12

—¡Apunta los pies hacia abajo! —gritó Somber, manteniéndose lo más vertical posible. Sabía que si Alyss y él no minimizaban al máximo el impacto al caer al agua, el golpe sería tan violento como chocar contra una superficie de diamante, y los dos se matarían.

Alyss apenas tuvo tiempo de hacer lo que le indicaban antes de zambullirse hasta las profundidades del estanque. Se soltó sin querer del capitán de la Bonetería. Él extendió la mano hacia Alyss, pero ella, presa del pánico, comenzó a agitar brazos y piernas, hundiéndose cada vez más hasta quedar fuera de su alcance. Cuando abrió los ojos, no vio más que espuma y una masa de burbujas, de modo que los cerró de nuevo, negándose a afrontar lo desconocido. Justo cuando le parecía que no podía aguantar la respiración un segundo más y que perecería ahogada, se detuvo y comenzó a moverse en sentido contrario, arriba, hacia la superficie, con la misma fuerza y velocidad con que había descendido.

Salió disparada del agua, un charco sucio en medio de una calle por la que discurría un desfile. Desde las aceras, una multitud de personas de rostro anónimo y extraño, vestidas en varios tonos de colores apagados, la aplaudían.

«Toda esta gente que salta, da volteretas y hace malabarismos… ¿Y ésos son soldados?». La habían tomado por una integrante de la troupe de gitanos que ejecutaba piruetas y trucos de magia junto al regimiento que desfilaba por la calle.

—¡Bravo, bravo! —aclamaba el público.

Cinco bombines, un bastón con punta de marfil, un par de gafas con montura de concha, un periódico enrollado, una patata y dos platos de pastel de ternera y riñones se elevaron y comenzaron a describir círculos en el aire. El periódico enrollado golpeó a un niño que iba sentado sobre los hombros de su padre, y una mujer recibió un pastelazo en la cara. Alyss, aturdida, ni siquiera era consciente de que los objetos habían echado a volar impulsados por su imaginación. No le quitaba ojo al charco sucio, con la esperanza de que Somber apareciese. Entonces una carroza dorada descubierta, tirada por ocho caballos ricamente enjaezados, pasó sobre el charco, salpicando. Alyss atisbo en su interior a una mujer —¡una reina, sin duda una reina!— que saludaba a la muchedumbre.

—¿Mamá?

Era posible. Quizá Genevieve había llegado a ese mundo antes que ella. Si existía alguien capaz de ello… Por otra parte, tal vez a quien era reina en un mundo la reconocían como tal en otros, ¿no? Alyss se olvidó del charco sucio y arrancó a correr tras la carroza, y al instante los bombines, las gafas, el bastón, la patata y el pastel de riñones cayeron al suelo.

—Mamá. ¡Mamá, espera!

Se abrió camino en zigzag por entre los soldados que marchaban, en dirección al carruaje de la Reina. Los militares topaban con ella y la apartaban a codazos.

—Piérdete, mocosa.

—Largo de aquí, zarrapastrosa.

Ella apenas se fijaba; estaba alcanzando la carroza. Su madre la vería, ordenaría que la subieran al vehículo dorado y la depositaran en el mullido asiento de cuero, y le explicaría los horribles sucesos de la última media hora. Todo había sido únicamente una prueba, le diría Genevieve, la primera prueba que Alyss debía pasar como futura Reina.

Se hallaba a treinta metros del carruaje cuando éste llegó al final del recorrido del desfile y viró bruscamente para enfilar una calle lateral. Mientras se alejaba a toda prisa, una hilera de soldados cortó el acceso a la calle para evitar que la gente siguiese la carroza. Con toda la dignidad que fue capaz de reunir y envalentonada por su fe inquebrantable en su propia autoridad (al fin y al cabo, era una princesa), Alyss se acercó a los soldados que montaban guardia.

—¿Adónde va esa carroza?

No obtuvo respuesta. A lo mejor no la habían oído. Se disponía a repetir la pregunta cuando uno de los guardias se dignó bajar la vista hacia ella. A juzgar por su expresión (parecía que alguien le hubiera acercado un rábano apestoso a la nariz), el aspecto desastrado de Alyss no le había causado una impresión muy buena. Ella echó un vistazo a su vestido, desgarrado por el Gato y empapado por el estanque de las Lágrimas; no presentaba un porte precisamente regio.

—Al palacio de Buckingham, ¿o qué te pensabas? —espetó él.

Sin embargo, Alyss no estaba pensando, pues los acontecimientos se sucedían con demasiada rapidez para que ella pudiera asimilarlos. Para ella, el palacio de Buckingham no era ni más ni menos que el lugar adonde se había ido su madre.

—¿Y dónde está ese palacio? —preguntó.

—¿No sabes dónde está el palacio de Buckingham?

—Si no me lo dices, puedo hacerte la vida imposible.

La amenaza le hizo gracia al soldado.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué he de decirte dónde está el palacio? Lo más seguro es que quieras hacerle algo malo a la Reina.

—Soy la princesa Alyss de Corazones. La Reina es mi madre y…

—¿Tu ma…? Vaya, vaya. —El soldado se volvió hacia el individuo que tenía al lado y que había seguido toda la conversación—. Eh, George. Esta chica dice que su madre es la Reina.

—¡No me digas! —exclamó George, y se dirigió a otro soldado que se encontraba junto a él—. ¿Lo has oído, Timothy? La madre de esta niñita es la Reina. Supongo que es nuestro deber protegerla con la vida.

—Loor a Su Alteza Real —dijo Timothy, con una reverencia. Los otros soldados prorrumpieron en carcajadas.

Alyss sabía que no hay nada más peligroso que la imaginación puesta al servicio de la ira, pero aquellos soldados le habían demostrado muy poco respeto. Quizá se debió a las propiedades deformadoras de su rabia, o a la mugre de aquella ciudad extraña, pero cuando imaginó que los labios de los soldados quedaban cosidos, lo que ocurrió en cambio fue que se les deshicieron las costuras de las chaquetas y los pantalones.

Los guardias, que creyeron que los uniformes se les habían descosido a causa de la risa, se rieron con más ganas.

La furia de Alyss se disipó, y ella se quedó triste y confundida. ¿Cabía la posibilidad de que no fuera su madre quién iba en la carroza? ¿No había visto a su madre estallar en mil pedazos y dejar paso a la más absoluta negrura? Además, ¿por qué le había fallado la imaginación?

Sin darse cuenta, se había alejado de los soldados.

—¿Somber? —llamó.

Pero sólo la rodeaban desconocidos; unos conversaban en pequeños grupos, otros caminaban a toda prisa para llegar quién sabe adonde. La calle estaba cubierta de mugre y hollín, y el aire apestaba a excrementos de caballo.

—¡Somber!

Tenía que encontrar el charco por el que había salido a ese mundo. De ese modo se reencontraría con Somber, tal vez incluso regresaría a Marvilia. Volvió sobre sus pasos, pero la calzada estaba salpicada de charcos. ¿Y si había ido demasiado lejos y lo había pasado de largo? Nada de aquello le resultaba familiar. ¿Y si había recorrido una distancia mayor de la que pensaba al perseguir el carruaje? ¿Y si no daba jamás con el charco? ¿Qué sucedería cuando el sol asomara por entre las nubes?

Si se paraba a pensar en la situación que estaba atravesando… No, más valía que no. Su padre había sido asesinado. Su madre, con toda probabilidad, había muerto. Al juez Anders lo habían degollado. Y Dodge, su mejor amigo… «Pero no pienses en ello. Ni se te ocurra». Se había quedado atrapada en ese lugar extraño. Sola. «No pienses…».

Debía armarse de valor. Era una princesa, la futura Reina de Marvilia. No sería muy decoroso que se pusiese a llorar como un bebé.

Tomó impulso, corrió hacia el charco más cercano, pegó un salto y cayó justo en medio, mojándose y salpicando a una pareja de mediana edad que pasaba por ahí.

—¡Qué bruta, cielo santo! —protestó la señora.

El hombre hizo ademán de perseguir a Alyss, pero ésta ya había salido pitando del charco y se dirigía hacia otro. Se plantó en él de un brinco y salpicó de lleno a un joven atildado recién salido del taller de su sastre.

—¡Puaj! ¡Este fular por sí solo vale más que tú, bestezuela inmunda!

Alyss se lanzaba de charco en charco. Cerraba los ojos con fuerza al elevarse en el aire y concentraba toda su energía en imaginar que se encontraba de vuelta en Marvilia; al bajar abría los ojos, el agua saltaba en todas direcciones, y ella descubría que continuaba en aquel mundo desconocido. Las responsabilidades que traía consigo ser Princesa… Tal vez nunca la habían seducido del todo, pero sin duda eran preferibles a esto.

«Nunca encontraré la manera de volver a casa. ¡Nunca, nunca JAMÁS!». Desesperanzada, comenzó a dar saltos sobre el mismo charco, gritando «¡no, no, no!» hasta que resultó imposible distinguir sus lágrimas de las salpicaduras del agua de la calle.

—¿Te estás bañando o qué? —inquirió un niño que la observaba desde una distancia prudencial para no mojarse.

Ella dejó de saltar y se sorbió los mocos. El chico llevaba pantalones grises con parches en las rodillas y los muslos, una levita que le venía demasiado grande y cuyo faldón le llegaba prácticamente a los talones, y unas botas de piel agrietada, sin cordones.

—Soy la princesa Alyss de Corazones, de Marvilia —dijo con aire desafiante.

—Sí, y yo soy el príncipe Quigly Gaffer, de Chelsea. Vaya un vestido más raro que llevas.

Ella bajó la vista hacia su vestido de cumpleaños empapado y sucio, recargado de volantes, ceñido en la cintura, con un vuelo circular engorrosamente amplio de las rodillas para abajo, y un cuello alto, blando y fruncido. Estaba decorado con aplicaciones en forma de corazón, de unos colores que sólo se encontraban en Marvilia. Incluso allí el vestido resultaba de lo más llamativo, pues procedía del guardarropa de la Princesa, quien sólo lo lucía un día al año, después de que los sastres reales lo ajustasen a las medidas de su cuerpo en crecimiento.

—Es todo lo que tengo —repuso, y al oír sus propias palabras se deshizo en llanto de nuevo.

Quigly la contempló por un momento. Incluso con las manchas de tierra y suciedad y las lágrimas que derramaban sus ojos, había algo en la chica que lo intrigaba. Parecía más brillante que todo lo que la rodeaba. Era como si la iluminase desde dentro una lámpara cuya luz dejaba traslucir de forma muy tenue los poros de su piel.

—Más vale que vengas conmigo si quieres ponerte ropa seca, Majestad —dijo Quigly, y echó a andar.

Alyss estaba indecisa. A media manzana de distancia, Quigly se volvió hacia ella.

—¡Venga! —gritó, animándola por señas a que lo siguiera.

Ella echó una última ojeada en torno a sí, buscando a Somber, y abandonó el charco en que estaba. No podía permitirse el lujo de quedarse sin un amigo.