9

A

la mañana siguiente tuvo lugar lo que en los tiempos de la antigua Ciudadela se habría denominado una Confluencia de Familias. Pero en los tiempos que corrían, no eran más que tres hombres enjutos y musculosos, con la barba desordenada, que se sentaban en sillas de tejido vegetal en el interior de una cabaña de barro de color anaranjado sucio.

Killeen se enteró de ello a través de Shibo, que se cuidaba de él. Se enteró a base de palabras muy aisladas, de cuñas acústicas que se propagaban como algo sólido entre las interrupciones de los silencios.

Sabía que estaban tratando de asuntos que no estaba de ánimo para reflexionar él mismo. Algunos consideraban que debían integrar las Familias en algo que constituiría a la vez la nueva Ciudadela y también, para los más pesimistas, el último reducto sólido de los últimos miembros de la humanidad. Había otros que opinaban que el número no implicaba una seguridad real y que debían esconderse bajo el suelo, o dispersarse en pueblos separados, o hasta seguir marchando de nuevo.

A Killeen todo aquello no le importaba. Su mundo había quedado reducido a un simple juego de fuerzas que se entrecruzaban, y cada una de las fuerzas se apoyaba en objetos definidos.

Las piernas de Toby.

Los ojos transparentes de Shibo.

Su propio brazo izquierdo que oscilaba como un colgajo.

Todos eran concretos y específicos. Tenía que concentrarse en ellos para recuperar la totalidad de su sistema sensorial.

Sus Aspectos lo habían sobrecargado. En aquel momento ya se habían refugiado en los estantes remotos de su propio ser, que era como una colmena, desde donde emitían sus ecos.

Iba a curarse, claro. Era cuestión de un día o dos.

Transcurrió una jornada sin que se diera mucha cuenta de ello, excepto por un rayo de luz de Dénix que corría por el suelo y luego subía por la pared más alejada. Comió y pareció dormirse durante unos momentos y luego el rayo amarillo-blanco regresó al modesto suelo de arcilla.

Se sentó y empezó a pensar.

Si los Merodeadores atacaban Metrópolis, poco podría hacer Killeen para defenderla. Incluso aunque se hubiera recuperado, no sería capaz de sostener a pulso un proyector o un fusil, como era debido. Y si Metrópolis caía y se veían obligados a iniciar otra humillante retirada, la Familia dejaría abandonado a Toby.

Las tartamudeantes voces de los Aspectos le llamaban, los suaves susurros resonaban en cuanto les daba la menor oportunidad. Pero pocas cosas de lo que le decían le resultaban útiles. Le aconsejaban que hiciera lo posible porque su brazo volviera a funcionar. Y que se olvidara de Toby.

Killeen estaba sentado en la estrecha cabaña de suelo húmedo, y velaba el sueño de Toby. Sabía que Fornax, Hatchet y Ledroff estaban conferenciando muy cerca de allí sobre asuntos que también significaban la vida o la muerte para él y Toby. Pero no se movió.

Todos los padres, razonaba, saben que llega el instante en que su punto de vínculo con el futuro se vuelve resbaladizo y que en un momento u otro les fallará. Aquello llega a medida que se va entrando en años. En cierto modo, los niños eran una respuesta de la vida ante la muerte. Su pequeña pero persistente presencia era un constante recordatorio de que uno ya no pertenecía a la generación más reciente. De que la historia se preparaba para seguir. De que para que los hijos florecieran, era justo y necesario que los padres se marchitaran y les cedieran el terreno.

Aquello era algo natural y propio que se sabía sin discusión, sin necesidad de pensarlo. Killeen lo percibía en el silencio opresivo de la cabaña. Los sonidos cotidianos de Metrópolis entraban por la ventana como si procedieran de un sitio lejano y transparente, los murmullos de actividad eran como aquellas voces que se oyen, pero que jamás llegan a comprenderse. Miraba a su hijo y sabía que había de hacer algo, pero la bisagra que debía permitirle el movimiento se negaba a abrirse. No le dejaba entrar en plena acción. Sintió que aquello era como un nudo que tenía en su interior.

A él mismo no le importaba ceder el terreno. Su propia vida tenía tan poco peso como la frugal mochila que llevaba. Los años de muertes y de constantes retiradas no habían disminuido su consideración del valor y de la dignidad humanas, pero le habían impresionado por la desconsiderada y azarosa manera como sucedían las cosas. Sabía que un golpe casual de una máquina que pasara por allí y que no conocía el dolor ni el remordimiento le podía borrar del mapa: aquel era el hecho central del mundo. Pero el mundo no podía aniquilar tan fácilmente su legado: Toby. Aquello era algo que él no iba a permitir.

Killeen observaba los lentos y profundos movimientos del pecho de su hijo, que estaba cubierto por unas sábanas de tejido basto. Una mosca entró zumbando por la ventana iluminada por el sol. Aquel pequeño insecto que describía círculos inspeccionó los desnudos muebles de la cabaña, se posó sobre la mano de Toby y empezó a pasearse por ella. Killeen dejó que la mosca se marchara. Estaba viva y tenía su propio derecho a seguir así. Su padre le había instruido sobre sus responsabilidades y deberes en relación con todas las formas de vida, puesto que el hombre era su máxima representación. La humanidad debía llevar la voz cantante por todas las formas de vida amenazadas. No podía perjudicar a las formas inferiores e ignorantes. Killeen toleró a la mosca hasta que empezó arrastrarse por la cara de Toby, entonces la cogió con la mano acopada, la llevó hasta la ventana, y desde allí la lanzó a la brisa que soplaba por la calle.

El sube y baja del pecho de Toby constituía por sí mismo un pequeño milagro.

Pensaba en los mecs y en la Ciudadela, y en su propio brazo inútil, mientras observaba la simple majestad de la respiración. Sabía que estaba pensando, pero lo hacía como un hombre que no tuviera la costumbre de plasmar sus conclusiones en la solidez de las palabras, sin la presión de tener que llegar a un resultado. Al cabo de un rato en aquel ambiente tranquilo y reposado, Killeen estuvo seguro de que, llegado el momento, sabría lo que debía hacer. Siguió observando durante un buen rato a su hijo, por el simple placer de hacerlo. De golpe, se le ocurrió que tal vez aquella era la última vez que podía mirarle.

Por fin, cuando advirtió que tenía los músculos de sus piernas anquilosados y doloridos, Killeen se levantó. No había recuperado la sensibilidad del brazo izquierdo, y sospechaba que no volvería a tenerla nunca. Estaba a punto de dar una cabezada cuando las voces de los Aspectos se hicieron más fuertes para darle sus interesados consejos.

Cerró los ojos con fuerza y rechazó aquellos discursos machacones. Comprendía la preocupación que sentían por su propia seguridad. Pero, con todo, ninguno de ellos podía decirle nada que él no hubiera pensado ya antes, y su incesante charla le producía una vertiginosa irritación, aún peor que la de la mosca.

Se acercó a la valla de estacas de Hatchet. Su andar inseguro levantó una polvareda que fue arrastrada por la brisa. Pensó que la valla parecía aún más ridícula que antes, y que era un gesto insignificante contra aquel mundo silencioso e implacable. Mientras se acercaba, la reunión llegó a su fin y los tres Capitanes salieron a la calle. Todos ellos llevaban camisas y pantalones recién lavados, y polainas de tela rígida. Killeen recordó borrosamente que también él debía haber lavado los suyos, de la misma manera que tenía que haberse arreglado el cabello. Se pasó los dedos por el cuero cabelludo y al instante comprobó que no lucía un artístico corte de pelo con ondas, sino un encrespado mar de nudos y de erizadas greñas.

Fornax fue el primero en verle y se rio.

—¿Estás mejor?

—Sí.

Hatchet estudiaba a Killeen con los ojos entornados.

—Ledroff me decía que eres un hombre muy rápido cuando no estás enfermo o borracho.

—Lo mismo le sucede a él. —Aquella declaración arrancó risas de todos ellos, menos de Ledroff.

—Dice que tienes un Rostro que nos puede ser útil.

—¿Para qué?

Ledroff sonrió con la mueca de quien está divulgando un secreto pero quiere jugar a guardárselo durante un rato.

—Un trabajito. De traducción.

—Yo no… —Killeen se interrumpió.

Ledroff sonrió más abiertamente al ver la evidente confusión de Killeen.

—¿Has visto alguna vez un Renegamec?

Hatchet había contado algo importante a los otros Capitanes. Estaban planeando algo.

—He oído hablar de ellos. —Killeen contestó con precaución y con voz monótona y neutra.

Jamás había visto un Renegado. Eran mecs que se habían metido en líos con los de su misma clase. Proscritos. Solitarios. Vivían en los límites de la civilización mec. Eran muy escasos. En el pasado, los hombres habían mantenido relaciones esporádicas con los Renegados. Los contactos tenían lugar casi por accidente, cuando un Renegado estaba desesperado. Las negociaciones resultaban difíciles dada la ausencia de un lenguaje común. Pocas veces las relaciones habían ido más allá del simple negocio. Muchos de los Renegados trataban a los humanos como si fueran escoria, y sólo en caso de extrema necesidad. Pero los Renegados vivían más tiempo que los hombres, y por esto sus contactos con las Familias estaban distanciados por generaciones y se habían convertido en leyendas.

Bud, su Rostro, había sido el traductor cuando la Familia Bishop tenía tratos con dos mecs Renegados. Aquello había sucedido mucho antes de que Killeen naciera. Existía una señal previamente convenida para los encuentros. Ambos Renegados habían desaparecido sin motivo aparente.

En un abrir y cerrar de ojos, Killeen había invocado a Bud y le había disparado unas preguntas.

  1. Los dos Renegados que conocían los Bishop fueron atrapados por los Merodeadores.
  2. Supongo que murieron de muerte definitiva.
  3. Conozco algo del lenguaje mec que hablaban entonces.
  4. Aunque en su mayor parte son asuntos técnicos.
  5. No conozco la totalidad del lenguaje mec.

—Nosotros tenemos tratos con un Reny desde hace dos o tres años —aclaró Hatchet.

Así es como la Familia King ha construido esta ciudad —dijo Ledroff.

Killeen asintió, a pesar de que todavía estaba aturdido.

Esa era también la razón por la cual los King estaban tan seguros de que podían tener fuegos durante la noche sin necesidad de ocultarlos. Contaban con la ayuda de un mec de verdad. Debía de haber una especie de trato que aseguraba que los mecs se mantendrían apartados del Salpicado. Preguntó:

—¿Qué clase de Reny?

—Un Especialista —dijo Hatchet.

—¿Os fiais de él?

—No nos queda más remedio.

—¿Por qué?

—¡Para tener alguna condenada ayuda, ese es el porqué!

—¿Qué clase de ayuda?

—Información. Suministros, incluso.

—¿A cambio de qué?

Hatchet estaba incómodo.

—¿Sabe este individuo quién es? ¿El resto de los vuestros son como él? —preguntó a Ledroff y a Fornax.

—Killeen es un imbécil profundo —dijo Ledroff.

—Será mejor seguirle la corriente, porque si no, no volverá a estar de acuerdo con nada de lo que digas —añadió Fornax.

Hatchet hizo un signo de comprensión, pero parecía molesto.

—Hemos tenido que hacer algunos trabajos para el Especialista Renegado.

—¿De qué clase?

—Robar cosas, casi siempre.

—¿De dónde?

—De los túneles de almacenaje de los mecs.

Killeen no añadió nada. Su expresión bastó para que Hatchet se explicara.

—Hey, mira, tenemos sistemas. Trucos.

—Será mejor que los tengáis —intervino Ledroff sin tapujos—. Ya has oído lo que hemos convenido. Será mejor que dispongáis de buenos sistemas. En caso contrario, no voy a enviar a ninguno de los míos.

Los tres Capitanes discutieron durante un rato, lo que dio a Killeen la oportunidad de examinar a fondo la cara de Hatchet. Sus palabras iban y venían como una pelota a través del espacio que los separaba.

Imaginó que podía ver toda la dureza interior de Hatchet formando un nudo al final de su pronunciada barbilla. La pequeña bola de carne que tenía allí se movía como si no guardara relación alguna con el resto de la cara y expresara todo lo que él deseaba esconder. La bolita se movía ansiosa, pequeña, nerviosa, mientras la expresión facial de Hatchet parecía astuta y firme. Las coletas de pelo negro que salían de aquel inquieto apéndice parecían estar vivas.

Al instante comprendió que Hatchet era el mejor jefe de los tres. Killeen debería utilizarlo, sin que se notara demasiado. Debía desempeñar el papel de un miembro de la Familia Bishop que tenía un problema legítimo. Con aquello conseguiría que Hatchet se distanciara de los otros Capitanes.

Killeen recordaba el gesto de Shibo, el índice sobre la sien. Hatchet no está bien de aquí.

Bueno, tal vez Hatchet tenía ciertas peculiaridades pero era un jefe brillante. No cabía duda de que el hombre era inteligente. Controlaba muy bien la expresión de la cara, dando a conocer lo que quería pero sin apartarse de sus verdaderos pensamientos. Podía mostrar una sonrisa amplia y amistosa para luego irla nublando poco a poco como si se fuera dando cuenta de que su interlocutor le pedía algo que él, por los mejores motivos, no le podía conceder.

Pero su cara no era perfecta. Las tensiones internas de Hatchet se concentraban en la pelota de grasa de la barbilla. Una gota de sudor se formó entre la negra pelambrera y apareció por la parte inferior. Se quedó colgada allí, columpiándose cada vez que Hatchet movía la boca para hacer duros pero sabios comentarios al discurso de los otros dos Capitanes. Aquella frágil gota se adhería a la aceitosa piel como un náufrago desesperado se agarraría a un madero. Nadie más parecía darse cuenta de aquel pequeño drama. Killeen reprimió una sonrisa. Los Capitanes tenían una dignidad y una posición que todo el mundo quería mantener en alto. Tal vez ni siquiera veían la gota.

Killeen esperó hasta que los Capitanes acabaran su discusión. Tres o cuatro personas más habían ido y venido con asuntos de poca monta; había una multitud de problemas delicados que debían resolverse entre las Familias. Como anfitriones del único asentamiento humano, los King tenían la última palabra. Pero las antiguas costumbres humanas situaban a las demás Familias en igualdad de condiciones, y Killeen pensaba utilizar aquella costumbre. Durante un intervalo de calma, preguntó:

—Este Especialista Renegado, ¿puede hacer trabajos médicos de recuperación?

Hatchet frunció el ceño.

—El año pasado conseguí que arreglara algo de Roselyn. Conoce algunos subsistemas. Pero ¿no estarás pensando…?

—Claro que sí.

Hatchet miró el brazo de Killeen y luego a Ledroff. Mejor sería que el Capitán de los Bishop se encargara de aquel asunto.

—No, Killeen, mira —intervino Ledroff—, tienes un brazo inútil, es cierto. Pero no podemos andar arreglando a todo el mundo. Cumple con tu trabajo. Traduce un poco. Después de todo, no puedes llevar cargas. No confíes demasiado.

Killeen hizo un gesto con la cabeza. Aquello indicaba que había comprendido la explicación de su Capitán, pero se detuvo antes de dar signos activos de conformidad. Allí había algo más, y quería descubrir qué era para utilizarlo en su favor.

Con voz neutra preguntó a Hatchet:

—¿Cómo es que no utilizáis vuestro traductor?

Hatchet endureció las facciones y aparecieron sombras en sus pómulos.

—Está enferma. Ya lo sabes.

—¿De qué?

—Problemas con sus Aspectos.

—¿Como cuáles?

—Son asuntos de la Familia King.

—¿Algo que consiguió del mec Renegado?

—¿Te olvidas de que soy un Capitán? —vociferó Hatchet.

Ledroff empezó a excusarse por la insolencia de un miembro de su Familia. Killeen le interrumpió:

—No quiero saber de quién se trata, sólo pregunto qué le sucede. Yo respeto los asuntos de la Familia King.

—Este hombre tiene razón —intervino Fornax.

—No tengo que responder a preguntas sobre mi Familia. —Hatchet apretó tanto los labios que se redujeron a unas líneas exangües. Su cara se convirtió en una máscara de inexorable repulsa. Pero la bolita de la barbilla dejó caer una generosa gota de sudor.

Fornax y Ledroff torcieron el gesto. Intercambiaron miradas entre ellos. Ambos eran menos poderosos que Hatchet, pero Killeen comprendió que en aquel punto podía mantenerse firme.

—Será mejor que nos ayudes esta vez —advirtió Ledroff.

A Hatchet la situación le inquietaba. Estudió a los dos Capitanes. Con cara inocente y firme, dijo de mala gana:

—Tenía una especie de sobrecarga. Pero no como la tuya. Tú estás bien. Ella no hace más que mirar fijamente a la pared.

—¿Qué sucedió? —insistió Killeen.

—Intervino en el último contacto con el Renegado. Regresó junto a los demás y parecía bien. Luego tuvo una tempestad de Aspectos y… se quedó así. —Desvió la mirada hacia lo lejos.

Los otros dos Capitanes se agitaron. Cuando las cosas iban mal, siempre aparecían más problemas con los Aspectos. Nadie sabía qué se podía hacer para remediarlo.

—Respeto vuestros problemas —dijo Killeen con toda seriedad—. Yo los comparto. Iré, desde luego.

—¿Lo harás por el brazo? —preguntó Ledroff—. Ya sé que lo necesitas, claro que sí. Pero hay muchas probabilidades de que no consigas la menor ayuda del Renegado. Te limitarás a hacer lo que se te ha dicho, ¿de acuerdo? La Familia no puede dejarte ir si el Capitán Hatchet no se fía de ti. Como Capitán, yo te…

—Voy a ir por Toby —replicó Killeen—. Con Toby.

Dio media vuelta y se fue sin esperar respuesta.

No iba a haber más regateos. Había dicho cuanto debía, había llegado el momento de quedarse callado. Dejaría que Hatchet lo considerara. Dejaría que Fornax y Ledroff pensaran un poco.

Ya volverían a tratar del tema. Killeen tenía en su Rostro, Bud, el factor crucial que Hatchet necesitaba: un traductor.

El brazo malo le colgaba fláccido y muerto, pero el brazo derecho siguió el ritmo de sus pasos.