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Cuando uno recupera la calma y se toma unos momentos para reflexionar, no es raro que las declaraciones espetadas en un arranque de furia le parezcan desafortunadas, y cómo es posible que hiriesen a familiares, amigos, amantes, maridos o esposas, uno desearía no haberlas pronunciado. Sin embargo, no era éste el caso de la chica de once años Alyss de Corazones, que había aguardado con impaciencia a que el pastor Charles Dodgson terminara el libro que describía su vida en Marvilia, siempre imaginando que aquellos que habían dudado de ella tendrían que tragarse sus palabras. Cuando Dodgson finalmente le entregó un ejemplar del libro, un día de picnic, mientras comían pollo frío con ensalada junto al río Cherwell, y ella descubrió que tenía muy poco que ver con ella y que el hombre había desfigurado todo lo que ella le había contado y lo había convertido en una sarta de disparates —¿cómo había podido hacerle esto?, ¡qué broma tan despiadada!—, la ira se apoderó de ella hasta la punta de los dedos. Si sus historias sobre Marvilia no eran meras fantasías, más habría valido que lo fuesen, pues no le habían causado más que penas y disgustos. «¡Mi última oportunidad se ha perdido! ¡Me la han arrebatado!».

Lo que dijo era exactamente lo que pensaba, y ni una sola vez, en los años que siguieron, se arrepintió de decirlo.

—Es usted el hombre más cruel que he conocido, señor Dodgson, y si creyera usted una sola palabra de lo que le conté, sabría que eso significa que es terriblemente cruel. ¡No quiero volver a verle! ¡Nunca, nunca, nunca!

Dejó a Dodgson en la ribera, perplejo, y corrió hasta llegar a su casa. Irrumpió en el vestíbulo y cerró la puerta de un golpe, lo que sobresaltó a la señora Liddell.

—Vuelves temprano, ¿no?

Pero Alyss, con el rostro crispado de aflicción y rabia, no se detuvo. «¡Qué hombre tan cruel e inhumano! ¿Qué se supone que debo hacer? No puedo vivir como Alice la Rara». Subió los escalones de dos en dos hasta su habitación y cerró la puerta con pestillo.

—Alice —la llamó la señora Liddell, que la había seguido—. ¿Dónde están Edith y Lorina? ¿Dónde está el señor Dodgson? ¿Qué ha pasado?

Alyss no contestaba, ni salía de su alcoba. No escuchaba los golpes que la señora Liddell daba a la puerta, ni su forcejeo furioso pero inútil con el pomo de la puerta, ni su imperiosa exigencia:

—Alice, abre la puerta ahora mismo.

La sangre le rugía en las venas, y de pronto comenzó a arrancar a puñados los dibujos del palacio de Corazones de las paredes y a hacerlos trizas. «Nunca más. No recordaré nada. Lo borraré todo. Ya no seré Alice la Rara. Alice la Rara debe morir». Sí, ésa era una solución: renunciar a sus delirios ridículos y fantásticos, e integrarse sin reservas en el mundo que la rodeaba. Ser como todos los demás.

Se puso a escuchar.

La señora Liddell ya no aporreaba la puerta de su habitación. Oyó unas voces procedentes de abajo. Sin duda Dodgson había vuelto con sus hermanas. ¡Aquel desalmado!

—¡Alice, ven, baja! —le gritó la señora Liddell—. ¡El señor Dodgson está aquí!

—¡No quiero verlo!

Al pensar de nuevo en lo que él había hecho y recordar el tacto de su estúpido libro en las manos, se encolerizó otra vez —«¡Me engañó! ¡Tiene el corazón de hielo!»— y asestó una patada a los montones de papel rasgado que había en el suelo.

Pero ¿qué…? Algo se había movido en el espejo; no era su reflejo ni el de ningún objeto de la habitación. ¡No! Era Genevieve, vestida tal como Alyss la había visto por última vez, pero sin corona.

—Nunca olvides quién eres, Alyss —dijo Genevieve.

—¡Cállate! —chilló Alyss y lanzó una almohada contra el espejo.

Su madre —o quien fuera la mujer del espejo— nunca había tenido que pasar por experiencias como las que Alyss había vivido durante los últimos cuatro años. De pronto, el espejo estaba vacío, sólo reflejaba la habitación. Pero, por supuesto, nunca había habido nadie dentro del espejo. ¡Qué absurdo! Su imaginación le había jugado una mala pasada.

Agotada, Alyss se dejó caer en el suelo, sollozando. Poco después, se quedó dormida entre los trozos de castillos de papel. Cuando salió de su habitación a la mañana siguiente —una habitación impecable, sin papeles rotos en el suelo ni rastro de los actos de destrucción cometidos en ella unas horas antes—, los Liddell estaban desayunando en el comedor. De inmediato advirtieron un cambio en Alyss, aunque no habrían sabido señalar exactamente de qué se trataba. Edith y Lorina se quedaron quietas, con la comida a medio masticar y la boca abierta, que dejaba a la vista un amasijo de huevos revueltos. El decano Liddell dejó de untar mantequilla en su bollo, y la señora Liddell continuó sirviéndose té en la taza incluso después de que el líquido sobrepasara el borde y se derramara en el platillo. No se dio cuenta de lo que había hecho hasta que la criada se acercó para limpiarlo.

—Llevas puesto el vestido —observó la señora Liddell. Lo había comprado hacía meses y Alyss se había negado a ponérselo por miedo a que le diera un aspecto común y corriente.

—Sí, madre.

Eso no era todo, había cambiado en algo más.

—Estás… bastante guapa —dijo el decano Liddell.

—Gracias, padre.

El cambio residía en detalles más sutiles; el ángulo en que Alyss tenía inclinada la cabeza, el suave movimiento de sus brazos, su andar cuidadoso. Los Liddell estaban tan fascinados con su aspecto que no se percataron de que era la primera vez que los había llamado por los apelativos más íntimos: padre y madre.