«¡Ha picado, ha picado, ha picado!». Sin dejar de reír, Alyss dejó a Jacob Noncelo mirando con el ceño fruncido las gombrices medio masticadas que tenía en la mano y corrió hasta el salón Issa del palacio, donde (¡por fin!) encontró a Dodge Anders, que la esperaba en posición de firmes. A juzgar por su aspecto, la habría esperado toda la vida, en caso necesario.
—No sabía dónde te habías metido —resopló ella—. He llegado a creer que me estabas rehuyendo.
—Tenía que conseguiros un regalo, ¿no? ¿Por qué corríais?
—Por nada.
—Ajá. —Dodge supuso que ella había estado haciendo de las suyas. Alyss siempre estaba haciendo de las suyas, así que él prefirió no insistir en el tema. Le entregó una cajita atada con una cinta roja y le dedicó una reverencia—. Feliz cumpleaños, Princesa.
—No hagas eso.
A Alyss le molestaba que su mejor amigo se inclinase ante ella, y él lo sabía.
¿Acaso no se lo había dicho un montón de veces, recalcándole que no le importaba que él fuese un plebeyo y que detestaba esas muestras de sumisión? Dodge era tres años y cuatro meses mayor que ella. ¿Le gustaba hacerle reverencias a una niña más pequeña? Y, a todo esto, ¿qué tenía de terrible o de degradante ser plebeyo? Le daba a Dodge la libertad para salir del terreno del palacio, cosa que a Alyss no le hubiera importado hacer. Pese a su espíritu rebelde e independiente, nunca había puesto un pie fuera de los lujosos dominios del palacio de Corazones.
Abrió el regalo y se encontró con un diente afilado, reluciente y triangular sobre un soporte acolchado.
—Un diente de galimatazo —señaló Dodge.
—No lo habrás matado tú, espero.
Los galimatazos eran unos seres enormes y feroces que vivían en las llanuras Volcánicas, una tierra de volcanes activos, ríos de lava y géiseres de gases tóxicos, demasiado peligrosa para que un marviliano se adentrase en ella. Sin embargo, nunca sabía qué esperar de Dodge. Desde el día en que, con tres años de edad, se envolvió torpemente en la chaqueta de guardia real que pertenecía a su padre, su camino estaba marcado. Dodge no aspiraba a otra cosa que a ser como su padre, el juez Anders, que había destacado por su valor en la guerra civil y que había sido designado para su cargo actual por la Reina en persona. Ahora que se encontraba frente a Alyss, lucía su propio uniforme de guardia, con todo y su insignia de flor de lis.
—No, yo no maté al galimatazo —respondió—. Compré el diente en una tienda.
—Lo conservaré toda la vida —aseguró Alyss.
Ensartó el diente en la cadena que llevaba al cuello. Se había criado con Dodge, no recordaba una época de su vida en que no hubieran sido compañeros de aventuras. Tenía junto a la cama un cristal holográfico en el que aparecía él, a los cuatro años, dándole un beso en la mejilla a ella, que estaba sentada en su cochecito real. Al fondo se entreveía a unos ceñudos funcionarios de la corte. Alyss nunca había entendido qué era lo que les parecía mal, pero apreciaba mucho aquel cristal de todos modos.
Dodge se ruborizaba cada vez que ella se lo mostraba, y por eso se lo mostraba a menudo. Él sabía por qué los funcionarios estaban ceñudos: era importante respetar las diferencias de clase, que cada uno supiese cuál era su lugar. Aunque quizás a Alyss esas cosas la traían sin cuidado, el juez Anders le había expuesto la situación a su hijo, quien comprendió que para medrar como guardia real debía mantener una conducta aceptable para la sociedad, y no permitir que sus sentimientos por alguien —especialmente por Alyss— lo llevasen a descuidar sus obligaciones.
—Jamás podrás casarte con la Princesa, Dodge —le había explicado el juez, comprensivo, incluso un poco orgulloso de que la Princesa se hubiese encariñado con su hijo—. Un día ella será tu Reina. Puedes demostrarle tu afecto sirviéndola lo mejor que puedas, pero ella debe casarse con un miembro de las familias de naipes, y el Valet de Diamantes es el único muchacho de edad próxima a la suya que posee el rango apropiado. Lo siento, Dodge, pero lo tuyo con la Princesa… es una carta que no puedes jugar.
—Lo comprendo, padre —le había contestado Dodge, aunque esto sólo era cierto en parte; su cabeza comprendía, su corazón no.
—¿No tienes que hacer ejercicios militares? —preguntó Alyss.
—Nunca está de más ejercitarse, Princesa.
—No me llames así. Sabes que no me gusta.
—No puedo olvidar lo que sois, Princesa.
Alyss chasqueó la lengua. A veces la solemnidad de Dodge la exasperaba.
—Hay un ejercicio militar que quiero que hagas. Vamos a fingir que lo pasamos bien en una fiesta. Imagínate que hay música, montones de comida deliciosa, y que tú y yo nos ponemos a bailar. —Le tendió la mano.
Dodge vaciló.
—Ahora.
Rodeó la cintura de Alyss con el brazo y comenzó a dar vueltas con ella lentamente. Nunca había tocado a la Princesa, al menos de ese modo. Ella despedía un olor dulce a tierra y pólvora. Era un aroma puro, delicado. ¿Olerían así todas las chicas, o sólo las princesas? Un girasol que crecía en una maceta en el rincón de la sala entonó una melodía para acompañarlos.
—Esto no es un ejercicio militar —protestó él, haciendo un tímido intento de liberarse.
—Te ordeno que no te vayas a ningún sitio. Mientras bailamos, Roja y sus soldados entran de golpe en la habitación. Es un ataque sorpresa. La gente chilla y corre por todas partes. Pero tú conservas la calma y prometes protegerme.
—Sabes que te protegería, Alyss. —Lo invadió una sensación de calidez y se sintió algo mareado. Tenía a la Princesa sujeta muy cerca de sí. Notaba su respiración en la mejilla. Era el chico más afortunado del reino.
—Y luego luchas contra Roja y sus soldados.
Él no quería soltarla, pero lo hizo, para blandir su espada. Lanzaba mandobles a izquierda y derecha contra sus enemigos imaginarios, girando y agachándose a imitación de Somber Logan, cuyos ejercicios con las armas observaba y estudiaba a menudo.
—Y después de salvarte por los pelos varias veces —continuó Alyss— y de jugarte la vida a cada segundo, vences a los soldados y atraviesas a Roja con la espada.
Dodge, la vehemencia personificada, tiró una estocada al aire, allí donde imaginaba que se hallaba Roja. Fingió contemplar su obra, los enemigos derrotados dispersos por el suelo, ante él. A continuación, envainó la espada.
—Me has salvado —prosiguió Alyss—, pero estoy muy alterada por lo que he visto. Para calmarme, bailas conmigo.
El girasol del rincón se puso a cantar de nuevo. Esta vez sin dudarlo, Dodge tomó a Alyss entre sus brazos y evolucionó con ella por la sala. Había bajado la guardia, a pesar de sí mismo y de que sabía lo que su padre opinaría de su comportamiento. Se estaba dejando llevar por unos sentimientos que ni siquiera habría debido tener.
—¿Serás mi Rey consorte, Dodge?
—Si así lo deseáis, Princesa —dijo, intentando aparentar despreocupación—. Seré…
—¡Eh, tú, límpiame las botas! —gritó una voz procedente del pasillo—. ¡Haz lo que te mando, criado!
Dodge se apartó de Alyss inmediatamente y se puso rígido, en posición de firmes.
—¡Lávame el chaleco, hazme la cama, empólvame la peluca! —exigió la voz.
El Valet de Diamantes, un muchacho de once años, heredero de la finca de la familia de Diamantes, irrumpió en el salón Issa. Se detuvo al ver a Alyss y Dodge.
—¿Qué haces? —le preguntó Alyss.
—Practico para ser una figura de la realeza, ¿a ti qué te parece que hago?
El Valet de Diamantes habría sido un chico apuesto de no ser por su personalidad matonesca y por el hecho de que tenía el trasero más grande y redondo de todo Marvilia. Era como si llevase un cojín inflado en la parte de atrás de los pantalones. Además, había adoptado la ridícula costumbre de ponerse una peluca larga, blanca y empolvada porque alguien le había contado que los nobles de otros mundos las llevaban. Se fijó en la caja y la cinta que estaban en el suelo. Se fijó en el diente de galimatazo que pendía del cuello de Alyss.
—La pregunta es —dijo—: ¿Qué estáis haciendo vosotros?
Ni Alyss ni Dodge contestaron.
—A hacer manitas con la Princesa, ¿eh? —Se rió, se acercó a Alyss y extendió la mano hacia el diente de galimatazo que colgaba bajo su garganta.
—No toques eso —le advirtió Dodge.
—Dulce Princesa, cuando crezcas y seas mi esposa, te obsequiaré con diamantes y más diamantes, no con dientes podridos de animales asquerosos.
—Vete, por favor —le rogó Alyss.
—Déjala en paz —dijo Dodge—. Hablo en serio.
El Valet de Diamantes se volvió para encararse con el hijo del jefe de la guardia. Se llevó un dedo a los labios y fingió estar abstraído en sus meditaciones.
—Veamos… Ah, ya lo tengo. A, e, i, o, u, soy más importante que tú.
Los puños de Dodge salieron propulsados y derribaron al Valet, que se quedó despatarrado en el suelo con la peluca torcida, en una posición de lo más impropia de una persona de alto rango. Dodge se preparó para pelear, pero el Valet se puso en pie trabajosamente, salió del salón y se alejó corriendo por el pasillo en dirección a los jardines reales.
—Más vale que nos vayamos o nos meteremos en líos —dijo Alyss—. Irá a contárselo a su padre.
Dodge hizo algo que un guardia real no debía hacer: cogió a Alyss de la mano y la llevó ante una estatua de tamaño natural de la reina Issa, bisabuela de Alyss. Pulsó el rubí engastado en la parte frontal de la corona, y en la pared se abrió una puerta que comunicaba con uno de los numerosos túneles de servicio que discurrían bajo el palacio de Corazones.
—¿Adónde vamos? —preguntó Alyss.
—Ya lo verás.
Y, cogidos de la mano, avanzaron a toda prisa por el túnel, cruzándose con guardias que se dirigían a sus puestos de vigilancia y criados que llevaban fuentes con juergatinas, marvitostes y tartitartas.