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E

n el interminable momento anterior al despegue del Argo, Killeen percibió una tensión roja y suave.

Se trataba de toda la masa de la humanidad que estaba detrás de él en las cubiertas inferiores. Sus sistemas sensoriales estaban interconectados como unos resbaladizos fluidos. Nunca los había percibido de aquella manera. Una tensión alborotada se fue propagando de unos a otros, pero además sintió una corriente de fondo llena de calma y decisión.

Los largos años de peregrinaje les habían endurecido. Estaban acostumbrados a esperar, a pesar de que sabían que sus vidas dependían de la rapidez, sin que este conocimiento les crispara o les distrajera. Los que no habían aprendido esto, habían caído a lo largo del rastro de desolación que las Familias habían dejado hasta entonces. Y por esta razón, el Mantis, que había dado la muerte definitiva a tantos en un momento de pánico, aquel día no captó en su sistema sensorial una premonición de lo que iba a suceder.

Todo iba bien. Hizo una señal afirmativa a Shibo.

—Cuando gustes.

—Lo que me gusta es estar encima.

Él se rio. Shibo inició el lanzamiento.

La litera la envolvió. Era una protección supletoria para evitar que los mecs la controlaran. Las capas laminadas de la litera sólo respondían a los impulsos humanos. Shibo operaba desde el interior, extendiendo los brazos hacia las superficies inclinadas que había delante de ella. Movía las manos con una forzosa actividad. Su exoesqueleto tarareaba y zumbaba como un animal cariñoso.

Notó que la nave se elevaba con suavidad desde el soporte. Unas ráfagas de fuerza azotaron el aire.

La pared que estaba frente a ellos se desplazó hacia un lado, para mostrarles una vista panorámica del lugar. Una legión de mecs negros les rodeaba.

El Mantis se había detenido junto a la base de la destrozada y excavada colina. La miríada de junturas nudosas le daban la apariencia de un edificio a medio construir junto a la ancha corriente azul.

Shibo se dispuso a despegar. El Argo apuntó hacia arriba, preparándose para un impulso total. Una vibración retumbante les llegó a través del suelo. Killeen estudió la cara de Shibo y descubrió decisión, sin indicios de miedo ni de dudas.

Detrás de él, Toby gritó:

—¡Atención, ya! ¡En marcha!

Unos gritos le contestaron por todos los canales del sistema sensorial común. El legado de sus ancestros se ponía en marcha en aquel momento crítico que se les echaba encima. Pero a pesar de eso, no descubrió la menor señal de pánico o malestar entre todos ellos. Constituían un instrumento aguzado por largos años de penalidades que les conducían hacia la tragedia, y nada podría hacerles variar en aquella ocasión.

—¿Lleváis las botas puestas? —les preguntó Killeen.

Contestaron a esta consigna secreta con unas estridentes y alegres afirmaciones.

El Mantis les transmitió desde abajo:

Deseo que tengáis un buen viaje. Ya tendréis noticias mías y de mis mecs.

—¡De acuerdo! —contestó Killeen.

—¡En marcha! —gritó Toby.

Shibo puso el Argo a la máxima aceleración. Un martilleante bramido explotó. El Argo se alejó de allí describiendo un arco orientado hacia arriba. Un súbito aumento de peso les comprimió sobre las literas.

La nave salió lanzada hacia el expectante cielo.

Y luego falló. Los motores se detuvieron. La nave siguió volando, silbando, sin peso.

Empezaron a caer. La pared se volvió transparente en cuanto se apagaron los motores impulsores. Lejos, muy abajo, quedó el círculo negro formado por los mecs.

Killeen notó un súbito vacío, una sensación que jamás había conocido. La caída parecía ser infinitamente lenta. Todos sus sentidos soltaban chillidos de pánico agudo.

El Argo picó de proa hacia las desnudas rocas. La llanura se les acercaba a toda velocidad.

Killeen se mordió los labios para sofocar un grito. Era consciente de que no podía transmitir su miedo a través del sistema sensorial común, pero el pánico amenazaba con sobrecogerle. Vio que Shibo interrumpía sus febriles movimientos para juzgar, valorar y escuchar con atención lo que le decían las pequeñas mentes arcaicas de la nave.

El Argo viró. Ninguna fuerza de elevación frenó su caída, pero variaron la dirección de esta. Apuntaban hacia la corriente de color azul oscuro que serpenteaba como un alambre a través de la erosionada piedra.

—Ahora.

El aviso de Shibo les llegó en el mismo instante en que una mano brutal les golpeó con fuerza.

Killeen vio la corriente de agua que estaba debajo de ellos y el resplandor que reflejaba. El escape de la nave jugaba con el agua, generando olas. El Argo se volvió hacia la orilla.

El Mantis vio que se le acercaba y sólo dispuso de un instante para actuar. Levantó la torreta de un arma y…

Y voló en pedazos cuando los chorros del escape dieron de lleno en su estructura relativamente frágil.

Viguetas, varillas y dispositivos cromados y pulidos; todos los componentes quedaron arrancados, disueltos y se diseminaron como si fueran una basura cualquiera sobre las requemadas piedras.

El Argo se quedó suspendido en el aire durante unos momentos eternos. Los gases ardientes actuaron con amorosa y suave dedicación sobre las diseminadas piezas que ya empezaban a fundirse.

—¡Veremos si te recuperas de esto! —pensó Killeen, y con rabia reprimida soltó aquellas palabras como proyectiles a través de su sistema sensorial—. Entérate de lo que es la muerte. Incluso si volvieras, si te hubieras podido salvar para ser regenerado, entérate ahora

Saludos y gritos de regocijo le contestaron desde todas las secciones del Argo.

—¡Entérate! Por Fanny. Por lo que le hiciste. Por todos aquellos a quienes diste la muerte definitiva para obligarles luego a dar vida a tus grotescas obras artísticas. ¡Entérate!

Un fuerte empujón lanzó a Killeen contra la litera.

El Argo se irguió con una tremenda aceleración. Salió lanzado desde la llanura hacia un cielo vacío, dejando atrás un imponente rastro de humos de escape. Un chorro amarillo de gases ardientes señalaba, como si fuera una flecha, hacia el círculo perfecto que todavía formaban los mecs negros. Separados tan drásticamente de su amo y señor, ninguno de ellos había disparado contra la nave que se elevaba.

Killeen no se resistió a que aquel terrible peso le prensara. Había rezado para que el Mantis comprendiera tan poco de sus intenciones como entendía él las de aquella máquina. El uso amistoso que el Mantis había hecho del Aspecto de Arthur le hacía parecer casi humano. Killeen jamás sabría lo cerca de la verdad que había estado. ¿Podía una mente inteligente tan extensa como aquella ponerse a su nivel, para imitar la humana?

Poco importaba. El Mantis había violado la dignidad de los seres vivos y para los criterios humanos aquello ya era suficiente. Nada más importaba.

Pequeños problemas. Aquel había sido el código para los micromecs que infestaban el Argo. Corrían como locos por todas las secciones de la nave, la atacaban destruyendo y quemando.

A medida que iban saliendo de sus escondites, las Familias los iban destrozando.

Los humanos salían en tropel de sus literas.

Botas puestas. Su equipo especial para correr les daba la fuerza y la agilidad necesarias para circular por el Argo, a pesar de que la nave se hallaba sometida a una fuerte aceleración.

Los micromecs habían sido pensados para operar bajo una gravedad constante. Por este motivo, Shibo llevaba el Argo a su máxima potencia de impulso, luego la disminuía bruscamente, para volverla a aumentar acto seguido.

Las sacudidas así provocadas arrancaban a los micromecs de sus sujeciones sobre los cables, tubos y circuitos. Los Bishop y los Rook se lanzaron a través de los pasillos que de pronto se habían iluminado por completo, con los sentidos alerta y dispuestos para la caza. Disparaban y golpeaban a aquellas pequeñas criaturas mecánicas. Los súbitos acelerones les lanzaban contra los paneles de la nave, pero seguían sin tomarse el menor descanso. Cantaban sus canciones de caza. Los micromecs se escabullían, huían y trataban de esconderse. Las botas les dejaban sumidos en el olvido y las manos los partían por la mitad.

Los humanos tenían un aliado para dar con sus escondrijos. El mec humano les perseguía y sabía muy bien cómo operaban aquellos microrrobots. Los machacaba bajo sus bandas de acero. Toby iba tras él a lo largo de los pasillos del Argo a pesar de las sacudidas. Disparaba a los micromecs, pero se sentía más satisfecho cuando les golpeaba con la culata de la pistola de rayos electrónicos, porque podía oír los crujidos del metal al hundirse y de los circuitos destrozados.

Aquella enfebrecida turba voceaba, gritaba y daba alaridos mientras se diseminaba como una inundación vengativa por toda la enorme nave. Unos antiguos cantos sanguinarios brotaban por sus labios. Con júbilo y rabia liberaban sus ecos salvajes e inclementes en las madrigueras de los artefactos metálicos.

Cuando el Argo ya había adquirido una órbita estable, los micromecs habían sido machacados y eliminados.

—Los hemos cazado a todos —dijo Toby que tenía los ojos grandes y brillantes—. A pesar de lo que el Mantis decía sobre ellos, no eran demasiado listos.

Shibo asintió, absorta en su trabajo frente al cuadro de mando. Empezaron a dar descargas de impulsos a una aceleración constante para seguir una trayectoria que el Mantis había calculado. Estaba dispuesta a seguir aquel curso para ver hasta dónde les llevaba. Sólo comprendía al tacto una pequeña parte de los sistemas de la nave, pero podía confiar en ellos. Una vez eliminado el control del Mantis, ya eran libres.

—¿Tenemos alguna baja? —preguntó Killeen.

Toby se serenó en el acto.

—Jocelyn ha resultado herida en la pierna.

—¿Cómo está?

—Se están ocupando de ella.

Hizo una mueca. Cada pérdida era irreemplazable, irremediable. Ahora que era responsable de todos ellos, los sucesos le afectaban más profundamente. Se dio cuenta de que siempre iba a tener dudas después de tomar una decisión. Se preguntaría, tendría nuevas opiniones, remordimientos. Siempre.

—Creo que hemos dado cuenta de todos —continuó Toby lleno de confianza.

—Tal vez.

—Te digo que sí. Lo hemos logrado. De verdad.

—Si el Mantis había modificado algunos para que se escondieran si las cosas les iban mal, no los habremos encontrado —dijo suavemente. No quería que Toby perdiera su optimismo demasiado pronto, porque el muchacho necesitaba una victoria. Pero no estaba de más que desde aquel momento empezara a enseñarle que era necesario ponderar todos los aspectos de los mecs si se quería estar a salvo de ellos. El mundo era así, y el muchacho debía aprenderlo.

—Bien… Tal vez —concedió Toby. Luego se le iluminó la cara—. ¿Quieres que busquemos un poco más?

—No. Trae algo para comer. Si hay algún mec escondido, tal vez salga dentro de poco. Ten a alguien de guardia continuamente.

—Comprendido. El mec humano servirá muy bien para esto.

—¿Funciona bien?

—Claro que sí. Pero me gustaría quitarle los ladridos.

—¿No te gustan?

—Bueno, no son tan malos; y además suena de un modo divertido con su voz de mujer. ¿Había antes, un animal que hiciera ese ruido?

Killeen sonrió.

—Eso me han dicho. Trabajaban para nosotros.

—¿Hacían esto todos los animales?

—Algunos. Mis Aspectos me informan que cada vez había más especies trabajando para nosotros. O nos los comíamos, que es otra manera de trabajar para los humanos, supongo.

—¿Nos los comíamos?

—Así es. Fue lo primero que comieron los humanos. Supongo.

Toby frunció el ceño, dubitativo.

—Yo creía que sólo comíamos plantas.

—En Nieveclara no quedan animales lo bastante grandes como para servir de alimento. Nos lo comeríamos si encontrásemos alguno, probablemente.

—Me parece divertido. Pero no estoy demasiado seguro de que me gustara comer algo que se estuviera moviendo.

—Primero hay que cocerlo, como hacemos con muchas plantas. Los Aspectos dicen que hubo un tiempo en que cogíamos a los animales y los metíamos en unas factorías. Los hacíamos crecer aprisa y no se les dejaba salir ni moverse demasiado, para que crecieran antes. Luego nos los comíamos.

Toby miró a Killeen con ostentosa incredulidad.

—¿Hacíamos eso?

Killeen iba a abrir la boca para decir algo cuando de pronto recordó las grotescas escenas del complejo mec.

Las piernas que bombeaban. Hileras de voluminosos brazos musculados. Las arcas de partes humanas cristalizadas. El Mantis que hacía esculturas. Y, finalmente, la monstruosa Fanny que arrastraba los pies.

¿Habrían hecho los humanos algo parecido con las formas inferiores? ¿Las habrían utilizado para fabricar cosas o para divertirse?

Le resultaba difícil creer que los humanos pudieran haber hecho algo semejante a los animales. Enjaularles y atosigarlos para utilizarlos como máquinas. Como si ellos no fueran parte de la larga cadena de seres que constituían la vida frente a las máquinas.

Killeen recordaba el ratón gris que le había mirado hacía tanto tiempo. Entre ellos había pasado un destello de reconocimiento de sus orígenes y destinos comunes. Una cruel necesidad podría obligar a Killeen a comerse el ratón (aunque no podía imaginarse un acto semejante), pero jamás le lastimaría o le degradaría. No en la forma que el Mantis se había comido la esencia de Fanny y la había convertido en algo monstruoso.

No. No estaba dispuesto a creer que alguna vez los humanos hubieran podido hacer aquello.

No se podía confiar en todo lo que decían los Aspectos. No hacían más que repetir historias que les habían contado a ellos y que podían no ser del todo ciertas. O también podían mentir.

—No te preocupes por eso. Mira, vete a buscar algo para comer. Y anda ojo avizor por los túneles, ¿eh? Podría haber mecs que todavía permanecieran ocultos.

La preocupación de Toby desapareció al instante. Cuando el muchacho se alejó de la sala de control, Killeen se imaginó a su hijo dejando aparte las preguntas y entregándose de nuevo a los placeres de la caza. Iría a reunirse con el mec humano y los dos juntos rondarían por los pasillos en busca de enemigos. A través del complicado sistema de la nave resonarían unos distantes ladridos de entusiasmo, gritos de alegría, y la cálida energía de la persecución. Algo en su interior esperaba todo aquello por razones que era incapaz de precisar.

Nieveclara era una bola parda y accidentada.

Aquello les extrañó mucho, a pesar de que habían luchado y luego huido sobre innumerables llanuras destruidas de aquel planeta. Entre las Familias siempre se había conservado la memoria de la antigua Nieveclara, con grandes lagos de un azul reluciente, con verdes colinas, con húmedos valles entre montañas bañados por la radiación de Dénix.

El globo que nadaba en el panel visor era una cáscara seca. No era la gran fruta que los Aspectos recordaban y hablaban de recuperar. Nieveclara era el hueso de aquella fruta. Y alguien se la había comido. Los mecs habían enterrado los hielos, enfriado las praderas, eliminado la desbordante vida convirtiéndola en polvo y profanación.

Las instalaciones de los mecs punteaban el sector nocturno de Nieveclara con pálidos resplandores azules. Unas líneas de trazos se enlazaban y cortaban la noche con sus luces de colores: ámbar, rubí, amarillo quemado. Ahora era su mundo.

Killeen escuchaba las asustadas exclamaciones de la gente a medida que iba pasando por delante del gran panel del cuarto de mando. Tardaban un poco en comprender lo que veían, y las ideas no se les ocurrían con facilidad.

Cuando comprendían lo que había sucedido, siempre había un intervalo de respiración contenida, de extrañeza ante la magnitud del hecho del que eran testigos y de lo que representaba. Nieveclara era una ruina condenada. El fabuloso paraíso verde de sus antepasados se había perdido.

Recordaba cuando Toby era un bebé. Si se le soltaba durante un segundo o simplemente se le quitaba el punto de apoyo, aquel pequeño ser rosado respondía rápidamente. Tendía los brazos para aferrarse, cerraba las manos. Hasta sus pies buscaban donde apoyarse y los dedos de los pies se agarraban.

El Aspecto de Arthur había dicho a Killeen que aquello era una respuesta instintiva. Si la gravedad sufría alguna alteración, si le faltaba un punto de apoyo, el crío intentaba cogerse a sus padres y sujetarse. El bebé no sabía lo que le obligaba a hacer aquello. Simplemente, lo hacía.

Intentaba agarrar algo que no podía analizar.

Shibo había estado unida al sistema de la nave hasta que sus párpados se cerraron, el exoesqueleto se quejó y las manos se agitaron sin control. Luego se durmió.

Cuando despertó, Nieveclara era una partícula seca apenas visible. Las Familias, a tuertas o a derechas, habían estabilizado la nave, adivinando cómo funcionaba. Aquella era la primera tecnología que veían diseñada para el uso de los humanos. Reflexionando, resolviendo rompecabezas que no eran más complicados que el pomo de una puerta, se les abrieron sistemas de razonamiento largo tiempo dormidos, caminos cerrados por la antigua asociación mental de las máquinas con los mecs y de los mecs con la muerte.

Aquello dio ánimos a Killeen. Si podían dominar la nave, tenían una oportunidad. No muy buena, tal vez, a juzgar por lo que podía estar acechando en la negrura que los engullía. Pero era un principio. Y ya se habían enfrentado antes con más de una noche cruel.

Shibo le explicó los datos que tenía sobre su curso.

—Estamos alejándonos del Centro, esto es todo lo que veo. Aquí fluyen corrientes de materia. Estamos cogiendo parte de ella. No sé cómo, pero la nave lo sabe. Y así vamos saliendo.

Por el momento les bastaba con saber que el Mantis no les había mandado hacia algún destino mortal. Tendrían tiempo de aprender más cosas, y en aquello podía basarse su futuro.

—No podemos suponer que todas las acciones del Mantis fueran equivocadas —dijo a Shibo y a Cermo cuando se reunieron frente al visor—. Es posible que nos haya mandado hacia algún sitio habitable.

—Me alegro de que le hayamos matado —masculló Cermo el Lento con la cara torcida por el disgusto—. La cosa-Fanny…

Killeen estuvo de acuerdo con él.

—Aquello no conocía la dignidad humana. Es imposible que la conociera.

Cermo ladeó la cabeza.

—Un gran error de su parte.

—Una vez despojados de todo, cuando ya no nos queda nada más, no se nos puede hacer perder nuestra dignidad —observó Killeen—. Moriríamos por salvarla. Mataríamos por ella. Hatchet se olvidó y eso fue la causa de su muerte. Todos los miembros de las Familias lo comprendieron en cuanto descubrieron lo que había hecho Hatchet. Él hubiera hecho cualquier cosa, habría caído hasta lo más bajo para asegurarse la continuación de su sueño de Metrópolis.

—Sin duda —asintió Shibo.

Él prosiguió:

—El Mantis cometió un error al permitir que todos vieran lo que Hatchet había hecho. Yo se lo pedí porque él creía que su acción iba a conmovernos, que nos obligaría a actuar como él quisiera. Convertir Metrópolis en un zoo. Pero fue al contrario, todavía nos unió más.

Killeen explicó esto lentamente, con mucho cuidado. Cermo tenía que comprenderlo bien porque debía comunicárselo a los demás y ponerse a favor de Killeen cuando se elevaran voces de protesta, a sus espaldas. Killeen sabía que las habría.

Deseaba contar muchas más cosas a Cermo y a Shibo y a los demás, pero aún no estaba en condiciones, dada la confusión de tantas novedades.

—Lo hemos conseguido —suspiró Shibo—. El Mantis ha desaparecido.

Killeen la obsequió con una triste sonrisa.

—Tal vez; pero lo más probable es que siga con vida.

—Pero lo quemé por completo.

—De alguna manera, el Mantis vive esparcido. Lo hiciste desaparecer tan aprisa que tal vez no consiguiera desperdigarse y trasladarse a otras partes de Nieveclara. Pero creo que algo debió de escapar. Así sucedió en otras ocasiones, cuando también creíamos que lo habíamos matado. Tal vez, nada pueda destruirlo.

—La próxima vez… —amenazó Shibo.

—Confiemos en que no haya una próxima vez —dijo Killeen fervorosamente. Amaba a Shibo y no quería que tuviera que correr más riesgos como los que acababan de superar—. Hemos tenido mucha suerte. Una condenada buena suerte.

Al destruir al Mantis, también habían puesto en peligro Metrópolis. Si el Mantis no se reconstruía muy aprisa, los Merodeadores localizarían y atacarían a los humanos que se habían quedado allí.

No había manera de evitar aquellos hechos. Era el precio que habían pagado por su libertad, y tendrían que hacerse a la idea.

Ante la sorpresa de Killeen, Arthur metió baza con su precisa vocecilla que al parecer no había resultado afectada por la intervención del Mantis.

Las hormonas son unas grandes tejedoras de ilusiones. Fuisteis muy astutos al usar vuestras respuestas naturales para enmascarar un código. Pequeños problemas, desde luego. Es muy probable que el Mantis no pudiera descifrarlo para captar lo que queríais decir. Pero, sin embargo, creo que tal vez habríais podido negociar con él una solución más segura…

Killeen acalló al Aspecto con un gruñido malhumorado. Shibo le miró alzando una ceja, como si sospechara de qué se trataba. Él le sonrió.

Cermo el Lento pidió algunas aclaraciones y Killeen le contestó con una parte de su mente. Estaba agotado, pero no quería descansar. Había tanto para comprender y tan pocas pistas. Tendría que prestar más atención que nunca a sus Aspectos, pero manteniéndose siempre en guardia frente a sus incursiones y a su obstinación.

Se preguntó distraídamente si el Mantis había tenido problemas de aquella misma clase. ¿Qué era una inteligencia de compendio? ¿Acaso Killeen, con sus Aspectos, sus Rostros y sus propias dudas, no era también un conjunto de mentes? A medida que iba envejeciendo, algunas partes de él salían a la luz como si fueran un nuevo panorama.

Aquello era lo que le faltaba al Mantis. En muchos aspectos, la civilización de los mecs quedaba fuera de alcance de la humanidad, pero había una cosa de la que Killeen estaba seguro. Las máquinas vivían eternamente; en algún sentido, las miríadas de personalidades se reunían de nuevo para ser reprocesadas en una mente colectiva. El impulso para hacer esto debía de tener su origen mucho tiempo atrás, causado por la misma clase de inquietud que afligía a los humanos: la absoluta certeza de que a un nivel persona todo acabaría.

Por este motivo los mecs habían hecho de la inmortalidad su máxima aspiración. Los Renegados, que querían conservar toda su mente, eran condenados De alguna manera, la civilización mec había decidido que sólo valía la pena salvar una parte de cada conciencia. Y en consecuencia, prometía una especie de vida eterna. Killeen había prestado atención al lenguaje campanudo de su propio Aspecto Nialdi y sabía que la idea de una vida garantizada por Dios era un poderoso acicate. Los humanos habían creído lo mismo, pero los mecs lo habían convertido en realidad. Habían buscado y encontrado la manera de escapar de la esclavitud de la materia y del tiempo. Su mundo era de perpetua obediencia a un simple orden, porque la desobediencia significaba el olvido total.

Y en este punto, el Mantis había perdido de vista la esencia del problema. Killeen lo sabía de un modo que no podía explicar, de la misma manera que no podía racionalizar lo que sentía cuando rodeaba con el brazo los hombros de su hijo. Pero de todas formas, lo sabía.

La certeza y universalidad de la muerte no era algo totalmente negativo. Proporcionaba una riqueza intensa y patética a cada uno de los momentos. Para los hombres mortales, cada instante sólo ocurría una vez y se iba para siempre y les llegaba certero hasta el corazón. Era algo que las máquinas nunca experimentarían. Ellas vivían en una especie de muerte anodina permanente, en la que los sucesos no significaban nada porque todas las circunstancias era idénticas.

Sólo los vertebrados soñadores sabían que el contenido de la vida era algo más que eso.

Por esta razón, el Argo había emprendido su viaje hacia el exterior. Se desplazaba por las oscuras bóvedas que se extendían bajo las brillantes estrellas del gran río del espacio, tal vez se dirigían a un destino tranquilo, o quizás hacia el negro olvido final. Pero hacia el exterior. Hacia el exterior.

Iba por un corredor, dispuesto a dar solución a algún problema, cuando Cermo el Lento y tres miembros Rook le detuvieron para preguntarle algo sobre otra cuestión. No habían dispuesto del tiempo suficiente para convocar una reunión de las Familias, un Testimonio para poner en claro todos los sucesos que con tanta rapidez les habían arrollado. Pero en cuanto llegaron a la solución del problema, Cermo sonrió y dijo:

—A tus órdenes, Capitán.

Los cuatro se fueron con toda naturalidad. Killeen se quedó mirándoles sin comprender. Aquello era una nave y estaba bajo su control. Pero no había pensado a fondo en el hecho de que aquella era la primera vez en muchos siglos que se reunían las condiciones necesarias para merecer aquel título. Killeen parpadeó y hasta llegó a pronunciar la palabra en voz alta. Luego, lentamente, asintió.