13

Ni siquiera el adiestramiento más duro en la Bonetería habría preparado a Somber para la experiencia de verse arrastrado por las aguas del estanque de las Lágrimas. Tras salir de un charco con un salto mortal y caer de pie con la agilidad de… bueno, de un gato, se dejó llevar por su instinto de autoprotección. De su mochila brotó su arsenal habitual de armas. Sus brazaletes de acero se abrieron de golpe y comenzaron a girar como hélices. Somber se llevó la mano a la cabeza para coger su chistera, pero no la encontró, lo cual era una mala noticia. Una muy mala noticia. La chistera era su arma principal, la que se había esforzado más por dominar. Y seguramente iba a necesitarla, a juzgar por las expresiones de sorpresa y de alarma que veía en los rostros que lo rodeaban. Había emergido del portal de salida en París, Francia, en 1859, y se encontraba en medio de una gran avenida conocida como los Campos Elíseos. Varios parisinos derramaron sus cafés ante aquella visión. La súbita aparición de Somber perturbó el tráfico, y los carros viraban bruscamente a derecha e izquierda. Uno de ellos volcó un puesto de fruta, otro aplastó unas cestas de baguettes y hogazas. Los caballos relinchaban y se encabritaban, nerviosos.

¿Quién era aquel hombre ataviado de un modo tan extraño y de cuya mochila sobresalían cuchillos y tirabuzones? ¿Qué eran esas hojas giratorias que llevaba en las muñecas?

Somber no apartaba la vista del charco, pues esperaba que el Gato o los soldados de Roja surgieran de él en cualquier momento.

—¿Alyss?

Pero no la veía por ninguna parte. Eso era peor que haber perdido la chistera. Había estado sumergido en el estanque de las Lágrimas sólo por unos instantes, con una sola misión, una misión sencilla —cuidar de la futura Reina de Marvilia—, y había dejado que la corriente se la llevara. Seguramente el agua la había arrastrado a un portal que se abría a otro sitio.

Unos hombres uniformados con unas gorras pequeñas y rígidas, que parecían confundidos y bastante asustados, se dirigían hacia él. Somber cerró rápidamente las cuchillas de sus muñecas y arrancó a correr, no porque temiese a esos hombres, sino porque temía lo que podía llegar a hacerles. Incluso en este mundo extraño para él, se regiría por el código de la Bonetería, que sólo permitía el uso de técnicas de combate contra personas que fuesen enemigos probados, y aun en esos casos, sólo en la medida justa. Por otro lado, le convenía pasar lo más inadvertido posible y perderse de vista para encontrar a la princesa Alyss.

Con los faldones de su chaqueta de la Bonetería ondeando tras él, cruzó los Campos Elíseos y enfiló una calle residencial. Era más rápido y ágil que los franceses, y le habría resultado fácil dejarlos atrás si hubiera sabido orientarse por París. En un par de ocasiones creyó que había logrado burlarlos, sólo para descubrir que habían atajado por un callejón y ahora se encontraban delante de él.

Debía librarse de ellos definitivamente. Aminoró el paso y dejó que se acercaran. Cuando se encontraban a unos diez pasos de él, abrió con un chasquido las cuchillas de sus muñecas, hizo amago de atacarlos y ellos se dispersaron a toda velocidad para refugiarse en cafés, brasseries, patisseries, boulangeries, allí donde podían. Somber cerró sus brazaletes y continuó corriendo. Esta vez, nadie lo siguió.

Se escondió debajo de un puente, a la orilla del Sena y aguardó a que anocheciera, pues sabía que entonces le costaría menos moverse por la ciudad sin llamar demasiado la atención. Tenía la intención de peinar las calles, de echar un vistazo a cada pasadizo y cada callejuela en busca de la Princesa antes de trasladarse a otro pueblo u otra ciudad. Conseguiría mapas, rastrearía el mundo entero en caso necesario, se familiarizaría con las vías interurbanas, cruzaría las fronteras como un fantasma. La promesa que le había hecho a Genevieve, la Reina que había dejado atrás, así lo exigía.

Protegido por el manto de la oscuridad, Somber comenzó su recorrido de las calles en un extremo de la ciudad y avanzó poco a poco hacia el extremo opuesto. Ahora que se le presentaba la oportunidad de fijarse en ello, Somber advirtió que a algunas personas las rodeaba una especie de aura. Supuso que estaban dotadas de la luminiscencia de la imaginación, de modo que siguió a un hombre que despedía este brillo por la rué de Rivoli hasta una tienda modesta que tenía un letrero de madera en forma de sombrero de copa encima de la puerta. Quizá fuera la jefatura de los hombres y mujeres de la Bonetería local. Tal vez encontraría ayuda y compañerismo allí. Siguió al hombre al interior del local. Dentro había sombreros de todas clases: bombines, sombreros hongos, boinas escocesas, feces, gorras; todo un despliegue de tocados que impresionó incluso a Somber. Cogió una de las chisteras y le aplicó un movimiento de muñeca, pero el sombrero conservó su forma inocua.

Un caballero diminuto con un bigote ralo se le acercó.

—Bonjour, monsieur. Est-ce que je peux vous aider?

—Vengo de Marvilia —explicó Somber—. Soy el capitán de la Bonetería de allí. —Hizo una pausa, esperando que el dependiente captara la significación, la importancia de sus palabras.

Cela est un bon chapeau —dijo el hombrecillo, señalando la chistera. Somber dejó el artículo donde estaba.

—Busco a la princesa Alyss de Corazones, de Marvilia. Ha emergido en alguna parte de este mundo, al igual que yo, a través de un portal, y…

Sin embargo, la mirada del dependiente no mostró la menor señal de reconocimiento al oír el nombre de Alyss, ni de entender lo que Somber le decía. Cuando el hombre empezó a ponderarle las cualidades de una gorra en particular, Somber se marchó de la tienda. Ya probaría suerte en otras, pensó. Confiaba en los vendedores de sombreros más que en nadie.

Unas puertas más allá, tres hombres salían de un café, algo achispados. Se detuvieron en seco, con expresión de soñolienta sorpresa, al fijarse en Somber y en su extraño atuendo.

Je n’aime pas les étrangers —dijo uno de ellos.

A Somber no le hacía falta entender francés para captar la hostilidad en su voz. El hombre amagó un puñetazo a Somber, y sus acompañantes se rieron. Somber no parpadeó.

—No quiero pelear contigo —dijo.

—Non?

—No.

El hombre le propinó un empujón. Somber permaneció firme donde estaba, conteniéndose de manera ejemplar.

Qu’est-ce qu’il y a dans le sac? —inquirió el hombre, señalando la mochila de Somber—. Donnez-moi le sac. —Dio un paso hacia él, extendiendo el brazo hacia la mochila.

Sólo un enemigo intentaría apoderarse de las armas de Somber. El bonetero activó las cuchillas de sus muñecas y ejecutó un salto mortal hacia atrás para disponer de más espacio. Llevó las manos a su mochila y lanzó un puñado de dagas. Se oyeron tres golpes sordos y uno de los hombres quedó clavado a una carreta de madera por las mangas de la camisa. Somber esperaba que esta demostración de destreza marcial les diera a entender que podía matarlos a los tres si así lo deseaba.

Varios hombres más salieron de los cafés cercanos, alertados por el ruido. Rodearon a Somber; eran quince. Uno de ellos le apuntó a la cabeza con una pistola.

Somber identificó vagamente aquel objeto como algo que había inventado un marviliano cuando él era niño. Para refrescarse la memoria respecto a su utilidad, clavó la mirada en el hombre y dijo:

—¡Bu!

Presa del pánico, el hombre abrió fuego.

Una bala redonda de acero salió disparada hacia Somber, quien, veloz como la lengua de un galimatazo, se agachó para esquivarla. Acto seguido, pulsó un botón en su hebilla, y una serie de hojas curvas de sable se desplegaron a lo largo de su cinturón. Sin embargo, antes de que éstas se pusieran en movimiento, el grupo se dispersó. Cada hombre corría para alejarse lo máximo posible de Somber, lo que no impidió que más tarde asegurasen que habían visto a aquella figura amenazadora masacrar a más de veinte civiles con su sofisticado armamento, y que ellos se habían salvado de milagro.

Los sables del cinturón de Somber se retrajeron. Cerró las cuchillas de sus muñecas con un chasquido y se permitió una breve sonrisa, aliviado por no haber tenido que matar a nadie. No reparó en la alfombra grande y primorosamente decorada que se le venía encima, sujeta por seis de los más valientes comerciantes de tapices de la ciudad. La alfombra lo derribó, y los hombres lo enrollaron en ella apretadamente. Las armas de su mochila traspasaron el grueso rollo, pero Somber tenía los brazos inmovilizados contra los costados; no llegaba con las manos a su hebilla ni podía sacudir las muñecas para activar sus brazaletes mortíferos.

Los tapiceros se echaron al hombro la alfombra en la que estaba aprisionado Somber y lo llevaron al Palais de Justice. A pesar de todo, mientras él respiraba a través de las fibras de la alfombra, lo que le preocupaba no era su seguridad, sino la de Alyss de Corazones, una princesa perdida en un mundo hostil.