19

En una región situada entre el bosque Eterno y la Ferania Ulterior, notable únicamente por su desolación, varios marvilianos que hasta hacía poco habían sido gente respetuosa de la ley y amante de la familia bregaban sin descanso en el más temido de los campos de trabajo de Roja, Blaxik. Por haber incurrido en la desaprobación de la Reina, trabajaban en naves industriales sin ventilación diecisiete horas al día y sustentándose a base de agua e inflarroz, un alimento muy popular entre los pobres porque cada grano se hinchaba en el estómago, de manera que quien lo ingería se sentía saciado.

Se había decretado que todos los marvilianos tuvieran en su casa una estatua de porcelana y cristal de un metro de alto con la efigie de Roja, la pieza principal en un altar dedicado a la soberana del reino. Las inspecciones realizadas sin previo aviso por soldados de Roja no eran infrecuentes. Todo aquél que incumpliese el decreto o que no mantuviese su estatua inmaculada daba con sus huesos en Blaxik, donde —en un toque de ironía que complacía a Roja— los obligaban a dejarse la piel fabricando esas estatuas.

Sin embargo, aquella noche algo no iba bien. La producción de estatuas se había visto interrumpida por un ataque de los rebeldes. Explosiones periódicas sacudían los dormitorios del campo. Los destellos iluminaban las figuras enzarzadas en combate cuerpo a cuerpo. Los naipes soldado del ejército ultramoderno y tecnológicamente avanzado de Roja, conocido como el Corte, intentaban repeler el asalto, cosa que no habría debido resultarles tan difícil puesto que las tropas rebeldes no eran más que un batiburrillo de exsoldados de Corazones y civiles marvilianos. No obstante, tenían a su favor la ira justificada, un arma más eficaz que las habilidades de combate, y entre ellos había uno que de pronto se dividió en dos para aportar un hombre más a la batalla: los generales Doppel y Gänger, que luchaban junto a un caballero blanco, una torre blanca y varios peones. Los rebeldes se hacían llamar alysianos, en honor de la joven princesa que había muerto prematuramente, sin haber accedido al trono. La princesa Alyss de Corazones: pese a que había perecido, seguía viva como símbolo de una época más inocente (aunque imperfecta), como un icono de esperanza en el retorno de la paz.

Entre los alysianos destacaba un soldado por su creciente destreza militar y su temeridad suicida. Si bien este renegado no siempre se relacionaba con los otros rebeldes, si se encerraba en sí mismo cuando no estaba enfrascado en la batalla, al menos luchaba en su mismo bando. Todos los que lo habían visto combatir sabían que más valía tenerlo como aliado que como enemigo. Fue este renegado quien abandonó la protección de sus compañeros en la batalla de Blaxik. Sin preocuparse por su propia seguridad y blandiendo la espada relumbrante, se abrió paso por entre las huestes de Roja, que semejaban naipes normales (pero más grandes) cuando no estaban en batalla, pero que ahora se abrían en abanico como si la mano de un tahúr gigantesco estuviese extendiéndolos sobre el paño verde de una mesa de juego. Cada naipe se desplegaba para formar un soldado casi el doble de alto que un hombre marviliano medio, con extremidades de acero y un cerebro apenas lo bastante desarrollado para obedecer órdenes en combate. El renegado apuntaba con su espada a la parte superior del pecho de los soldados, su único punto vulnerable (una zona situada encima del esternón, en la base del cuello con tendones de acero); un golpe directo atravesaba componentes vitales, que despedían chispas, y el soldado moría. El renegado disparó una araña obús contra las puertas de la fábrica; en el aire, el proyectil esférico se transformó en una enorme araña negra y atravesó las puertas. Mientras el renegado asestaba estocadas y mandobles a los soldados de Roja, los trabajadores esclavizados consiguieron huir a través de la llanura hasta el bosque Eterno.

El resplandor de un dormitorio en llamas iluminó el rostro del renegado: apuesto y de facciones duras, con cuatro cicatrices paralelas en la mejilla derecha. Dodge Anders. Con sólo catorce años, luchaba como un hombre hecho y derecho.

Habían transcurrido unos pocos años desde el asalto inicial de Roja al palacio de Corazones, y el caos que se había desatado tras su toma de poder en el reino había dado paso a un nuevo orden. Al enterarse del golpe de Roja, temerosos del régimen que pudiera instaurar, muchos ciudadanos habían hecho las maletas de inmediato e intentado emigrar a Confinia, aquel país independiente separado de Marvilia por la agreste extensión de la Ferania Ulterior y gobernado por el rey Arch. Sin embargo, quizá porque quienes deseaban emigrar no pagaron un soborno lo bastante generoso a los funcionarios de aduanas de Confinia, o quizá porque Roja había previsto que se produciría un éxodo de cobardes y había llegado a un acuerdo con el rey Arch, nadie consiguió abandonar el país. Todos se quedaron atrapados en Marvilia, sometidos a la saña de Roja. Familias enteras fueron enviadas a campos de trabajo o, en casos peores, exterminadas. Otros, que no habían intentado huir del país pero que se oponían al reinado de Roja, se enteraron de la existencia de los alysianos y renunciaron a la vida normal para unirse a la resistencia.

Roja decidió gobernar el reino desde su fortaleza del monte Solitario. El castillo constituía un recordatorio permanente de los años que ella había pasado en el exilio y del injusto destierro ordenado por su querida y difunta hermana, lo que servía de justificación de sus brutales métodos represivos. Poco después de la coronación, Roja mandó trasladar el Corazón de Cristal a la fortaleza, y ahora notaba su presencia luminosa en su cámara secreta, mientras caminaba de un lado a otro de la habitación, escuchando a Jacob Noncelo recitar fragmentos de In Regnum Speramus. Ella estaba reescribiendo el libro con la ayuda del preceptor, que hacía las veces de secretario.

—«El reino siempre había sido una tierra de ingenuidad y optimismo» —leyó Jacob—. «Era como si estuviese regido por niños y niñas…».

—Por niños —corrigió Roja.

—«… por niños que aún no habían dejado de lado sus juguetes infantiles para afrontar la dura realidad del universo».

—Bien —dijo Roja—. Seguimos: «Un universo en que sólo sobreviven los más crueles, un universo en que el galimatazo grande se come al pequeño, valga la expresión».

La aguda plumilla de Jacob se deslizó sobre el papiro real. El Gato entró en la habitación.

—¿Sí? —preguntó Roja.

—Blaxik ha caído y los esclavos han escapado —siseó el Gato—. Ha sido obra de los alysianos.

Roja apretó los puños. Un temblor sacudió los objetos de la habitación. Los alysianos: un punto negro en la cara de su reino, una aguja clavada en el puño de su régimen. ¿Por qué no había acabado con ellos el Gato? Las armas y los muebles que no estaban sujetos al suelo vibraban con su creciente cólera. Jacob Noncelo y el Gato, que conocían su escasa tolerancia para con el fracaso, salieron a toda prisa de la habitación.

—¡Yaaaaaaaaah! —bramó Roja, de pie en el centro de un torbellino de sillas, lámparas, espadas, lanzas, platos y libros, un tornado surgido del pozo sin fondo de su imaginación cargada de odio.

¿Blaxik en manos del enemigo? ¿Los esclavos, libres? Rodarían cabezas.

Al finalizar la batalla de Blaxik, todavía con adrenalina en las venas, Dodge y la torre blanca se aventuraron a recorrer las concurridas calles de la zona urbana deprimida en que se había convertido Marvilópolis para refrescarse la memoria sobre por qué luchaban. La torre se camufló con un abrigo con capucha, pero Dodge se negó a hacer otro tanto. No estaba dispuesto a ocultar su rostro a la vista de sus enemigos.

—Me acuerdo de cuando los marvilianos le tenían cariño a esta ciudad —comentó la torre mientras andaban con cuidado por una acera repleta de basura—. Las calles estaban limpias, el suelo barrido. Los arbustos y las flores del bordillo siempre tarareaban melodías alegres. —Bajó la mirada al bordillo: no había más que matojos y hierbas secas; toda la vegetación estaba en silencio, muerta, rociada con Naturicida, una sustancia química que Roja había concebido expresamente con ese fin—. Y podías comprarte una tartitarta calentita y acabada de hacer en cualquier esquina. Echo de menos las tartitartas.

Dodge asintió con la cabeza. Guardaba sus propios recuerdos: los edificios relumbrantes como el cuarzo de la época de Genevieve, los titilantes colores de las torres y las agujas que se mantenían limpias y bruñidas. Marvilia había sido un lugar rutilante, esplendoroso, incandescente, habitado en su mayor parte por ciudadanos trabajadores y respetuosos de la ley. Ahora, todo estaba recubierto de mugre y hollín. La pobreza y la delincuencia habían rezumado de las callejuelas para adueñarse de las vías principales. Todo aquello que fuera brillante y luminoso debía ocultarse en lo más recóndito de la ciudad.

—Crucemos la calle —propuso el miliciano torre.

Dodge entendió por qué: delante de ellos, se había desatado una pelea. Dos marvilianos escuálidos atacaban a un tercero. Seguramente una venta de estimulantes de la imaginación se había torcido. Cuando Dodge y la torre caminaban por la calle, no podían avanzar más que unos pasos sin toparse con alguna trifulca. Procuraban mantenerse apartados para no llamar demasiado la atención.

Atravesaron la calle y llegaron a una esquina atestada de parrillas en que se asaban kebabs de gombrices y donde los traficantes de cristales ofrecían su mercancía de contrabando. Dodge intentó evocar en sus sentidos el aroma de las tartitartas recién horneadas. ¿No le había comprado su padre una en esa misma esquina? Su memoria sensorial le falló. Le resultaba imposible revivir el pasado. Por encima de los gritos y otros ruidos de la calle, oyó una voz incorpórea que repetía consignas y alabanzas de Roja, procedente de unos altavoces instalados en lo alto. «El camino de Roja es el camino correcto. En el principio estaba Roja, por lo que, cuando llegue el final, estará Roja». Rostros tridimensionales proyectados en vallas holográficas informaban sobre las campañas y los impuestos más recientes. De fondo, emitida desde Dios sabe dónde, sonaba una música enlatada, la banda sonora de la caída en picado de Marvilópolis hacia la más absoluta decadencia. Parecía provenir de cada grieta de la acera, de cada bache de la calle, de cada fisura en los edificios deteriorados por el tiempo; era una melodía basada en la repetición infinita, con letra escrita por la propia Roja, que la ensalzaba como salvadora de Marvilia.

—Me encantaría experimentar el silencio de nuevo —dijo Dodge—. Pasarme un día entero rodeado de silencio.

—Sí, pero ya sabes cómo es esto. —La torre hizo su mejor imitación de Roja—: «De ahora en adelante, el silencio queda prohibido. El silencio da pie al pensamiento independiente, que a su vez da pie a la disidencia».

En realidad, ambos sabían que no había demasiados disidentes de verdad. Todos los detractores de Roja habían sido rápidamente extirpados de la población general y nadie había vuelto a saber de ellos.

La batalla de Blaxik quedaba cada vez más lejos, y los ánimos de Dodge y la torre empezaban a templarse. Podían elegir entre muchos sitios para pasar el rato, siempre y cuando tuvieran cuidado.

—¿Qué tal si vamos a una pelea de galimatazos? —sugirió la torre. En el anfiteatro, las bestias descomunales y feroces arremetían unas contra otras con un odio incontenible que sólo podía compararse con el que se tenían entre sí los miembros del público.

Dodge negó con la cabeza.

—Siempre se arma alguna bronca, y no me gusta la sensación que me queda cuando nos escabullimos sin haber herido siquiera a los soldados de Roja.

—¿A la estatua, entonces?

Dodge sacudió la cabeza de nuevo. La estatua de la reina Roja se alzaba en el límite occidental de la ciudad. Desde su mirador, Dodge contemplaba a través de los ojos de aquella enorme réplica de ágata la ciudad que se extendía a sus pies. A veces, su sed de venganza remitía un poco al imaginar que se encontraba dentro del cráneo de la Reina. Pero aquel día no tenía ganas.

—Demos un paseo ya —dijo.

Pasaron por delante de los escaparates tapados con tablas de la explanada de Roja, las casas de empeños y los locales de los prestamistas de la plaza de Roja, y los colosales bloques residenciales Torres de Roja, cuyo lema publicitario «Si usted viviera aquí, ya estaría en casa» no ayudaba precisamente a vender apartamentos Ubres. Hicieron una escala en el hotel y casino de Roja, donde, además de apostar cristales, los marvilianos podían jugarse la vida a un solo lanzamiento de dados. Dodge apretó el paso cuando pasaron frente al palacio de Corazones —ahora caído en el abandono y habitado por ocupantes ilegales atontados por los estimulantes— camino del solar donde se estaban construyendo las Cinco Agujas de Roja. Su Malignidad Imperial había prometido que las Cinco Agujas de Roja serían la estructura más alta del universo; una columna vertical de acero revestida de cristal anguloso y veteado que se elevaría majestuosa hacia el cielo y estaría rematada por cinco agujas puntiagudas como los dedos de la mismísima Reina.

—¿Crees que llegará a terminarla? —preguntó la torre.

Dodge se puso tenso.

—Creo que no debemos darle la oportunidad.

Por todas partes veían letreros que exhortaban a los marvilianos a asistir a las reuniones de las innumerables sociedades de la Imaginación Negra que proliferaban ahora en todos los salones de banquetes, mientras que las sociedades de la Imaginación Blanca se veían obligadas a reunirse en la clandestinidad. A los defensores de la Imaginación Blanca que eran descubiertos los condenaban a una muerte lenta y dolorosa; los enviaban a las minas de Cristal, tal como se hacía con los practicantes de la Imaginación Negra durante el reinado de Genevieve, pero si antes se ponía énfasis en el trabajo duro y el arrepentimiento con vistas a su futura vida en libertad, ahora se obligaba a los presos a trabajar hasta más allá del límite de sus fuerzas.

—¿Qué clase de mundo es éste —preguntó el miliciano torre, disgustado—, en que vecinos y amigos se delatan mutuamente? ¿Un mundo en que los hijos, enfadados con sus padres porque no les regalaron un juego de iniciación a la Imaginación Negra por su cumpleaños, pueden denunciarlos al teniente del Corte más cercano y declarar que oyeron a sus padres decir que Roja no es la soberana legítima del reino, para que los arresten y los sometan a torturas inenarrables? Estoy seguro de que a Roja le da igual si dicen la verdad o no.

—Probablemente prefiere que no —dijo Dodge. La torre asintió y volvió a imitar la voz de Roja:

—«Porque la mentira es mucho más acorde con la Imaginación Negra. Mi reino prospera gracias al engaño y la violencia».

—Y la incertidumbre.

La torre resopló de indignación.

—Leyes distintas para gente distinta. Los miembros de la familia de Picas o de Tréboles evitan que los manden a las minas haciendo donativos generosos a la cuenta personal de cristal de la Reina; en cambio, para el marviliano de a pie, no hay esperanza: se los llevan a la mina.

Dirigieron sus pasos hacia el bosque Eterno. Ya habían visto bastante.

—Yo te diré qué clase de mundo es éste —prosiguió la torre, respondiendo a su propia pregunta—. Es un mundo que no puede durar.

—No —repuso Dodge, pero ya no estaba pensando en el ascenso y la caída de las reinas, ni en la corrupción general de la población. Pensaba en algo más personal, en su motivación para levantarse cada mañana: la idea de matar al Gato.