Alice se esforzaba por integrarse en el mundo en que se encontraba y se negaba a ver a Dodgson cada vez que él se presentaba en la casa. Dolido por su rechazo, el pastor espació sus visitas hasta que éstas cesaron por completo. El libro que había escrito para ella se editó para el disfrute del público bajo el título de Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas. Todo el mundo sabía que las historias que contaba Alice habían servido de inspiración —lo que daba pie a un sinfín de burlas—, pero ella se había adaptado tan bien a las costumbres y creencias de la época y había interiorizado las inclinaciones de las otras chicas de su edad hasta tal punto que había acabado por trabar amistad con los que se mofaban de ella sin piedad. Y aunque la señora Liddell nunca averiguó el motivo de la rabieta que le había dado a Alice aquella fatídica tarde junto al río Cherwell, estaba más que complacida con la conducta que observaba su hija desde entonces. Las tonterías que había escrito Dodgson, lejos de envanecer a la muchacha, parecían haberla ayudado a sentar la cabeza, cosa que ninguna otra cosa había conseguido, como si le hubieran abierto los ojos a lo insana que era su palabrería sobre Marvilia. Alice se distanció del libro y de su autor, y la señora Liddell lo interpretó como señal de que estaba madurando. Y no se equivocaba.
Recién cumplidos los dieciséis años, cuando salía a dar un paseo el domingo por la calle principal con su madre y sus hermanas, empezó a ocurrir lo que las celadoras de Charing Cross habían predicho: los jóvenes de la alta sociedad se paraban a admirarla, movían cielo y tierra para indagar quién era, la invitaban a fiestas y una vez allí se esforzaban por impresionarla con su ingenio y su experiencia de la vida. Descubrían que la señorita Liddell no estaba precisamente falta de inteligencia. Para algunos incluso tenía demasiada. Era una joven reflexiva, instruida, que tenía opiniones propias sobre una amplia gama de temas que iban desde la política del Gobierno hasta la responsabilidad que entrañaba el poderío militar británico, la naturaleza del comercio y la industria en una monarquía, la asistencia a los pobres y desfavorecidos, el sensacionalismo de la prensa de Fleet Street y los entresijos del sistema jurídico puestos en evidencia por el célebre escritor Charles Dickens.
Muchos dandis acomodados —incluso aquellos que no se sentían a gusto con mujeres que parecieran más listas que ellos— se lamentaban de que Alice fuera adoptada, pues eso significaba que no podían casarse con ella. Por supuesto, ellos daban por sentado que la señorita Liddell se habría considerado muy afortunada de contraer matrimonio con cualquiera de ellos. Sin embargo, ella no se dejaba impresionar fácilmente, y no se enamoraba de cualquiera. Las vicisitudes de su vida la habían llevado a reprimir sus sentimientos por otras personas; era peligroso encariñarse con alguien, pues al final, inevitablemente, acababas sufriendo. Charlaba con los jóvenes, aceptaba sus invitaciones a fiestas y galas, pero más para hacer feliz a su madre que por interés en los hombres.
El pastor Dodgson publicó una segunda parte de Alicia en el País de las Maravillas titulada A través del espejo. De nuevo, el público acogió con entusiasmo sus disparates. La propia Alice no leyó el libro, pero poco antes de su publicación, y contra su voluntad, estuvo en la misma habitación que el autor. Oxford no era una ciudad grande, y ella se había cruzado varias veces con Dodgson en la calle, o en algún prado de la universidad, pero había tenido cuidado de rehuir toda conversación con él; lo saludaba tal como exigía la buena educación, pero eso era todo. Cuando hubo cumplido los dieciocho años, la señora Liddell estimó oportuno fijar para la posteridad la imagen de la joven en que se había convertido su hija. Quería que Alice posara para un retrato fotográfico y le pidió a Dodgson que fuera el fotógrafo.
—Madre, por favor. Sabes que no quiero verlo —protestó Alice.
—Una dama puede tenerle aversión a un hombre —la aleccionó la señora Liddell—, pero no debe manifestarla de forma tan explícita.
Así pues, Alice accedió a posar para el retrato. El día señalado para ello, oyó a Dodgson entrar en la casa y preparar su equipo en el salón.
«Hombre detestable, ¿cómo es posible que no seas consciente de lo que me hiciste? ¿Debería perdonarlo? No puedo, no puedo. Debo mostrarme cortés. Pero despachar el asunto en un momento. Visto y no visto».
Alice no era capaz de disimular por completo sus sentimientos, y cuando la señora Liddell la llamó para que bajara, acudió con la prisa de quien está agobiado por los compromisos.
—Buenas tardes, señor Dodgson —dijo y se dejó caer en una silla.
Se quedó ahí, encorvada, con las manos en el regazo y la cabeza ladeada sobre su hombro derecho, mirando a Dodgson con el entrecejo fruncido hasta que él —lo más rápidamente posible, pues el comportamiento de Alice lo incomodaba— le sacó la fotografía. Acto seguido, ella se levantó de la silla.
—Gracias, señor —dijo, sin posar la vista en él sino en algún punto situado por encima de su cabeza, y salió de la estancia.
Cuando Alice contaba ya veinte años, la señora Liddell empezaba a estar ansiosa por que eligiera a un marido entre sus numerosos pretendientes.
—Pero es que no siento nada por ninguno de ellos —se quejó Alice, sacudiendo la cabeza para desterrar el recuerdo de un muchacho que había dejado atrás hacía años.
«¡No pienses en él! ¡No pienses, no pienses!».
Un sábado, la familia Liddell asistió a un concierto al aire libre de un cuarteto en el prado de Christ Church. Se disponían a sentarse cuando un joven caballero se acercó, con la intención de hablar con el decano Liddell. Era el príncipe Leopoldo, hijo menor de la reina Victoria, y lo habían enviado a Christ Church para que el decano Liddell se encargara de su educación. Era la primera vez que veía a la familia.
La señora Liddell se puso nerviosa y emocionada cuando la presentaron.
—Y estas señoritas —dijo el decano, refiriéndose a sus hijas—, son Edith, Lorina y Alice. Chicas, saludad al príncipe Leopoldo.
Alice le tendió la mano para que se la besara. El Príncipe no parecía muy dispuesto a soltársela.
—Me temo que no podéis quedaros con ella, Alteza —dijo ella. Al advertir que él no la había entendido, añadió—: La mano. La necesito todavía.
—Ah. Bueno, si debo devolvérsela, se la devuelvo, pero si alguna vez necesita que alguien se la guarde en un lugar seguro…
—Pensaré en vos, Alteza.
El príncipe Leopoldo insistió en que los Liddell se sentaran con él. Se situó entre Alice y la señora Liddell, y cuando el concierto dio comienzo con un popurrí de Mozart, se inclinó para susurrarle a Alice al oído:
—No me fascinan los popurrís. Saltan superficialmente de una obra a otra sin ahondar en ninguna de ellas.
—También existen muchas personas así —le respondió Alice, también en susurros. La señora Liddell, ajena a este diálogo, le dirigió a su hija una mirada que Alice no tenía idea de cómo interpretar. El Príncipe se pasó todo el concierto hablándole, tocando toda clase de temas, desde el arte hasta la política. La señorita Liddell le parecía distinta de otras jóvenes, que sólo hablaban de colgaduras de terciopelo, estampados del papel tapiz y la última moda, mujeres que esperaban que él se desmayase sólo con ver su caída de ojos. La señorita Liddell no intentaba deslumbrarlo; de hecho, daba la impresión de que no le importaba mucho lo que el Príncipe pensara de ella, y eso despertaba en él una franca admiración. En cuanto a su belleza… Sí, poseía una belleza innegable. En conjunto, le parecía una criatura deliciosamente enigmática.
En cuanto finalizó el concierto y Leopoldo se hubo marchado, la señora Liddell enunció lo que había estado tratando de comunicarle a Alice con la mirada.
—¡Es un príncipe! ¡Un príncipe! ¡Y se ha quedado prendado de ti, de eso estoy segura!
—Sólo hemos conversado, madre. He hablado con él como lo habría hecho con cualquier otro.
Sin embargo, costaba no hacer caso del entusiasmo y el arrobamiento de su madre, y Alice empezó a toparse con Leopoldo por toda la ciudad. Si visitaba la galería de pinturas de Christ Church, lo encontraba contemplando ensimismado un óleo de uno de los antiguos maestros. Si acudía a la biblioteca Bodleiana, lo encontraba hojeando un volumen de Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, de Gibbon (que ella había leído entera). «Es bastante guapo, supongo. Y obviamente es de buena familia». Cierto, pero también lo eran muchos de los hombres que rivalizaban por su atención. Por lo menos él no se acariciaba el bigote con impaciencia cuando ella le hablaba de la necesidad de asistir a los pobres de Gran Bretaña.
—Los países deberían juzgarse por el cuidado que proporcionan a sus hijos más desfavorecidos —explicaba—. Si Gran Bretaña aspira verdaderamente a ser el reino más grande del mundo, no basta con hacer ostentación del poderío militar o de la superioridad de nuestra industria. Debemos servir de ejemplo y ser más caritativos y protectores con los nuestros.
El príncipe Leopoldo siempre la escuchaba atentamente, sopesando sus argumentos y consideraciones con seriedad. Nunca se mostraba de acuerdo ni en desacuerdo con ella.
«Quizá mamá tenga razón. Casarme con un príncipe desde luego no es lo peor que me podría pasar». Sin embargo, por más que Alice se esforzaba por enamorarse de ese hombre, su corazón no se dejaba convencer.
Tres meses después del concierto en el prado de Christ Church, ella y Leopoldo iban en el carruaje del príncipe, que se dirigía a Boar’s Hill.
—Tu padre me ha dicho que visitarás el orfanato de Banbury mañana por la tarde —comentó Leopoldo—. Me gustaría acompañarte, si me lo permites. Nunca se sabe con qué problemas se puede topar allí una joven.
—Lo que creáis más conveniente, Alteza.
Él se ofreció a llevarla en su carruaje, pero Alice respondió que prefería ir a pie.
—Uno descubre muchas más cosas de la ciudad cuando va caminando; una pequeña tienda de curiosidades, o un rincón ajardinado donde uno nunca había sospechado que pudiera haber un jardín, en medio de la aglomeración urbana. Cuando uno va en un carruaje, pasa junto a esos tesoros a toda prisa, sin fijarse en ellos.
Las peculiaridades más nimias de la humanidad, lejos de parecerle insignificantes, eran para ella pequeños milagros dignos de celebrarse, y el Príncipe empezaba a amarla por ello.
En Banbury, los huérfanos se arremolinaron en torno a Alice, abrazándose a su falda y gritando todos a la vez. Alice se reía y mantenía cuatro conversaciones simultáneas, y, a los ojos de Leopoldo, en contraste con las paredes manchadas de hollín, la ropa demasiado holgada de los huérfanos y el rostro pálido y desvaído de las celadoras, estaba más radiante que nunca. Mientras recorrían el orfanato, seguidos por una procesión de chiquillos, un niño se negaba a soltarle el pulgar izquierdo a Alice.
Ella pidió un informe detallado de las dificultades que atravesaba el orfanato de Banbury. Las celadoras le mostraron los entarimados podridos a causa del desbordamiento de aguas negras, el techo combado de la enfermería, los colchones raídos y finos como galletas. Le enseñaron la despensa, que estaba vacía salvo por dos sacos de judías y arroz crudo.
—Los niños no comen más que arroz y judías desde hace dos semanas —le informó una de las mujeres—. Se supone que deberíamos recibir un suministro de costillas de ternera, pero de momento… nada. Este tipo de cosas ocurre con cierta frecuencia, desgraciadamente.
El príncipe Leopoldo llevaba un rato en silencio. Se aclaró la garganta.
—¿Qué hay de la persona encargada de que Banbury reciba los alimentos y la ropa que necesitan los niños?
—El director decide con mucho cuidado quién debe recibir qué y en qué cantidad, Alteza —explicó la celadora—. Dice que acogemos a demasiados niños y que quizá no todos lo merecen. Por ejemplo, ése de ahí… —apuntó con el dedo al niño que se aferraba al pulgar de Alice— tiene mucho talento para robar, aunque la mitad de las veces lo que roba es comida por el hambre que tiene. Todos pasan hambre. —Señaló con un gesto a los huérfanos que los rodeaban.
Alice miró al chiquillo agarrado a su dedo y se acordó de Quigly Gaffer. «¿Qué habrá sido de él? ¿Y de los demás? Andrew, Margaret y Francine, que apenas tenían edad para vestirse sin ayuda, por no hablar de vivir en la calle sin el cariño ni el apoyo de la familia».
La expresión melancólica y distante de Alice causó una honda impresión en el Príncipe.
—Hablaré con la Reina —anunció al cabo de unos instantes—. Creo que instituiremos una comisión para que investigue este asunto y, mientras tanto, haremos las gestiones necesarias para aumentar las raciones de comida. ¿Qué le parece?
—Me parece de una generosidad muy poco corriente en este mundo —aseguró la mujer.
—Y si puedo evitarlo, aquí nadie estará tampoco en condiciones de averiguar si es corriente en el otro mundo.
Los huérfanos se quedaron callados, pestañeando, sin dar crédito a lo que acababan de oír. ¿La reina Victoria y el príncipe Leopoldo iban a interceder por ellos? Las celadoras reiteraron su agradecimiento al Príncipe varias veces, mientras Alice observaba con una sonrisa, que era la única recompensa que él deseaba.
En el camino de regreso, se detuvieron a descansar en el jardín botánico de la universidad. Allí, Alice se vio de pronto sentada en un banco con Leopoldo arrodillado ante ella.
—Decidas lo que decidas, Alice —le decía—, quiero que sepas que en los próximos años te apoyaré encantado en tus obras de beneficencia. Pero deseo con todo mi corazón que me permitas hacerlo en calidad de tu marido.
Alice no entendía.
—Te estoy pidiendo que te cases conmigo —aclaró Leopoldo.
—Pero… Alteza, ¿estáis seguro?
—Ésa no era precisamente la respuesta que yo esperaba, Alice. Lo menos que puedo decir de ti es que eres una plebeya muy poco común, y me sentiría muy orgulloso de ser tu marido. Sin duda sabes, claro está, que no podrás llevar el título de Princesa, ni tendrás derechos sobre el patrimonio real, ¿verdad?
—Por supuesto. —¿Matrimonio? De nuevo, notó la punzada de un afecto enterrado tiempo atrás, del afecto que sentía por alguien que… «¡No, no no! Piensa en otras cosas. Sé realista». Ese matrimonio complacería a su madre. Lo haría por ella, por el bien de su familia.
—¡Acepto, Leopoldo!
Se dejó besar mientras notaba que el frescor del ocaso la envolvía.
—Ya he hablado con la Reina y he pedido su bendición a tu padre, que me la ha dado —dijo el Príncipe—. Ofreceremos una fiesta para anunciar nuestro compromiso.
Si hubiera tenido tiempo para reflexionar, quizás Alice se habría reprimido, por considerar que la idea que se le había ocurrido era demasiado caprichosa. Sin embargo, las palabras poseían una fuerza propia, y sólo cuando las hubo pronunciado en voz alta, se percató de lo apropiada que era la idea.
—Organicemos un baile de disfraces.
Sí, era muy adecuado: una mascarada para celebrar la inminente boda de la joven huérfana con el príncipe Leopoldo de Gran Bretaña.