todos vosotros en unos muebles decentes. Y ahora, si alguien… tuviera la bondad de ayudarme…

Los generales no mencionaron su plan de contingencia, que consistía en llevar clandestinamente a los alysianos clave a Confinia y conspirar con el rey Arch para derrocar a Roja: podrían pedir soldados y armas a cambio de la promesa de instalar a un hombre en el trono. Por el momento, decidieron guardar en secreto dicho plan y ocultárselo incluso a sus consejeros, con la esperanza de que no fuera necesario ponerlo en práctica.