25

El largo y tortuoso rastro de editores y traductores llevó a Somber hasta el colegio universitario de Christ Church, en Oxford, Inglaterra. Llegó ante la puerta de un apartamento de soltero en el patio conocido como Tom Quad. Eran las 12.30. Por primera vez en trece años, estaba muy cerca de encontrar a Alyss de Corazones. Al otro lado de la puerta: Charles Dodgson, de seudónimo Lewis Carroll. Somber llamó.

—¿Quién es? —preguntó una voz.

—Me llamo Somber Logan. Soy miembro de la Bonetería de Marvilia, y he venido en busca de la princesa Alyss de Corazones.

Hubo una larga pausa, y al final la voz del otro lado de la puerta dijo:

—No… no sé quién le envía, pe… pero esto no tiene gra… gracia. Es do… domingo, señor, un día poco ade… adecuado para gastar bromas.

Somber permaneció frente a la puerta durante el tiempo suficiente para comprender que Dodgson no iba a abrirla.

Con un chasquido metálico, las cuchillas de su brazalete izquierdo hendieron el aire y Somber las hincó en la puerta. Ésta se partió en dos despidiendo astillas en todas direcciones, y Somber pasó a través de la abertura a una habitación pequeña y caldeada por el fuego que ardía en la chimenea. Dodgson, que estaba sentado a su escritorio trabajando, se puso en pie de un salto, sorprendido y asustado por la entrada de Somber. Derramó su té sobre la alfombra y su pluma estilográfica cayó y manchó de tinta las páginas de un diario abierto sobre el escritorio.

—¿Con qué de… derecho…? —empezó a protestar Dodgson, retrocediendo hasta un rincón de la habitación.

Somber plegó sus cuchillas. El hombre que tenía delante poseía el aura más brillante que había visto.

—¿Dónde está la princesa Alyss?

—¿Qui… quién?

—La princesa Alyss de Marvilia. Sé que ha estado usted en contacto con ella. Estoy en posesión de su libro.

Cuando Somber se llevó la mano a un bolsillo de la chaqueta de la Bonetería, Dodgson soltó un gemido.

—¡N… no, p… por favor!

Pero Somber sólo pretendía sacar su ejemplar de Alicia en el País de las Maravillas. Se guardó el libro de nuevo, se dirigió a grandes zancadas al escritorio y se puso a hojear el diario de Dodgson.

—¿Sabe quién soy?

—C… creo que sé qui… quién se s… supone que es. Pe… pero lea… aseguro que n… no me hace ni pizca de gra… gracia. ¿Le ha en… enviado Alyss pa… para burlarse de mí?

—He buscado a la Princesa durante años, durante más de la mitad de su vida, y he obtenido muy pocos resultados. Pero ahora le he encontrado a usted…

—¿N… no hablará en se… serio?

—Oh, hablo muy en serio. Y daré con ella aunque no me diga dónde está. Sin embargo, será mejor para su salud que me ayude.

—Pero si apenas la he vi… visto en los últimos n… nueve años. Se ni… niega a re… relacionarse co… conmigo.

Somber percibió en la voz del pastor una profunda tristeza y la pesadumbre provocada por recuerdos dolorosos. El hombre decía la verdad.

—¿Dónde puedo encontrarla?

—Vi… vive en… en el decanato de aquí, de Christ Ch… Ch… Church.

Somber se disponía a preguntar dónde estaba el decanato cuando se fijó en un periódico abierto sobre la mesa de centro. Le llamó la atención un titular:

ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS SE CASA

Alice Liddell, musa de Lewis Carroll, contraerá matrimonio con el príncipe Leopoldo.

«¿Alice Liddell?».

—¿Se ha cambiado el nombre? —preguntó Somber en voz alta, aunque más para sí que para Dodgson, quien guardó silencio—. ¿Dónde está el decanato? —preguntó el capitán de la Bonetería, esta vez en un tono apremiante.

—En… en el patio de al lado. La… la casa de la pu… puerta azul, pero…

—Pero ¿qué?

—Ahora mi… mismo está en el pa… palacio de Kensington, p… p… preparándose para…

Somber cogió el periódico bruscamente y salió disparado del apartamento, leyendo por encima el artículo mientras corría a toda velocidad hacia Londres. ¿Por qué había cambiado de nombre la Princesa? ¿Cómo podía hacerse pasar por una joven corriente de aquel mundo y dar palabra de matrimonio? No había sabido qué esperar cuando encontrara a la Princesa: había imaginado a una muchacha no del todo preparada para asumir su destino, una mujer a la que haría falta convencer de sus propios poderes, que aún no reaccionaba por instinto con el arrojo de una reina guerrera, pero no estaba preparado en absoluto para encontrarse con aquello.

El palacio de Kensington. Somber corrió hasta la puerta frontal de la verja y no parecía tener la menor intención de detenerse.

—¡Alto! —ordenó uno de los guardias.

Somber se elevó en el aire, dio una voltereta por encima de la verja y cayó en cuclillas, sobresaltando a un guardia de rostro aniñado que patrullaba el recinto. El joven tropezó, su fusil se disparó y…

Somber se volvió con la fuerza de la bala. Nunca había recibido un tiro. Incrédulo, se llevó la mano a la herida ensangrentada. El guardia se quedó mirándolo, sin saber qué hacer.

Sonaron unos toques de silbato y, poco después, las pisadas de botas que corrían procedentes de todas direcciones. Se oían también ladridos furiosos de perros sueltos. A Somber no le quedó otro remedio que huir. La bala lo había alcanzado en el hombro, le había desgarrado tendones y ligamentos y le había astillado el hueso. No podía mover el brazo derecho. Le colgaba laxo, golpeándose contra su costado, dejando un rastro de sangre. Con su mano sana, Somber aplicó una presión constante a la herida para frenar la hemorragia. No sin dificultad, trepó por la pared del palacio y enfiló a toda prisa una calle en penumbra, pero, no bien hubo recorrido dos tercios de su distancia, descubrió que era un callejón sin salida.

La jauría de perros se encontraba ya muy cerca de él cuando tres guardias aparecieron en la entrada del callejón, se aproximaron, empuñando fusiles y bayonetas, escrutando con los ojos entrecerrados las sombras en que se había refugiado el capitán de la Bonetería, acorralado. Sin duda una daga o un tirabuzón habría salido zumbando de la oscuridad en dirección a sus órganos vitales si Somber no hubiera tenido elección. Sin embargo, cuando los guardias llegaron al final del callejón, lo encontraron vacío, desierto. Sólo vieron un charco en el suelo que no se habría formado allí de manera natural, rodeado por los perros, que le gruñeron durante un rato hasta que, después de olisquearlo cautelosamente, se pusieron a beber de su agua sucia.