A Alyss le pareció que Quigly Gaffer era el más simpático de la pandilla de chicos huérfanos o que se habían escapado de casa y no tenían dónde vivir. No sólo se mostraba atento con ella, sino con todo el mundo. Era el menos huraño, el menos depresivo, y tenía una actitud jovial y lanzada con la que animaba a los demás cuando no había comida suficiente, cuando hacía frío o llovía y ya habían perdido la cuenta de todos los portales resguardados de los que los habían echado. En otras palabras, Quigly Gaffer les infundía esperanza cuando más desesperados estaban. Y eso que él las había pasado tan moradas como el que más.
—Bueno, Princesa, háblenos de usted —le había dicho él mientras caminaba a su lado, el día que ella llegó a Londres. Entonces Alyss había expuesto su lamentable situación con una crudeza que la sorprendió.
—Vi cómo asesinaban a mi padre, el Rey de Marvilia. Mi madre, la Reina, está muerta. Mi tía los mató a ambos. Pero, aunque estuvieran vivos, daría igual, porque nunca podré volver a casa.
—Yo también vi cómo mataban a mis padres, igual que tú —comentó Quigly—. Íbamos en nuestro coche de dos caballos cuando un par de ladrones decidieron que no les gustaba nuestra pinta y entonces le partieron la cabeza a mi padre de un garrotazo. Los vi matar a mi madre con el mismo garrote, mientras ella les suplicaba que tuvieran piedad. Y a mí también me habrían dado un buen recibimiento con el garrote si no hubiera corrido a esconderme en las sombras mientras los ladrones intentaban quitarle los anillos a mi madre. Así que supongo que usted y yo tenemos algo en común: mis padres están tan muertos como los suyos.
A Alyss se le ocurrían otras cosas que preferiría tener en común con él. Aunque entonces no lo sabía, y Jacob Noncelo desde luego no se lo habría enseñado así, Alyss estaba aprendiendo a través de Quigly Gaffer algo que le sería útil cuando fuera reina.
Lección número 1b del plan de estudios cuidadosamente preparado por Jacob: para la mayoría de los habitantes del universo, la vida no es todo tartitartas y barritas de regaliz, sino una lucha contra las dificultades, la injusticia, la corrupción, el abuso y la adversidad en todas sus formas, en la que la mera supervivencia —por no hablar de una supervivencia digna— constituye una heroicidad. Seguir adelante tras el fracaso es el acto valeroso que muchos llevan a cabo. Para gobernar con benevolencia, una reina debe participar de los sentimientos de aquellos menos afortunados que ella.
—Aunque no llevara usted ese vestido, me habría bastado con oírla hablar para darme cuenta de que no es de por aquí —aseguró Quigly—. No reconozco su acento. No tengo idea de dónde es.
—Es marviliano, supongo.
—Ah, sí, claro. Usted era del País de las Maravillas, ¿no? —Quigly se rió—. ¿Por qué no nos habla de ese lugar, Princesa?
Y ella así lo hizo. Notó que, a medida que hablaba, el tono frío e impersonal que había empleado para narrar la muerte de sus padres daba paso a la tristeza y la añoranza por todo aquello que, tan rápida y repentinamente, de forma tan inesperada, se había convertido en cosa del pasado. Estaba segura de que el Desfile de Inventores ya no le parecería tan aburrido, si al menos pudiera regresar al balcón del palacio para contemplarlo.
—¿Ves esa luz? —preguntó, señalando una de las farolas de gas que flanqueaban la calle—. La inventaron en Marvilia, pero en lugar de una llama descubierta tenía una ampolla de vidrio dentro y sólo había que pulsar un interruptor para encenderla.
A continuación describió el palacio de Corazones, las flores cantarinas de los jardines reales y el Continuo de Cristal.
—Y no es por presumir —agregó—, pero tengo una imaginación muy poderosa.
—Ya lo veo.
—¿Crees que me lo he inventado todo?
Quigly no respondió. Alyss se fijó en un diente de león solitario que sobresalía del lodo. Clavó la vista en la flor e imaginó que se ponía a cantar. Al parecer esto requería un esfuerzo mayor del que le habría hecho falta en Marvilia, y también más tiempo. Aun así, los pétalos del diente de león se movieron, y del centro de la flor salió una voz aguda y débil.
—La la la la, la la la la, la la la la, laaaaaaaaaa.
Eso fue todo lo que Alyss consiguió, pero bastó para impresionar a Quigly. Él había oído hablar de magos que «proyectaban» la voz de tal manera que daba la impresión de que una persona u objeto situados en el otro extremo de la habitación estaban hablando cuando en realidad quien hablaba era el propio ilusionista que estaba a tu lado.
—Buen truco.
—No es un truco. —Acto seguido, al acordarse de algo, añadió, apesadumbrada—: Es mi cumpleaños.
—Feliz cumpleaños, señorita.
Alyss sintió que se le humedecían los ojos y que la pena se apoderaba de ella.
—Oh, no se llora en los cumpleaños —dijo Quigly—. Tiene que conocer a algunos de mis amigos. Ya verá cómo se anima.
Llegaron a un callejón sin salida a la sombra del puente de Londres, donde se encontraron con un grupo variopinto de niños de entre cinco y doce años que holgazaneaban repantigados en unos cajones viejos.
—Escuchad, escuchad —voceó Quigly—. Traigo a una persona recién incorporada a nuestras filas.
Los niños miraron a Alyss con poco interés. No era la primera vez que veían a una persona recién incorporada. De hecho, la composición del grupo variaba constantemente; era común que un chico o una chica se uniese a ellos un buen día, comiese de su pan durante unas semanas y luego desapareciese sin dejar huella, de modo que nadie sabía si lo habían detenido por robar, si lo habían encerrado en un orfanato o si lo habían matado.
Quigly presentó a Alyss.
—El grandullón es Charlie Turnbull. El de al lado, que tiene un lunar en la nariz, es Andrew MacLean, un huérfano también. Ése de allí es Otis Oglethorpe, que se escapó de su casa, aunque su madre está muerta. Por lo que se refiere a las señoritas, tenemos a Francine Forge, Esther Wilkes y Margaret Blemin, todas ellas huérfanas. Damas y caballeros, os presento a la princesa Alice del País de las Maravillas. Ha llegado hasta aquí a través de un charco de agua, y os recomiendo que os comportéis como corresponde ante la realeza.
—¿Un charco de agua? —dijo Charlie Turnbull con una risotada—. ¿Princesa del País de las Maravillas?
Quigly no se molestó en dar más explicaciones. Hurgó en lo que parecía un montón de harapos, sacó unos pantalones, una blusa y un abrigo de hombre y los sujetó en alto para someterlos a la consideración de Alyss.
—Supongo que esto le vendrá bien.
¿Dónde iba ella a quitarse la ropa mojada para ponerse aquello?
—Lo siento, Princesa —dijo Quigly—. No hay aposentos privados para usted aquí, en las calles de Londres.
Alyss se desnudó, intentando aparentar que despojarse de la ropa delante de todo el mundo no era algo fuera de lo normal. La blusa le quedaba bastante bien, pero los pantalones y el abrigo eran demasiado grandes para ella. Tiró su vestido de cumpleaños sobre la pila de harapos y mantas por si alguien quería utilizarlo una vez que estuviese seco. Se calzó un par de botas que Quigly había encontrado por ahí y se deshizo de sus zapatos de cumpleaños de Marvilia.
—Bueno, bueno, vamos a ver qué tenemos —dijo Quigly a los demás.
Extrajeron de sus bolsillos varias monedas y cosas de comer: algunos peniques, una cartera prácticamente vacía, algo de queso, salchichas, un muslo de pollo. Otis Oglethorpe aportó un pan que escondía bajo su abrigo y Charlie Turnbull se sacó media empanada de carne de debajo del sombrero.
—¿Y tú? —le preguntó Otis a Quigly—. ¿Qué has traído?
—He traído a la Princesa, ¿te parece poco?
—No podemos comérnosla —objetó Charlie Turnbull—, y será otra boca que alimentar con comida que podría ir a parar a la barriga de los demás.
—Os compensaré mañana. La Princesa y yo traeremos comida de sobra para todos, no te preocupes.
Charlie fulminó a Alyss con la mirada. Conocer a los amigos de Quigly no la había animado en absoluto.
Los alimentos se repartieron equitativamente entre ocho. El queso y las salchichas no eran precisamente tan sabrosos como los de Marvilia; el queso estaba pastoso, las salchichas insípidas. A Alyss le pareció que la empanada de carne sabía como un calcetín usado y relleno.
Después de comer, Andrew, Francine y Margaret —los huérfanos más jóvenes— se acurrucaron juntos sobre el montón de harapos y se durmieron. Charlie se fabricó una cama con tres cajas y un edredón viejo. Otis simplemente se acostó en el duro suelo, envolviéndose en su abrigo como en una manta. Esther Wilkes se quedó dormida sentada, con la espalda apoyada en una pared y las piernas extendidas ante sí en el callejón.
Alyss no podía conciliar el sueño. Probó a contar güinucos. «Un güinuco, dos güinucos, tres güinucos». No sirvió de nada.
—¿Está inquieta, Princesa? —Quigly se ofreció a hacerle compañía durante un rato—. De día nos dispersamos —le explicó—, para pedir limosna, tomar prestado o robar, según se tercie. Francine, Andrew y Margaret trabajan en equipo. Dos de ellos distraen a un tipo mientras el tercero le vacía los bolsillos. Hay días en que alguno de nosotros recorre las tiendas, buscando alimentos pasados que los tenderos tiran a la basura. Y cada noche nos reunimos aquí y compartimos el botín. No sé si colaborar nos hace la vida más fácil, y Charlie no siempre contribuye con todo lo que ha conseguido durante el día (no sabe que yo lo sé, así que no se lo diga), pero a la mayoría le alivia saber que pertenece a un grupo. Uno puede llegar a sentirse bastante solo cuando no tiene una familia como Dios manda.
—De eso estoy segura —convino Alyss.
—Bueno. —Quigly se enroscó en el suelo y apoyó la cabeza en los brazos—. Tengo que dormir. Les he hecho una promesa a los otros, y mañana será un gran día, se lo garantizo. Tengo planes para nosotros, para usted y para mí. Buenas noches, Princesa.
—Buenas noches, Quigly Gaffer.
Al poco rato, Alyss estaba sola, escuchando la respiración pausada y rítmica de los golfillos dormidos. Francine murmuró algo en sueños y hundió la cara en la parte interior del codo de Andrew. Charlie se puso a roncar. Alyss volvió el rostro hacia el cielo, aquella extensión ilimitada que, desde que tenía memoria, le recordaba las posibilidades maravillosas que se abrían ante ella. «Cuatro güinucos, cinco güinucos, seis…». Ahora, encapotado y sin estrellas, el cielo se le antojaba vacío. «Siete güinucos, ocho güinucos, nueve güinucos…».
Alyss, que había sido la última en dormirse, fue también la última en despertar. Todavía estaba frotándose los ojos para quitarse las legañas cuando Quigly le tendió una flor blanca con las raíces enredadas en una bola de barro que sostenía en las manos.
—¿Cree que podría volver a hacer ese truco?
Ella tardó unos segundos en entender lo que le pedía: que hiciera cantar a la flor.
—No es un truco.
—Bueno, pero ¿cree que podría hacerlo de nuevo?
—No lo sé… Supongo.
—Hágalo.
Le llevó más tiempo que el día anterior, e incluso más esfuerzo y concentración, pero al final la flor rompió a cantar con alegres gorgoritos.
—¡Yujuuu! —celebró Quigly, saltando por el callejón.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Alyss.
—Se han ido a cumplir sus deberes del día, Princesa. Y es hora de que nosotros nos ocupemos de los nuestros.
Eligió una esquina muy transitada. Le explicó a Alyss que lo único que tenía que hacer era sentarse en un cajón colocado boca abajo y encargarse de que la flor cantara en cuanto él le guiñase un ojo.
—¿Qué es esto, damas y caballeros? —gritó, alzando la voz para llamar la atención de los londinenses que pasaban a toda prisa—. ¡Pues nada menos que la única flor cantarina del mundo! La moza aquí presente ha venido desde África con la flor más rara que hayan visto jamás. ¡Sí, parece una flor común y corriente, en eso les doy la razón! Pero no es común ni corriente, se lo aseguro. ¡Canta! ¿Les apetece oírla cantar? ¡Vamos, acérquense!
Cuando ya se había reunido un grupo de curiosos lo bastante numeroso, Quigly le dirigió un guiño a Alyss, y ella hizo cantar a la flor. Fueron sólo unos compases, pero con eso bastó. Al público le pareció una magnífica demostración de magia. Quigly se paseaba entre los espectadores, convenciéndolos a todos y cada uno de que echaran unos peniques en su sombrero.
—Unas monedas, damas y caballeros, pues no todo el mundo ha tenido la oportunidad de ver la asombrosa flor cantarina de África. Vamos, que el viaje desde África no sale barato.
Alyss consiguió realizar cuatro actuaciones más, una por hora, y cada una más agotadora que la anterior. Al final tuvo que parar, pues no podía más. Sin embargo, para entonces ya habían ganado más dinero del que Quigly jamás había visto junto. Se encaminaron de vuelta al callejón para reunirse con los otros, que se vaciaron los bolsillos: un puñado de peniques, un reloj estropeado, queso, salami, unas patatas hervidas.
—¿Y vosotros dos qué nos habéis traído? —preguntó Charlie.
—Casi nada —respondió Quigly, sacándose las monedas de los bolsillos.
Los chicos no daban crédito. ¿Dónde habían conseguido Quigly y Alyss tanto dinero? Quigly no desveló el secreto; quería ser el único que conociera el poder de Alyss.
—Pero mañana os traeré otro tanto —prometió—. La Princesa y yo hemos descubierto un método para ganar dinero, eso es todo lo que necesitáis saber. Charlie, Otis, venid conmigo. Vamos a comprar comida para darnos un banquete que no olvidaréis en mucho tiempo. A ver, ¿qué quiere cada uno?
Cuando los demás se fueron a dormir, Alyss le dijo a Quigly que no tenían que pasarse todo el día en una esquina para ganar dinero.
—Puedo imaginar todo el que necesitemos —aseveró.
—Gastaré con gusto el dinero que consiga usted, Princesa, sin importar de dónde lo saque.
De modo que Alyss intentó imaginar una pila de las distintas monedas que había visto ese día. Intentó imaginar el peso de esas monedas en los bolsillos de su abrigo.
Por desgracia, seguía fatigada por el trabajo que le había costado hacer cantar a la flor, y antes de que pudiera materializar una sola moneda, Quigly comenzó a reírse de ella.
—¡Qué cara pone! —exclamó. Trató de imitar su expresión, con el rostro crispado por el esfuerzo y la obstinación.
A Alyss no le hizo gracia.
—Bueno, olvídalo —dijo—. No imaginaré un montón de dinero para ti, nunca.
—Oh, vamos, Princesa, no sea así. No estaba tomándole el pelo. Todos tenemos un aspecto gracioso a veces. Algunos tenemos un aspecto gracioso siempre. Ahora imagine lo que quiera.
Sin embargo, a Quigly se le escapaba la risa, de modo que Alyss ya no volvió a tratar de imaginar una pila de monedas esa noche ni ninguna otra. «Haremos las cosas por la vía difícil, si eso es lo que él quiere».
Se pasaban las horas en las esquinas; ella hacía cantar a la flor con la fuerza de la imaginación mientras él pedía la voluntad al público. No obstante, cada día el poder de Alyss sobre la flor parecía disminuir y sus actuaciones se volvían menos frecuentes. Cuanto más tiempo pasaba en aquella ciudad húmeda y gris, menos fe tenía en su imaginación. «No es tan poderosa como creía mamá. Nunca lo fue».
Al menos dos veces al día, entre una función y otra, intentaba imaginar el paradero de Somber. Nunca conseguía ver nada. ¿El ojo de la imaginación? No había recibido una formación suficiente para utilizarlo. Al final, sólo le quedaban fuerzas y ganas suficientes para realizar una actuación al día con la flor, por lo que Quigly procuraba que fuera a una hora en que pudiesen atraer al mayor número de espectadores posible: el atardecer, cuando las calles estaban más abarrotadas que nunca de gente que regresaba a casa después de trabajar.
Cada noche, después de las cenas que se pagaban gracias a las actuaciones de Alyss, Andrew, Margaret y Francine le pedían que les hablara de Marvilia.
—Anda, anda, anda —le rogaban.
Al representarse en su mente el mundo luminoso y cristalino que Alyss les describía, con sus palacios en forma de corazón, sus morsas mayordomos y sus orugas gigantes y fumadoras, se evadían por unos momentos de su vida de pobreza, privaciones y mendicidad. Ni Otis, ni Quigly ni Esther se quedaban tan fascinados por las historias de Alyss sobre Marvilia como los huérfanos más jóvenes, pero disfrutaban lo bastante con ellas como para escucharlas en un silencio melancólico. Charlie Turnbull, por su parte, dejaba bien claro que no se creía una sola palabra.
—No son más que una sarta de estupideces —gruñía.
Alyss les habló a Andrew, Francine y Margaret de Somber Logan y de lo desafortunado que había sido perder a su guardaespaldas, pues era un experto luchador. Dijo que, si el capitán de la Bonetería hubiera permanecido a su lado, ella nunca habría conocido a Quigly o a los demás. Para demostrar de qué era capaz un hombre como Somber, describió a los naipes soldado que se retorcían agónicos en el suelo del palacio de Corazones, apretándose las heridas con las manos, entre cuyos dedos manaba la sangre a borbotones.
—¿De verdad conoces a un hombre capaz de combatir contra tantos enemigos a la vez?
—Sí.
—Eso es mentira —repuso Charlie.
—Pero Dodge Anders será el mejor miembro de la guardia que jamás haya habido en Marvilia —prosiguió Alyss—. Es guapo y valiente y amable e inteligente. Llegará a ser un luchador casi tan bueno como Somber. A veces lo ayudo a realizar sus ejercicios de esgrima. Sujeto ante él escudos de colores distintos, y cuando yo nombro un color él tiene que lanzarle una estocada al escudo que toca mientras yo lo sacudo y lo muevo en todas direcciones para ponérselo lo más difícil posible. Es mi mejor amigo y… No… es decir, era. —Paseó la vista por el callejón—. Era mi mejor amigo.
—Continúa, Alice —la alentó Andrew cuando ella llevaba un rato callada.
—No —murmuró Alyss—. No quiero hablar más de Marvilia.
Y, un día, su imaginación dejó de funcionar por completo. Fue una tarde, a la hora en que Quigly, con su profesionalidad de hombre del espectáculo, solía reunir a una multitud de londinenses deseosos de ver a la flor cantarina de África. Quigly le hizo a Alyss la señal del guiño y ella visualizó los pétalos abriéndose y cerrándose como labios, y la flor tomando aire para entonar algunos compases de una canción de cuna, quizás, o de…
Pero nada ocurrió. Ella hizo un esfuerzo aún mayor y soltó un gruñido. Algunos de los presentes creyeron que se encontraba mal.
«¡Canta, flor!».
Transcurrió un minuto, y después otro. Alyss comenzó a sudar bajo su ropa sucia y harapienta.
«¡Canta, flor, canta!».
El público empezó a dispersarse, refunfuñando y maldiciendo entre dientes.
—¡Sólo necesita que le den ánimos, eso es todo! —gritó Quigly, tendiendo el sombrero para pedir limosna—. ¡Dos peniques por persona y les garantizo que esa flor africana cantará como los ángeles!
Nadie echó dinero en el sombrero. Un caballero amenazó con ir a buscar a un policía. En cuanto Quigly lo oyó, agarró a Alyss de la mano y arrancó a correr, dejando atrás la flor y el cajón.
—Lo siento —se disculpó Alyss una vez que se hallaban a salvo y se habían parado a recuperar el aliento.
—¿Qué ha pasado?
—No lo sé —respondió ella. Estaba asustada. Era como si hubiera perdido la vista o el oído—. Quizá cuanto más tiempo paso fuera de Marvilia, más se debilita mi imaginación.
—Hummm —dijo Quigly, escéptico.
—Lo siento, Quigly.
—Yo también lo siento, Princesa.
Era la primera vez que Alyss lo veía enfadado. Le había fallado. Les había fallado a Francine, Margaret, Andrew, Esther, Otis y Charlie. Nunca antes le había fallado a alguien que contara con ella, y no le gustó nada la sensación que eso le producía.
Sin mediar palabra, ella y Quigly regresaron andando al callejón para reunirse con los otros huérfanos. Por el camino, se pasaron por los pubs La Olla de Pescado y El Marinero Canoso para pedir caridad. Sólo consiguieron una bolsa de mendrugos.
—Estábamos pensando en cenar pato esta noche —les informó Andrew, que había salido corriendo a recibirlos cuando doblaron la esquina del callejón—, relleno y a la naranja. Francine, Margaret, Otis y yo jamás hemos probado el pato.
Al llegar al fondo del callejón, Quigly miró a Alyss, adoptó un tono despreocupado y declaró que el pato estaba malísimo.
—No os perdéis gran cosa, os lo aseguro. No por nada «pato» rima con «putrefacto». Bueno, supongo que es un momento tan bueno como cualquier otro para anunciaros… que tendremos que volver a vivir como antes durante un tiempo, es decir, que cada uno de nosotros habrá de conseguir lo que pueda durante el día y después traerlo para compartirlo con los demás.
—Pero ¿qué dices? —inquirió Charlie.
Por toda respuesta, Quigly se volvió del revés sus bolsillos vacíos, pálidas lenguas de pobreza.
—Bueno, ¿qué tenemos?
—¡Yo no tengo nada! —contestó Charlie—. Lo que he robado me lo he comido para desayunar, y no me queda nada más porque creía que cenaríamos como hasta ahora…
Los demás estaban en la misma situación.
—Bueno, al menos tenemos estos mendrugos —suspiró Alyss.
—Un manjar suculento donde los haya —comentó Quigly, intentando no parecer demasiado descorazonado—. Dividió los mendrugos en ocho porciones y aseguró que estaba satisfecho, incluso antes de comerse toda su parte. A pesar de todo, Alyss notaba que su actitud alegre y animada era forzada, incluso un poco sarcástica.
Permaneció despierta cuando los otros ya se habían dormido.
«Tengo que pensar algo. ¿Por qué no puedo hacer cantar a esa flor? Porque a fin de cuentas mi imaginación no era nada especial, por eso. Así que debo pensar algo. Lo haré. Lo haré, lo haré, lo haré, lo haré».
—Ya sé cómo podemos conseguir tanta comida como antes —le dijo a Quigly a la mañana siguiente—, pero necesitaremos la ayuda de Charlie, Otis y Esther.
—Lo que usted diga, Princesa. —No se mostraba muy entusiasmado; no parecía tener demasiadas ganas de hablar con ella. «Ya se pondrá contento, una vez que tengamos la barriga llena».
Alyss se puso el abrigo más elegante que encontró en la pila de ropa del callejón tras rebuscar durante un buen rato, y se quitó la mugre de la cara y las manos con su propia saliva. Cogió el cabo de un lápiz, escribió una lista de carne en un cuadrado pequeño de papel y guió a los demás a una carnicería por la que había pasado varias veces con Quigly.
—Escondeos detrás de este carro y esperad a que os haga una señal —les dijo, y acto seguido entró en el establecimiento.
—¿Qué se le ofrece a la damita? —El carnicero era un hombre corpulento y fornido de rostro rubicundo. Llevaba un delantal manchado de sangre.
—Debo llevarle esto a mi madre. —Le tendió la lista de carnes.
—Hummm. Parece demasiado para que lo lleves tú sola.
—Tenemos el carruaje fuera, pero el cochero se ha ido a hacer otro recado. —Le dedicó su sonrisa más radiante y él no pudo sino creer lo que le decía. Las circunstancias en que se encontraba no bastaban para deslucir su cordial mirada de princesa.
—A ver qué dice aquí… Cuatro kilos de filete de cadera…
Pasó a la trastienda, y Alyss les indicó con señas a Quigly y a los demás que entraran a toda prisa. Agarraron los pollos que colgaban ante la ventana, los embutidos y los jamones. Alyss les colocaba más piezas de carne en los brazos cuando ya iban demasiado cargados para cogerlas por sí mismos.
—¡Eh!
El carnicero dejó caer el filete y se abrió paso trabajosamente desde detrás del mostrador. Los huérfanos salieron disparados de la carnicería y se desperdigaron en todas direcciones.
—¡Ya te tengo!
Un bobby que pasaba por allí asió a Alyss por el cuello del abrigo. Ella se despojó de la prenda, dejando al descubierto su ropa de niña de la calle, pero sólo consiguió avanzar unos pasos antes de que el policía la atrapara de nuevo.
—¡Suéltame! —chilló ella, imaginando que un lucirguero aleteaba muy cerca de la cara del hombre o le asestaba un picotazo en la mano con que la sujetaba, pero ninguna de las dos cosas sucedió.
Quigly se había detenido al final de la calle y miraba a Alyss, con un pollo debajo de cada brazo y los bolsillos henchidos de salchichas. ¿Había decidido acudir en su rescate? ¿Arriesgaría su propia seguridad y pondría en práctica un astuto plan para liberarla, de forma que ambos pudiesen huir?
Pues no. Dio media vuelta, torció la esquina a toda velocidad y desapareció.
Alyss nunca supo si fue la única del grupo a quien pillaron ese día (lo fue), pero ya antes de que la llevaran con muy poca delicadeza a la Inclusa de Charing Cross, donde viviría hasta que la adoptaran los Liddell, e incluso antes de que comprendiera que nunca volvería a ver a Quigly Gaffer, había empezado a pensar que tal vez no valiese la pena encariñarse con la gente. No hacían más que traicionarte. Te traicionaban al abandonarte.
Alyss intentó no escuchar cuando una celadora de Charing Cross abrió la puerta de una habitación muy amplia con dos filas de catres alineados contra las paredes y decenas de niños que chillaban, gritaban y se peleaban, y le dijo: «Bienvenida a tu nuevo hogar».