8

—¿P

apá…?

Toby había dormido durante tanto tiempo que Killeen ya no pudo resistir más la tentación de sacudirle suavemente, para asegurarse de que no había caído en una espiral neural descendente.

—Sí, sí. Estoy aquí. Estás muy bien.

—Me siento… raro.

—¿Te duele algo?

—No. Es como… no tengo sensibilidad.

—¿Dónde?

—En las piernas. Ahora son sólo las piernas.

—¿Te notas bien la barriga?

—Sí.

—¿Estás seguro?

De pronto, inesperadamente, Toby sonrió.

—Seguro que estoy seguro. Pon la mano aquí abajo y me mearé en ella.

—¿Crees que atinarás dentro de un orinal?

—Ha de ser eso forzosamente o probar por la ventana.

A Killeen le resultó más difícil de lo que había esperado mantener sentado a Toby sobre el elevado jergón. El mismo Toby también se tranquilizó a causa del esfuerzo. Unas sombras le velaron los ojos y contrajo la garganta debido a alguna lucha interior. Luego aquello pasó sin dejar señales en su lisa piel, que había tomado la apariencia del papel. Meó ruidosamente dentro del orinal de arcilla, riéndose.

—¿Cuándo volveré a tener piernas? —preguntó Toby cuando ya estuvo tumbado de nuevo.

—Descansa un poco. Ya veremos.

Killeen había intentado que su voz sonara natural y animosa, pero Toby captó algo en ella.

—¿Cuánto tiempo?

—No lo saben. Nunca han visto un caso como el tuyo. Un Merodeador te estaba causando la muerte definitiva y lo interrumpieron.

—¿Merodeador? Parecía un peón.

—Bueno…

La cara de Toby se ensombreció.

—¿Era uno de los normales? Mira que ser tumbado por un simple peón…

—No lo creas. Era un Merodeador disfrazado de peón. El Mantis lo había preparado así, supongo.

Toby estaba radiante.

—Por lo menos no me derribó un maldito peón corriente.

—Era uno asqueroso, diría yo.

—¿Cómo va tu brazo?

—No muy bien. —Mentir no hubiera servido de nada.

—¿Puedes utilizarlo para algo?

—Ni para limpiarme el culo.

—¿Desde cuándo te lo limpias?

Killeen sonrió, los surcos que le atravesaban la cara curtida por el sol se convirtieron en trincheras.

—Vigila que no te arranque una de las piernas y te cierre la boca con ella.

—¡Si al menos fuera algo decente para comer!

Killeen le sirvió la cena. Siguió conversando con él hasta que llegó la triste medianoche y la habitación se llenó de sombras. Se esforzó en aparentar que su paseo por Metrópolis le había parecido más lleno de color de lo que había sido en realidad. Toby estaba deseando salir y poder ver todo aquello con sus propios ojos. Killeen le prometió que lo sacaría a pasear al día siguiente. Tendría que llevar a su hijo en brazos, o en todo caso tendría que ingeniárselas para montar una especie de silla de ruedas. Mantenía una intensa lucha para que su voz no revelara sus sentimientos. Hatchet y los expertos en aquellas cosas opinaban que no había la menor posibilidad de subsanar los daños que Toby había sufrido.

Incluso Angelique, cuando había ido a verle aquel mismo día, había agitado la cabeza con aire triste. Sabía cómo arreglar los ojos y el sabor de boca. Podía meterse dentro de otros chips además de los que todos llevaban en la base del cráneo, pero los sistemas completos del cuerpo quedaban fuera de su alcance. Nadie tenía el menor indicio de cómo funcionaban o de dónde se conectaban las uniones neurales a la espina dorsal. Toby tenía tres tapas de conexiones en la espalda, unas pequeñas muescas rojas hexagonales. La mujer que se las había instalado había muerto en la Ciudadela Bishop. Ningún miembro de los Bishop, los Rook o los King sabía cómo recomponer las conexiones por medio de las muescas ni si los daños de Toby se podían arreglar desde ellas.

Observó con alivio que Toby caía en un profundo sopor, cuando ya había empezado a buscar cosas interesantes que contarle. Salió del pequeño edificio cuadrado para ir a buscar agua a los pozos de los King, y en el camino se encontró con Shibo.

Le formuló una pregunta con la mirada y Killeen respondió:

—Parece que está bien, excepto por las piernas.

—¿Y la cabeza?

—Bien. Habla muy bien. Mañana le sacaré, tal vez pueda determinar sus reflejos.

Shibo parpadeó sin prisas bajo la luz oblicua y seca. Sus párpados se movían como fantasmas grises y Killeen tuvo la impresión de que podía ver a través de ellos las máscaras de marfil de sus ojos.

—¿Y tú?

—¿Te refieres a este brazo? Está bien.

Ella se lo masajeó con ambas manos.

—¿Lo notas?

—No, nada.

—¿Tiene arreglo?

Él movió la cabeza en señal de negación, pensando todavía en Toby. Nadie sabía gran cosa de nada, al parecer. Empezaron a caminar juntos, sin rumbo fijo. Se les antojaba tremendamente extraño el ir andando por un sendero entre formas creadas por manos humanas. Faltaban los pequeños y casi obsesivos detalles del trabajo de los mecs. En vez de ello, abundaban los errores agradables, las líneas torcidas y las curvas carentes de voluntad artística.

—¿Qué te ha dicho Hatchet?

—La Familia King no sabe si otras Familias pudieron sobrevivir. Nosotros somos los únicos que han encontrado. Si el Salpicado atrae a alguien más…

Dejó divagar su pensamiento. No podía reflexionar sobre las distantes implicaciones teóricas cuando la cara de Toby se le aparecía, continuamente, pálida pero todavía alegre.

En los ojos del muchacho había una serie de interrogantes referentes a su propio cuerpo que pronto se convertirían primero en un enfado inútil y luego en desespero. Killeen conocía bien aquel proceso. Lo había observado durante la marcha, en los heridos.

—¿Has hablado sobre el Mantis con Hatchet?

Siempre se sorprendía de lo mucho que estaba enterada sin necesidad de que él le contara nada.

—Decía que sí, decía que no; el hombre decía que no había salida —recitó, recordando un antiguo dicho.

—¿Y del Mantis?

—Le preocupa, como es normal.

—Se preguntará si Metrópolis está segura.

—Sí. Y yo también. Hatchet… oculta algo.

—¿Qué?

—No lo sé. Me pregunto a qué se debe que Metrópolis esté aquí. ¿Cómo es posible que el Mantis les haya dejado tranquilos?

—Me fijé en sus defensas. Son buenas, pero… —Killeen juzgó por el arco de sus cejas que ella no estaba de acuerdo con aquella explicación.

—Me gustaría que Fanny estuviera aquí —comentó él, tristemente.

Hacía mucho tiempo que no pronunciaba aquel nombre. Los hechos que habían sucedido a partir de su muerte definitiva habían provocado un gran cambio en la vida de todos ellos. Deseó que hubieran podido salvar un Aspecto de ella para llevarlo consigo.

—¿Fanny?

—Oh, desde luego. Olvidaba que no llegaste a conocerla.

—¿Era vuestra Capitana?

—Sí. La mejor que pueda haber. Habría calado las intenciones de ese Hatchet como un cuchillo caliente atraviesa la mantequilla. —Le gustaba aquella vieja frase aunque le recordó que no había visto mantequilla desde los tiempos de la Ciudadela.

Shibo soltó de pronto:

—Hatchet no está bien.

—¿Eh? ¿Qué le pasa?

Ella se dio unos golpecitos en la sien.

—No está bien de aquí.

Aquello sorprendió a Killeen.

—¿Por qué lo dices?

—¿Oíste su discurso de bienvenida?

—No. Estaba dormido. ¿Qué dijo?

—Que Metrópolis es la ciudad más importante que jamás ha existido.

—¿Estas cabañas de barro? —rio Killeen.

—Se considera importante porque ha logrado mantener alejados a los Merodeadores.

—Pues muy pocos Merodeadores se habrán aventurado tan al interior del Salpicado. Si ahora se enteran de que nosotros estamos aquí, nos van a visitar mucho más. Hatchet ha tenido hasta ahora una suerte increíble.

—Sin duda. Luego habló de la unión de las Familias.

—¿Qué?

—Quiere ser Capitán.

—¿Capitán de todas las Familias?

—Creo que sí. Los King le aclaman sin cesar.

Killeen movió la cabeza.

—Este Hatchet ha hecho muchas cosas, no lo niego. Tiene capacidad de mando. Mira qué orgullosos están de él los King. Pero creo que no tiene la sabiduría de un buen Capitán.

—Opino lo mismo. —Y añadió en voz baja—: ¿Fanny era sabia?

Killeen sonrió.

—Ella solía decir que la gente vieja no se vuelve sabia, sólo más prudente. —Hizo una pausa—. ¿O tal vez era mi padre quien lo decía?

—De todas maneras, esto no siempre es cierto.

—Sí. Fanny era sabia, aunque me habría hecho trizas por decirlo. Hatchet no lo es.

—Estoy de acuerdo.

Mantenía una expresión grave mientras al pasar observaba los cálidos cuadrados amarillos que mostraban el interior de las pequeñas chozas. Los cánticos de la Familia se alzaban llevados por la débil brisa.

Metrópolis tenía una línea de centinelas y de defensas exteriores detrás del anillo de las cercanas colinas. Podían enterarse de si se aproximaba algún mec, lo que hacía posible aquella despreocupación por las luces. Killeen no creía que tal actitud fuera prudente.

La ciudad adormecida se veía borrosa a través de la neblina del humo de los fuegos de campamento. El aire húmedo le acariciaba la cara y le vigorizaba los pulmones, una agradable sensación. Aquello era el fuerte sabor de la vida: capear los vientos y labrar la fértil tierra. En otros tiempos, le había dicho Arthur, toda Nieveclara había sido así.

Obligó a su pensamiento a dedicarse a las cosas prácticas.

—¿Por qué los mecs han reconstruido el Mantis cada vez? Después de la Calamidad, los mecs podrían habernos dado caza, si hubieran querido.

—Lo intentaron. Nos cogían si se topaban con nosotros —dijo Shibo.

—Estoy de acuerdo, pero entonces no nos acosaban como ahora hace el Mantis. —Killeen apretó con fuerza el puño derecho—. Durante años nos han dejado en paz. Todos se olvidaron de nosotros, excepto los Merodeadores con los que nos topábamos por accidente. Eso ya era bastante malo. Ahora nos han enviado el Mantis. ¿Por qué?

Shibo sonrió:

—No frunzas el ceño, te hace parecer más viejo.

Él advirtió que Shibo se había peinado de una manera diferente. El cabello ascendía a partir de su ancha coronilla en forma de trenzas adornadas con plata. Después se abría en abanico hacia fuera como una fuente negra helada. Los ojos le brillaban, y el traje de saltos aparecía limpio y cepillado.

Lista para una aventura sentimental, pensó él. Ella le obsequió con una mirada lenta, de arriba a abajo.

Pero él no estaba de humor.

No acababa de decidirse a decirle que ella le interesaba de una manera más bien abstracta ya que le faltaba la motivación. Cuando su Familia había establecido la ley referente a los impulsos sexuales, a Killeen no le había importado demasiado. En aquella época dormía con Jocelyn, pero el dulce recuerdo de Verónica seguía obsesionándole. Ya había pasado el maravilloso tiempo de su juventud, cuando el simple y casi inesperado placer del acto bastaba para dejarle maravillado. Había quedado muy claro que Jocelyn nunca podría llegar a sustituir a Verónica, y aquella certidumbre les había dejado un regusto agridulce después de cada contacto y de cada gesto.

Abrió la boca para evitar el asunto, pero no logró articular una palabra. ¡Maldita sea! ¡Como si yo fuera un crío! Buscó algo que decir, pero su mente giraba en el vacío. Ante él vio un tubo montado en un bastidor.

Sabía perfectamente de qué se trataba, pero aprovechó la oportunidad de cogerlo y fingir sorpresa para cambiar de tema. Sin embargo, su alegría era auténtica.

La Ciudadela se había vanagloriado de poseer uno, y no podía imaginarse cómo había conseguido la Familia King salvar el suyo. Tal vez lo habían rescatado de las ruinas de su propia Ciudadela, años después de la Calamidad. Aquello encajaba con el estilo de Hatchet.

Miró a través del antiguo visor. Las nubes se alejaban, dejando al descubierto una destellante banda de luz estelar. Alcanzó a ver que la densa corriente de astros iba a parar detrás de las cercanas praderas de polvo color rubí.

Arthur intervino:

¡Esta sí que es una visión bien venida! No había visto nada parecido desde hace mucho tiempo. Esto es el Mandikini, una antigua palabra de la India asiática, en la fabulosa Tierra. Se aplica al plano de la galaxia, la llamada Vía Láctea. La palabra india se traduce literalmente como «gran río del espacio», porque ellos creían que…

—Ven y mira —dijo Killeen a Shibo, interrumpiendo a Arthur.

Shibo no había visto nunca un telescopio eléctrico. Le obedeció y miró a través de él, recorriendo el cielo a media luz, y después le preguntó qué era un punto que aparecía en la pantalla de situación.

Killeen miró con curiosidad el cristalino y diminuto objeto. Un recuerdo de la infancia se precipitó en su mente.

—El Candelero —exclamó—. ¡Todavía queda uno!

—¿Qué es?

—Una ciudad. Una ciudad humana. ¿Acaso la Familia Rook no procede de un Candelero?

Ella negó con un movimiento de cabeza, intrigada. Killeen explicó:

—Mucho tiempo atrás, todos descendimos de un Candelero y nos asentamos en Nieveclara.

Arthur le había recordado aquellas antiguas tradiciones precisamente el día anterior. Killeen había dejado que el Aspecto le hablara con más frecuencia, para ver si así conseguía aprender más técnica mec. Pero no le había contado nada a Shibo porque tenía la esperanza de aprender algunos trucos de artesanía que la impresionaran.

—¿Lo construyeron las Familias?

A partir del susurro interior del Aspecto Nialdi, Killeen captó un hecho significativo. Estaba satisfecho de que hubiera alguna materia en la que pudiera demostrar que sabía más que Shibo.

—Las Familias se formaron cuando la humanidad descendió desde los Candeleros. Hace muchísimo tiempo.

—¿De un Candelero?

—No. De tres. —La información la obtuvo de Nialdi.

—¿Los hicimos nosotros?

Su incredulidad era realmente un eco de los sentimientos tácitos de Killeen. Parecía increíble que alguna vez los hombres hubieran poseído la técnica para dar forma a las cosas en la negrura de las alturas, o que pudieran surcarla. Hasta el extraño monumento de piedra blanca que habían encontrado hacía un par de días parecía una hazaña imposible.

Pero la primera vez que había visto un Candelero, cuando era un muchacho, el mundo le había parecido un lugar seguro y que la humanidad tenía el poder en su mano. Ahora ya conocía la verdad.

Killeen notaba que un malestar empezaba a burbujear detrás de su mente. Volvió a estudiar el Candelero y sus resplandecientes filigranas de cristal, que aparecían secas y frías ante una negrura sin relieve. Unas emociones incontroladas producían ecos en su sistema sensorial. Era un lugar que parecía una joya nadando por la inmensidad de la nada, era una afirmación frente a la eterna negación de la negrura.

Pero aquello provocó en él un llanto repentino.

Sus Aspectos emitieron sofocados gritos de júbilo, de orgullo y de un fuerte dolor nostálgico. Gritaban al exterior desde sus recónditos alojamientos.

Unas voces burbujeantes caían sobre él. Respiraba con dificultad.

—¿Estás bien?

Killeen comprendió que su expresión debía de reflejar parte del trepidante frenesí que desde dentro le hacía sonrojar y le sacaba de quicio.

—Ah, supongo que sí… pero… déjame mirar… sólo… un poco más…

Nialdi gritó:

¡Qué hermoso es! ¡Admirable! ¡Obra de los humanos!

Arthur vociferó:

Si me hubiera limitado a seguir los consejos de mis buenos amigos, aprovechando las oportunidades, hubiera conseguido llegar a los puestos más altos. Habría llegado mi hora. Seguro que hubiera podido lograr por lo menos un nombramiento temporal para el Comité de la Tripulación en el Candelero Drake. Y si yo lo hubiera conseguido —a pesar de todo cuanto puedas desgañitarte, Nialdi, no creas que no puedo oírte, ¡aunque pongas tus insultos en clave!— me habría quedado en el Candelero. ¡Y todavía seguiría allí!

  1. He oído que los mecs hicieron blanco en los Candeleros demasiado tarde.
  2. En mi tiempo, ya nadie sabía si funcionaban.
  3. No se recibían señales desde ellos.
  4. No hacen otra cosa que estar colgados en el cielo como adornos de un árbol de Navidad.
  5. Si te hubieras quedado allí, lo más probable es que hubieras encontrado la muerte definitiva.

¿Cómo puedes referirte con tanta ligereza a tan gran tragedia, al momento en que las hordas del diablo engulleron todo lo que podía dar vida, sentido común y juicio a este loco abismo?

Realmente, Nialdi, deberías dejar ya de sermonearnos. Me importa muy poco que seas un filósofo y que hayas sido ordenado. Pero hombre, ¿acaso no puedes limitarte a admirar el Candelero y gozar con la imagen? ¡Los mecs no lo han destruido! Piensa en las implicaciones que puede suponer.

Simpatizo contigo, Arthur. Nadie puede desear más que yo el retorno de la humanidad, entre todas las cosas realmente vivas, a nuestro estado original. ¡Sí señor, lo afirmo rotundamente!

  1. En ese caso, déjate de tanta palabrería.
  2. Hay que encontrar ahora mismo la manera de salir de aquí.
  3. Hay que ceñirse a lo positivo.

Desde luego, la era de los Candeleros llegó a un trágico fin. Habíamos confiado demasiado en las máquinas, hasta convertirlas en artefactos voraces. Pero esto no es excusa para que nos dejemos llevar por las pesadillas febriles referentes a los mecs. Nosotros…

¿Negarás que ellos destruyeron la mayor parte de nuestras naves, y que mataron a la mayoría de los que iban en la expedición?

Naturalmente yo…

¿Negarás también que después regresaron y volvieron a destrozar todo cuanto habíamos hecho, dejando —¡alabado sea Dios!— este Candelero solitario? Demos gracias…

¡Acaba ya con este parloteo religioso! No vas a poder ganarme con eso. Nadie se dejaría convencer por tus…

  1. ¡Fijaos en Killeen!
  2. Ya sé que nos hemos recalentado, pero fijaos, esto le está afectando.

¡Se tambalea! ¡Le hemos contagiado alguno de nuestros sentimientos!

Tu mente calenturienta es la culpable de todo esto. Tu odio ciego e irracional ha… ¡Mirad…!

Killeen era consciente de que estaba sufriendo una tempestad de Aspectos, pero poca cosa podía hacer para impedirlo. No podía controlar su propio cuerpo. Le sucedía lo mismo que a la mujer de unos días antes, cuyos Aspectos se habían recalentado y vuelto salvajes.

Sintió unos dientes de plata que le aserraban el cráneo.

Unas avispas que zumbaban y llenaban el aire polvoriento.

Cayó sobre el brazo inerte.

La nieve le apedreó las narices.

Los insectos le comían los ojos.