A
la mañana siguiente, Killeen se levantó para oír las noticias que zumbaban a través del campamento. Durante la guardia nocturna, Shibo había descubierto un peón que les observaba desde un monte lejano. Había disparado contra él, pero el rayo no le había alcanzado o, lo que tal vez fuera peor, había sido desviado.
Ledroff y Fornax decidieron enviar un equipo de rastreo en pos del peón. Los dos Capitanes se llevaron a sus respectivas Familias en ángulos divergentes.
Seis voluntarios formaban la partida. Había dos hombres de los Bishop, que todavía estaban muy afectados por las muertes de sus familiares causadas por el Mantis. Otros dos eran mujeres de los Rook, enjutas y angulosas. Llevaban los cabellos muy cortos y enrollados en apretados nudos formando un dibujo y unos caracteres procedentes de algún antiguo símbolo monumental, cuyo significado nadie conocía. Eran campeonas de carreras, entrenadas para la caza y muy aficionadas a la persecución. Shibo, aunque no era una campeona, propiamente dicho, tenía amistad con ellas y también se presentó voluntaria.
Ellas se reían y bromeaban con los dos hombres, y a Killeen, que era el sexto, no le parecían diferentes de las otras mujeres que había conocido. La Familia de los Bishop no tenía mujeres cazadoras, aunque en ciertos aspectos Jocelyn era también una campeona. Killeen dedujo a partir de sus conversaciones que los Rook habían mantenido siempre una escrupulosa y equitativa distribución de los trabajos, es decir, que las mujeres y los hombres se repartían a partes iguales la cocina y la caza, la defensa y los oficios, hasta el transporte de carga y la especialización en las carreras. Las mujeres Rook dejaban al descubierto, a través de su ropa impermeable gris verdosa, grandes zonas de sus musculosos muslos y pantorrillas, pero no obstante se comportaban con una indiferencia ligera y diáfana.
Killeen descubrió que todos estaban de acuerdo en que los peones especiales les conducirían hasta el Mantis; y si le podían atacar por sorpresa, tendrían mucha más ventaja que si los sorprendidos eran ellos.
Así pues, se dispusieron a tener un día largo y cansado. A pesar de que en el transcurso de los siglos habían adquirido una constitución muy apta para la carrera, Killeen sabía que tenía que reservar energías y controlarse. Los años empezaban a pesarle. Los ya habituales dolores en rodillas y caderas le decían que estaba llegando al límite de su resistencia. Unas débiles sensaciones llegaban desde sus sensores insertados, que le transmitían su inventario micromolecular. Killeen lo recibía de forma automática y lo tenía en cuenta, aunque no tenía ni idea de su origen.
—Toby está bien —le transmitió Shibo.
Killeen parpadeó.
—¿Tan fácil te resulta adivinar mis pensamientos? Pero tienes razón, no me gusta dejarle atrás.
—Al parecer, el Mantis sólo ataca a los mayores.
—Eso es lo que me repito sin cesar. Supongo que vale la pena que nos expongamos para intentar saltar por sorpresa sobre él.
—Ten confianza. Todos confiamos —le aconsejó ella, pensativa.
Desde que empezaron a correr, habían seguido las huellas del peón a lo largo de un arroyo pantanoso. Las corrientes de agua bajaban libremente por las laderas. El hielo se iba fundiendo por debajo y las filtraciones formaban pozos en las zonas más bajas donde se desarrollaban, como si quisieran celebrarlo, unas amplias extensiones de verdor.
Siguieron las huellas de las bandas metálicas hasta llegar a una amplia llanura. Killeen estaba cada vez más exasperado a medida que registraban el área. Sabía cuál era la velocidad típica del peón y de su habilidad para desplazarse sobre el terreno. Aquellas huellas seguían una ruta limpia e inteligente entre las masas salientes de rocas desbastadas por el hielo y las zonas de maleza baja en los pantanos, donde las bandas metálicas podían averiarse o trabarse. Aquel peón era más listo que los que había visto antes. Mientras cubrían la llanura a saltos largos y de poca altura, utilizando los impulsos de las botas, los otros también constataron lo mismo.
—Esto no sigue —transmitió una de las mujeres por el sistema de comunicación—. Las huellas acaban aquí.
—El viento las borra —transmitió Shibo.
La tierra estaba seca y conservaba las huellas. Cuando la arcilla endurecida daba paso a la arena, las huellas se desvanecían. Killeen pasó deprisa sobre la oscura zona arenosa.
—No veo por dónde ha podido salir —masculló.
—¡Revisad todo el perímetro! —gritó la otra mujer Rook. Era la que inspeccionaba aquella zona y parecía tomar como una ofensa personal cualquier retraso en su misión.
Recorrieron el borde exterior del ancho y profundo terreno aluvial. Por ninguna parte volvían a salir las huellas de las bandas articuladas. Pero en toda aquella amplia área no había ningún refugio donde se pudiera ocultar un peón.
—¡Búsqueda por secciones! —gritó la mujer Rook. Dividieron aquella área oblonga en piezas menores mediante un reticulado que registraron en atenta búsqueda, mirando debajo de cada matorral. Nada.
El Comilón y Dénix estaban ya muy bajos en el accidentado horizonte cuando se dio por vencida. No había el menor rastro del peón.
—No me gusta nada que nos vayamos sin haberle echado la vista encima —dijo la mujer.
—Esto no tiene el menor sentido, maldita sea —exclamó uno de los cansados hombres Bishop, con exasperación—. ¡Si por lo menos hubiéramos visto llegar un transporte que se lo llevara! No hay ningún sitio por donde se haya podido largar el peón…
—Por el aire, tal vez —aventuró Shibo.
—¿Peones que vuelan? —ironizó la segunda mujer Rook—. Jamás he oído nada parecido.
—Los peones son demasiado torpes. Siempre lo han sido y siempre lo serán… —añadió uno de los hombres Bishop.
Durante el viaje de regreso, se vieron obligados a escalar terrenos muy escarpados. Era la primera vez que Killeen cruzaba por los pasos altos, porque la táctica de los Bishop era viajar por los valles, evitando las alturas importantes. Los Rook parecían estar más acostumbrados a aquello, y la mujer que encabezaba el grupo se empeñó en que tenían que atravesar los collados si querían reunirse con las Familias antes de que anocheciera.
Durante la larga ascensión, Killeen reflexionó sobre lo que había dicho aquel hombre. Las Familias siempre habían tenido en mente aquella expresión caprichosa y no comprobada: siempre ha sido así, siempre lo será.
Pero de pronto todo parecía señalar en sentido opuesto. Killeen comprendió de golpe que siempre andaban detrás de los zigzags de la civilización mec. La humanidad necesitaba las tradiciones y rituales que mantenían unidas a las Familias, y que antaño habían unido a los Clanes. Pero su verdadera arma residía en un cambio, y no en las anticuadas y muchas veces ineficaces pistolas y fusiles que llevaban. O en las armas robadas, a pesar de que eran algo mejores: los proyectores encontrados en los cuerpos inertes de los Merodeadores, y los láseres arrancados a los buscadores de minerales enterrados, los estúpidos Rastreadores. Tenían armamento adecuado para los problemas cotidianos pero no para el lento transcurrir de aquella guerra inacabable, una lucha que para uno de los bandos era desesperada y para el otro era algo meramente fortuito.
Llamó a Shibo por comunicación directa y le preguntó qué pensaba de todo aquello. La autosuficiencia y el distanciamiento que había mantenido la mujer se habían suavizado ligeramente, y Killeen había vencido en parte su timidez. Con todo, se sintió gratificado cuando ella contestó al instante:
—Debemos aprender la técnica mec. Sin duda.
—¿Quieres decir saber rebuscar mejor?
—No, construir. —Su voz era monótona, firme.
—Partiendo de partes mec podemos construir armas mec, es cierto, pero…
—Construir armas humanas. No debemos limitarnos a copiar las de los mecs.
—La gente odia a los mecs, Shibo. No quieren aprender de ellos. De todas maneras, tampoco podrían hacerlo.
Podía oír su empedernido murmullo a pesar de que ella se hallaba algo apartada. Se habían dispersado para evitar emboscadas. El grupo estaba ganando tiempo al atravesar un difícil paso alto. Nieveclara era un mundo tan joven que las montañas no tenían todavía suelo fértil.
—Los mecs procuran deliberadamente que sus artefactos nos resulten incomprensibles.
Aquello sorprendió a Killeen.
—¿Tú crees?
—Defienden sus técnicas para que no estén al alcance de las otras ciudades mecs. Lo que les confunda a ellos, nos engañará igualmente a nosotros.
—Entonces, parece que no hay esperanza.
—No es cierto. La técnica humana sí está a nuestro alcance. Los de las Arcologías la aprendieron…
Killeen no quería oír lo grande que había sido la humanidad en los viejos días. Pero para que ella siguiera hablando, añadió:
—¿Te refieres a ese Taj Mahal que hemos visto?
—Efectivamente.
—Si los humanos pudieron construir una cosa así en aquellos tiempos…
—También hemos de poder nosotros, ahora —soltó ella sin más.
—¿Cómo funciona esta arma tuya?
—Te lo enseñaré esta noche. —Ella levantó el largo cañón tubular.— Lo dejé a esta medida para que resultara manejable para los humanos.
—Estupendo —exclamó Killeen, impresionado.
Llegaron al campamento cuando empezaban a encender las pequeñas hogueras resguardadas. Había matorrales combustibles en la apartada hondonada resguardada que Fornax había encontrado para los Rook, y sobre un montículo cercano se habían distribuido los Bishop. Habría sido rebajarse si hubieran renunciado al honor de defender campamentos separados, sin tener en cuenta lo disminuidos que hubieran quedado los recursos de cada Familia. Por este motivo, cada una encendió los tres fuegos de ordenanza y los cubrió con un toldillo de tela impermeable sujeta a un marco tensor. Las llamas eran muy visibles en el infrarrojo, pero el ancho y escalonado toldillo dispersaba la imagen en un campo tan amplio que los sensores de los mecs no los podían captar. O al menos eso aseguraba la tradición.
Mientras entraba en el campamento pisando fuerte, y mientras se despojaba de su equipo, Killeen reflexionó sobre la cómoda manera en que las Familias se dormían entre sus reblandecidos supuestos. Tenían reglas empíricas, heredadas de sus antepasados muertos en batallas que, a la luz rápida de su propio legado, no eran más que nombres: El Empate de Juan Brincador, La Pared de Piedra, La de La Abuela, La Sorpresa de La Reverencia, La de Los Tres Discursos, La del Canciller. Eran unos nombres sonoros, de los que se hablaba con reverencia al calor de las hogueras. Pero Killeen se preguntaba si con cada uno de aquellos nombres no habrían heredado también una vulnerabilidad que no se veía. Aquella sospecha le inquietaba, porque hasta entonces también él había estado convencido de que la supervivencia de su Familia dependía de las tradiciones.
Comió junto con Toby, Jocelyn y Shibo. Todos ellos recogieron raíces y bayas, un agradable complementó de la comida comprimida que llevaban con ellos desde el último Comedero. Primero comprobaron si eran compatibles con la biología humana, y luego las aplastaron, mezclaron y calentaron con agua del río; la papilla que obtuvieron desprendía un aroma apetitoso. No tardaron mucho en dar cuenta de todo aquello.
Después, la Familia se dispuso a disfrutar de uno de los ratos más agradables de sus jornadas; era un período de tiempo de relajación y de sensación de plenitud que echaba un piadoso telón sobre las preocupaciones para facilitarles el inminente sueño. Entonces empezaron las charlas. Se desarrollaban alrededor de los tres fuegos protegidos que, como espirales de encantamiento, les hacían olvidar sus maltrechos cuerpos y los constantes temores. Dos Rook visitantes describieron sus huidas y batallas. Las mujeres Rook intercambiaron explicaciones de los olores y señales que permitían descubrir a los mecs y cómo leer sus huellas para saber cuándo las habían hecho y con qué intención. Contaron que algunas veces se escondían con astucia cerca de las fuentes y lagunas. Primero Fornax inició un ligero debate, y luego lo hizo Ledroff.
Todos disfrutaban con la unión de las dos Familias, porque aquello significaba una avalancha de nuevos cuentos, bromas e historias. Había también rumores de amoríos, pero Ledroff los cortó de plano levantando una ceja y poniendo mala cara. Era preferible no fomentar aquellas cosas. A pesar de todas las adversidades, los Rook no habían disminuido sus impulsos sexuales, y los Bishop no estaban en condiciones de ofrecer una respuesta a sus insinuaciones a causa de sus líbidos deshidratadas. Aquello podía provocar un cierto descontento triste y melancólico.
El éxito tiene muchas voces, pero el fracaso es mudo. Hubiese sido conveniente tener una historia que contar sobre la jornada del equipo de persecución. Killeen meditaba con tristeza sobre cómo habían perdido la pista del peón. Fingió tomar parte en los cánticos que se elevaron después de comer, y se limitó a escuchar el principio de los relatos, antes de escabullirse de allí.
A Cermo no se le escapó su estado de ánimo y se acercó a él, ofreciéndole un frasco del áspero pero poderoso aguardiente. Killeen sintió una inmediata y punzante necesidad de beber, alargó el brazo… pero luego cambió de idea.
—Creo que será mejor no beber hoy.
—Vamos, vamos. Ha sido un día duro. Un poco de alcohol te sentará bien.
—Me haría caer de culo. Me atontaría. Si dejas que empiece, voy a tragarme todo lo que tienes.
—No antes de que yo pegue un trago —replicó Cermo con sorna, y Killeen descubrió que el hombre ya había bebido más de la cuenta.
—Lo siento, Cermo —dijo cariñosamente.
Tuvo que hacer un esfuerzo consciente para alejarse de allí. Ya casi podía notar el áspero sabor del aguardiente, y oler sus espesos vapores. Pero sabía lo que tenía que hacer y cómo acabaría si se permitía beber.
Escapar hasta los refugios embrutecidos de la propia mente resultaba demasiado fácil. Hasta entonces había tenido mucha suerte. Nada peligroso le había ocurrido mientras bebía o estaba con resaca o se conectaba a un circuito estimulador en un Comedero.
Pero la suerte no puede durar siempre.
Debía mantenerse con la mente clara si quería aprender de una vez. Se impuso el ir en busca de Shibo, que estaba sola. Los pómulos altos de la mujer recogían la media luz, el efecto subrayaba sus ojos y los hacía aparecer misteriosos e insondables. Como el último miembro de los Knight, siempre sería bien recibida alrededor de los fuegos de campamento. Pero ella los frecuentaba en raras ocasiones, y prefería juguetear con piezas mecs que siempre llevaba en una mochila negra.
Killeen pasó una hora con ella, que a él le pareció un día entero. No se había sentido tan intimidado y humilde desde los días en que salía con su padre en modestas incursiones para buscar piezas de desguace.
Shibo no sólo dominaba la técnica de los mecs sino que la hacía comprensible. Era capaz de recargar las municiones de su fusil. Sabía cómo realinear el alma del mismo. A partir de piezas viejas de los mecs, había hecho un cargador que se adaptaba perfectamente a la caja del arma. Se ajustaba perfectamente a su exoesqueleto, de tal manera que para recargar mientras estaba disparando no tenía más que respirar. Killeen admiraba la habilidad con que aprovechaba su deficiencia (las siempre móviles costillas de su exoesqueleto) y la convertía en una ventaja. Disparaba con una rapidez que Killeen no había visto en nadie.
Mientras le enseñaba, se mostró mucho mas comunicativa que en cualquier otra situación anterior. Cuando era una jovencita, le habían adaptado un exoesqueleto. Una mujer artesana se lo había fabricado con espuma de policarbón, aprovechando restos de los mecs. Killeen sospechaba que aquello había potenciado la habilidad de Shibo para traducir los embrollos de los mecs a términos humanos. Tal vez aquella circunstancia era lo que la había salvado después de la Calamidad de los Knight.
Mientras le enseñaba, no mostraba presunción ni jactancia, sólo una penetrante atención a lo que estaba haciendo. A muchos miembros de las Familias les desagradaban los artefactos mecs y únicamente toleraban aquellos cuya estructura se adaptaba a ojos vista a la forma humana. Las perneras, los amortiguadores de choques adaptados a las pantorrillas, las chaquetas de molibdeno, eran instrumentos a los que Killeen estaba habituado. Hubo de reprimir su rechazo ante los nuevos artefactos que Shibo le mostraba.
Luego, de forma progresiva, empezó a sentirse intrigado. En las manos de Shibo, los objetos alienígenas adquirían una dimensión humana que los redimía. Su pensamiento, rápido e incisivo, le abría caminos y hacía desaparecer los misterios mecs.
—Ya está bien, basta por hoy. Ahora hay que dormir. ¿Te parece? —dijo Shibo, y él casi sintió tener que abandonar el aprendizaje.
Cermo roncaba cuando Killeen pasó por su lado. La boca del hombretón bostezaba con descuido hacia el cielo.
Killeen se sentía inquieto a pesar del cansancio, pero no quiso unirse a las figuras que se sentaban junto a las hogueras. Aunque no le importaba el mal olor que le impregnaba después de tantos días de marchas forzadas, recordó la vieja norma de su madre: báñate cuando puedas, porque nadie sabe si los Merodeadores tienen un buen olfato.
Encontró no muy lejos una pequeña corriente de agua que procedía de una aglomeración rocosa en forma de cuerno. El agua le dejó aterido al instante y luego le provocó un dolor que le penetraba por los pies. Con todo, resistió unos largos minutos de agonía, saboreando aquella abundancia de agua, mayor que la que había encontrado después del Comedero.
Luego se vio obligado a andar un poco para devolver la circulación a las piernas y detener el dolor callado que sentía en ellas. Por esta razón estaba algo distanciado de los toldillos del fuego, y pudo ver que se acercaba el Empolvador, pero como estaba prácticamente desnudo, sin el equipo, no pudo hacer nada.
El Empolvador ya había llegado sobre las Familias antes de que Killeen, que corría entre los arbustos hacia su armamento, pudiera hacer otra cosa que chillar. Los Bishop salieron disparados de debajo de los toldillos teñidos de color rubí por las hogueras. El Empolvador llegó desde el norte a muy poca altura, y estaba distribuyendo una nube oscura que caía a su paso abarcando casi todo el horizonte. Se arremolinaba y zumbaba con un empuje ciego. Killeen no podía saber si los había tomado por un blanco especial, porque no pareció disminuir su marcha al barrer desde arriba los campamentos Bishop y Rook. La niebla negra formaba oleadas que luego empezaron a caer como si flotaran y no tuvieran la menor prisa por alcanzar el suelo y comenzar su trabajo. Killeen vio que la negrura avanzaba hacia él y recogió todos los elementos que pudo de su equipo. Dio algunos pasos, decidió que le iría mejor si se ponía las botas y se esforzó en colocárselas metódicamente, sentado en el suelo, a pesar del pandemónium que le llegaba a través del aparato sensorial desde la Familia, que huía a la desbandada.
Cuando se puso en pie, Toby corría hacia él y la nube iba descendiendo sobre la Familia como una enorme garra negra. Cayó a la azulada penumbra del Comilón y recogió los últimos haces horizontales de la radiación amarilla de Dénix, que cortaban de través al enjambre descendente. Porque entonces ya distinguía un enjambre y no las simples nubes de productos químicos corrosivos que Killeen ya conocía, los mismos que habían matado a su abuela. Aquello no era un polvo alcalino sino unas pepitas que parecían retorcerse y murmurar en el aire. Toby alcanzó a Killeen, y por una vez, el padre se alegró de comprobar que los antiguos, descuidados pero simpáticos hábitos de los muchachos servían para algo, porque Toby llevaba todavía las botas puestas y sólo se había desprendido a medias del equipo de marcha.
Toby echó mano a su cinturón principal y rebuscó en los arneses, donde llevaba algún armamento. Contra los productos químicos todo aquello no serviría de nada y no era más que peso muerto, lo único útil en aquellos instantes era salir corriendo a favor del viento. Pero ambos estuvieron de acuerdo, sin necesidad de gastar energía en hablar, que aquella amenaza que iba posándose era algo nuevo. Los objetos que caían planeando desde el cielo llegaban al suelo y rebotaban con habilidad. No tendrían más que unos tres palmos de ancho. Uno de ellos se precipitó hacia la pierna de Toby extrayendo unas clavijas romas. Estaba a punto de atacar su bota cuando Toby lo hizo saltar en pedazos, pero para entonces tres más habían aterrizado a su alrededor y otro cayó sobre la espalda de Killeen.
Le hizo caer de bruces. Una ráfaga de pánico atravesó a Killeen cuando echó mano a aquella cosa. Sentía aquellos brazos acabados en muñones que le apretaban el cuello. Un olor penetrante de estaño corroído le llenó los pulmones. La mano le resbaló sobre una cubierta lisa y algo zumbó junto a su cuello. Aquello le dio un pinchazo de frío acero que se extendió como un dolor abrasante. Pudo hacer presa en el artefacto y lo retorció con fuerza hacia abajo. Mantuvo la posición. Encontró un punto de apoyo para su otra mano y dio un tirón. El artefacto todavía seguía apretándole. Intentó revolcarse sobre sí mismo, pero de alguna manera la máquina contrarrestó el movimiento y siguió aferrada a él.
No llevaba los guantes puestos, y cuando asió los dos brazos romos que le estrangulaban, con los dedos tocó algo que parecía estar al rojo blanco, insoportable. Unas afiladas hachas de hielo le escarbaban la cara. Guiándose por el tacto, Killeen trataba de imaginarse la forma de aquello. Encontró el borde inferior e hizo fuerza en él hacia fuera, pero no consiguió moverlo. Se retorció y logró colocar ambas manos bajo el reborde. Estaba a punto de dar un tirón cuando de pronto desapareció el peso y rodó por el suelo. Toby había logrado arrancarle el artefacto utilizando una pala. Mientras Killeen se levantaba, Toby estrelló la pala sobre aquella cosa cuadrada y rechoncha. Zumbó y se quedó muerta.
Entonces echaron a correr. Las pequeñas máquinas iban cayendo como si granizara a cámara lenta. Killeen recordó por un instante —en forma de imágenes fijas que le permitía el fragor de la batalla— una ocasión cuando era niño y dejó que la nieve cayera sobre él para descubrir al momento que se convertía en bolas duras como las piedras, lo que le obligó a regresar llorando a la Ciudadela.
Aquellos mecs enanos no demostraban tener preferencias por los humanos. Los que cayeron sobre las Familias intentaron meterse en ellos mediante taladros-sierra vibradores. Tres personas resultaron heridas antes de que los otros pudieran librarles de las máquinas. Pero los otros mecs se dedicaron a las rocas y a la tundra, inspeccionándolas e introduciéndose en ellas. Su acción pronto empezó a provocar humos, formando unas nubes acres y sucias que contribuyeron a alejar a los humanos más que el mismo asalto.
Se reagruparon, pasando lista hasta que todos los Bishop estuvieron en formación. Las máquinas oscurecían el área; la Familia se alejó hasta una elevación cercana llena de hoyos, desde donde miraron hacia atrás.
Aquellos puntos voraces estaban arrancando de raíz y transformando una extensa franja que llegaba hasta las lejanas colinas. El pasillo que habían abierto no atravesaba la zona de los Rook.
—¡Qué me condene si alguna vez había visto a un Empolvador que soltara algo parecido! —exclamó Killeen con voz entrecortada.
—Parece como si se comieran las piedras —señaló Toby.
—En otras ocasiones el Empolvador ha tratado de ahogarnos, si no recuerdo mal —dijo Ledroff comedidamente a través del sistema de comunicaciones—. Pero este ha actuado distinto.
—Luchan contra la tundra —apuntó Shibo, con cara de preocupación mientras estudiaba la multitud de ruidosas máquinas que se iba alejando. Estaba en pie, firme, preparada, con todo el equipo dispuesto. Killeen advirtió además que tenía una rozadura en el traje, como si algo hubiera intentado introducirse por allí.
—¿Cómo? —preguntó Toby—. ¿Has caído rozándote con las piedras? —Cuando Shibo se encogió de hombros, su exoesqueleto rechinó y se dobló—. ¿Te has quedado enterrada en el hielo? —Otro encogimiento de hombros.
Killeen hizo un gesto afirmativo.
—Intentan reparar el mal que el Salpicado les hizo. Detienen el crecimiento de la vegetación.
—Pero ¿no nos perseguían? —preguntó Toby, incrédulo.
Shibo sonrió, agitando la cabeza con un movimiento lento y triste.
—No somos importantes.
—Todavía no comprendo cómo funcionan estos bichos pequeños que se meten por todas partes —insistió Toby.
—Nosotros tampoco —dijo Killeen.