V
eintidós cuerpos. Sus subsistemas los contaron automáticamente mientras inspeccionaba las colinas lejanas.
Veintidós. Todos ellos tumbados como sacos vacíos.
Absolutamente muertos. La muerte definitiva.
Les había alcanzado algo que disparaba desde muy lejos, algo que tenía una puntería extraordinaria. Para conseguir aquello se requería un artefacto de gran tamaño que permitiera hacer una triangulación muy precisa.
Algo que de tan gran tamaño debería ser fácil de descubrir. A pesar de toda la excitación, deberían haber sido capaces de ver cómo se acercaba. Pero hasta donde le alcanzaba su visión, no descubría nada, no había el menor juego de luces en la arena.
Mantis.
Killeen oyó o presintió un frío y débil chirrido muy agudo. Se agachó de forma automática. Estaba en el límite de un campo de búsqueda. Podría ser que el Mantis se alzara detrás de él, o podía estar en cualquier parte.
Toby estaba echado en el suelo; su pierna izquierda había quedado levantada apuntando hacia arriba. El muchacho empujó con las dos manos y rodó un poco ascendiendo por la ladera rocosa. Sonrió y faltó muy poco para que perdiera el equilibrio.
Killeen alargó la mano para agarrar a Toby por el brazo.
—¡Vámonos! —Se fueron cojeando hacia el barranco más próximo, tan agachados como les era posible.
Mientras corría, Killeen percibió simultáneamente:
Un ligero murmullo de ruido electroacústico, como el de un Merodeador que intentara localizarles.
Un olor muy fuerte, como de chicharrones.
Un fuerte golpe en la base del espinazo.
Scriiiii.
Toby emitió un sofocado grito de dolor.
—¿Qué… ha sido… esto?
—Ha pasado por encima de nuestras cabezas. Sólo nos ha alcanzado su estela.
Killeen recordaba confusamente haber sufrido efectos parecidos a aquellos. Se producían al permanecer en el lóbulo de emisión secundaria, y cuando las ondas que llegaban desviadas hacia uno de los lados interferían entre ellas para producir una cresta pequeña, pero que se movía muy aprisa. En una ocasión, su padre se lo había explicado, y el único recurso factible para contrarrestar aquellos efectos era cerrar todos los sentidos, exceptuando la vista, quedarse insensible.
Killeen borró oído, olfato y tacto; al instante se encontró en un mundo silencioso e inerte. Atenuó la vista. El mundo perdió colorido.
Mientras sucedía todo aquello, continuaba sosteniendo el peso de Toby y avanzaba con dificultad.
Luchaba para poder mantener el equilibrio. Lo único que percibía era unos sordos golpes de tambor en los pies.
Acunaba a Toby muy cerca de su pecho, intentando resguardarle de unos rayos desconocidos.
Scriiiii.
Cayeron rodando por la pendiente del barranco y acabaron formando una embarullada madeja de brazos y piernas.
La Familia se acurrucaba a lo largo de la protección de las piedras desprendidas. Killeen y Toby yacían jadeantes y atentos. Killeen fue activando poco a poco los sentidos hasta que alcanzaron la potencia máxima.
Las Familias se defendieron con ardor. Algunos levantaban rápidamente los brazos y disparaban todo un cargador de ruido electrónico, sin apuntar. Si la cabeza no quedaba expuesta, no se ofrecía una entrada directa y fácil al aparato sensorial. Pero, desde luego, no tenían una idea concreta de los poderes del Mantis. Y en aquella ocasión, los tenía acorralados por completo, y además los tenía a todos juntos.
Killeen tocó cuidadosamente la rodilla del muchacho.
—¿Lo notas?
—Ah… ah… Estoy bien.
—¿Estás seguro?
—Debo de haberme dado un golpe, al caer.
—¿Qué tal ahora? —dijo flexionándole un poco la pierna.
—Va bi… ¡Ay!
—Descansa un rato. Probablemente estarás bien dentro de poco.
—Ay…
—¿Te duele mucho?
Toby puso los ojos en blanco y palideció. Killeen se abrazó a él con un miedo ciego.
—¡Toby!
—Ay… —Un largo suspiro. La pierna le dio una sacudida.
—Quédate tumbado y descansa.
—Yo… no…
Siempre pasaba lo mismo. Los recursos de los humanos iban mucho más aprisa que los pensamientos humanos. Eran unos simples espectadores de sus propias potencialidades interiores. De las antiguas habilidades que llevaban enterradas dentro de ellos, en zonas de febril rapidez.
Los labios del muchacho empezaban a moverse, a tomar color de nuevo. La batalla interior disminuyó de intensidad. Toby jadeó y tosió. Ante el asombro de Killeen se sentó, escarbando con los guantes en la arena gris. Preguntó en un susurro:
—¿Le hemos matado… ya?
—No. Sigue tumbado.
Los ojos verdes de Toby se abrieron y se le despejó la vista.
—Déjame que…
—Pero si acabas de…
—¡Déjame dispararle! —casi exigió Toby, con una voz que recobraba fuerzas a ojos vista.
—No te levantes. Todavía no sabemos dónde está.
—He oído algo por allí —señaló, temblando, hacia un lejano corrimiento de piedras. Estaban tan ocultos en el barranco que sólo vislumbraban la parte más alta del montón de piedras.
—Cuando la gente empezó a caer —dijo Toby débilmente—, oí algo, como metal que se rompiera. Sonaba muy fuerte. No podía mover la pierna y me caí. Me llegó otra vez aquel ruido, que salía de allí.
Killeen oyó un laberinto cambiante de gritos de las dos Familias; la sangrante humanidad se entremezclaba. Los heridos gruñían, algunos de ellos sollozaban. Una mujer gritaba: «Alex, Alex, Alex, Alex», una voz quebrada y aterrorizada.
Algunos gritaban pidiendo instrucciones, buscando con desconsuelo a su Capitán. Ledroff, inútilmente, ordenaba que dispararan, pero no había nadie que supiera exactamente qué había sucedido, ni adonde apuntar.
Yacían diseminados por los barrancos de aquella llanura, incapaces de reaccionar. Sin contar con ningún refugio, las Familias tendrían que salir de allí a rastras. Pero el Mantis podía mantenerse en el terreno elevado y no perderles de vista.
Killeen sacó de la mochila un largo filamento y lo enganchó en un aro de acero que guardaba en el extremo del puño de su camisa. Era un tubo sensor que su padre le había dado, y cuya superficie de mica mostraba arañazos y un color amarillento. Lo introdujo en la base de clavija que llevaba en la sien.
Toby preguntó débilmente:
—¿Qué es esto…?
—Para mirar.
Killeen cerró los ojos y el tubo sensor se encargó del resto. Vio/oyó unos rápidos tirones a su alrededor. Después dobló un brazo hacia arriba y lo levantó por encima del borde de las piedras. Escudriñó el horizonte lejano, haciendo descender el punto de mira. Regularmente crispaba las manos para mezclar el flujo de datos que entraban. Esto ayudaba a localizar los espejismos.
—¿Has captado alguna cosa? —preguntó una voz de mujer a su espalda.
—No. Déjame tranquilo.
—Yo lo puedo encontrar. Y le daré.
—Soy capaz de localizarlo, le daré yo.
—No. Yo lo haré mejor.
No abrió los ojos. Las lejanas y derruidas colinas saltaban, se fundían y lanzaban destellos a través del punto culminante del espectro que utilizaba en su sistemática búsqueda. Recorrió centímetro a centímetro la pendiente para obtener un ángulo menor de observación y empezó a buscar por la zona en forma de abanico del fondo del corrimiento de piedras.
Un susurro metálico pasó por su lado, perdiéndose sin más con un estremecimiento nervioso. Tal vez era un tiro para calcular la distancia. Siguió observando minuciosamente con los filtros del ojo derecho; ya estaba a punto de desistir cuando descubrió algo que se movía.
Desapareció un instante después, pero logró vislumbrarlo de nuevo. Un cuerpo alargado. Patas de trípode. Un dibujo complicado se ocultaba entre las rocas, y las antenas giraban a sacudidas.
Killeen desconectó el tubo sensor y se dejó caer rodando por la ladera de arena caliente que poco a poco se le fue metiendo por el cuello dentro del traje.
—Está bien. Veamos…
La mujer estaba arrodillada al lado de Toby, acariciando los músculos de la pierna del muchacho. Llevaba un traje gris descolorido ajustado sobre un exoesqueleto que la comprimía como si fuera un puño con muchos dedos. No era el primero que veía, pero ninguno tan bien construido. Las costillas del exoesqueleto envolvían su delgado y alargado cuerpo, del que sobresalían las piernas, en una doble espiral trenzada. Al llegar al cuello, aquellos negros dedos-costillas se convertían en unos ramales flexibles que se le enrollaban en la nuca. Se retorcieron ligeramente cuando ella le miró con los músculos estirados y unidos por ellos. Sus ojos de color gris azulado eran ecuánimes y calculadores.
—… veamos lo que tienes —concluyó él después de una breve pausa durante la cual había observado la mochila de ella, completamente llena de abultados aparatos, su negro y óseo exoesqueleto y su cabello de ébano enrollado y sujeto con alfileres.
—Ahora lo vas a ver.
Mientras hablaba, envió dos señales. Una mano huesuda se alzó para extraer de la desgastada mochila una delgada barra de plástico prensado; ella le obsequió con una tensa sonrisa de lobo.
—Yo… —él hizo una vaga indicación sobre el hombro—, no había visto esto. ¿Qué es?
—Un pájaro —contestó ella brevemente.
Toby la observaba en silencio con una sonrisa insegura, como si la acción de la mujer le hubiera calmado. Killeen supuso que el muchacho empezaba a sentir las consecuencias del golpe a medida que recuperaba la sensibilidad de las piernas y los músculos se aflojaban de nuevo.
Ella clavó la barra en un reluciente cilindro que tenía a sus pies. Killeen reconoció sus instrumentos como componentes mecs recogidos de la basura, y montados con ingenio para formar un arma diferente de cuantas había visto hasta entonces. Cuando ella alzó el artefacto y lo apuntó hacia el cielo, el exoesqueleto se dobló, produjo un ruido débil y corrigió el desequilibrio momentáneo de sus piernas.
—¿Estás segura de que no necesitas…?
Los ojos le relucieron con orgullo.
—Ya puedo.
—Está bien.
Ella avanzó como un pato subiendo por la pendiente de piedra arenosa. Con mucha rigidez, se dejó caer hacia delante y el exoesqueleto golpeó contra las piedras. Las relucientes costillas negras evitaron que las verdaderas se rompieran al golpearse contra las piedras. Sosteniendo la barra entre los brazos, la apuntó hacia el frente; la punta de la barra resultaba pesada a causa del cilindro recubierto de cobre. Con la mano derecha extrajo un asa del mismo material que la barra. Meciendo el montaje, echó una visual a lo largo de él. Tenía dos bases de conexión, como si fueran un par de pecas cosméticas en el mismo borde exterior de sus negras órbitas oculares. Ambas quedaron conectadas a las clavijas superiores del montaje.
Killeen, sin decir palabra, le transmitió la imagen del Mantis que acababa de registrar hacía poco. En el marco de la misma aparecía una anotación: ALCANCE 23275 ZONA KM. No sabía qué significaba.
Ella hizo un leve gesto de asentimiento, con los ojos cerrados. Disparó.
El pájaro de cobre salió oscilando de la barra y planeó. Fue acelerando rápidamente y antes de que Killeen pudiera ponerse en pie, oyó un apagado crump.
Un tono bajo desapareció de su aparato sensorial. Se dio cuenta de que mientras había durado el ataque, había permanecido en el cono de búsqueda del Mantis, recibiendo sus persistentes sondajes.
La mujer se puso en pie lentamente, dolorida.
—¡Esta arma tiene una precisión infernal!
Los ojos oscuros y de pesados párpados de la vieja se abrieron y cerraron lánguidamente.
—Muerto.
Con un suspiro de alivio, Killeen asintió:
—Sí, muerto y bien muerto.
El Mantis era un revoltijo de piezas al pie del corrimiento de piedras. Algunas partes se habían desmontado a pesar de las fuertes tuercas de acero que las aseguraban a las sujeciones, y habían ido a estrellarse contra las piedras desprendidas.
Killeen aventuró lentamente:
—Podría ser el mismo que nos atacó hace unos días.
La mujer alzó una ceja fina y muy negra.
—¿Qué es?
—Un Mantis. ¡Pero le destruimos la mente principal con un rompedor!
—¿Estás seguro?
—Lo vi con mis propios ojos.
Rechinaba y hacía ruidos raros al andar; el exoesqueleto le confería una gracia especial, rígida. Su cara terminaba en una barbilla puntiaguda que mantenía cubierta por un trapo rojo. A Killeen le parecía que aquella mujer era como una reja, hasta sus huesos parecían ser unas simples varillas de calcio de una máquina que se desplazaba hacia adelante. Pero algo en ella le atraía cuando aquellos fríos ojos gris azulados estudiaban su cara.
—Esta pieza de aquí —dijo Killeen señalando a un elipsoide ribeteado de remaches— nos pareció que era la mente principal.
Ella giró la cabeza con vivacidad, pero dando unas cortas sacudidas, como si estuviera fotografiando cada una de las piezas del Mantis destruido.
Unas barreras giraban en la base del elipsoide central, cubierto de cristal, del Mantis. Aquella cosa intentaba enterrarse en una zona arenosa que había descubierto. Killeen apretó su dispersador contra el lóbulo de acceso del elipsoide y disparó. La cosa tembló y se detuvo.
—Se estaba ocultando —señaló ella, y con una rapidez sorprendente regresó a saltos al distante barranco donde las Familias seguían agachadas. Killeen la siguió, sin comprender. Notó un penetrante cansancio indefinido mientras cruzaba la llanura.
Toby no se había movido y estaba poniendo a prueba su pierna, dando golpes con ella contra el suelo para devolverle la sensibilidad.
—¡Hola! ¿Lo habéis matado?
Killeen asintió.
—Debía de ser otro de…
—¡Mira! —gritó la mujer.
Killeen se fijó de nuevo en la carcasa del Mantis que yacía extendida sobre el suelo. Por el punto más lejano de las colinas habían aparecido cuatro peones. Eligieron un camino hacia abajo, pero con frecuencia hacían largas interrupciones en su descenso. Todos ellos tenían en los paneles laterales unas señales entrecruzadas, muy parecidas a las que Killeen había observado cuando estaban en la factoría.
—¡Maldición!
El primer peón que alcanzó la base encontró una pieza del Mantis y la cogió, asegurándola bien sobre el armazón.
—Montaje —dijo la mujer.
—¿Qué?
Ella no respondió. Miraron en silencio. Killeen ayudó a Toby a llegar hasta el borde del barranco, y algunos pocos más se unieron a ellos. Había docenas de piezas del Mantis, y los peones se ocupaban con cuidado de cada una de ellas.
Killeen estudiaba los peones con los ojos casi cerrados para defenderse del resplandor combinado de Dénix y del Comilón. Demasiado tarde comprendió que el Mantis había aprovechado la ventaja del resplandor de las dos estrellas. A pesar de que su capacidad visual había aumentado, como una herencia recibida desde siglos atrás, los humanos no veían tan bien como los mecs, tanto en la oscuridad como en una luz deslumbrante. Estaban ciegos frente a las ilusiones creadas por los Mantis.
Y el Mantis les había pillado cuando estaban menos protegidos, más abiertos y más humanamente vulnerables. De vez en cuando, Killeen apretaba fuertemente las mandíbulas, como si estuviera mascando aquellos hechos.
No quería volver atrás por la llanura para ver a los que habían caído. Había visto demasiados muertos durante los últimos días. Su equipo sensorial recibía muchos lamentos de desesperación y de horrible sorpresa.
Ya tendría tiempo para aquello. Observó detalladamente cómo dos peones se encontraron y se ayudaron uno a otro a colocar sus cargas sobre una plataforma de piedra desnuda. Les serviría de banco de trabajo, no necesitaban más. Uno de los peones sacó un juego de herramientas de punta fina y empezó a desmontar un fragmento medio destruido del Mantis.
—Lo están arreglando —exclamó Toby, maravillado.
—¿Habías visto antes algo parecido? —preguntó la mujer.
—Negativo, nada como esto —contestó Killeen—. Pero la mente principal…
—No hay una mente.
—¿Cómo es posible?
—Les resulta más fácil de componer.
Toby añadió:
—También les será más fácil volverlo a la vida.
—Así es. —La mujer se tiró del labio, como si estuviera sopesando una desagradable posibilidad.
—Me parece que han encontrado la manera de repartir el cerebro por las diferentes piezas del Mantis.
—¿Uno es estúpido, pero muchos hacen un listo? —preguntó fríamente la mujer.
Killeen comprendió lo que intentaba decirles. Si era posible construir un cerebro a partir de muchas partes dispersas, cada una de bajo nivel, pero que contribuyese con una fracción vital de aquello que se necesitaba para obtener un mec mucho más listo…
—Tal vez. Después vienen los peones, lo arreglan y lo vuelven a montar. Tal vez sustituyan alguna de las mentes sencillas en caso de que haya muerto.
—Y vuelve a despertar. A pensar y a cazar.
Su cabello de ébano estaba peinado con muchos arabescos rizados que adquirían un resplandor azul. Si se miraba con los ojos entornados, todo el conjunto tomaba la apariencia de un tejido impermeable.
—¿Es una nueva especie de Merodeador? —preguntó Killeen.
La mujer arqueó las cejas y no respondió.
—¿No podemos matarlo? —inquirió Toby, cojeando por allí para controlar el estado de su pierna.
—No, a menos que puedas desarmarlo por completo —contestó Killeen, mientras empezaba a hacer sus cálculos. Pensaba sin números, juzgando sólo por las impresiones de su memoria. Las respuestas aparecían de golpe en su mente y él no se paraba a reflexionar si procedían de Arthur o de algún otro Aspecto técnico de los que llevaba a cuestas. Declaró simplemente, con seguridad:
—Apenas si tenemos suficientes municiones para poder hacerlo. Tal vez consiguiéramos desguazar todo este Mantis, o quizá nos faltaría poco para dejar el trabajo listo.
—Yo os ayudaré —se ofreció Toby.
La mujer puso mala cara.
—Es demasiado trabajo.
Killeen estaba de acuerdo.
—Si lo desmenuzamos, tendremos que usar la mayor parte de nuestras municiones.
—Eso puede ser peligroso.
Killeen la miró interrogativamente y comprendió que ella no se refería a una amenaza inmediata, sino al desafío que representaba un Merodeador como aquel. Era una nueva técnica de los mecs.
Toby se fue por las inmediaciones en busca de armas que recoger; tenía la pierna como una barra tiesa, pero bastaba para sostenerle. La mujer no dijo nada más, no hacía más que observar a los peones mientras arrastraban tenazmente las piezas para armarlas; su respiración era tan ligera que no llegaba a ser perceptible a través del exoesqueleto. Una tela impermeable gris, ablandada por el tiempo, se le adhería al cuerpo. Estaba delgada, pero sus flexibles curvas se destacaban bajo las inevitables rigideces del exoesqueleto con su red de refuerzos, lo que le daba el aspecto de una prisionera dentro de una caja negra. Killeen se preguntaba cómo lo haría funcionar; luego descubrió que tenía abierta la cremallera de la parte posterior de la camisa; debía de habérsela bajado mientras regresaba a saltos desde donde había quedado el Mantis. Los ojos fotovoltaicos giraban a medida que iba andando, siguiendo el maná ultravioleta del Comilón.
Todo aquello le servía para hacer trabajar una cubierta cuya misión era añadir fuerza a sus músculos para dejarla en igualdad de condiciones con los demás. En ella, la selección genética para adquirir una mayor fuerza había fracasado. Su metabolismo era menos eficiente de lo normal en convertir los alimentos en energía. Necesitaba aquella protección acostillada para mantenerse junto al resto de la Familia. Las reglas eran duras: el miembro que se quedaba atrás, moría. Él preguntó:
—¿Crees que debemos desguazarlo?
—Sí.
—Voy a buscar a Ledroff y a algunos más. Estos peones también actúan de forma extraña. Será mejor que intentemos cogerles desde lejos. Y no nos limitaremos a desconectarlos.
—No nos dará tiempo.
—¿Qué? Calculo que pasarán algunas horas antes de que tengan todas las piezas.
—No. Primero hemos de llorar la muerte de los nuestros.
Él asintió. Había sido mucho mejor para él estar allí, pensando en el Mantis, que ir a buscar los amigos heridos o muertos, o hasta definitivamente muertos. Pero había llegado el momento de ir.
—¿Tú eres…?
—Shibo.
—¿De la Familia Rook?
—De la Familia Knight.
—¿Esta no es tu Familia?
—Los encontré. Mi Familia ha desaparecido.
Lo miró directamente, sin ceder en lo más mínimo. Ella no había salido de la misma Ciudadela, porque allí no había ningún Knight. Es decir, que todas las demás Ciudadelas también habían sido destruidas.
Killeen había llegado a pensar que sus pérdidas eran tan grandes como las de cualquier otro, pero aquella mujer que tenía delante había perdido por completo todo su linaje y debía enfrentarse además con las insuficiencias de su débil cuerpo. Tenía montones de preguntas que formularle, pero la mirada triste y pensativa que ella le devolvió le hizo cambiar de parecer ante la enormidad de las implicaciones no enunciadas.
—Vámonos. Las Familias necesitarán nuestra colaboración.
La ayudó a ascender por el barranco y a cruzar el paisaje desierto por donde yacían esparcidos los que habían muerto unos momentos antes.