E
l crepúsculo llegó acompañado de unas nubes altas de color naranja.
A Killeen le parecía que avanzaba sobre una blandura esponjosa parecida a las nubes porque apenas sentía la parte inferior de las piernas. Llevaba andando algún tiempo, casi inconsciente, con la única idea de que tenía que seguir hacia adelante por aquel ambiente neutro y confuso. Tenía la impresión de que se integraba con la niebla sedante que se posaba y le rodeaba por todas partes. A través de esa niebla distinguía los detalles de un valle en pendiente que se deslizaba a su lado. Veía cómo las imágenes vibraban y saltaban, por lo que supuso que andaba en medio de aquella bruma fría y gris que ya empezaba a disiparse.
Algunos habían dicho que no podía seguir andando. Una parte de Killeen había deseado dar su conformidad y reposar en una camilla. Pero era consciente del sutil equilibrio de la Familia. Toby había de ser transportado, ya que había perdido por completo la sensibilidad de las piernas. Aun en el supuesto de que se tratara de una carrera corta, los camilleros se cansarían. Era mejor no doblar los motivos de queja al añadir el peso de Killeen a las cargas de la Familia. La regla era muy explícita: nadie que estuviera incapacitado por completo podía ser trasladado si había que huir. Se le abandonaba, con tristeza y con las ceremonias oportunas, a lo que la suerte pudiera depararle.
En aquel caso era diferente. Killeen lo sabía pero era incapaz de concretar el cómo y el porqué. Se limitaba a andar con torpeza a través de la niebla perlina en que se había convertido su difuso y silencioso mundo.
Delante de él, Toby se columpiaba sobre unas parihuelas que se apoyaban en los hombros de dos hombres. El muchacho estaba dormido. A pesar de esto, Killeen podía ver cómo los ojos del muchacho giraban y se estremecían debajo de los pálidos párpados.
Killeen se preguntaba si el muchacho conservaba alguna sensibilidad de caderas hacia abajo. Le había costado mucho conseguir que hablase mientras yacían juntos al pie de la colina que habían rodeado. La hierba ya les servía de colchón, pero Shibo y Cermo les habían llevado alfombras de dormir, que era un lujo del que ninguno de ellos dos había disfrutado en años. Habían descansado allí, y Toby había hablado muy poco mientras la Familia se inquietaba y se ocupaba de ellos.
Killeen se había sentido como si él mismo fuera un muchacho. Ya le había sucedido algo parecido cuando estaba tumbado en el suelo de los campos cercanos a la Ciudadela, adormecido y pensativo, mientras miraba el cielo que se desplegaba en infinitas exquisiteces de cobalto. La ladera también parecía ofrecerse al cielo como en un altar, para complementar la ofrenda de él y de su hijo. Killeen había intentado recordar cómo era él mismo, pero las caras y los tiempos habían revoloteado por su mente como pájaros. Su padre, apoyándose con un gracioso gesto casual sobre los restos de un mec, después de una incursión provechosa, sonreía de una manera que a Killeen le había parecido misteriosa hasta que muchos años después descubrió que era la expresión de un triunfo paliado por los recuerdos, todavía recientes, de varias derrotas. Su madre, que rebuscaba por entre los desperdicios de los mecs, se había acercado a ellos muy emocionada, con una tela plateada que nadie había visto antes. Todas aquellas imágenes habían desfilado como si lo hicieran por detrás de un grueso cristal. Le había hablado de aquello a Toby con la esperanza irracional con que un padre espera que al compartir hasta el menor detalle del pasado, perpetuará aquellos instantes en el carácter y en las perspectivas de su hijo.
—Ahora ya estamos cerca —indicó Shibo, que estaba al lado de su codo. Killeen hizo una seña afirmativa—. Han llegado los King.
—¿Los King…?
Aquella palabra había puesto su memoria en funcionamiento. Las musicales voces desperdigadas que habían oído en el flanco izquierdo eran gritos de saludo y aclamaciones de los King. Mientras el ala derecha perseguía el peón, la izquierda quedó retenida por las órdenes de Ledroff para que se agrupara en formación de defensa. Por todo ello, el encuentro con los King se había demorado hasta después de la muerte del peón. Killeen recibió la maravillosa noticia de la llegada de los King y las nuevas que ellos traían mientras estaba echado sobre el suelo, con el aparato sensorial protegido por el aislamiento.
Y allí, frente a ellos, estaban los King.
Ledroff había hecho sonar una alarma completa. Los velocistas habían vigilado todos los accesos. Pero en aquella ocasión no encontraron señal alguna del Mantis cuando las Familias se reunieron.
Los Bishop descendieron por un polvoriento cañón y llegaron a un terreno llano desbordante de vegetación.
Un hombre estaba al frente de la pequeña comitiva que les recibió. Era alto, tenía las delgadas piernas y brazos enfundados en ropas negras, y cada uno de sus gestos indicaba que era el Capitán de la Familia King. Su propia cara explicaba su nombre: Hatchet[1]. Su amplia y despejada frente aparecía a continuación de una delgada alfombra roja de pelo que había recortado para evitar que rozara, y se enmarañara bajo el casco. Una tira de tela azul le ceñía la frente por encima de las orejas. Desde la cuadrada frente descendían unos pómulos sesgados que enmarcaban la aguileña nariz. Una pequeña aunque poderosa boca interrumpía los rasgos descendentes de aquel rostro. Debajo de los prominentes labios, la cara de Hatchet formaba una alargada cuña puntiaguda que aparecía desnuda de barba.
Todas estas peculiaridades fueron llegando poco a poco a Killeen, a medida que Hatchet se aproximaba; el Capitán de los King irradiaba autoridad a cada paso que daba. Alrededor de ellos, los componentes de las Familias se saludaban unos a otros dándose la bienvenida. Ledroff escoltaba a Hatchet y hacía las presentaciones, pero Killeen no se dio cuenta de nada hasta que Hatchet le preguntó directamente:
—¿Sólo es el brazo, verdad?
Killeen movió la cabeza, pero no en señal de rechazo sino para emerger de su propio ensimismamiento. Alzó un poco el brazo izquierdo, haciendo un gran esfuerzo.
—Esto es todo… lo que puedo… —murmuró, y al hacerlo se notó los labios gruesos e hinchados.
—¿Este es tu hijo?
Cuando Killeen hizo un gesto afirmativo, Hatchet se inclinó para examinar los ojos de Toby, que todavía seguían moviéndose sin cesar bajo los párpados casi transparentes.
—Ummm. Podrá recuperarse de esto. Las piernas, ¿verdad?
—No lo sé seguro. Respira bien.
Las manos de Hatchet recorrieron expertas el cuerpo de Toby, pellizcando aquí y tirando de allá.
—¿Ha movido los brazos?
—Un poco. Ha dicho que no se notaba las piernas. Luego se ha quedado dormido.
Hatchet agitó una mano en el aire, sin molestarse en mirar, y la fila prosiguió su marcha.
—Tal vez salga de esta. He visto otros casos como este. Ha tenido mucha suerte, ya que el Merodeador sólo alcanzó parte de su sistema sensorial y no pudo acabar el trabajo.
Hatchet observó detenidamente a Killeen, y algo en la mirada del Capitán despejó los restos de la pegajosa niebla que rodeaba al herido. El mundo desnudo regresó hasta él con un ímpetu de furia y desespero que le resultaba familiar porque siempre había estado allí, aunque atenuado por la niebla.
—¡Fue un peón! —declaró de improviso Killeen.
Hatchet frunció el ceño.
—Los peones no pueden luchar.
—Era un peón de Mantis.
Más fruncimiento.
—¿Mantis? ¿Qué es eso?
Cuando Killeen se lo hubo descrito entre vacilaciones, Hatchet dijo con los labios apretados:
—Que yo sepa, por aquí no hay ningún Mantis.
—Ahora sí.
Algunos miembros de las distintas familias se habían reunido a su alrededor. Unas escuadras de guardia cubrían las colinas, y los centenares restantes seguían desplegados, vigilando todos los accesos, mientras seguían con regularidad su camino para bajar por la marcada pendiente hasta el llano.
Las palabras de Killeen habían conseguido que el grupo de Hatchet se llenara de susurros, de disputas y de incredulidad. Killeen oía sus objeciones a través de un tenue velo que las distorsionaba.
Shibo se adelantó y dijo:
—El peón tenía media mente.
Hatchet se volvió hacia ella.
—¿Un peón con una mente de gran tamaño? ¿Estás segura?
Shibo jamás contestaba a preguntas de aquel tipo. Se limitó a mirar fija y directamente a Hatchet, y dejar que su silencio sirviera de confirmación.
Nuevos murmullos entre los King. Cuando se acallaron, Killeen intervino:
—Supongo que los peones volvieron a montar el Mantis. En otras dos ocasiones han hecho lo mismo.
Hatchet parpadeó al comprender que su aura de autoridad había disminuido un poco.
—¿El Mantis tiene la mente repartida?
Killeen estaba satisfecho porque Hatchet había dado con la solución de inmediato. Ledroff todavía no creía aquello. Resultaba un alivio haber encontrado un Capitán que fuera más inteligente que el resto de la Familia.
—La primera vez que abatimos un Mantis, tenía una mente central. La segunda vez dio la muerte definitiva a muchos Rook y Bishop. Entonces tenía mentes fraccionarias.
—¿Alojadas en lugares diferentes? —preguntó Hatchet, con cara de concentración.
—Así es —contestó Shibo.
—¿Y qué hicisteis?
—Las hicimos volar todas en pedazos.
—Eso debería de haber acabado con él —observó Hatchet.
—Pues no lo hizo.
—Este peón es de una nueva clase. Nos tomó el pelo —apuntó Killeen.
Hatchet y el resto de los King se miraban unos a otros, aquello no les gustaba.
—¿El Mantis os ha seguido?
—Suponemos que sí.
Killeen se dio cuenta de que se hallaba al borde de un repentino agotamiento.
Ledroff dijo algo que Killeen no logró captar, pero Hatchet no se molestó en contestarle y prosiguió:
—Hemos fundado aquí una nueva Ciudadela y no queremos atraer a los Merodeadores. Y mucho menos a esa cosa Mantis.
Killeen parpadeó, pero fue Shibo quien preguntó:
—¿Ciudadela?
La voz de Hatchet se hizo más ampulosa.
—La Ciudadela King. La llamamos Metrópolis.
Y allí estaba. Killeen se había concentrado en andar y en ver si Toby se encontraba bien. Su participación en el diálogo había exigido todas sus fuerzas. En aquel momento miró hacia abajo y observó que desde la llanura que tenía delante se erguía una constelación de edificaciones de barro oscuro de uno o dos pisos. Y unos altos dinteles de puertas. Y unas oblongas ventanas sin cristales.
—¿Veis las plantaciones? —Hatchet y los King sonreían con el orgullo que correspondía a la primera Familia que había instaurado de nuevo una Ciudadela—. Plantamos en parcelas desperdigadas. Así los mecs no podrán descubrir unas conformaciones regulares del terreno desde sus aparatos voladores.
Killeen asintió. Las cabañas parecían fundidas allí, con la quietud de la media luz, como si la tierra se hubiera alzado para hacer un gesto obsceno a las estrellas que iban apareciendo. Unos murmullos distantes parecían patinar por el aire. Killeen reconoció el canto de los pájaros, docenas de alegres canciones llegaban flotando desde los exuberantes árboles y desde los altos matorrales.
—Este es el centro del Salpicado, ¿verdad?
—Efectivamente, lo es —dijo Hatchet—. Hemos construido sobre la humedad del hielo, nuestra verdadera, rica y sagrada Nieveclara. Vamos a volver a aquellos tiempos.
Aquel conjunto era realmente muy distinto, pensaba Killeen, de los edificios y baluartes de la Ciudadela Bishop. En aquellos días, la humanidad había expresado su confianza en la eternidad de las piedras. Ahora utilizaban el humilde barro, que representaba la incertidumbre de disolverse si recibía el azote de unas fuertes lluvias.
Arthur se coló:
Pero este es un medio ambiente más seductor para los humanos.
—Es primitivo —replicó Killeen en voz tan baja que sólo Arthur pudo oírle.
Observa los árboles en forma de paraguas y el césped que hay delante de cada cabaña primitiva. Mira allí; un estanque, y de buen tamaño, además. Apostaría a que en los interiores encontraremos alfombras, que son, en esencia, los equivalentes del césped. Los humanos evolucionaron desde un mosaico ambiental en donde había árboles bajo los cuales podían refugiarse si necesitaban protección, agua superficial y abundantes pastos de tierra verde. Esta nueva Ciudadela de los King se parece inconscientemente a la sabana antigua. Hatchet ha construido una nueva clase de Ciudadela, que refleja profundamente el origen desde el cual todos hemos evolucionado.
Killeen estaba de acuerdo en todo, y se preguntaba cómo habían conseguido los King hacer todo aquello. Hatchet habló, dando la bienvenida a los Bishop y a los Rook, con una sencilla y directa cortesía. Más tarde celebrarían una ceremonia completa, les aseguró, como requería tan portentoso evento.
Ledroff solicitó el privilegio del dakhala. Este obligaba a una Familia a dar cobijo a los seres humanos que estuvieran huyendo para salvar sus vidas. Aquello nunca se había aplicado a toda una Familia en fuga, pero Hatchet asintió calurosamente y dio su aquiescencia formal. Al comprobar que se mantenía vigente aquella tradición humana, todos lo celebraron con aplausos. Hatchet les obsequió con jofainas de agua aromatizada.
Killeen sentía el peso de las palabras de Hatchet y la fuerza franca e inexorable de aquel hombre, el fundador de la nueva Ciudadela.
En la mente de Killeen floreció la esperanza de que el Capitán de los King sabía algo que él mismo ignoraba, y que tenía una base firme donde apoyaba la increíble esperanza que expresaban allí, mediante el simple barro. Después de todo, una Ciudadela implicaba que no tendría que enfrentarse al problema de abandonar a Toby.
Mientras avanzaban entre las exclamaciones de saludo y los jubilosos gritos de su recepción, Killeen olvidó todas sus dudas y se dejó llevar por la maravillosa impresión que proporcionaba todo aquello. Apenas si podía andar a causa del profundo cansancio que iba apoderándose de él, pero prescindió del agotamiento, deseando, más que cualquier otra cosa, poder confiar.
Al día siguiente ya no pensaba igual. La claridad había regresado mientras Killeen yacía con insolación a lo largo de toda la mañana y toda la tarde. El dolor punzante del lado izquierdo había disminuido. Todavía no podía levantar el brazo más que unos cinco centímetros.
Hatchet y algunos de los demás King decían que al parecer el peón había vaciado secciones completas del sistema sensorial de Killeen y de Toby. Al verse interrumpido, la sonda mental del mec se había retirado, arrastrando los centros de control del brazo izquierdo de Killeen y todos los mandos y conexiones nerviosas de la pierna de Toby.
También había notado otras pérdidas. Rebuscando entre las perpetuas vocecillas que se alzaban detrás de su mente, Killeen echó de menos un Rostro, Rachel, y un Aspecto, Txach. Nunca los había usado mucho, pero su ausencia había dejado un hueco silencioso.
Anochecía de nuevo cuando Killeen salió para pasear por las calles de Metrópolis dispuestas al azar. Los senderos serpenteaban adrede entre la vegetación para evitar que los mecs los descubrieran desde el aire. Las cabañas estaban desperdigadas para evitar constituir blancos fáciles. Los miembros de la familia King llevaban turbantes y no daban tanta importancia al peinado.
Todos parecían ser conscientes de su misión, por lo que cultivaban y ejercían sus oficios con mucha diligencia. Había centenares de ellos discurriendo por las retorcidas callejas.
Al igual que los Bishop y los Rook, vestían camisas y pantalones de tela impermeable. Los suyos lucían muchos más ornamentos que anunciaban de una manera muda el tiempo de ocio de que disponían para bordar los complicados emblemas de los King, bucles y espirales. Cada miembro de la Familia tenía un diseño diferente. Algunos llevaban con orgullo unos parches que indicaban su ocupación profesional en la Familia.
Killeen había esperado que el paseo renovara su fe en el sueño de Hatchet. Mientras deambulaba por las calles polvorientas sentía una especie de callada admiración por aquella Familia, que había escapado de los peores ataques de los Merodeadores y que no obstante se fiaba de unas burdas estructuras de gruesas paredes.
Estaban friendo buñuelos y con ello el aire se llenaba de unas apetitosas promesas. Las paredes estaban distribuidas irregularmente, levantadas sin cuidado y completamente desalineadas. Aunque hacía poco tiempo que estaban hechas, las encontraba decrépitas. Allí no había el menor rastro de la precisión que Killeen esperaba hallar en las construcciones mecs.
Todos los edificios que había visto habían sido construidos por los mecs, con placas de metal y de cerámica colocadas con toda precisión. El único ejemplo que podía considerarse una réplica de la arquitectura mec era la Ciudadela donde él mismo había crecido, un majestuoso conglomerado construido a lo largo de siglos.
La Ciudadela Bishop había tenido baluartes formados de metal mec y piedra, con la forma y disposición adecuadas para sostener pisos y más pisos que se apoyaban sobre amplios arcos. Vista a la luz del día, aquella Ciudadela King era un insulto a la memoria de la otra. Pero se recordó a sí mismo que aquello por lo menos constituía un principio. Y él no estaba en situación de criticarlo.
Sabía que debía sentirse animado por la ferviente actividad y por aquellas paredes sólidas. Pero sólo podía pensar en Toby.
El muchacho ya podía hablar débilmente. Su cuerpo respondía a los masajes generales que le daba Killeen, con excepción de las piernas, que se habían quedado inmóviles. Más que por el dolor físico, que ya iba desapareciendo, Toby se estremecía por lo que les sucedía a los miembros de su Familia que quedaban inválidos.
Tenía que dejarse convencer de que estaba en un hogar, en un sitio fijo, por la solidez de las paredes de la choza más que por las palabras de Killeen. La Familia Bishop ya no estaría obligada a efectuar más marchas. No iban a dejarle abandonado.
Killeen había hablado con él. Poco a poco, había ido comprendiendo aquellos argumentos. Y una vez logrado eso, la cara de Toby se había quedado colapsada en una expresión de calma. Luego había caído en un sueño profundo.
Pero los temores de Killeen no se habían calmado tan fácilmente. Regresó hasta donde había oído decir que Hatchet estaba negociando con Ledroff y Fornax. Traspasó la vulgar valla que rodeaba la choza de reuniones del Capitán Hatchet. Se veía claramente que las chapas de la valla eran de metal mec sin pulir, pero los postes estaban burdamente fabricados con madera y tenían que ser de obra humana.
Luchó con el cierre de la valla y sólo entonces advirtió que todavía no había recuperado el uso del brazo izquierdo.
Mientras andaba lo había hecho oscilar, era como un peso de madera que por lo menos no le impedía caminar. Hasta entonces había considerado su herida como una simple enfermedad. Mientras se dirigía a la reunión, tuvo la certidumbre de que nunca más podría correr, llevar pesos, o luchar como había hecho hasta entonces. Ello significaba que se había casado con aquella Metrópolis hasta un punto que nunca hubiera sospechado.
Hatchet acompañaba a Fornax para despedirse de él, cuando Killeen llegó. Había sido un día completo de continuo tira y afloja, de negociaciones. Killeen ya lo sabía. Habilidades que intercambiar. Chips de Aspectos y Rostros con conocimientos poco comunes. Ya había aparecido el instinto de comercio. Desde tres chozas más allá, había oído que gritaban de vez en cuando.
Había un protocolo estipulado para las relaciones entre las Familias, una ordenanza litúrgica. Los Bishop y los Rook eran huéspedes de aquella Ciudadela en ciernes. El ofrecimiento de comida y de alojamiento tenía sus floridas reglamentaciones. Todo aquello requería tiempo, pero había asuntos más esenciales, tales como la supervivencia y la defensa, que habían llevado mucho más tiempo. Cuando hubieron finalizado el protocolo, los tres Capitanes habían iniciado otro ritual con comentarios más mordaces. Tanto Fornax como Ledroff sólo podían tener una idea limitada de lo que los King habían conseguido. Cada palo clavado en el suelo y cada pared de arcilla representaba un reproche hacia las otras Familias. La dignidad de los Bishop y de los Rook exigía que no demostraran el menor indicio de envidia, así que allí se habían desarrollado discusiones con gritos y posiciones enconadas. Killeen se alegró de haber llegado tarde.
Pidió permiso para entrar a una mujer joven que estaba de guardia en el exterior. Ante su sorpresa, se lo concedió de inmediato.
Hatchet le ofreció asiento y le dio una taza de té, oscuro, espeso y con menta. Killeen se lo bebió al instante y pidió más. Hatchet hizo un gesto de satisfacción, cogió la tetera y llenó una taza mucho mayor que había en una repisa detrás de él.
—Nos parecemos —dijo con entusiasmo—. También a mí me gusta que todo sea fuerte y en abundancia. ¿Estás de acuerdo?
—Um.
—¿Has pensado más en lo del Mantis?
—Algo.
—¿Por qué crees que aquel peón tenía sesos?
Killeen sorbió té y lo miró de soslayo.
—El Mantis debía de haberlo dispuesto así.
—¿Cómo te imaginas que pudo hacerlo?
—Aniquilamos todas las mentes fraccionarias que tenía en el cuerpo principal, cuando acabó con tantos de nosotros. Pero entonces no podíamos sospechar que se estuviera sirviendo de peones que a su vez poseyeran mentes fraccionarias.
Los ojos de Hatchet se agrandaron a causa de la sorpresa.
—¿Y las tienen?
—Claro que sí. Como el peón que nosotros acosamos y que nos hirió. Aquello no fue ningún accidente.
Hatchet no añadió nada. En vez de replicar, como habrían hecho Ledroff y Fornax, se quedó sentado pensando durante un rato, sin verse obligado a proseguir la conversación o pretender haberlo entendido todo. A Killeen le gustaba aquello. Hatchet era muy corpulento y estaba sentado en una tumbona oscura de forma alargada y rara que parecía adaptada a su figura. Osciló hacia delante, apoyando sus grandes y anchas manos sobre las rodillas, y al fin dijo pensativo:
—Se cambia a sí mismo. Se adapta.
—Así parece —asintió Killeen.
—No es como los otros Merodeadores.
—No cabe duda.
Para Killeen representaba un gran alivio poder deshacerse de esta manera de todos los temores indefinidos que tenía guardados. Ya desde la muerte definitiva de Fanny, Killeen había notado un vago y creciente malestar acerca del Mantis y lo que podía significar. Aquello ya no era una leyenda, sino una fuerza muy real, aunque no fuera tangible.
Hatchet dio una palmada, las paredes de endurecida arcilla hicieron rebotar el sonido y lo acentuaron. Killeen llevaba tanto tiempo viviendo al aire libre que aquel sonido le llegó como una sorpresa que le sobresaltó.
—No es más que eso, ¿eh? Cambia de forma. Cuando vosotros os encontrasteis con la Familia Rook dio la muerte definitiva a muchos de vosotros.
Killeen puso mala cara.
—Sí, ¿y qué?
—Pero ahora, se encuentran tres Familias y no hace nada.
Hatchet lo había comprendido.
—Aquel peón significa que ha de andar cerca.
—Se ha enterado de lo de Metrópolis. Si antes no lo sabía, ahora sí.
A Killeen no le gustaba aquella línea de pensamiento, pero puesto que la había iniciado, no podía rechazar la idea hasta agotar sus consecuencias.
—En tal caso, ¿por qué no nos ataca ahora mismo?
Hatchet reflexionó, sin preocuparse de si su labio se alargaba hacia delante al pensar, sin fijarse en las apariencias.
—Tal vez no sabía que estábamos aquí, y antes que nada quiere estudiarnos un poco. O tal vez tiene miedo de enfrentarse a una plaza bien defendida. Hemos colocado muchísimas trampas para los mecs, por estos alrededores.
—La última vez, no parecía tener miedo —observó Killeen secamente.
Hatchet entornó los ojos.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Nada. Sólo que no me lo puedo imaginar echándose hacia atrás.
—Otros Merodeadores no quieren venir por aquí, ¿por qué tendría este que ser distinto? Estamos exactamente en el centro del Salpicado. Tierras húmedas. Por el sur incluso hay pantanos. Las cadenas desplazadoras de los Merodeadores se hundirían hasta el borde, si vinieran por aquí.
—Es posible.
—¿Qué otro motivo podría obligarles a mantenerse alejados?
Hatchet empezaba a irritarse. Killeen trataba de adivinar el motivo. Tenía algunos rudimentos del trabajo con la arcilla y el lodo, por haber visto a sus tíos hacer pequeñas chapuzas en la Ciudadela Bishop. Aquella nueva Ciudadela databa a lo más de dos años atrás, a juzgar por la edad del recubrimiento de las paredes. Suponía que Hatchet trataba de convencer a Ledroff y a Fornax de que él era el líder natural de las Familias reunidas de nuevo, puesto que después de todo, Hatchet había edificado una Ciudadela que funcionaba y mantenía alejados a los Merodeadores. De alguna manera, Hatchet había equiparado en su mente la solidez de aquellas paredes de arcilla, la valla de frágil metal y madera, con el hecho de mantener alejados a los Merodeadores.
Killeen tenía en la punta de la lengua una aguda réplica a la pregunta de Hatchet. Pero entonces comprendió por dónde podría discurrir la conversación y descubrió que se hallaba frente a una elección. Podía seguir apretando a Hatchet y después dejar de hacerse el importante, o bien podía tomarlo desde otro ángulo.
Hizo algunos comentarios sobre lo impresionado que estaba por Metrópolis y su alegría de que todo el mundo estuviera bien alimentado. Luego dijo como por casualidad, para captar la voluntad de Hatchet:
—¿Hacia dónde supones que apunta todo esto?
Hatchet se frotó la larga y puntiaguda nariz.
—¿Qué quieres decir?
—¿Qué habéis hecho… en seis años?…desde que los mecs atacaron a todas nuestras Ciudadelas.
—Pues lo mismo que vosotros, me parece.
—Sí, lo de siempre. Desde entonces hemos estado huyendo. No hemos podido detenernos nunca más de cinco o seis días seguidos. No hemos tenido tiempo para reflexionar.
Hatchet se encogió de hombros.
—¿Y qué?
—¿Te has preguntado alguna vez si este era su propósito?
—¿Qué?
—Tal vez ellos no querían que pensáramos ni que pudiéramos aprender de nuestros Aspectos. De todas formas, ¿por qué destruyeron las Ciudadelas? ¿Sólo porque íbamos a saquear sus factorías?
—Nos odian —apuntó Hatchet, como si se tratara de una verdad inamovible.
—Es posible. ¿Alguien se lo ha preguntado alguna vez?
En el rostro de Hatchet apareció una expresión precavida.
—¿Y quién podría haberlo hecho?
Killeen se estaba concentrando en sus propios pensamientos pero advirtió la leve vacilación en los ojos entornados de Hatchet. La angulosa barbilla del hombre giró y captó la moribunda luz del ocaso de Dénix a través de un agujero abierto en la pared que hacía las funciones de ventana. Hatchet estaba ocultando algo.
—Los King solían comprender bien el lenguaje de los mecs.
La boca de Hatchet se hizo más delgada.
—Así es.
—Pienso que tal vez hayáis podido recoger alguna información desde que tuvo lugar la Calamidad.
—Hemos estado corriendo durante años, igual que vosotros.
—Estoy seguro de que habéis salido mejor parados que nosotros —apuntó Killeen para limar las asperezas de aquella conversación. Era mucho mejor dar marcha atrás y enfocarlo desde otra dirección.
Hatchet se distendió un poco, pero no dijo nada.
Killeen continuó, con facilidad:
—Nosotros teníamos una traductora adiestrada, pero el Mantis la mató.
—Nosotros tenemos un traductor, una mujer.
—¿Ha averiguado mucho?
—Nada que nos fuera útil.
—Ya veo.
—Vosotros, los Bishop, ¿tenéis algún Aspecto que pueda traducir? —preguntó Hatchet.
—¿Leer signos y cosas así?
—Cualquier habilidad que tengáis. Siempre son necesarias.
—Bien… —Se lo preguntó a Arthur, y contestó—: No tenemos ningún Aspecto que pueda hacerlo, pero uno de mis Rostros sí.
—¿Lo hace bien?
—Regular.
Hatchet parecía ocultar un interés detrás de sus velados ojos.
—Bien.
—Aquella mujer traductora…
—Ahora está enferma.
Killeen seguía preguntándose qué estaba ocultando Hatchet.
Tal vez sólo se trataba de asuntos privados de la Familia King. Probablemente lo mejor sería abandonar de momento aquel tema.
Las ideas se agolpaban en la mente de Killeen y no pudo resistir expresarlas de viva voz.
—El caso es: ¿por qué atacaron las Ciudadelas?
Hatchet se tiraba de los labios, y la mueca alargaba todavía más su cara bajo la penumbra dorada.
—Estaban irritados, tal vez.
—¿Y por qué nos envían el Mantis, ahora? ¿Por qué han tenido que construir un Merodeador especial?
—Para acabar con nosotros. —Hatchet estaba distraído, preocupado, y no quería que se le notara.
—¿Por qué tomarse tantas molestias? Un diseño completamente nuevo. Primero nos atacó con espejismos, de verdad que eran muy buenos. Parecían absolutamente reales. Nunca había visto antes a un Merodeador que pudiera hacer algo que ni siquiera se aproximara a aquello.
—Sigue.
—Matamos lo que creíamos que era su mente principal. Magnífico. Luego descubrimos que había dispersado su inteligencia en mentes fraccionadas, de forma que las matamos a todas. Pero ayer nos topamos con un peón que tenía una mente compleja… y armas.
—Hey, poco a poco —exclamó Hatchet, inclinándose hacia delante.
Killeen se dio cuenta de que había estado gritando, y que cerraba con fuerza el puño derecho. El izquierdo le colgaba, inútil e inerte.
—Bien, ya lo ves. Están poniendo en acción muchas cosas en el Mantis.
—En eso estoy de acuerdo.
Hatchet aspiró a través de los dientes, mirando abstraído hacia la lejanía.
—Vosotros sois una gente que ha sufrido mucho. Más que nosotros. Entiéndeme, no es que os cedamos de mala gana un espacio, a pesar de que habéis atraído a este Mantis.
—Lo apreciamos en lo que vale —agradeció Killeen. La verdad que se callaba el Capitán era que Metrópolis no sería capaz de resistir al Mantis. Hatchet tenía miedo de aquello.
Pero los King todavía tenían mucha confianza. Algunos ya habían pasado por su choza y le habían obsequiado con historias de cómo habían rechazado los ataques de los Merodeadores. Pero Hatchet comprendía que el Mantis era algo diferente.
La llegada de las otras Familias tal vez no era sólo la bendita reunión de la humanidad. También podía significar el fin de Metrópolis.
¿Era aquello lo que Hatchet intentaba ocultar? No, allí había algo más. Hatchet había mencionado rápidamente y muy por encima lo que había descubierto el traductor.
No era oportuno sugerirle que fueran en busca de la pista del Mantis.
Hatchet jamás dejaría a Metrópolis desguarnecida de sus principales tropas. Y todavía más, Killeen se daba perfecta cuenta de que él mismo no era un buen anuncio de la sabiduría que representaba ir en pos de aquella máquina.
Su brazo izquierdo colgaba inerte a su lado como un argumento en contra.
Dijo algunas cosas más para hacer hincapié en su gratitud, aunque estaba seguro de que Ledroff y Fornax habían hecho lo mismo. No se perdía nada ni causaba el menor daño en mantener las buenas maneras entre las Familias.
Pero añadió:
—El caso es: ¿por qué los mecs intentan hacernos morder el polvo?
—Nos odian. Simplemente, lo llevan en la sangre —repitió Hatchet.
—No estoy de acuerdo —declaró Killeen, después de haber respirado hondo.
—Pues entonces, ¿qué?
—Opino que nos temen a nosotros. Por algún motivo, les asustamos.
Hatchet se rio de una manera extraña. Después se levantó, lo que era señal de que se había agotado el tiempo de Killeen y que el Capitán de los King tenía otras cosas que hacer.