Hacía dos días que el rey Nolan había emprendido el viaje de regreso a través de la Ferania Ulterior con su séquito, y ahora, sobre la estrecha cresta de una montaña, espoleaban a sus maspíritus para que continuasen galopando. Los maspíritus, seres cuadrúpedos con un cuerpo que visto por delante semejaba el de un bulldog y que se angostaba por detrás hasta terminar en una parte posterior desprovista de cola, tenían el morro chato, ojos soñolientos y parpadeantes, fosas nasales grandes como puños y la boca torcida en una mueca socarrona. No constituían el medio más veloz para desplazarse por Marvilia, pero sí el más eficiente para viajar a Confinia y regresar. Eran los únicos seres capaces de recorrer a una velocidad aceptable el terreno accidentado de la Ferania Ulterior cargados con un jinete y con objetos de regalo como cristales o botellas.
El rey Nolan no había partido a ese viaje por gusto. Lo había hecho por el bien del reino. Debía entablar una negociación de último momento con el rey Arch de Confinia para intentar forjar una alianza contra Roja. Como es natural, correspondía a Genevieve llevar la iniciativa en las negociaciones, pero ella había estimado prudente enviar a su esposo en su lugar: Confinia estaba gobernada por un hombre; el rey Arch no creía en los matriarcados. Solía afirmar que el trono no era lugar para una mujer.
El rey Arch recibió a Nolan como si su mera presencia le causase fatiga.
—¿Por qué habría de aliarme contigo? —preguntó una vez que Nolan hubo expuesto sus razones—. Roja no se atreve a atacar Confinia.
—Porque somos vecinos, Arch. Si Roja llega a invadir Marvilia, sin duda se tornará más ambiciosa y fijará Confinia como siguiente objetivo.
—Bueno, me considero perfectamente capaz de defenderme de cualquier mujer, con o sin alianza. —Arch chasqueó los dedos, y una cortesana de cuerpo curvilíneo salió de detrás de una cortina de cuentas brillantes para darle un masaje en los hombros—. Además, eso de pactar con un reino que está en manos de una mujer va un poco en contra de mis principios. No quisiera que las extrañas costumbres de tu pueblo influyesen en la población femenina de Confinia. Si hay algo que no necesito es que alguien les inculque ideas sobre metas más ambiciosas en la vida que las lleven a descuidar sus deberes conyugales.
—A mí me preocuparía más la influencia que una Marvilia sojuzgada por Roja podría tener sobre toda la población de Confinia —apuntó Nolan.
El rey Arch emitió un sonido gutural, un gruñido de incredulidad.
—Te seré sincero, Nolan. No me mereces la mejor de las opiniones, por el modo en que te dejas mangonear por tu mujer.
El rey Nolan no tenía la sensación —jamás la había tenido— de que Genevieve lo mangoneara. Precisamente si amaba a su esposa era, en parte, por su fuerza y por su estimable capacidad para hacerse cargo de las responsabilidades que, según Arch, debían recaer en un hombre. Para Nolan no había nada comparable al amor de su bondadosa y tenaz mujer.
—Así que tú recibirías apoyo militar para defenderte de tus enemigos —dijo Arch—. ¿Y qué recibiría yo a cambio? ¿En qué beneficiaría al pueblo de Confinia esta alianza que me propones?
—Te ofrezco derechos de explotación de las minas de cristal en nuestro territorio, así como un pago bianual de un millón de gemas de howlita y la plena disposición de nuestro ejército a prestarte ayuda en caso necesario.
El rey Arch se puso en pie, con lo que daba por terminada la entrevista.
—Lo pensaré y te comunicaré mi decisión seguramente en el transcurso de esta semana.
Ansioso por llegar al palacio de Corazones a tiempo para la fiesta de cumpleaños de Alyss, Nolan estaba decidido a recorrer el trayecto de regreso cabalgando con sus hombres a toda velocidad y sin pararse a descansar o a comer. Aun así, les faltaba todavía día y medio de camino. La cresta de la montaña quedaba ahora muy atrás, y avanzaban a galope por una llanura polvorienta. En la cima de una colina desde la que ya se divisaba el palacio de Corazones en el horizonte, Nolan refrenó a su maspíritu. Una ráfaga de viento traía consigo —o eso se imaginaba él, pues se hallaba todavía a una distancia considerable del palacio— voces de regocijo, música y risas. Sus hombres se detuvieron a su lado.
—¿Qué ocurre, mi señor?
—Nunca me perdonará que me haya perdido su fiesta.
—Creo que la Reina os lo perdonaría todo, señor.
—No me refiero a la Reina, sino a la Princesa.
—Ah. Ella sí que os dará problemas.
Los hombres estallaron en carcajadas. No cabía duda de que Alyss le daría problemas al rey Nolan, pero serían problemas de lo más llevaderos. Incluso cuando hacía pucheros, su hija era una criatura encantadora.
—¡Vamos! —Con renovado apremio, el Rey arreó a su maspíritu para que lo llevase cuanto antes a su hogar, con su familia.