Alyss no se llevaba bien con el resto de los niños que vivían en la inclusa, niños que habían sufrido su cuota de penalidades y de dolor, como ella, pero que no por ello dejaban de entregarse a juegos como la taba, el tejo y el escondite. «Qué ridículos e inmaduros». Los pensamientos sobre Roja, sobre la suerte que habría corrido Dodge, le nublaban la mente. No estaba en condiciones de mostrar el menor entusiasmo por los juegos.
Había despertado un interés especial en las celadoras de Charing Cross, cosa que sólo la distanció más de los otros huérfanos. Saltaba a la vista que de mayor sería una mujer preciosa. Era como si su belleza pudiera darle acceso a estratos sociales normalmente vedados a los huérfanos, lo que beneficiaría a Charing Cross, que sin duda recibiría donativos de familias acaudaladas ansiosas por encontrar una criatura de hermosura sobrenatural que adoptar. Cada vez que Alyss mencionaba Marvilia, las celadoras la hacían callar con una brusquedad que no habrían demostrado de no haber estado tan interesadas en ella.
—Todo eso existe sólo en tu cabeza, señorita, y nadie quiere tener una hija que diga tonterías todo el tiempo. Si no quieres pasar aquí el resto de tus días, desecha de tu mente todas esas fantasías absurdas.
El doctor Williford, el médico residente en Charing Cross, escuchaba pacientemente las fantasías absurdas de Alyss.
—Estoy seguro de que has vivido experiencias por las que ninguna niña debería pasar —le dijo—. Pero no puedes refugiarte en tu imaginación, Alice. Acepta lo que te ha ocurrido y sé consciente de que no estás sola en tu desgracia. Intenta concentrarte en las imágenes y los sonidos que te rodean, porque ésa es la realidad. Todavía hay esperanzas de que llegues a tener una vida normal y productiva.
Ella dejó de confiarle sus secretos al doctor Williford y comenzó a pasarse los días mirando por la ventana que daba a un patio descuidado y recubierto de hojas secas. Fue ante esa ventana donde una de las celadoras la encontró una tarde en que las cosas dieron un vuelco (una vez más).
—Alice, saluda al pastor Liddell y a su señora.
Alyss apartó la vista del cristal grasiento para mirar a la pareja: una mujer de mirada severa y un hombre de aspecto resuelto y audaz con guantes y un sobretodo.
Todos los desconocidos le parecían iguales: extraños, lejanos, incapaces de conectar con ella.
—Es bonita —observó la señora Liddell—, pero creo que un corte de pelo y un buen baño no le vendrían mal.
—En efecto —convino el pastor Liddell.
Los Liddell vivían en Oxford, donde el pastor era decano del colegio universitario de Christ Church. Al parecer, todo lo que ocurría traía consigo un elemento de infortunio. Tan pronto como Alyss dejó Charing Cross, se vio en circunstancias no menos desagradables.
«¡Ni una palabra más!», la reprendía la señora Liddell cuando Alyss describía el Desfile de Inventores a sus nuevas hermanas.
«Los animales no hablan, porque son bestias sin inteligencia», replicaba cuando Alyss aseguraba lo contrario.
—Las flores no cantan porque no tienen laringe —insistía cuando Alyss hablaba de las voces maravillosas de algunas flores—. Si sigues diciendo tonterías, te lavaré la boca con jabón.
—Soy una princesa y estoy esperando a que Somber venga a rescatarme —aseveró Alyss—. Ya lo veréis.
—Alice, si quieres llegar a ser alguien en la sociedad —le advirtió la señora Liddell—, o por lo menos mostrar tu agradecimiento hacia nosotros por haberte acogido en nuestro hogar, debes dejar de avergonzar a esta familia y vivir con los pies firmemente plantados en el suelo, como todo el mundo.
Para castigar a Alyss, la señora Liddell la encerraba en su habitación, a veces durante días, a veces durante una semana entera; ordenaba que le llevaran las comidas allí. La primera vez, Alyss se alegró. Supuso que de ese modo al menos no tendría que verlos a ellos. Se equivocaba. Aunque no la dejaban salir, no prohibían a sus nuevas hermanas que la visitaran, y una tarde, cuando ella llevaba un día encerrada, Edith y Lorina entraron en su dormitorio, se sentaron en su cama y clavaron la vista en ella. Alyss intentó no hacerles caso y se esforzó por recordar cada piedra preciosa del palacio de Corazones, cada recodo de cada pasillo en forma de corazón. Había innumerables dibujos del palacio clavados con tachuelas a las paredes. «Catorce pasos desde el patio inferior hasta el salón de baile, diecisiete cuartos de baño en total y…».
—¿Por qué no dibujas otra cosa para variar? —le preguntó Lorina.
—Porque no quiero olvidar de dónde vengo.
—¡Entonces mejor dibuja el orfanato! —chilló Edith, y echó a correr, seguida por Lorina, riendo a carcajadas.
Alyss se quedó sentada, sosteniendo el lápiz encima de su dibujo. «No debería importarme lo que piensen. No me importa». Sin embargo, sus risas burlonas le habían provocado una punzada de… ¿qué? ¿Humillación? ¿Vergüenza? A las princesas les gusta tan poco que se mofen de ellas como al resto de los mortales. Alyss apartó de sí el dibujo, que quedó inacabado para siempre.
—Muy bien, chicas —anunció la señorita Prickett, institutriz de las hermanas Liddell—, puesto que es el primer día que Alice asiste a nuestra clase, deseémosle suerte y animémosla a aplicarse a fondo.
Alyss estaba sentada a la mesa del comedor junto a Edith, Lorina y Rhoda, con papel y lápiz cuidadosamente dispuestos ante ella. Había una pizarra colocada en lo alto del aparador, y en ella se leían las palabras «Bienvenida, Alice Liddell».
—Mi nombre no se escribe así —soltó Alyss.
La señorita Prickett miró la pizarra, y luego a Alyss.
—¿Ah, no? ¿Serías tan amable de acercarte y mostrarme cómo se escribe? Te lo paso por esta vez, Alice, pero en adelante no debes hablar a menos que yo te lo indique. Tienes que levantar la mano y esperar a que te dé la palabra.
Alyss mantuvo la cabeza bien alta y la mirada al frente mientras caminaba hacia el aparador. Cuando llegó ante la pizarra, borró las letras «ice» de su nombre y escribió «yss» en su lugar. Edith, Lorina y Rhoda prorrumpieron en risotadas.
—¡Basta! —las reconvino la señorita Prickett—. Alyss, vas a escribir cien veces tu nombre en la pizarra. A-L-I-C-E. Ya puedes empezar.
Así que Alyss hubo de quedarse allí, enfrente de ellas, mientras la señorita Prickett daba comienzo a la clase. Edith, Lorina y Rhoda la observaban disimuladamente desde detrás de sus libros e intercambiaban miradas socarronas. Alyss deseó que el cabello se les llenara de gombrices, que los párpados se les quedaran pegados, que se les anudara su riente lengua.
Nada sucedió.
«Es inútil. Tanto da la Imaginación Blanca como la Negra, no puedo utilizar ni una ni otra». Había escrito A-L-I-C-E noventa y nueve veces. Como la señorita Prickett no la miraba en ese momento, trazó las letras A-L-Y-S-S en la pizarra y se dirigió hacia su asiento.
La señorita Prickett se volvió hacia la pizarra.
—¡Un momento, por favor! Estoy segura de que te crees muy astuta, señorita Liddell, pero ahora verás lo que les pasa a las chicas que se pasan de listas. Borra la pizarra y empieza de nuevo. Escribirás A-L-I-C-E otras cien veces. Ya puedes empezar.
Alyss obedeció, pues se le habían quitado por completo las ganas de ser el centro de atención.
—Tal vez así hayas aprendido cómo se escribe tu nombre correctamente —la aleccionó la señorita Prickett cuando terminó.
Cuando Alyss se sentó de nuevo, oyó a Lorina susurrar «Alice la Rara», y el mote se le quedó. Seguramente tampoco ayudaba a mejorar su imagen el hecho de que, cada vez que los hijos de amigos de la familia se le acercaban para charlar con Alyss, ella les taladraba los oídos con historias sobre Marvilia.
«Debe de pensarse que es mejor que nosotros —refunfuñaban los niños—; se hace llamar princesa y todo».
Alyss se metía en peleas e intercambiaba insultos con sus acosadores. A menudo llegaba a casa con moratones y raspaduras, humillada. Intentaba hacer oídos sordos a todo, pero la asaltaba una duda: «¿Es posible que todo el mundo esté equivocado?». Empezaba a cansarse de porfiar en sus convicciones contra los Liddell, sus amigos, todo el mundo. «¿De verdad es posible que todas y cada una de las personas que conozco estén equivocadas y yo esté en lo cierto? Sería mucho más fácil para mí si pudiera olvidar». ¿Su vida anterior como princesa de otro mundo era un mero producto de su imaginación? «¿Y si lo soñé todo cuando estaba enferma en cama?».
Y entonces sucedió algo de lo más sencillo pero milagroso. Alyss encontró a alguien dispuesto a prestar oído, o más bien los dos oídos, a lo que ella tenía que contar. Se trataba del pastor Charles Lutwidge Dodgson, profesor de matemáticas en Christ Church. Era un tipo amable, más bien retraído, que vivía en el colegio universitario y en ocasiones acudía a casa de los Liddell a tomar el té. Aficionado a la fotografía, hacía retratos de las niñas. Alyss posó para él en un rincón del jardín con un vestido de color claro con las mangas abombadas, calcetines blancos y zapatos de charol. En la imagen, aparecía mirando a la derecha de la cámara, dirigiéndole una sonrisa tímida pero orgullosa al fotógrafo, como si compartiera un secreto con él. Pero no fue sino hasta que dieron un paseo en barca a Godstow cuando ella le habló de Marvilia. Habían hecho una escala para descansar, y estaban tumbados en la hierba mientras Edith y Lorina jugaban en los bajos del río Isis, que es el nombre que recibe aquel tramo del Támesis.
—¿No quieres jugar con tus hermanas? —preguntó el pastor Dodgson.
Alyss ya no se molestaba en explicarle a la gente que ella no tenía hermanas.
—No —contestó.
A Dodgson esta respuesta le pareció encantadora.
—Pero ¿por qué no?
—Cuando has sido princesa y te han arrebatado tu reino, no te entusiasmas fácilmente con un revoltijo de peces y hierbajos en un río.
El pastor Dodgson se rió.
—Alice, ¿de qué diantres estás hablando?
«¿Se lo digo? ¿Me creerá? Parece distinto de los demás. ¿Lo intento, por última vez?». Y entonces dejó salir todo lo que había estado guardándose. Los recuerdos fluían de ella como si la obligaran a expresarlos en voz alta, rápidamente, para convencerla de su veracidad o caer para siempre en el olvido. Cuando nombró a Dodge, Charles Lutwidge Dodgson empezó a tomar notas. Dodge. Dodgson. Él era el muchacho. El pastor se sentía halagado de formar parte del mundo imaginario de Alyss.
—Jamás había conocido a alguien con una imaginación tan asombrosa como la tuya —le aseguró.
Alyss sabía que eso no era cierto. No había conseguido materializar nada desde hacía mucho tiempo.
—A ver si te he entendido bien —dijo Dodgson—. ¿La gente puede viajar por medio de los espejos, entrar por uno y salir por otro?
—Sí. Lo he intentado aquí, pero ningún tipo de cristal funciona. Ella lo observó mientras garabateaba algo en su libreta.
—¿De verdad va a escribir un libro sobre Marvilia, señor Dodgson?
—Puede que sí. Y será nuestro libro, Alice, tuyo y mío.
El libro demostraría que ella decía la verdad. No se daría por vencida. Aún no.