3

A

vanzaban con rapidez, espoleados por los contactos visuales con el Empolvador y el Batidor. La vegetación, que poco a poco se iba haciendo más espesa a su alrededor, les había parecido, antes de aquellos encuentros, una callada promesa de paz verde. Sólo al dejar muy atrás a los mecs recuperaron aquella impresión.

Los miembros de las Familias comentaban en voz baja la suave humedad del aire, la hierba de color esmeralda pálido, las retorcidas y oscuras parras, las enredaderas que brotaban de las grietas y las pequeñas charcas resguardadas. El hecho de haber encontrado a un Batidor que realizaba su trabajo había sido un golpe para su sueño secreto y les empujaba todavía más lejos, hacia el centro del Salpicado.

Killeen no sentía aquella necesidad de seguir huyendo. Los Merodeadores le enfurecían, pero ya no le asustaban. Para él eran una amenaza constante, odiosa pero natural.

Incluso en los primeros momentos en que vio el Batidor, no pensó que hubiera algo malo en aquella escena sin protagonista posible. Aquellos peones, que mientras eran devorados lloraban clamando por su lejano protector, no dejaban de ser para él enemigos tan antiguos como el mismo Batidor que los estaba destruyendo. Y aunque una rabia ciega se había apoderado de él y habían salido a flote sus recuerdos, se dio cuenta de que los trenes orugas del Batidor no funcionaban correctamente porque algunos arbustos se le habían quedado enredados entre los eslabones. A los mecs les resultaba difícil desplazarse por aquellos terrenos llenos de vegetación. Esto representaba una ligera ventaja. Era otra manera de que los Salpicados hicieran revivir aquel mundo que había sido verde.

Ledroff les pidió que cantaran. Por el sistema sensorial comunal llegaba con fuerza una antigua marcha de la Familia, compuesta en un pasado remoto por algún maestro andariego. Killeen dejó que el rítmico espíritu de la música se apoderara de él. La canción de la Familia empezó a brotar por su garganta.

Aquella era su herencia favorita, mucho mejor que la de los Aspectos, con toda su verborrea incansable y altanera que podía durar varias vidas consecutivas. Aquella forma del arte melódico le gustaba de manera especial por la sucesión de movimientos progresivos, el arte de Mozart era maravilloso y absorbente. ¿Cuántas generaciones de la Familia había que retroceder para llegar al tiempo en que había vivido el compositor? Tal vez aquel hombre había sido su tátara-tátara-abuelo. A Killeen le habría gustado poder afirmar que les unía un parentesco próximo. Arthur intentó endosarle alguna antigua tradición, pero Killeen estaba tan absorto con los ritmos musicales que no le prestó atención.

Mientras daba saltos al ritmo de la canción y de la música, advirtió que la Familia avanzaba con mayor rapidez. Ledroff había hecho intervenir los ritmos acentuados para conseguir que se alejaran más aprisa del Batidor, para amortiguar los miedos. Había funcionado bien.

—¡Empolvador! —gritó alguien.

La música se interrumpió al instante.

A Killeen le pilló a mitad de un salto. Planeó durante un breve momento, cayó con estrépito al suelo y rodó hasta ir a parar a un riachuelo seco. Olió por todas las ondas largas.

—No recibo olor de mec.

Localizó a Toby y después oyó cómo las Familias buscaban refugio. Las madres y padres Rook llamaban a sus hijos con gritos lastimeros e histéricos. El aparato sensorial comunal estaba al borde del pánico.

Shibo transmitió:

—Identificación incorrecta. Mirad.

Puso el horizonte en un primer plano, y al principio no podía creer lo que veían sus ojos. ¿Tal vez Angelique le había estropeado el visor de largo alcance? Aquellos objetos volantes parecían estar muy lejos, pero notaba su olor muy próximo…

Shibo habló tranquila y claramente:

—Pájaros.

Atónitas, las Familias se pusieron en pie. Se sacudieron el polvo y admiraron en el cielo el revoloteo de aquella nube viva. Centenares de puntitos se precipitaban sobre los arbustos y piaban.

Durante un largo intervalo, nadie dijo nada. Después, unos gritos de entusiasmo viajaron por el sistema de comunicaciones. Algunos de los más jóvenes nunca habían visto un ser que volara y que no fuera de metal. Creían que sólo los mecs eran los amos del aire, sobre todo porque sus emisiones manchaban de un gris lechoso el cielo del alba.

Toby se adelantó corriendo y empezó a gritar:

—¡Hey, vosotros! ¡Hey!

Aquellos diminutos portadores de vida orgánica, en vez de recibirle con gozo como a un miembro de su mismo reino, salieron disparados hacia arriba, como una nube huidiza y asustada. Toby parpadeó, sorprendido.

Killeen rio.

—Has de tratarlos con más delicadeza.

Toby frunció el ceño.

—¿Acaso no les gustamos?

—La vida ya nace asustada.

—¿Asustada de la misma vida?

—Sobre todo de ella.

—Los mecs no nos tienen miedo.

—Los mecs tienen miedo de ellos mismos. ¿Te acuerdas de aquellos peones que hace poco lanzaban desesperadas llamadas de socorro?

Toby asintió y dijo con mucha decisión:

—Los mecs también tienen miedo de nosotros.

Killeen obsequió a su hijo con una triste sonrisa, plenamente consciente de los motivos del muchacho para hacer valer sus méritos con una declaración tan abiertamente falsa.

—Tal vez —contestó suavemente.

—Seguro que sí. —Toby acariciaba el bruñido acero de la pistola de disco que llevaba en la cintura, tocando con dulzura aquel pequeño emblema de poder.

—Los peones y los encargados lanzan llamadas desesperadas de socorro cuando nos ven, pero lo hacen porque nos confunden con unos mecs enemigos.

La boca de Toby se retorció en una mueca de evidente alegría.

—¡No es verdad!

—Lo es.

—Nosotros andamos sobre dos piernas. Los mecs se desplazan sobre bandas.

—¿Y qué?

—Los mecs tienen que distinguirlo.

—Nuestros equipos están hechos con metal mec. Los peones sólo distinguen esto.

—No es así; en absoluto —insistió Toby con franqueza.

Para poner fin a aquella pequeña ofensa a su concepto del género humano, dio un salto con sus potentes botas para llegar a su posición habitual de viaje. Killeen lo observó mientras se alejaba, era una delgada figura que se desplazaba a saltos con ligereza y con verdadera gracia por encima de barrancos y malezas.

Toby necesitaba sentir que la humanidad luchaba al menos en igualdad de condiciones con los mecs, que había posibilidades de perder o ganar en su interminable huida. Era una manera de aceptar y olvidar la matanza del día anterior. Killeen no deseaba mentirle, pero no quería tener que explicarle de forma abierta aquello que el muchacho iba descubriendo poco a poco: los humanos tenían tan poca importancia que los peones ni siquiera estaban programados para reaccionar frente a ellos. Sólo los Merodeadores tenían órdenes explícitas con respecto a los humanos, y aquellas órdenes eran simplemente las de exterminarlos. Lo más probable era que el terrible Mantis no desempeñara un papel decisivo en la cultura mec.

Hasta el mismo Killeen necesitaba superar el desastre de la matanza. No podía pasarse aquellas largas horas arreglándose el cabello y mirando pensativo al espacio, al igual que hacían otros, como Jocelyn, formando arabescos de pelo que se desharían en cuanto se pusiera el casco. Aquello nunca había sido una solución para él.

Killeen notaba el aturdimiento de la tristeza y del dolor como una tremenda, negra y embotada presión interior que era indefinida e insoslayable. En muy raras ocasiones hablaba de aquellos obstáculos interiores que percibía de forma confusa. Tiempo atrás, Jocelyn había intentado que él dejara aflorar sus sentimientos y se desahogara hablando; pero sólo había conseguido que él se sintiera incómodo y estúpido, al advertir que su lengua era torpe, correosa y traicionera.

Decidió que debía eliminar las frustraciones como en tantas ocasiones anteriores. Llamó a Ledroff:

—Voy a situarme al extremo más alejado del flanco izquierdo.

—Enterado y conforme —contestó Ledroff con evidente alivio.

Durante toda la mañana, el Capitán había sido blanco de todas las críticas y gimoteos. Al dolor por la matanza había que añadir la incomodidad de los pies cansados y los músculos fatigados, y con todo ello se podía guisar una amarga sopa de descontento. Jocelyn se había hecho cargo del flanco izquierdo durante todo el día, y necesitaba que alguien la relevara.

Allí, la tierra era lisa y joven, como si los elementos contundentes se hubieran contentado con mancharla en vez de levantarla. Las colinas estaban dispuestas en desordenados grupos allí donde se acababan las enormes cordilleras. Killeen corrió a grandes saltos hasta donde alcanzaba el sistema sensorial de las Familias. Desde aquella distancia descubrió que atravesaban unas ondulaciones regulares del terreno. Aquellas subidas y bajadas se desviaban ligeramente en línea curva de los triángulos humanos que avanzaban. Killeen torció el gesto ante aquel enigma.

Notó un tímido cosquilleo, que atribuyó a Arthur.

Considerando que estamos en un Salpicado, esto no ha de sorprendernos.

Killeen captó el ligero reproche del Aspecto por no haberlo consultado por propia iniciativa. Estaba listo si esperaba obligarle a pedírselo. Esperó unos momentos y Arthur no dijo nada más.

Killeen hizo entrar en plena actividad al Rostro de Bud.

  1. Los Salpicados crean ondas de choque.
  2. Se extienden a partir del centro.
  3. Comprimen las rocas.
  4. Dejan unas alineaciones montañosas.
  5. Estas alineaciones se curvan alrededor del centro.
  6. Es fácil de ver.

Antes de que Killeen pudiera contestar, Arthur escupió con acritud.

Esta es una de las hipótesis, es cierto, y se considera la más probable. Aventuraría que estas alineaciones de montañas sé han formado por una serie de ondas de choque reflejadas. Recuerda que los Empolvadores pusieron aquí esta tundra mucho tiempo atrás. Bajo ella se encuentra el hielo glacial de Nieveclara, que los Empolvadores han aislado de la biosfera consiguiendo con ello dejarnos en un ambiente muy seco. Las ondas de choque causaron una momentánea fusión de aquellos lechos de hielo. Esto causó unos movimientos orogénicos que dieron lugar a las montañas. Cuando…

  1. Es demasiado complicado.
  2. Sólo has de seguir las curvas.
  3. Deben volverse más verdes.

Killeen empujó a Bud y a Arthur lo bastante lejos como para que su inacabable discusión le llegara sólo como un débil y quejumbroso murmullo. Las botas le hicieron saltar sobre la siguiente cumbre y sintió crecer en él un sentimiento de libertad y aventura. Había comprendido parte de la discusión, lo suficiente como para sentirse interesado. El verdor era más intenso cerca de las cumbres, como si el hielo se encontrara allí más cerca de la superficie y en un día caluroso se fundiera lo suficiente para alimentar a las raíces más profundas.

Aquello era casi todo lo que podía recordar del penoso trabajo agrícola de los días de su infancia. En la Ciudadela, al igual que su padre, había preferido el vagabundeo y el pillaje. Pero a pesar de ello, se le había quedado pegado el arte de regar las cosechas con hielo fundido y en aquel momento tenía la creciente impresión de encontrarse en un refugio definitivo.

Aterrizó junto a una retorcida bola de chaparral para ocuparse de sus necesidades fisiológicas. Aquello requería algunos preparativos. Tuvo que quitarse los tirantes del pecho, el cinturón-almacén y los refuerzos para viajar a saltos. En esta posición quedaba más vulnerable, pero siempre prefería aliviarse en la intimidad. Ponerse una vez al día en cuclillas representaba para él una satisfacción que procedía en primer lugar de estar a solas y momentáneamente separado de la Familia. En segundo término quedaba la abstracta satisfacción de ayudar a la vida verde por medio de sus excrementos, que no servían para otra cosa. En tercer y último lugar, en la desolación de Nieveclara, aquel acto proporcionaba un alivio a su sudoroso cuerpo, a sus apretones y burbujeos interiores, procesos a los que dedicaba más pensamientos que a sus ritmos cibernéticos o a sus circuitos sensoriales y de defensa. En un mundo tan duro (aunque jamás lo hubiera admitido), aquel era un sencillo y elocuente placer.

Se relajó para concentrarse en las sensaciones elementales, al igual que lo hacía cuando se echaba en los húmedos brazos del alcohol a la menor ocasión. Cuando estaba agachado, aliviando su cuerpo, le sorprendió de pronto un ratoncillo que se había atrevido a salir por entre una maraña de parras y le miraba fijamente. Aquel era el primer animal que veía Killeen desde hacía muchos años. Parpadeó, sorprendido. El ratón miró desde abajo a aquel hombre-montaña y soltó un chillido. No parecía asustado, más bien en cierta manera intrigado.

—¿Sabes lo que soy?

Unos ojos húmedos lo estudiaron con cautela.

—¡Soy como tú! ¿Lo ves?

Unas pequeñas garras se alzaron, dispuestas a correr.

—Los dos cagamos, estamos empatados.

La nariz se retorció con escepticismo.

—¿Ves? También soy de carne. No soy un mec.

Aquella cosita peluda parecía fascinada por el tamaño de Killeen. Lo husmeó, emitiendo un ruidito. Se estudiaban mutuamente a través de un abismo inabarcable.

Al fin, acabó lo que estaba haciendo y se puso en pie.

—Oídme, he encontrado un ratón —transmitió por el sistema de comunicaciones general. Aquella noticia provocó gritos de alegría. Cuando Killeen saltó por encima de la ladera hacia el interior, el ratón todavía le estaba observando, con sus ojillos brillantes y limpios.

Aquella noche acamparon entre dos colinas cercanas. Ledroff asignó a Killeen el servicio de guardia de medianoche, a pesar de que aquella era la tercera noche consecutiva que lo hacía. Ledroff se estaba convirtiendo en un buen Capitán, pero se apoyaba en Killeen con más dureza que en los demás.

Shibo hizo parte de la guardia con él. Seguía decidida a mantener un mínimo de conversación, para que sus sensores pudieran captar la menor señal. A Killeen simplemente le gustaba su compañía. El cielo aparecía cargado de nubes, pero las estrellas lucían algunas veces.

Shibo tenía asignada la siguiente guardia y ambos debían dar juntos una vuelta alrededor del campamento para que Killeen le fuera señalando cualquier pequeño indicio que hubiera descubierto en la llanura envuelta en las sombras. Resultaba agradable andar al lado de ella; aunque el tiempo transcurría sin que se dijeran nada, estaban en comunión mediante sus enlaces sensoriales. Era mejor que estar acostado inerte, descansando en el campamento, cuando los problemas espantaban el sueño.

—¿Todo tranquilo?

—Sí —contestó él.

La ancha sonrisa de ella rompió la oscuridad con un creciente destello.

—¿Cansado?

—No. Podría demoler una montaña a patadas.

—¡Ummmm! —murmuró, fingiendo admiración.

—¿Has dormido bien?

—El suelo es demasiado duro.

—Coge algunos arbustos y hazte un colchón.

—Es mejor un colchón humano.

Sus ojos relucientes captaron el leve resplandor del disco del Comilón, y él comprendió que le estaba tomando el pelo.

—¿Hombre o mujer?

—De hombre, es mejor.

—No es cierto. De mujer es mejor. Tiene más grasa.

—¿Grasa? No lo creas.

—Tú tienes más que yo.

—No soy una cochina tragona.

—Eres de la clase de cochinos que me gustan. En el punto justo.

—No creerás que voy a estarme quieta debajo de ti.

Aquella no sólo era la frase más larga que le había oído pronunciar, sino también la más interesante.

—No esperaría que te quedaras quieta.

—Bueno. —Otra vez apareció la sonrisa blanca.

A él no se le ocurría qué decir. Los sensores de ambos, que siempre funcionaban estroboscópicamente, les invadieron de forma sutil, proporcionándoles una minuciosa información de sus respectivos mundos. Pero en el caso de Killeen, se sintonizaban con la sexualidad, las burlas y las ironías; las miradas de reojo se fueron haciendo cada vez más espaciadas bajo la luz del edredón estrellado que engalanaba la medianoche, y se convirtieron en algo infructuoso que ya no tenía un objetivo determinado. Killeen lo lamentaba y se devanaba los sesos para encontrar la manera de decírselo a ella. En aquel instante un animal saltó desde un arbusto cercano y estuvieron ocupados durante algún tiempo en calcular su paralaje y asegurarse de que no se trataba de otra cosa. Después de aquello, la magia se había esfumado y él no sabía cómo volver al punto inicial. Al parecer, últimamente las oportunidades se le escapaban de las manos; era como si el mundo pasara por delante de él demasiado aprisa como para poder atraparlo.

Cuando bordeaban una llanura agrietada, Killeen percibió un ruido de trinquete, frío y seco.

—¿Qué es eso? —Había intentado sacarle una o dos palabras a Shibo. Se detuvo de pronto, con la cabeza inclinada hacia un lado.

—Cánticos —respondió Shibo.

—¿Otras Familias? —preguntó Killeen esperanzado.

Durante muchos años los Bishop habían creído que estaban solos. Ahora ya se atrevía a imaginar una repetición del milagro. Toby dedicaba todos los momentos que le quedaban libres a sus nuevos amigos, y deseaba tener más.

—Es extraño.

—No son cánticos —declaró Killeen después de un momento—. Es una especie de…

—No son acústicos.

—Parecen como unas voces muy lejanas —aventuró Killeen—. Salen de una boca metálica.

Analizaron en todas direcciones, recorrieron visualmente arriba y abajo todo el espectro, con todos los sentidos amplificados al máximo. Pero nada.

—No percibo ningún mec —confirmó Shibo.

—¿Qué está diciendo?

—No es la primera vez que lo oigo. Es magnético.

—¿Qué? —Killeen se pasó al ultravioleta y captó una débil radiación.

Notó que se le erizaba el vello de la nuca.

Algo flotaba en la noche.

Pero era algo que no estaba hecho de materia.

Estaba alerta por si se acercaba alguna figura por aquel terreno ligeramente ondulado, pero no había prestado atención al aire. Entonces descubrió por encima de ellos unos velos de gasa luminiscente que se ondulaban. Desde un punto situado en lo alto, caía un rocío de rayos de luz blancoazulada que se entretejían. Forzó todavía más su visión, bendiciendo la habilidad experta de Angelique.

Los rayos formaban una inmensa y confusa red. Se extendía angularmente a través del cielo, estrechándose y convergiendo hacia el sur. Killeen mandó una pregunta silenciosa a Arthur.

Lo que estás viendo son las líneas dipolares del campo magnético de Nieveclara. Varía inversamente al cubo de la distancia al polo sur, que queda por debajo del horizonte, detrás de aquella cima. Esta forma local, sin embargo, es anormal. No alcanzo a comprender, pero cabe suponer que…

—¡Contesta! —dijo Shibo con una nota de urgencia.

Ella oyó algo que él no captó. Killeen dudó. Después de todo, aquella cosa podría ser una operación de los mecs.

Escuchó con toda atención. En cuanto acalló la voz cantarina y suave de Arthur, a duras penas recogió un ligero rasgueo.

Me detengo, entro y empiezo a emitir. ¡Escuchadme! ¡Ahora!

Killeen lanzó una mirada interrogante a Shibo, cuya tersa cara estaba absorta.

—¿De dónde vienes? —preguntó Killeen por el aparato sensorial. Con mucho esfuerzo logró que su voz se convirtiera en una mezcla de lenguaje acústico y eléctrico. Apretó la garganta como cuando un hombre intenta imitar a una rana. El resultado, transmitido y filtrado por una serie de chips incrustados en su cuerpo, envió unas señales electromagnéticas que se propagaban en ondas por el aire.

Hubo un momento de silencio, agitado por el viento. Y luego:

Las tormentas aúllan en el lugar donde estoy. Vosotros no sois más que unos vagos susurros. Habláis demasiado deprisa.

—Repito: ¿de dónde vienes?

De nuevo, una espera interminable.

Giro alrededor del Comilón.

—Igual que nosotros —exclamó Killeen, exasperado.

Por encima de él descubrió unas parpadeantes gotas anaranjadas que descendían a lo largo de los rayos azules. La voz de Arthur resonaba en su mente, explicándole que aquello eran partículas que caían hacia el polo, golpeaban contra la atmósfera y producían unos celajes de aurora.

Aquellos puntos trazadores le indicaron la enormidad del efecto. Aquella cosa-voz de la aurora dio forma a las líneas de fuerza y las convirtió en un cono magnético que descendía a partir de un punto que quedaba muy por encima de ellos. Una red, como una tienda de campaña, se extendía en abanico simétricamente en todos los lados. Killeen vio que él y Shibo estaban en el centro que marcaba en el suelo. Estaba claro que aquello no era un efecto accidental: aquella cosa intentaba hablarles a ellos en concreto.

Soy lento. Me canso cuando me dilato hasta tan lejos. Quiero ponerme en contacto con un ser que se llama Killeen.

Killeen parpadeó con tanta sorpresa que su visión se pasó al infrarrojo chillón.

—¿Qué…? ¡Soy yo!

Durante los largos segundos de silencio que siguieron, le pareció oír algunas débiles y temblorosas voces que silbaban por las líneas de campo. Como si quisieran escapar de una inmensa presencia.

Tengo un mensaje para ti. Atiende.

De forma imperceptible, el tono resonante cambió y pasó a recitar.

No intentes construir una Ciudadela. Sigue viajando. Pregunta por el Argo.

—¿Qué? ¿Qué es el Argo?

Yo sólo transmito este mensaje. No comprendo su contenido.

—¿De dónde procede?

De mucho más lejos. Hacia el Comilón.

—¿Quién lo envía?

No sé qué ser lo manda.

—¿Qué eres tú, entonces? —preguntó Shibo directamente.

Una concreción de flujo magnético. Un simple traje, dicen algunos, con que vestir el plasma. Nado en la luz que depende del cobre, al lado de la boca que no conoce fin. Estoy atrapado en las multipolares líneas de campo, envuelto elásticamente alrededor del disco cada vez mayor del Comilón.

Killeen tartamudeó, intrigado:

—¿Cómo diablos has conseguido llegar hasta allí?

Antes, yo era algo distinto. No sé qué era. Tal vez un Aspecto. Ahora soy un toroide de plasma y campo, con una unción sagrada, que gira.

—¿Por qué? —preguntó Killeen.

Susurros, zumbidos.

¿Por qué no? ¿Qué otra cosa vale más la pena que esto? Te digo, pequeño Killeen: ni el mármol ni los dorados monumentos de los príncipes van a vivir más que yo.

Aquel lenguaje fantástico hizo que se perdiera inmediatamente.

—¿Qué?

Inmortal. Eso soy. Según ellos.

—¿Ellos? —preguntó Shibo.

Los constructores de este lugar, este castillo ligero que vuela a merced de vientos turbulentos por encima del reluciente y dilatado disco de creciente calor.

Para acompañar esta terrible parrafada, unas gloriosas manchas de color frío iluminaron las líneas de campo que se curvaban con elegancia. Killeen se preguntaba qué distancia habían atravesado aquellas puñaladas de fosforescencia. Si aquella cosa que le hablaba estaba en el Comilón, que vivía en el cielo más lejano…

—¿Estás en el disco del Comilón?

Tengo los pies enredados en él, sí. Mi cabeza roza las estrellas.

Se quedaron en silencio, aturdidos.

—¿Eran humanos? —se atrevió a decir Shibo al fin.

A lo largo de las guirnaldas del tenue campo, florecían los colores amarillos, desde el oro viejo al anaranjado, como si aquel ser estuviera demostrándoles sus recursos, o rebuscara en sus extensos y polvorientos archivos de memoria magnética.

De nuevo he de decir que no lo sé. Yo era alguna forma de ser, mortal, a punto de ahogarme en los pantanos de la entropía. Hace mucho tiempo. Algo que está dentro de mí grita su nostalgia por las eras fósiles del remoto pasado.

Killeen luchaba con sentimientos contradictorios. Había algo horrible en un ser tan grotescamente grande. Pero le hablaba con un tono crispado que, por su intenso zumbido, le recordaba los cables bajo tensión. En ciertos aspectos, era humano. Y además traía un mensaje para él.

—¿Qué es un Argo?

Espera un momento a que recoja una parte distante de mí… sí, aquí está. No es exactamente Argo, sino Argos, sí. ¿Será más de un Argo? Mi fase de memoria me recuerda que Argos fue «una de las primeras rivales de Esparta». Ahora ya lo sabes.

—¿Qué diablos es Esparta?

Una ciudad.

—¿Dónde? —intervino Shibo.

Las líneas de campo trazaron unas ondulaciones. Unos puntos de color carmesí salieron disparados hacia abajo desde ellas.

No tengo datos. Este fichero está terriblemente anticuado. ¡Y este lenguaje que usas! Es basto, grosero, la manera más tonta de guardar significados en retículas lineales, como cajas.

Shibo dijo:

—Para nosotros es suficiente.

No lo dudo. Para ser justo, mientras repaso vuestro vocabulario observo que tenéis algunas palabras extrañamente ingeniosas, hasta llegan a ser admirables. Gilipollas. Sibilante. Interconexo. ¡Vaya palabras! Tienen gracia, aunque están al borde del absurdo. Pero Argos no tiene gracia ni contenido. Bueno, ya basta. Sólo he venido a traer el mensaje, cumpliendo con mi deber, y ahora me voy.

—¡Espera! —gritó Killeen.

Unos resplandores salpicados de manchas se retiraron a lo largo de las líneas de fuerza con una velocidad creciente.

A medida que iban desapareciendo, reaparecían las acostumbradas fibras magnéticas planetarias en forma de cola de milano, alineándose insistentemente hacia el polo sur.

Esperaron durante largo rato, pero el ser no regresó. Killeen comentó el suceso mientras concluían su ronda; Shibo, según su costumbre, sólo le contestaba con monosílabos. Todo aquel episodio resultaba incomprensible. Pero al menos el mensaje era fácil de entender.

Nadie albergaba esperanzas de construir una nueva Ciudadela. El seguir su viaje era una necesidad, y no una posibilidad.

—¿Qué carajo será un Argos? —preguntaba Killeen, exasperado, a Shibo.

—Pregúntalo al Aspecto.

Arthur se introdujo allí, sin esperar un momento.

Sospecho que se trata de un error de transmisión. Argos fue una ciudad de la Grecia clásica, en la Tierra. Desempeñó un papel en la intelectualidad primitiva…

Killeen cortó el pesado divagar del Aspecto y siguió andando al lado de Shibo. Fuera lo que fuera lo que el ser-campo había querido decir, ahora no tenía importancia, porque se veía claramente que el mensaje era antiguo y ya no tenía objeto.

Killeen decidió seguir como hasta entonces y no preocuparse por el almacén de datos polvorientos y de pesada historia con que los Aspectos le estaban atosigando sin cesar.

Muchos de los Aspectos más antiguos daban cada vez menos información a medida que envejecían. Una especie de senilidad se iba apoderando de ellos. Las molestas voces de insectos podían recordar una reunión que había tenido lugar trescientos años antes, pero eran muy vagos cuando se les preguntaba sobre los distintivos de los mecs que habían visto la semana pasada.

Y los refinamientos que recordaban desde las Arcologías —opulentas, con salas de baile tan grandes como colinas, con mesas adosadas repletas de dulces manjares, trajes translúcidos pero sin embargo tibios— llenaban a Killeen de una envidia rencorosa y avergonzada.

Los Aspectos más antiguos eran los peores, le machacaban con unas glorias imposibles.

Otros miembros de la Familia tenían la misma impresión.

Jocelyn apenas si podía soportar el tener que llamar a los suyos, que eran de los más viejos y le mandaban imágenes de una riqueza que ella sabía falseada, no le cabía la menor duda.

Algunas imágenes del ser magnético rebotaban en la mente de Killeen y se mezclaban con el débil discurso de los Aspectos. Sacudió la cabeza para despejarse.

Si prestaba demasiada atención a los Aspectos, le robarían las asperezas del mundo y el endurecimiento que ellas proporcionaban.

Dejó a Shibo y regresó al campamento, permitiéndose disfrutar de la apabullante riqueza del Salpicado. Nunca se cansaba de hacerlo. Tan verde, pensó. Tan verde, verde, verde.