La onda expansiva derribó a Alyss de su silla. Cuando yacía en el suelo, tosiendo a causa de la polvareda que se levantó de los escombros, vio que un atajo de naipes soldado de Roja y varios exmarvilianos sanguinarios atacaban a un grupo de cortesanos y civiles inocentes.
—¡No!
De pronto, una mano le tapó la boca. Era de Dodge, que la arrastró debajo de la mesa consigo.
—No hagas ruido o irán a por ti también. Quédate aquí y no te muevas.
Alyss no tenía intención de moverse, y menos aún de salir de debajo de la mesa. Estaban sucediendo muchas cosas, ninguna de ellas buena. Sin embargo, Dodge estaba a su lado. Podía contar con él. «Mientras Dodge y yo estemos juntos…».
Instantes después de la explosión, el general Doppelgänger corrió hacia una cortina gruesa y tiró de la palanca oculta detrás y acoplada a un eje que sobresalía del suelo. Al momento, las baldosas negras que lo cubrían giraron y dejaron al descubierto un ejército de milicianos del Ajedrez blancos: caballeros, alfiles, torres, peones. Los milicianos entablaron combate con los naipes soldado. Los aceros entrechocaron, y varios cuerpos cayeron sin vida. El general Doppelgänger se dividió en las figuras gemelas de los generales Doppel y Gänger, que a su vez se partieron en dos, de manera que ahora había un par de generales Doppel y un par de generales Gänger luchando contra los soldados de Roja. En realidad, Alyss no había caído en la cuenta de que la mujer de aspecto ponzoñoso que había gritado «que les corten la cabeza» era su tía Roja. Aún no había atado cabos porque… ¿Dónde estaba su madre? Allí, haciendo retroceder a los soldados de Roja, de dos en dos, incluso de tres en tres. Hasta ese momento, Alyss no sabía que su madre supiese combatir. Se estremecía cada vez que Genevieve estaba a punto de recibir un golpe, y se fijaba en las armas que imaginaba para protegerse —espadas, sables, mazas— cada vez que le arrancaban una de las manos. En todo momento manejaba cuatro armas a la vez, dos de ellas con la imaginación, a fin de rechazar a los enemigos que atacaban por detrás.
Pero ¿por qué no se imaginaba simplemente que los naipes soldado morían? Alyss intentó hacerlo ella misma: cerró los ojos y visualizó a los soldados amontonados sin vida en el centro de la sala. Sin embargo, era imposible matar a alguien con voluntad de vivir valiéndose únicamente del poder de la imaginación. Cuando Alyss abrió los párpados, el caos aún reinaba en la estancia, y varios peones y torres y algún que otro caballero blanco sucumbían a manos del enemigo. Los alaridos de dolor y desesperación le herían los oídos.
Un cuerpo cayó violentamente sobre el tablero de la mesa. Dodge rodeó a Alyss con el brazo, como si eso bastara para protegerla del peligro.
—No te muevas, quieta —le susurró.
Ella se acurrucó contra él. No quería seguir contemplando la batalla, sólo hundir el rostro en el hombro de Dodge para que, cuando mirase de nuevo, aquella espantosa escena hubiese desaparecido y todo hubiese vuelto a ser como antes.
Somber Logan se quitó la chistera. La sujetó por el ala e hizo un movimiento de muñeca brusco y rápido; el sombrero se aplanó y se dividió en una serie de hojas cortantes en forma de S y unidas por su parte central. Lanzó el arma, que atravesó la sala girando y tajando enemigos antes de clavarse en la pared del fondo.
Un naipe soldado Cuatro extrajo el arma de la pared. Sin embargo, arrojar la chistera de Somber requería una técnica difícil de dominar, por lo que cada vez que el soldado intentaba ejecutar el movimiento rápido de muñeca que le había observado hacer a Somber, el arma caía al suelo con gran estrépito.
Somber se abrió paso hacia la chistera, luchando, dando vueltas en el aire, con la chaqueta de la Bonetería flameando como una capa. Sus brazaletes de acero se abrieron de golpe y se convirtieron en armas en forma de hélice que giraban por la parte exterior de sus muñecas. De su mochila brotaron cuchillas y tirabuzones de diversas longitudes y grosores, como si de una navaja suiza gigantesca se tratara.
A medida que Somber se acercaba, el naipe Cuatro se ponía más y más nervioso. La chistera cayó al suelo una última vez. Somber recogió el arma y la examinó para asegurarse de que no estuviera dañada.
—Hay que aprender a usarla —aseguró—. Mira, te enseñaré cómo se hace. —Éstas fueron las últimas palabras que oyó el soldado en su vida.
Roja se paseaba en medio de la confusión de la batalla sin sufrir el menor daño. Cada vez que un peón blanco cometía el error de atacarla, ella le daba un golpecito con el dedo que lo hacía salir despedido contra una pared o la punta de alguna lanza. No era poco el orgullo que sentía al ver lo bien que se desenvolvía el Gato en combate: asestaba zarpazos mortales a los milicianos, y producía tantas bajas entre ellos como Somber entre los naipes soldado. También le complacía la rapidez con que los cabezas de familia se habían doblegado ante ella. No bien había ordenado que despojasen a todos de sus respectivas cabezas, el Señor de Diamantes dio con gran valentía un paso al frente, se inclinó hacia delante y dijo: «Majestad, lamentamos habernos visto privados de vuestra presencia durante tanto tiempo, y celebramos jubilosos vuestro regreso». De inmediato, los de Picas y Tréboles le dedicaron a su vez profundas reverencias y expresiones de afecto a Roja. Así pues, ella les perdonó la vida. Por el momento. Además, había algo en el joven de Diamantes que la intrigaba. Allí, bajo el brazo protector de su padre, con su aspecto atildado, parecía más interesado que temeroso, como intentando aprender lo máximo posible de la violencia que presenciaba. ¿Quién sabe? Tal vez le sería útil en el futuro.
El juez Anders lanzaba cuchilladas a diestro y siniestro contra los soldados invasores. Consiguió salvar a varios milicianos que se habían visto rodeados por una cuadrilla de naipes Dos y, en cuanto vio que tenía el camino despejado hacia el Gato, arrancó a correr en dirección a la criatura, con la espada en alto para descargar un golpe mortal.
Dodge se percató de lo que estaba a punto de ocurrir.
—Fíjate en eso —le dijo a Alyss, orgulloso de la destreza y el arrojo de su padre.
Sin embargo, el Gato se desembarazó del jefe de la guardia palatina fácilmente. Con el dorso de la mano, derribó al juez Anders, cuya espada se deslizó por el suelo hasta quedar fuera de su alcance. El Gato levantó al hombre y le abrió la garganta con una garra.
—¡Nooo! —Antes de que Alyss pudiese detenerlo, Dodge salió disparado de debajo de la mesa, recogió la espada de su padre y arremetió contra el Gato—. ¡Yaaah!
El asesino, con una sonrisa burlona, lo tumbó de un golpe leve. Seis milicianos del ajedrez cargaron contra él para evitar que rematase al muchacho.
Sangrando por los cuatro cortes paralelos que le había hecho el Gato en la mejilla con la zarpa, Dodge se encorvó sobre su padre muerto, sollozando.
Alyss, sola bajo la mesa, rompió a llorar también. Las lágrimas le bañaban el rostro desde la irrupción de Roja y sus esbirros, pero tenía la impresión de que eran de otra persona, de que no formaban parte de ella, como si su cuerpo hubiese reaccionado ante el horror de aquella escena cuando su cerebro aún no lo había asimilado. Entonces dio rienda suelta a su congoja, estremeciéndose con la fuerza de sus sollozos. «El juez Anders ha muerto. Dodge me ha abandonado. ¿Por qué se marchó padre, para empezar? ¿Y dónde está mamá? ¿Dónde…?».
Un rostro apareció ante ella; tenía los ojos negros y hundidos, la piel ajada, de aspecto enfermo, y el cabello apelmazado.
—Hola, sobrina.
Alyss notó que algo la arrastraba para sacarla de debajo de la mesa y la sostenía en vilo. Era la cabellera negra y larga de Roja.
—¿Así que se suponía que tú ibas a ser reina? —resopló la mujer, no precisamente impresionada.
—¿Tía Roja?
—Nada más y nada menos.
—Suéltala, Roja. —Era la voz de Genevieve.
—¿Pretendes decirme lo que debo hacer? —inquirió Roja, con una expresión de absoluto desdén—. Echa un vistazo alrededor. La época en que podías dar órdenes ha llegado a su fin.
—Por favor, suéltala.
Roja perdió la paciencia.
—Sabes que no lo haré. Eres la causante de tu propia desgracia, «reina» Genevieve. No puedo permitirme el lujo de dejar con vida a uno solo de los Corazones, excepto a mí misma, claro está.
—Tómame prisionera a mí en su lugar.
—Hermana estúpida. A ti ya te tengo. Por cierto, por si aún esperabas a tu Rey consorte, lamento comunicarte que no volverá a casa. Jamás.
Del cetro de Roja salió una nube de humo rojo, y en medio de ésta comenzó a parpadear una serie de imágenes: la emboscada tendida al rey Nolan y sus hombres en las cercanías del palacio de Corazones, el Rey, traspasado por el cetro puntiagudo y nudoso de Roja.
—¡Padre! —chilló Alyss.
—Mi dulce Rey —gimió Genevieve, y acto seguido dieciocho conos, cada uno de ellos con una punta de metal afilada como una daga, salieron zumbando hacia Roja. Ésta alzó la mano con displicencia: los conos se detuvieron en el aire y, al momento, cayeron al suelo, amontonados. La pesada araña de luces que pendía encima de la cabeza de Roja se soltó y se precipitó sobre ella. Roja hizo un gesto como para espantar un mosquito frente a su cara, y la araña de luces se desintegró, reducida a polvo.
—¿Eso es lo mejor que sabes hacer, hermana? —rió Roja.
Varias lanzas con hoja de doble filo volaron girando en dirección a ella. Las desvió hacia los lados, una tras otra, aburrida de su propia fuerza, cansada de este hostigamiento por parte de Genevieve.
—Ya está bien de jueguecitos —siseó. Acto seguido, se apretó la base del pulgar con la punta del índice y Alyss empezó a ahogarse; sentía que la garganta se le había hinchado hasta cerrarse. Si su madre había fracasado, ella tendría que dar con una solución por sí misma, imaginar algo que la sacara del aprieto. Sin embargo, no lograba concentrarse. Un queso redondo rodó hasta topar con el pie de Roja. Un par de zapatillas danzaba en el aire.
Roja soltó una risotada.
—¿Y con esa imaginación ibas a heredar el trono?
Alyss creyó que iba a estallar debido a la falta de aire. Buscó a tientas el diente de galimatazo que llevaba al cuello e hincó la aguzada punta en el antebrazo de Roja con todas sus fuerzas. El diente se quedó clavado.
—¡Ah!
Roja soltó a Alyss, que cayó al suelo. Antes de que alcanzara a aspirar una bocanada de aire, recorría un pasillo a toda prisa junto a su madre, casi sin tocar el suelo con los pies. Irrumpieron en los aposentos privados de la Reina, corrieron entre los sofás y los sillones, dejaron atrás el guardarropa en el que colgaban los ropajes reales y entraron en el tocador, donde…
El Gato les salió al paso y arremetió contra ellas. Ambas creyeron que había llegado su fin, pero algo pasó zumbando junto a la cabeza de la Princesa y se hundió en el pecho del Gato. El sicario se desplomó a sus pies. Somber se agachó sobre la bestia y extrajo su chistera de la herida mortal.
—Llévate a Alyss —ordenó la reina Genevieve, señalando el espejo—, lo más lejos posible.
—Pero, Majestad…
—Me reuniré con vosotros en cuanto pueda, si es que puedo. Debes mantener a la Princesa a salvo hasta que tenga edad para gobernar. Ella es la única esperanza de que Marvilia sobreviva. Prométemelo.
Somber inclinó la cabeza. Su deber primordial era proteger a la Reina. Mientras Genevieve viviese, él debía permanecer a su lado y combatir contra el enemigo. Aun así, comprendía que el futuro de Marvilia dependía de la supervivencia de Alyss. El reino era más importante que la vida de una Reina. Alzó la vista y la posó en Genevieve.
—Lo prometo —dijo.
Genevieve se arrodilló delante de su hija.
—Pase lo que pase, siempre estaré cerca de ti, cariño. Al otro lado del espejo. Nunca olvides quién eres, ¿entendido?
—Quiero quedarme contigo.
—Lo sé, Alyss. Te quiero.
—¡No! ¡Me quedo! —Alyss se abrazó a su madre.
Una pared se vino abajo, y allí estaba Roja, a la cabeza de una sección de naipes soldado.
—Oh, qué tierno. ¿Por qué no nos abrazamos todos juntos? —dijo, acercándose a ellos con un aire en absoluto cariñoso.
Somber cogió a Alyss en brazos y saltó al interior del espejo. Genevieve hizo añicos el cristal con su cetro y se volvió hacia Roja. Para su sorpresa, vio con el rabillo del ojo que el Gato, que yacía en el suelo con un agujero considerable en el pecho, abría los párpados. Su herida se cerró, y él se abalanzó sobre ella. Todo sucedió muy deprisa: Genevieve materializó un rayo blanco de energía con la imaginación y fulminó con él al Gato, que cayó muerto por segunda vez. Los naipes soldado dieron unos pasos al frente para atacar a la Reina, pero Roja les indicó que se detuvieran. Arrancó el rayo dentado del pecho del Gato y comenzó a hacerlo girar en la mano como un bastón, hasta que se puso al rojo vivo.
—Bueno, hermana, no sé qué decir. Mentiría si no reconociera que me hace una ilusión tremenda despedirme de ti.
Estampó el rayo violentamente contra el suelo. En la zona del impacto brotaron docenas de rosas negras, cuyos tallos espinosos comenzaron a enrollarse rápidamente en torno a Genevieve, pinchándole la piel e inmovilizándola. Los pétalos se abrían y cerraban; bocas de dientes afilados, ávidas de carne real.
—Que te corten la cabeza —ordenó Roja, levantando el rayo de energía del suelo.
—¡No! —Genevieve forcejeaba por liberarse de los tallos de las rosas. Su pueblo quedaría a merced de Roja. Y Alyss… era sólo una niña.
Roja lanzó el rayo con fuerza. La cabeza de Genevieve cayó por un lado, el cuerpo por otro, y la corona rodó por el suelo como una moneda. Roja la recogió y se la ciñó sobre la frente.
—La Reina ha muerto. ¡Viva la Reina! O sea, yo.
La unidad de naipes soldado prorrumpió en vítores.
Roja le propinó un puntapié al Gato, que estaba tumbado con la lengua colgando, la viva imagen de la muerte.
—¡Arriba! Todavía te quedan siete vidas. Los ojos del Gato se abrieron de golpe.
—Encuentra a Alyss y mátala. —Hizo un pase con la mano, y el espejo volvió a estar entero. El Gato saltó a través de él, en pos del último miembro de la familia de Corazones que quedaba con vida, aparte de Roja.