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Seguidos por una muchedumbre enfurecida, los franceses llevaron a su prisionero al tribunal de primera instancia del Palais de Justice. La gente se propinaba codazos y empujones para abrirse paso hasta un sitio desde donde ver mejor lo que sucedía. El recinto, de dimensiones modestas, estaba tan atestado que al cabo de poco rato se respiraba un ambiente viciado y sofocante. Los hombres colocaron la alfombra enrollada verticalmente en el centro de la sala, ante el juez.

A los fiscales, los abogados defensores y los periodistas de tribunales se les escapó una risita.

Quel est ceci? —preguntó el juez, a quien aquello no le hacía ninguna gracia.

El fiscal, un caballero con toga y bigote, se levantó y soltó una retahíla de palabras ininteligibles en francés, que, aunque amortiguadas por la alfombra que lo envolvía, Somber alcanzó a oír.

Où est le prisonnier? —preguntó el juez.

El fiscal señaló la alfombra. De nuevo, los asiduos del tribunal se rieron. El juez exhaló un suspiro profundo y pidió al caballero que hiciera el favor de no ridiculizar al tribunal. El fiscal se disculpó y explicó que no era ésa su intención, pero que el detenido era très dangereux y sólo habían conseguido reducirlo valiéndose de la alfombra.

Un hombre dio un paso al frente y declaró que el detenido poseía poderes violentos y sobrenaturales. La multitud de curiosos, ninguno de los cuales había presenciado la escaramuza en la rue de Rivoli, confirmó lo dicho con voces de «C’est vrai! C’est vrai!».

Sin embargo, el juez, que había visto desfilar a seres de lo más variopintos desde su posición privilegiada en el tribunal, simplemente se preguntó si se daría el capricho de acompañar su trozo de brie y su botella de burdeos habituales con un poco de cordero frito en su café favorito, Le Chien Dyspeptique.

Je voudrais voir le prisonnier —dijo.

El fiscal carraspeó varias veces y replicó que, con el debido respeto, no le parecía que liberar a Somber de la alfombra fuera buena idea. El juez resopló y ordenó al fiscal que sacara a Somber de la alfombra, pues de lo contrario lo encerraría por desacato. Tendieron la alfombra en el suelo. La multitud de curiosos se abalanzó hacia delante, apretujándose, con la sensación de que estaba a punto de ocurrir algo espectacular.

No se equivocaban. En cuanto Somber se vio libre de la alfombra que lo tenía inmovilizado, se puso en pie de un salto y…

Zuinc.

Las cuchillas de sus muñecas hendieron el aire, borrosas a causa de la velocidad. Somber extrajo una daga de su mochila y la lanzó. El arma se clavó en un cuadro que colgaba en la pared, junto a la cabeza del juez, lo que ocasionó que el sabio señor se acurrucara bajo su banco para protegerse.

Antes de que los policías del tribunal reunieran valor suficiente para intentar capturarlo de nuevo, Somber dio una voltereta y se precipitó por la ventana más próxima. Cayó en la acera y se alejó a toda velocidad. Los curiosos se aglomeraron frente a la ventana, tratando de vislumbrar por última vez al hombre misterioso. El juez se asomó por encima del banco para ver si su vida aún corría peligro. Después de sobrevivir a un día como ése, decidió que se había ganado con creces un plato de cordero frito en Le Chien Dyspeptique.

Empezaron a circular rumores sobre un hombre armado con cuchillas giratorias que emergía de los charcos. Con el paso de los meses, y tras una serie de supuestos avistamientos de Somber que nunca se demostraron oficialmente, los rumores se fosilizaron y se convirtieron en leyenda. Los civiles aseguraban que era capaz de vencer a un regimiento entero sin ayuda. Los militares se preguntaban en voz alta hasta dónde habrían llegado las conquistas de Napoleón si aquel hombre hubiese servido en sus filas. Los muchachos se imaginaban que eran él y representaban el papel de superhéroe. En los salones elegantes, damas y caballeros pudientes y educados dejaban de lado sus modales mesurados e intentaban imitar sus acrobacias, sus piruetas y, en ocasiones, incluso sus saltos mortales. Sirvientas de toda Francia se reunían en cocinas sombrías y se contaban unas a otras historias sobre el legendario personaje, de quien se habían enamorado. Se figuraban que una mujer debía de haberle roto el corazón, pues, ¿acaso había algún otro motivo para que un hombre se comportara de ese modo que el sufrimiento por un amor no correspondido? Antes de irse a la cama, estas criadas enfermas de amor dejaban velas encendidas en la ventana, de modo que, si Somber hubiera sido capaz de volar sobre París en plena noche, habría visto una ciudad dormida tachonada de aquellas trémulas lucecitas, símbolos de un anhelo, puntos de calidez en la fría oscuridad que iluminaban el camino hacia el corazón de las mujeres. Sin embargo, Somber no se habría sentido digno de tanta admiración, pues estaba lidiando con una sensación nueva para él: la impotencia. No había podido cumplir la promesa que le había hecho a la reina Genevieve. Le había fallado.