Los generales Doppel y Gänger, al igual que aquellos pocos que habían sobrevivido al ataque de Roja, evitaron el Continuo de Cristal ante la posibilidad de que la fuerza invasora se hubiese hecho con el control de los caminos de cristal. Llegaron a pie al bosque Eterno y decidieron resguardarse en un claro pequeño cercado por árboles que les avisarían de la proximidad del enemigo. Los que estaban ilesos cargaban con los heridos, pero todos sufrían por la derrota y por la pérdida de los seres queridos que habían quedado atrás.
—Debemos organizamos rápidamente —instó el general Doppel a los demás.
—Antes de que Roja se arrellane en el trono —convino el general Gänger. El caballero blanco asintió con la cabeza.
—Si queremos reunir un ejército tenemos que hacerlo cuanto antes —prosiguió el general Doppel—, por muy inoportuno que sea este momento para el reclutamiento.
Los tres volvieron la vista hacia los naipes soldado aturdidos por la batalla que llegaban arrastrándose a aquel refugio en medio del bosque.
—Mis alfiles y yo estamos dispuestos a arriesgarlo todo por el reino —afirmó el caballero—. Encontraremos marvilianos que quieran luchar a nuestro lado contra Roja, de eso puedes estar seguro. —El caballero congregó a sus alfiles y a los peones de éstos—. Dispersaos por la ciudad capital —ordenó—. Encontrad a gente dispuesta a defender la Imaginación Blanca e indicadles dónde hemos acampado. Deben llegar hasta nosotros por su cuenta, extremando precauciones. Pero aseguraos de que sus deseos de unirse a nuestra causa sean sinceros, o nos delatarán y estaremos perdidos.
Entre los soldados que se agrupaban en el bosque había alguien que en realidad no era un soldado, sino un muchacho abatido, derrumbado contra un árbol, que sollozaba sin importarle si la mismísima Roja lo oía. A los generales les habría resultado más fácil dominar a un galimatazo rabioso que a un niño desconsolado.
—No deberíais haberme traído —gimió Dodge—. Yo no debería haberlos abandonado.
—No podías hacer nada, hijo —dijo el general Doppel.
—Te habrían matado —señaló el general Gänger.
—¡Por lo menos habría muerto junto a mi padre! ¡Podría haber protegido a Alyss!
—Si Somber no ha sido capaz…
—… entonces mucho me temo que nadie habría podido proporcionarle una protección suficiente.
Dodge se secó la nariz.
—Lo sentimos, de verdad —dijeron los generales Doppel y Gänger al unísono.
—He perdido a mi padre y… ¡a Alyss!
Los generales agacharon la cabeza e hicieron una pausa antes de hablar.
—Todos hemos perdido a la princesa Alyss…
—… y compartimos tu aflicción por ello.
Dodge lo dudaba. Era imposible que supieran lo que sentía; el dolor, la soledad repentina y desgarradora. Quizás habían perdido a su Princesa, pero para él Alyss era mucho más que eso. ¿Acaso nunca volvería a ver a la alegre y fragante Alyss de Corazones? ¿Nunca volvería a confiarle sus sueños de gloria militar? ¿Qué sentido tenían los sueños ahora? Y luego estaba su padre… Apenas podía asimilarlo todo: no volvería a ver a su padre. Allí donde antes estaban sus dos seres más queridos no había ahora más que un vacío, la nada.
—Lo sentimos —repitieron los generales. Sin embargo, tenían que confortar a lo que quedaba de su ejército; se apartaron de su lado y echaron a andar entre sus soldados, para ofrecer palabras de consuelo a los heridos y elogiar la valentía de todos.
Dodge no recordaba haber cerrado los ojos, no era consciente de haber estado durmiendo hasta que despertó a la mañana siguiente sobresaltado, con una idea dándole vueltas en el cerebro y la firme determinación de llevarla a la práctica. Cuando los generales se le acercaron, él estaba arrancándose la insignia de la flor de lis de su chaqueta de guardia, que acto seguido se puso del revés. A continuación, se frotó con puñados de tierra hasta que prácticamente no se notaba que llevaba un uniforme de la guardia.
—¿Qué pretendes? —preguntó el general Doppel.
—Si es demasiado tarde para ayudar a Alyss, al menos todavía hay algo que puedo hacer por mi padre.
Los generales intercambiaron una mirada de preocupación.
—Voy a recuperar su cuerpo —anunció Dodge—. El jefe de la guardia palatina merece un entierro digno de su rango, y yo me encargaré de que lo tenga.
—No puedes regresar allí —replicó el general Gänger.
—¿Por qué no?
—Pues… —titubeó el general Doppel— no podemos saber si el cuerpo del juez Anders continúa allí, y…
—… y los soldados de Roja están por todas partes —terminó el general Gänger—. Es imposible que te salgas con la tuya.
—Me voy.
—¡Te lo prohibimos!
Dodge Anders siempre había respetado las cadenas de mando, pues la vida militar requería disciplina, pero de pronto saltó.
—¿Quiénes sois vosotros para prohibírmelo? ¿Acaso os corre sangre de los Anders por las venas?
—Yo lo acompañaré, si así estáis más tranquilos, generales.
La torre blanca. Dodge notó que el corazón le latía con fuerza en la garganta. Respiraba agitadamente y de forma entrecortada. El miliciano del Ajedrez se acercó y se colocó a su lado. Dodge se lo agradeció en su fuero interno. No conocía bien a la torre, pero se alegraba igualmente. Le vendría bien un poco de compañía.
Los generales sacudieron la cabeza, impresionados a su pesar por el carácter del muchacho, aunque la misión que se había impuesto era una locura. Con silenciosa sincronía, cada uno extrajo de su uniforme una medalla en forma de corazón de cristal y piedras preciosas idéntica a la del otro, y se la tendió a Dodge.
—Con todo nuestro respeto hacia tu padre —dijo el general Doppel.
—Por favor, entrégale esto —pidió el general Gänger.
Dodge cogió las medallas y se las guardó con todo cuidado en el bolsillo. Notó que le temblaba el labio inferior. Se volvió y se internó a toda prisa en el bosque.
—Cuida de él —le encomendaron los generales al miliciano.
El soldado torre sabía que en la ciudad capital llamaría demasiado la atención, así que, en cuanto dejó el campamento, cogió una manta y se tapó con ella las almenas, lo que le daba la apariencia de un mendigo anónimo. Alerta y en silencio, Dodge y él se encaminaron hacia el palacio de Corazones.
Al llegar a Marvilópolis, la encontraron prácticamente desierta. Grupos pequeños de soldados de Roja pasaban el rato delante de los cafés abandonados, borrachos de vino, molestando a los pocos marvilianos que se atrevían a salir a la calle y se dirigían a su destino a paso rápido con la cabeza gacha, decididos a ocuparse únicamente de sus asuntos.
Dodge y la torre atajaban por callejuelas de la ciudad, evitando a los soldados. Llegaron al palacio sin incidentes y les sorprendió descubrir que estaba desguarnecido, que nadie lo vigilaba.
—¿Dónde está el Corazón de Cristal? —preguntó el miliciano torre.
Dodge se detuvo a escrutar el patio. Qué aspecto tan lúgubre presentaba, abandonado y desprovisto de la luz del poderoso cristal. De pronto, una figura salió corriendo del palacio. Dodge y la torre se disponían a desenvainar la espada, pero no fue necesario. La figura —un hombre— no pareció reparar en ellos; cargado con copas y platos, pasó de largo y se marchó. Otro hombre se escabulló del palacio y cruzó el patio, llevándose consigo una caja de música y varias almohadas.
Dodge miró a la torre. ¿Qué estaba pasando?
En los lóbregos pasillos del palacio, descubrieron a varios saqueadores que andaban de un lado a otro sin hacer ruido, acumulando objetos de recuerdo de la derrocada familia real. Un hombre pasó corriendo por su lado con uno de los juguetes viejos de Alyss en los brazos; una colección de gombrices de luz. Dodge hizo amago de echarle la zancadilla al ladrón, pero la torre le puso una mano en el brazo y negó con la cabeza: Dodge debía concentrarse en lo que había venido a hacer.
Tan sigilosos y ágiles como los ladrones, Dodge y la torre recorrieron las salas de banquetes y los salones. Vieron a muchos soldados de Roja inconscientes en el suelo y sobre las mesas, pero ni rastro de Roja o del Gato. Se aproximaban al comedor Sur, pasando por encima de los cadáveres de naipes soldado y miembros de la guardia.
—Ese olor… —Dodge se tapó la nariz con una mano.
—Será peor dentro —le advirtió la torre.
El comedor estaba vacío, pues se respiraba un aire demasiado pestilente para los saqueadores. El miliciano torre se detuvo al cruzar el umbral y sacudió la cabeza almenada mientras contemplaba el resultado de aquella carnicería. No obstante, en medio de aquella escena dantesca, Dodge sólo veía el cuerpo de su padre. De pie ante el juez Anders, lloró en silencio.
—Hay que darse prisa —le dijo la torre con suavidad.
Dodge se enjugó las lágrimas y asintió con la cabeza, más para sí que para la torre, como queriendo convencerse de que tenía las fuerzas suficientes para seguir adelante con aquello.
Llevaron al juez Anders al jardín y, utilizando respaldos de sillas rotas a manera de palas, comenzaron a cavar. No era tarea fácil. Sudaban a mares; les dolían los músculos. Pero al final consiguieron hacer el agujero lo bastante grande. Una vez que el juez Anders yació en el suelo, Dodge se sacó del bolsillo las medallas que le habían dado los generales y las depositó sobre el pecho de su padre. Con manos vacilantes y temblorosas, empezó a palear tierra sobre la sepultura.
¡No! Era imposible, peor que todas las experiencias que había vivido, ver caer la tierra sobre su padre, el hombre que le había dado la vida. Un alarido le brotó del pecho. Dejó caer su pala improvisada y corrió a ocultarse en un rincón del jardín.
¿Cómo iba a seguir viviendo? ¿Por qué habría de seguir viviendo, cuando sus seres más queridos ya no vivían? Se quedó callado, derrotado. ¿Cómo y por qué iba a seguir viviendo? Éstas eran preguntas que debían ser contestadas. Las únicas preguntas.
Cuando por fin salió de su escondite, el juez ya estaba enterrado. La torre se había encargado de todo, o casi.
—¿Quieres hacer tú esto? —le preguntó el miliciano, tendiéndole una semilla a Dodge: la semilla de la Otra Vida.
Dodge la cogió y la dejó caer sobre la tumba de su padre. Al instante, la semilla germinó en un hermoso y exuberante ramo de flores, cuyo arreglo guardaba semejanza con la figura del juez Anders; un monumento viviente.
—Gracias —murmuró Dodge.
La torre aceptó el agradecimiento en silencio y se percató de que no había lágrimas en las mejillas del muchacho. La expresión de Dodge, tensa y con los ojos entrecerrados, parecía más de rabia que de tristeza.
Permanecieron unos instantes de pie ante la tumba como un homenaje final.
—Era un hombre bueno —aseveró la torre—, valiente y honorable.
Dodge se sorbió la nariz con amargura.
—Sí, y ésta ha sido su recompensa.